Pero hoy, al volver a la oficina, no estaba tan segura de que no tuvieran razón. Se sentía como si no hubiera descansado durante semanas, a pesar de que dormía profundamente todas las noches. Tenía la vista nublada: veía sus experiencias desde una lejanía tal, y le parecían tan curiosas, que las asoció con una fatiga extremada, como si se alejara cada vez más, y a la deriva, del trabajo que tenía sobre el escritorio, de sus sensaciones, de sus pensamientos. En dos ocasiones, esa mañana, se sorprendió hablando y, al instante, se preguntó con quién y para quién. Sin duda, no era con ella misma, porque ella estaba muy ocupada escuchando.
Entonces, una hora después del almuerzo, las cosas cambiaron repentinamente para empeorar. La llamaron al despacho de su supervisor y le pidieron que se sentara.
—¿Se encuentra bien, Elaine? —le había preguntado el señor Chimes.
—Sí, me encuentro bien —había respondido ella.
— Estamos todos muy preocupados…
—¿Por qué?
—Por su comportamiento —repuso el señor Chimes, ligeramente incómodo—. Por favor, le ruego que no piense que me meto en su vida. Elaine. Simplemente, quiero que sepa que si necesita más tiempo para recuperarse…
—Pero si me encuentro bien.
—Pero el llanto…
—¿Qué?
—La forma en que ha estado llorando hoy nos preocupa.
—¿Llorar? Pero si yo no lloro.
—Pero ha estado llorando todo el día —insistió el supervisor, aparentemente desconcertado—. Está llorando en este mismo momento.
Elaine se llevó la mano a la mejilla. Sí, estaba llorando. Tenía la mejilla húmeda. Se puso en pie, asombrada por su propia conducta.
—No…, no lo sabía —respondió.
Aunque las palabras le parecieron un disparate, eran ciertas. No lo sabía. Sólo en ese momento, una vez que le señalaron el hecho, sintió el sabor de las lágrimas en la garganta y en los senos nasales, y con ese sabor le llegó el recuerdo del inicio de la excentricidad: la noche anterior, frente al televisor.
—¿Por qué no se toma el resto del día?
—Sí.
—Si lo desea, tómese toda la semana —le sugirió Chimes—. Elaine, no tengo que decirle que es usted una empleada valiosa. No queremos que le ocurra nada malo.
Esta última observación, hizo diana con una fuerza punzante. ¿Acaso pensaban que se encontraba al borde del suicidio? ¿Por eso la trataban con guantes de seda? Pero si no eran más que lágrimas, por el amor de Dios, y se sentía tan indiferente a ellas que ni siquiera se había enterado de que caían.
—Me iré a casa —dijo—. Gracias por su… preocupación.
El supervisor la miró con una cierta consternación y le dijo:
—Debe de haber sido una experiencia muy traumática. La comprendemos. De verdad. Si en algún momento tiene necesidad de hablar…
Ella rechazó el ofrecimiento, le dio otra vez las gracias y abandonó la oficina.
Cara a cara consigo misma, ante el espejo del lavabo de señoras, se dio cuenta del mal aspecto que tenía. Su piel estaba sonrojada, los ojos hinchados. Como pudo, intentó ocultar los signos de aquella pena indolora, luego recogió su chaqueta y se dirigió hacia su casa. Al llegar a la estación del metro se dio cuenta de que no sería buena idea regresar al apartamento vacío. Se pondría a pensar, dormiría (últimamente dormía demasiado y no soñaba nada), pero no mejoraría su condición mental con ninguno de esos dos remedios. La campana de los Santos Inocentes, que tañía en la tarde clara, le recordó el humo, la plaza y al señor Kavanagh. Decidió que aquél sería el lugar adecuado al que dirigirse. Podía disfrutar del sol y pensar. Y tal vez lograra volver a encontrarse con su admirador.
Encontró fácilmente el camino de regreso a Todos los Santos, pero la esperaba una decepción. El terreno de la demolición había sido acordonado; habían marcado los límites con una hilera de postes unidos por una cinta de un rojo fosforescente. El lugar de la obra se encontraba vigilado nada menos que por cuatro policías, que indicaban a los peatones que se desviaran y dieran la vuelta a la plaza. Los obreros y sus martillos habían sido exiliados de las sombras de Todos los Santos, y en aquel momento un grupo muy diferente de gente —vestida con traje, y con aire académico— ocupaba la zona que había más allá de la cinta; algunos de "os estaban enzarzados en una animada conversación, otros estaban de pie sobre el suelo fangoso y, llenos de curiosidad, miraban hacia la iglesia abandonada. El crucero posterior y gran parte de la zona que lo rodeaba habían sido ocultados a la vista del público mediante una tela encerada y unas placas de plástico. Ocasionalmente, alguien emergía de detrás de este velo para consultar con las demás personas de la obra. Notó que todos los que lo hacían llevaban guantes, y uno o dos tenían máscara. Era como si estuvieran realizando una operación de cirugía ad hoc, al abrigo de la pantalla plástica. Quizá fuera un tumor en las entrañas de Todos los Santos.
—¿Qué ocurre? —inquirió, acercándose a uno de los oficiales.
—Los cimientos no son estables —le dijo—. Al parecer, la iglesia podría derrumbarse de un momento a otro.
—¿Por qué llevan máscaras?
—Es una precaución contra el polvo.
No discutió, aunque la explicación le pareció inverosímil.
—Si quiere ir hasta la calle Temple, tendrá que dar la vuelta por la parte de atrás —le explicó el oficial.
Lo que de verdad le apetecía hacer era quedarse a observar los procedimientos que se seguían, pero la proximidad del cuarteto uniformado la intimidaba, por lo que decidió volver a su casa. Cuando se disponía a regresar al camino principal, notó que una figura familiar cruzaba el extremo de una calle adyacente. No cabía posibilidad de errores, era Kavanagh. Lo llamó, aunque ya había desaparecido, y se alegró de verlo volver sobre sus pasos, devolviéndole el saludo.
—Vaya, vaya… —dijo él mientras se acercaba para reunirse con ella—. No esperaba volver a verla tan pronto.
—Vine a ver el resto de la demolición —le explicó.
Tenía la cara enrojecida por el frío, y los ojos brillantes.
—Me alegro mucho. ¿Quiere tomar el té? Hay un sitio a la vuelta de la esquina.
—Sí, me gustaría.
Mientras caminaban, le preguntó si sabía lo que pasaba en Todos los Santos.
—Es la cripta —le contestó, confirmando sus sospechas.
—¿La han abierto?
—Sin duda encontraron la forma de entrar. Estuve esta mañana…
—¿Para preguntar por las piedras?
—Sí. Estaban colocando las telas enceradas.
—Algunos llevaban máscaras.
—Pues supongo que allá abajo no debe oler muy bien, y menos después de tanto tiempo.
—Me pregunto qué aspecto tendrá —comentó Elaine, pensando en la cortina de tela encerada que se alzaba entre ella y el misterio que había detrás.
—Un mundo fantástico —repuso Kavanagh.
Era una respuesta extraña, y no la cuestionó, al menos de inmediato pero más tarde, cuando ya llevaban una hora hablando y se sentía más cómoda en su compañía, volvió sobre el comentario. —Lo que dijo de la cripta…
—¿Sí?
—… que era un mundo fantástico…
—¿He dicho eso? —repuso un tanto avergonzado—. ¿Qué pensará usted de mí?
—Pues me sorprendió. Me gustaría saber qué quiso decir.
—Me gustan los sitios donde están los muertos. Siempre me han gustado. Los cementerios pueden ser muy hermosos, ¿no le parece? Los mausoleos, las tumbas, los trabajos de artesanía que albergan. Hasta los muertos suelen recompensar un análisis más de cerca. —La miró para comprobar si había superado los límites del buen gusto de la muchacha, pero al ver que lo observaba con callada fascinación, prosiguió—: A veces llegan a ser muy hermosos. Tienen como una especie de encanto. Es una pena que se pierda con los empresarios de pompas fúnebres. —Lanzó una sonrisa traviesa—. Estoy seguro de que hay mucho que ver en esa cripta. Extrañas visiones. Maravillosas.
—Sólo he visto una persona muerta en mi vida. Mi abuela. Y entonces yo era muy joven…
—Confío en que haya sido una experiencia fundamental.
—No lo creo. En realidad, casi no la recuerdo. Sólo recuerdo que todos lloraban.
—Ah. —Asintió sabiamente con la cabeza—. Qué egoísta. ¿No le parece? Arruinar una despedida con llantos y mocos. —Volvió a observarla para sopesar su reacción y, nuevamente, se sintió satisfecho de que ella no se ofendiera—. Lloramos por nosotros mismos, ¿no? No por los muertos. Los muertos ya no merecen que nos preocupemos.
En voz muy baja, respondió que sí y luego, en tono más audible, dijo:
—Dios mío, es verdad. Siempre por nosotros mismos…
— ¿Ve todo lo que nos pueden enseñar los muertos, mientras yacen ahí, haciendo girar los huesecitos de los pulgares?
Elaine se echó a reír y él la imitó. En el encuentro inicial lo había juzgado mal al pensar que su rostro no estaba acostumbrado a sonreír; no era así. Pero sus facciones, una vez que cesaron las carcajadas, volvieron a recuperar la espectral inmovilidad del principio.
Siguió una media hora más en la que él se limitó a efectuar comentarios lacónicos, y luego le comentó que tenía unas citas y que debía marcharse. Ella le agradeció la compañía y le dijo:
—Hacía semanas que no me hacían reír así. Se lo agradezco.
—Debería reír —le dijo—. Le sienta bien. —Luego agregó—: Tiene unos dientes preciosos.
Pensó en este extraño comentario cuando se hubo marchado, igual que en muchos otros que había hecho durante la tarde. No cabía duda de que se trataba de uno de los individuos más inusitados que había conocido, pero había aparecido en su vida —con sus ansias de hablar sobre las criptas, los muertos y la belleza de los dientes de Elaine— en el momento justo. Era la distracción perfecta que le impediría recordar sus penas ocultas, que haría que sus aberraciones actuales, comparadas con las de él parecieran algo sin importancia. Cuando emprendió el regreso a su casa, se encontraba de buen humor. Si no se hubiera conocido tan bien, hasta habría pensado que estaba medio enamorada de él.
Durante el camino de vuelta, y más tarde, esa noche, pensó sobre todo en el chiste que había hecho él sobre los muertos que hacían girar los huesecitos de los pulgares, y aquel pensamiento la condujo, inevitablemente, a los misterios encerrados en la cripta, y que permanecían ocultos. Una vez despierta su curiosidad, no le resultó fácil acallarla: creció en su interior con lentitud, hasta tal punto que deseó con todas sus fuerzas poder superar el cordón y ver la cámara funeraria con sus propios ojos. Se trataba de un deseo que en otra ocasión no habría admitido jamás. (¿Cuántas veces se había alejado del lugar de un accidente, diciéndose que debía reprimir la vergonzosa curiosidad que la embargaba?) Pero Kavanagh había legitimado ese apetito con su flagrante entusiasmo por todo lo fúnebre. Ahora que el tabú carecía de frenos, quiso regresar a Todos los Santos para ver a la Muerte cara a cara; de ese modo, cuando volviera a ver a Kavanagh tendría algunas historias que contarle. La idea se asomó en su mente, no tardó en florecer; en mitad de la noche, se vistió otra vez para salir a la calle y se dirigió a la plaza.
No llegó a Todos los Santos hasta pasadas las once y media, pero en el lugar aún había señales de actividad. Los focos, montados sobre pedestales y sobre la pared misma de la iglesia, derramaban su luz sobre la escena. Un trío de técnicos, a los que Kavanagh había aludido como los hombres del traslado, se encontraban fuera del refugio de tela encerada, con las caras tirantes por la fatiga y el aliento nublando el aire helado. Se mantuvo a distancia para que no la vieran y observó la escena. Comenzaba a sentir cada vez más frío y las cicatrices le dolían, pero parecía que estaba a punto de concluir el trabajo nocturno en la cripta. Después de conversar brevemente con la policía, los técnicos se marcharon. Habían apagado todos los focos menos uno, por lo que la iglesia, la tela encerada y el barro escarchado se sumieron en un siniestro claroscuro.
Los dos oficiales que quedaron de guardia no ponían un exceso de celo en el cumplimiento de sus deberes. Al parecer, discurrían de esta manera: ¿qué idiota iría a profanar una tumba a esa hora, y con esa temperatura? Al cabo de unos minutos de una vigilia durante la cual no dejaron de patear el suelo, se retiraron a la relativa comodidad de la caseta de los obreros. Al ver que no volvían a salir. Elaine salió de su escondite y, con toda la cautela de la que fue capaz, se acercó hasta la cinta que separaba una zona de la otra. En la caseta habían encendido una radio cuyo rumor (música para enamorados de la noche al amanecer, susurro la voz lejana) disimulaba el crujido de sus pisadas al avanzar sobre la tierra helada.
Una vez traspuesto el cordón, y dentro ya del territorio prohibido, no se mostró tan dubitativa. Con destreza atravesó el suelo duro —el rastro dejado por las ruedas era como de cemento— y se refugió en la iglesia. La luz del foco era enceguecedora; iluminaba su aliento y lo hacía aparecer tan sólido como el humo del día anterior. A sus espaldas continuaba el murmullo de la música para enamorados. Nadie salió de la caseta para llamarle la atención por entrar ilegalmente en el lugar. No sonaron campanas de alarma. Llegó al borde de la cortina de plástico sin incidentes y espió la escena que se ocultaba detrás.
Los obreros de la demolición, siguiendo instrucciones muy específicas a juzgar por el cuidado con que habían realizado su tarea, habían cavado un pozo de una profundidad de dos metros y medio al costado de Todos los Santos, dejando los cimientos al descubierto. Al hacerlo, habían hallado una entrada a la cámara mortuoria que otros se habían tomado el difícil trabajo de ocultar. No sólo habían apilado tierra contra el flanco de la iglesia para disimular la entrada, sino que habían eliminado también la puerta de la cripta; y la abertura había sido tapiada por unos albañiles. Estaba claro que esto último lo habían hecho con cierta prisa: el trabajo distaba mucho de ser ordenado. Se limitaron a rellenar la entrada con las piedras o los ladrillos que habían encontrado a mano, y cubrieron sus esfuerzos con un poco de mortero basto. Sobre el mortero —aunque el diseño se había arruinado con las excavaciones— algún artesano había garabateado una cruz de casi dos metros.
Tantos esfuerzos por asegurar la cripta y por marcar el mortero para alejar a los impíos no habían servido de nada. Habían roto el sello, destrozado el mortero y arrancado las piedras. En medio de lo que antes fuera la puerta había ahora un pequeño agujero, lo suficientemente grande como para permitir el paso de una persona. Elaine no dudó en bajar por el talud, llegar hasta la pared rota y mirar hacia el interior.