—No se mueva —murmuró éste desde el otro lado del mundo.
Hizo lo que le indicaba. H. G. echó un vistazo a su alrededor, como un conejo acorralado, hasta que estuvo seguro de que el patio se hallaba desierto. Entonces, cruzó hasta donde se encontraba Vanessa.
—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó.
—Usted no se presentó —le acusó ella—. Creí que se había olvidado de mí.
—Las cosas se han complicado. Nos vigilan todo el tiempo.
—No podía seguir esperando, Harvey. Éste no es lugar para pasar las vacaciones.
—Tiene razón —admitió con aire decepcionado—. Esto no tiene remedio. No tiene remedio. Debería huir usted sola. Olvídese de nosotros. Jamás nos dejarán salir. La verdad es demasiado terrible.
—¿Qué verdad?
—Olvídelo —le dijo, meneando la cabeza—. Olvide que nos conocimos.
Vanessa lo sujetó por el larguirucho brazo y le dijo:
—De eso nada. Tengo que saber qué está pasando aquí.
—Sí, quizá sería mejor que se enterara —dijo Gomm, encogiéndose de hombros—. Tal vez todo el mundo debería enterarse.
La tomó de la mano y se retiraron a la relativa seguridad de los claustros.
—¿Para qué es el mapa? —fue la primera pregunta que formuló Vanessa.
—Aquí es donde jugamos… —repuso, mirando fijamente la maraña de garabatos que había sobre el suelo del patio. Suspiró—. Claro que no siempre fueron juegos. Pero los sistemas se deterioran, como ya sabrá usted. Es una condición irrefutable, que vale tanto para la materia como para las ideas. Se empieza con buenas intenciones y en dos décadas…, dos décadas… —repitió como si ese hecho le causara un asombro nuevo—, pasamos a jugar con ranas.
—Mire, Harvey, eso que me dice no tiene demasiado sentido —le comentó Vanessa—. ¿Se muestra usted deliberadamente obtuso o acaso es un síntoma de senilidad?
Sintió la punzada de aquella acusación, pero dio resultado. Con la vista fija en el mapa del mundo, H. G. pronunció una vigorosa parrafada, como si hubiera ensayado esta confesión.
—En mil novecientos sesenta y dos hubo un día de cordura en el que a los potentados se les ocurrió pensar que se encontraban a punto de destruir el mundo. Ni siquiera a los potentados les resultaba seductora la idea de una Tierra sólo apta para cucarachas. Si había que impedir la aniquilación, decidieron que habrían de prevalecer nuestros mejores instintos. Los poderosos se reunieron a puerta cerrada en un simposio celebrado en Ginebra. Jamás se había producido la reunión de semejantes eminencias. Los líderes de los Politburós, los Parlamentos, Congresos y Senados, los Amos de la Tierra, todos juntos en un colosal debate. Se decidió entonces que en lo sucesivo, los asuntos mundiales serían dirimidos por un comité especial formado por eminencias y personalidades influyentes, como yo. Hombres y mujeres que no estuvieran sujetos a los caprichos de los favores políticos, que pudieran ofrecer unos principios rectores que impidieran que la especie cometiera un suicidio colectivo. El comité debía formarse con personas provenientes de las diferentes áreas del quehacer humano, lo mejor de lo mejor, una élite moral e intelectual cuya sabiduría conjunta permitiera el resurgir de una nueva edad de oro. Ésa fue la teoría.
Vanessa escuchaba sin formular los cientos de preguntas que el corto discurso de Gomm le habían sugerido. Él prosiguió:
—…Y durante cierto tiempo funcionó. Funcionó de veras. Éramos trece… para mantener el consenso. Un ruso, unos cuantos de Europa occidental, como yo, el querido Yoniyoko, claro, un neocelandés, un par de norteamericanos… Formábamos un grupo de gran potencia. Dos de nosotros habíamos ganado el Nobel…
En ese momento se acordó de Gomm, o al menos de dónde había visto su cara. Por entonces ambos eran mucho más jóvenes. De estudiante, ella había hecho propias sus teorías y las había propagado.
—…Teníamos instrucciones de fomentar el entendimiento mutuo entre los poderes constituidos, de ayudar a modelar unas estructuras económicas compasivas y a desarrollar la identidad cultural de los países nacientes. Todos lugares comunes, claro está, pero entonces sonaban muy bien. Tal como estaban las cosas, casi desde el comienzo nuestras preocupaciones fueron de tipo territorial.
—¿De tipo territorial?
Gomm realizó un gesto expansivo indicando el mapa que yacía ante ellos.
—Sí, ayudar a dividir el mundo —repuso—. Controlar las pequeñas guerras para que no se convirtieran en grandes guerras, evitar que las dictaduras se volvieran demasiado pagadas de sí mismas. Nos convertimos en los criados del mundo; limpiábamos allí donde la mugre se acumulaba demasiado. Era una gran responsabilidad, pero cargamos con ella con gran alegría. Al principio nos complacía pensar que los trece dábamos forma al mundo, y que sólo en las altas esferas de los gobiernos se conocía nuestra existencia.
Aquello era el síndrome de Napoleón en todo su esplendor, pensó Vanessa.
Gomm estaba indiscutiblemente loco, pero ¡qué heroica locura! En esencia, era inocua. ¿Por qué lo habrían encerrado entonces? Estaba claro que era incapaz de causar ningún daño.
—Me parece una injusticia que lo hayan encerrado aquí —le comentó.
—Es por nuestra propia seguridad, claro está —repuso Gomm—. Imagínese el caos que se desataría si un grupo anarquista se enterara del lugar de nuestras operaciones y nos eliminara. Gobernamos el mundo. No era así como se había planificado, pero como ya le dije, los sistemas se deterioran. Con el paso del tiempo, los potentados, sabedores de que contaban con nosotros para las decisiones críticas, comenzaron a dedicarse cada vez más a los placeres de los altos cargos, y cada vez menos a pensar. Al cabo de cinco años ya no éramos asesores, sino jefes supremos sustitutos, y hacíamos malabarismos con las naciones.
—Qué divertido —comentó Vanessa.
—Durante un tiempo, quizá —reconoció Gomm—. Pero el encanto se esfumó muy pronto. Al cabo de una década más o menos, la presión comenzó a sentirse. La mitad de los miembros del comité han muerto ya. Golovatenko se arrojó por una ventana. Buchanan, el neocelandés, tenía sífilis y no lo sabía. Los años se encargaron de Yoniyoko, de Bernheimre y de Sourbutts. Y tarde o temprano, se encargarán de todos nosotros. Klein sigue prometiéndonos que nos traerá gente que se haga cargo cuando hayamos desaparecido nosotros, pero en realidad les da igual. ¡Les importa un pimiento! Somos funcionarios, eso es todo. —Estaba cada vez más agitado—. Con tal de que les demos nuestras opiniones, están contentos. Bueno… —Su voz se redujo a un susurro—. El caso es que vamos a abandonar.
¿Acaso sería aquél un momento de lucidez? ¿Acaso el hombre cuerdo que había en la mente de Gomm intentaba deshacerse de la ficción sobre la dominación del mundo? Si era así, quizá ella pudiera contribuir al proceso.
—¿Quieren huir? —inquirió.
Gomm asintió y le dijo:
—Me gustaría volver a ver mi casa antes de morir. He renunciado a tantas cosas por el comité, Vanessa, que casi me he vuelto loco… (Ah, pensó Vanessa, lo sabe). ¿Le parecerá egoísta si le digo que considero demasiado sacrificio ofrecer la vida por la paz mundial? —Vanessa sonrió ante la forma en que se jactaba del poder, pero no hizo comentario alguno—. Si es egoísta, pues mala suerte. No me arrepiento. ¡Quiero irme! Quiero…
—No grite, por favor.
Gomm recordó dónde estaba y asintió.
—Quiero un poco de libertad antes de morir. Todos la queremos. Y pensamos que tal vez podría ayudarnos. —La miró—. ¿Ocurre algo malo?
—¿Malo?
— ¿Por qué me mira de ese modo?
—No está usted bien, Harvey. No lo considero peligroso, pero…
—Un momento —protestó Gomm—. ¿Qué se cree que he estado contándole? Me tomo la molestia de…
—Harvey. Es una historia estupenda…
—¿Historia? ¿Cómo que una historia? —inquirió, petulante — . Ah… ya comprendo. No me cree, ¿verdad? ¡Eso es! ¡Acabo de contarle el más grande secreto del mundo y no me cree!
—No digo que esté mintiendo…
—Conque es eso. ¡Cree que estoy loco! —estalló Gomm.
El eco de su voz se propagó por el mundo rectangular. Casi de inmediato se oyeron gritos desde varios de los edificios y por encima de ellos, el tronido de pies.
—Mire lo que acaba de hacer —dijo Gomm.
—¿Que yo lo he hecho?
—Estamos en un buen lío.
—Mire, H. G., esto no significa…
—Es tarde para retractarse. Quédese donde está…, procuraré salir corriendo, y distraerlos.
Se disponía a partir cuando se volvió, la sujetó por la mano y se la besó.
—Si estoy loco —le dijo—, ustedes me han hecho así.
Y se marchó; sus piernas cortas lo condujeron a buena velocidad hasta el otro extremo del patio. Ni siquiera había llegado a los árboles de laurel cuando aparecieron los guardas. Le gritaron que se detuviera. Como no lo hizo, uno de ellos disparó. Las balas surcaron el océano, alrededor de los pies de Gomm.
—Está bien —gritó Gomm, deteniéndose y levantando las manos—.
¡Mea culpa!
Cesaron los disparos. Los guardas abrieron paso a su comandante.
—Ah, eres tú, Sidney —dijo H. G. al capitán.
El hombre se mostró visiblemente incómodo de que se dirigiese a él en ese modo delante de sus subordinados.
—¿Qué hace afuera a estas horas de la noche? —inquirió Sidney.
—Miraba las estrellas —repuso Gomm.
—No estaba solo —dijo el capitán.
A Vanessa se le fue el alma al suelo. No podía regresar a su cuarto sin atravesar el patio abierto, y seguramente, después de dada la alarma, Guillemot habría ido a verla a su habitación.
—Es verdad —admitió Gomm — . No estaba solo. —¿Acaso habría ofendido tanto al anciano que ahora iba a traicionarla?—. Vi a la mujer que habéis traído…
—¿Dónde?
—En lo alto del muro.
—¡Jesús! —exclamó el capitán, y se dio la vuelta para ordenar a sus hombres que salieran en su persecución.
—Se lo advertí —continuó parloteando Gomm—. Le dije que se rompería el cuello. Le dije que lo mejor era que esperase a que abrieran el portón…
A que abrieran el portón
. Entonces no era un loco, después de todo.
—Phülipenko —ordenó el capitán —, escolte a Harvey a su dormitorio…
—No necesito que nadie me arrulle, gracias —protesto Gomm.
—Acompáñelo.
El guarda se acercó a H. G. y lo escoltó a su habitación. El capitán se demoró lo suficiente como para murmurar por lo bajo:
—¿Quién es un tipo listo, Sidney?
Luego lo siguió. El patio volvió a quedar vacío, a excepción de la luz de la luna y el mapa del mundo.
Vanessa esperó a que se hubiera acallado hasta el último sonido, luego salió de su escondite y siguió el mismo camino que habían tomado los guardas. Al cabo de un rato llegó a una zona que reconoció vagamente de su paseo en compañía de Guillemot. Animada, recorrió de prisa un pasillo que daba al patio de Nuestra Señora de los Ojos Eléctricos. Avanzó agazapada a lo largo del muro, se agachó al pasar ante la estatua para no ser vista y, finalmente, estuvo ante los portones. Estaban abiertos. Tal como había criticado el anciano la primera vez que se vieron, la seguridad era lamentablemente inadecuada, y dio gracias a Dios por ello.
Cuando corría hacia los portones oyó el sonido de unas botas pisando la grava; echó una mirada por encima del hombro y vio al capitán empuñando el rifle y avanzando desde el refugio de un árbol.
—¿Le apetece un poco de chocolate, señora Jape? —inquirió el señor Klein.
—Esto es un manicomio —le dijo Vanessa al señor Klein cuando la escoltaron otra vez a la sala de interrogatorios—. Ni más ni menos. No tienen derecho a retenerme.
El señor Klein hizo caso omiso de sus quejas.
—Habló con Gomm, y él habló con usted.
—¿Y qué si lo hizo?
—¿Qué le ha contado? —He dicho: ¿y qué si lo hizo?
—Y yo he dicho: ¿qué le ha contado? —rugió Klein. Jamás le habría creído capaz de semejante apoplejía—. Quiero que me lo cuente, señora Jape.
En contra de su voluntad, Vanessa tembló ante las iras de Klein.
—No hizo más que decir tonterías —repuso—. Está loco. Creo que todos están locos.
—¿Qué tonterías le dijo? —Basuras.
—Me gustaría saber, señora Jape —insistió Klein; su furia se había aplacado—. Déme el gusto.
—Dijo que aquí trabaja una especie de comité, que toma decisiones sobre la política mundial, y que él forma parte del comité. Eso es todo; total, para lo que sirve.
—¿Y qué más?
—¿Qué más? Que le dije amablemente que estaba tocado del ala.
El señor Klein fingió una sonrisa.
—Por supuesto que es pura ficción.
—Por supuesto —dijo Vanessa—. Por el amor del cielo, no me trate como a una imbécil, señor Klein. Soy una mujer adulta…
—El señor Gomm…
—Me dijo que era profesor.
—Otro delirio. El señor Gomm es un esquizofrénico paranoide. Si le dan ocasión, puede ser sumamente peligroso. Tuvo usted suerte.
—¿Y los demás?
—¿Los demás?
—No está solo. Los he oído. ¿Son todos esquizofrénicos?
—Están todos perturbados —dijo Klein suspirando—, aunque sus estados varían. En su época, por difícil que pueda parecer, fueron todos asesinos. —Hizo una pausa para que la información surtiera su efecto—. Algunos hasta varias veces asesinos. Por ese motivo están aquí encerrados, solos y ocultos al mundo. Por eso los oficiales van armados…
Vanessa abrió la boca para preguntar por qué era preciso que se disfrazaran de monjas, pero Klein no le dio ocasión.
—Créame, el que esté usted aquí es para mí tan inconveniente como para usted irritante.
—Entonces, déjeme ir.
—Cuando haya acabado mis investigaciones —le dijo—. Mientras tanto, agradeceré su cooperación. Si el señor Gomm o cualquiera de los otros pacientes intentaran implicarla en cualquier tipo de plan, le ruego que me informe de inmediato. ¿Lo hará?
—Supongo…
—Y por favor, absténgase de intentar otra fuga. La próxima podría resultar fatal.
—Quería preguntarle…
—Tal vez mañana —dijo el señor Klein, echando un vistazo al reloj mientras se ponía de pie—. Ahora a dormir.
Mientras luchaba consigo misma cuando el sueño se negó a venir, se devanó los sesos pensando cuál de todos los caminos conducentes a la verdad que se abrían ante ella era el menos probable. Contaba con diversas alternativas: la de Gomm, la de Klein, la de su sentido común. Todas eran tentadoramente improbables. Todas, al igual que el sendero que la había llevado hasta allí, no indicaban cuál era el destino final. Había sufrido las consecuencias de su perversidad por haber seguido aquel sendero, no cabía duda, porque allí estaba, cansada y vapuleada, encerrada y con pocas esperanzas de poder huir. Pero esa perversidad formaba parte de su naturaleza; y tal vez, como Ronald le dijera una vez, era el único hecho indiscutible de su persona. Si no seguía ahora ese instinto, a pesar de todo lo que la había hecho padecer, estaba perdida. No se durmió, siguió dando vueltas en la cabeza a las distintas alternativas posibles. Al amanecer, ya había tomado una determinación.