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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (38 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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Tomó el rostro de Harry entre las manos y lo besó ligeramente en los labios. Sólo entonces se percató de la presencia de Valentín. Bajó las manos.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó. — Está conmigo. Con nosotros.

—No —dijo.

Parecía albergar ciertas dudas.

—Es de fiar.

—¡He dicho que no! Échelo, Harry. —La embargaba una fría cólera que la hacía temblar—. ¡Échelo!

Valentín se la quedó mirando con los ojos vidriosos.

—La señora protesta demasiado —murmuró.

Dorothea se llevó los dedos a los labios como para frenar una explosión ulterior.

—Lo lamento —dijo, y dirigiéndose a Harry, añadió—: He de decirle que este hombre es capaz de…

—Sin él, su esposo seguiría en la casa, señora Swann —señaló Harry—. A él debería estarle agradecida, no a mí.

Al oírlo, la expresión de Dorothea se suavizó, pasando de la confusión a una nueva amabilidad.

—¿De veras? —preguntó, y se volvió para mirar a Valentín y disculparse—: Lo siento. Cuando huíste de la casa supuse que había alguna complicidad entre tú y…

—¿Y quién? —preguntó Valentín.

Hizo un leve gesto de negación con la cabeza y luego comentó:

—¿Te has lastimado el brazo? —Una herida menor —repuso.

—He intentado vendársela —comentó Harry—. Pero es muy cabezota.

—Sí, soy cabezota —repuso Valentín, sin inflexiones en el tono. —Pero pronto habremos terminado con todo… —dijo Harry. —No le cuente nada —le interrumpió Valentín. —Voy a explicarle lo del cuñado… —dijo Harry.

—¿El cuñado? —inquirió Dorothea, sentándose.

El suspiro de sus piernas al cruzarse fue el sonido más encantador que había oído Harry en veinticuatro horas.

—Por favor, cuénteme lo del cuñado… —pidió.

Antes de que Harry abriera la boca para hablar, Valentín le advirtió:

—No es ella, Harry.

Las palabras, dichas sin asomo de dramatismo, tardaron unos segundos en adquirir pleno sentido. Y cuando lo hicieron, su locura resultó evidente. Ahí estaba ella en carne y hueso, perfecta en todo detalle.

— ¿De qué me está hablando? —preguntó Harry.

—¿Con cuánta mayor claridad puedo decírselo? —repuso Valentín—. No es ella. Es un truco. Una ilusión. Saben dónde estamos y enviaron esto hasta aquí para espiar nuestras defensas.

Harry se hubiera echado a reír, pero las acusaciones hicieron brotar las lágrimas en los ojos de Dorothea.

—Basta ya —le ordenó Harry a Valentín.

—No, Harry. Piense un momento. Piense en las trampas que nos han tendido, en las bestias que han reunido. ¿Supone acaso que ella pudo escapar a todo eso? —Se apartó de la ventana y se dirigió hacia Dorothea—. ¿Dónde está Butterfíeld? —le espetó—. ¿En el vestíbulo, esperando tu señal?

—Cállese —le ordenó Harry.

—Tiene miedo y por eso no ha subido él, ¿verdad? —prosiguió Valentín—. Teme a Swann, y quizá a nosotros también, después de lo que le hicimos a su capón.

—Dígale que se calle —le pidió Dorothea a Harry.

Harry detuvo el avance de Valentín poniéndole una mano en el pecho huesudo.

—Ya ha oído a la señora.

—No es ninguna señora —repuso Valentín, echando chispas por los ojos—. No sé lo que es, pero no es una señora.

—Vine porque creí que estaría segura —dijo Dorothea poniéndose en pie.

—Está segura —intervino Harry.

—No si él anda por aquí —repuso, volviéndose a mirar a Valentín —. Creo que será mejor que me vaya.

Harry le tocó el brazo.

—No —le dijo.

—Señor D'Amour —dijo la mujer dulcemente—, ya se ha ganado usted sus honorarios con creces. Creo que ha llegado la hora de que me responsabilice de mi esposo.

Harry exploró aquel rostro vivaz. En él no apreció rastro alguno de engaño.

—Tengo un coche abajo —dijo—. Me pregunto si podría llevar el cuerpo hasta abajo.

Harry oyó un ruido como de un perro acorralado a sus espaldas; se volvió y vio a Valentín junto al cadáver de Swann. Había tomado el pesado encendedor del escritorio y se disponía a encenderlo. Salieron chispas, pero no la llama.

—¿Qué rayos está haciendo? —rugió Harry. Valentín no lo miró a él, sino a Dorothea. —Ella lo sabe —repuso.

Había logrado encontrarle el truquillo al encendedor, y la llama brilló.

Dorothea lanzó un sonido desesperado.

—Por favor, no.

—Nos quemaremos todos con él si es preciso —le advirtió Valentin.

—Está loco —profirió Dorothea.

Sus lágrimas habían desaparecido de repente.

—Tiene razón —le dijo Harry a Valentin—, actúa como un demente.

—¡Y usted es un imbécil si se deja convencer por unas cuantas lágrimas! —gritó Valentin—. ¿Es que no ve que si se lo lleva habremos perdido todo aquello por lo que luchamos?

—No le escuche —murmuró la mujer—. Harry, usted me conoce. Confía en mí.

—¿Qué llevas debajo de esa cara? —preguntó Valentin—. ¿Qué eres? ¿Un Coprolito? ¿Un Homúnculo?

A Harry aquellos nombres no le sugerían nada. Lo único que sabía era que la mujer estaba a su lado, que su mano descansaba sobre su brazo.

—¿Y qué me dices de ti? —le espetó la mujer a Valentin. Y luego. en voz baja, agregó—: ¿Por qué no nos muestras la herida?

Abandonó la protección de Harry y se dirigió hasta el escritorio. La llama del encendedor osciló al aproximarse la mujer.

—Vamos… —le instó, en un tono que apenas llegaba al suspiro—, a ver si te atreves.

—D'Amour, pídale que le muestre lo que oculta bajo los vendajes.

—¿De qué está hablando? —preguntó Harry.

El asomo de ansiedad reflejado en los ojos de Valentin fue suficiente para convencer a Harry de que Dorothea le pedía algo lógico.

—Explíquese —añadió.

Valentin no tuvo ocasión de hacerlo. Distraído por la petición de Harry, resultó presa fácil cuando Dorothea se inclinó sobre el escritorio y le arrebató el encendedor de la mano. El hombre se dobló para recuperarlo, pero ella aferró el bulto de vendajes y tiró de él. Se rompió y cayó al suelo.

—¿Lo ve? —preguntó la mujer, dando un paso atrás.

Valentin quedó revelado. La criatura de la calle Ochenta y Tres había destrozado la fachada de humanidad de su brazo; el miembro que había dejado era una masa de escamas negroazuladas. Cada dedo de la mano ampollada terminaba en una uña que se abría y se cerraba como el pico de un loro. No intentó ocultar la verdad. Y la vergüenza eclipsó toda respuesta.

—Se lo advertí —dijo la mujer—. Le advertí que no se podía fiar de él.

—No tengo excusas —admitió Valentin mirando fijamente a Harry—. Lo único que le pido es que crea que sólo deseo lo mejor para Swann.

—¿Cómo se atreve? Es un demonio.

—Soy más que eso —reconoció Valentin — , soy el tentador de Swann. Su espíritu protector, su criatura. Pero le pertenezco más a él que al Abismo. Y le desafiaré —hizo una pausa, y mirando a Dorothea concluyó—: y a sus agentes.

La mujer se volvió hacia Harry y le dijo:

—Tiene usted un revólver. Mate a esta basura. No debemos permitir que una cosa así viva.

Harry se fijó en el brazo plagado de pústulas, en las uñas rechinantes: ¿qué otras repugnancias albergaba aquella fachada de carne?

—Mátelo —le dijo la mujer.

Sacó el revólver del bolsillo. Valentin parecía haber perdido coraje desde que se revelara su verdadera naturaleza. Se reclinó contra la pared, la cara llena de desesperación.

—Máteme —le dijo a Harry—, máteme si tanto asco le doy. Pero Harry, se lo ruego, no le entregue a Swann. Prométamelo. Espere a que regrese el taxista y disponga del cuerpo por los medios que consiga. ¡Pero no se lo entregue a ella!

—No le escuche —le dijo Dorothea—. No se preocupa por Swann como yo lo hago.

Harry levantó el arma. Incluso al tener a la muerte de frente, Valentin no se inmutó.

—Has fallado, Judas —le dijo Dorothea a Valentin—. El mago es mío.

—¿Qué mago? —inquirió Harry.

—¡Swann, por supuesto! —repuso ella, a la ligera—. ¿Cuántos magos tenéis aquí arriba?

Harry dejó de apuntar a Valentin.

—Es un ilusionista, usted me lo dijo al principio de todo. No lo llame nunca mago, me dijo.

—No sea pedante —repuso ella, intentando borrar su
faux pas
con una risita.

Harry apuntó el arma hacia ella. La mujer echó la cabeza hacia atrás, el rostro se le contrajo y emitió un sonido que, de no haberlo oído salir de una garganta humana, Harry no hubiera creído que una laringe pudiera producir. El sonido descendió por el corredor y por la escalera, en busca de un oído alerta.

—Butterfield está aquí —dijo Valentin, rotundo.

Harry asintió. En el mismo instante en que ella quiso acercársele, su expresión se retorció grotescamente. Era fuerte y rápida, como una pincelada emponzoñada que lo sorprendió desprevenido. Oyó a Valentin que le gritaba que la matase antes de que la mujer se transformara. Tardó un instante en comprender el significado de todo aquello, momento que ella aprovechó para hincarle los dientes en la garganta. Una de sus manos le aferró la muñeca como una prensa helada; Harry presintió que en ella había fuerza suficiente como para pulverizarle los huesos. Los dedos ya empezaban a hormiguearle debido a la presión; sólo le quedó tiempo para apretar el gatillo. El arma se disparó. El aliento le salía a borbotones y chocaba contra el cuello de Harry. Luego, la mujer lo soltó y retrocedió tambaleándose. El disparo le había abierto el abdomen.

Hizo un gesto de incredulidad al comprobar lo que había hecho. Aquella criatura, a pesar del grito, seguía pareciéndose a una mujer de la que él podría haberse enamorado.

—Bien hecho —aprobó Valentin, mientras la sangre caía a chorros sobre el suelo de la oficina—. Ahora se mostrará como es.

Al oírlo, ella negó con la cabeza y dijo:

—Esto es todo lo que hay que ver.

—Dios mío, es ella… —murmuró Harry dejando caer el arma.

Dorothea gesticuló. La sangre continuaba manando.

—Una parte de ella —balbució.

—¿Siempre has estado con ellos? —preguntó Valentín.

—Claro que no.

—¿Por qué entonces?

—No tenía adónde ir… —repuso, con un hilo de voz—. Nada en qué creer. Todo es mentira. Todo… mentiras.

—¿Y te uniste a Butterfield?

—Mejor el infierno que un falso paraíso —replicó.

—¿Quién le enseñó eso? —balbució Harry.

—¿Quién cree usted? —repuso la mujer, volviendo su mirada hacia él. Aunque al desangrarse perdía fuerzas, sus ojos conservaban el brillo ardiente—. Está usted acabado, D'Amour. Usted, el demonio y Swann. Ya no queda nadie que pueda ayudarle.

A pesar del odio de sus palabras, Harry no tuvo el coraje de quedarse a ver cómo se desangraba hasta morir. Pasando por alto la orden de Valentín de no acercarse, fue hasta ella. Cuando se encontró a su alcance, ella lo golpeó con una fuerza sorprendente. El golpe lo encegueció durante un momento; cayó sobre el archivador, que a su vez se tambaleó. Ambos fueron a parar al suelo. El archivador soltó papeles, y él, maldiciones. Notó vagamente que la mujer pasaba junto a él para huir, pero estaba demasiado ocupado procurando que la cabeza no le diese vueltas como para impedírselo. Cuando recuperó el equilibrio, la mujer se había ido, dejando sus ensangrentadas huellas en la pared y la puerta.

Chaplin, el portero, tenía la costumbre de proteger su territorio. El sótano del edificio era su dominio privado, donde clasificaba la basura de las oficinas, alimentaba su adorada caldera y leía en voz alta sus pasajes favoritos de la Biblia, todo ello sin temor a ser interrumpido. Sus intestinos —que distaban mucho de estar en condiciones saludables— no lo dejaban descansar. A lo sumo, un par de horas por noche, que él complementaba con unas cabezaditas durante el día. No estaba tan mal. Disponía de la soledad del sótano, a la que se retiraba cuando arriba la vida se volvía demasiado exigente; el calor forzado solía traerle unos extraños sueños, que soñaba despierto.

¿Sería aquél uno de esos sueños: ese tipo insípido con un buen traje? Si no lo era, ¿cómo había logrado entrar en el sótano, cuando la puerta estaba cerrada con llave y pestillo? No formuló pregunta alguna al intruso. Algo en la forma de mirar del hombre le trabó la lengua.

—Chaplin, me gustaría que abrieras la caldera —le dijo sin apenas mover los finos labios.

En otras circunstancias muy bien habría podido levantar la pala para golpear al extraño en la cabeza. La caldera era como una hija para él. Conocía como nadie sus peculiaridades y su ocasional petulancia; adoraba como nadie el rugido que emitía cuando estaba contenta; el tono mandón que utilizó el hombre no le cayó nada bien. Pero había perdido la voluntad de resistir. Cogió un trapo y abrió la puerta hirviente; la caldera le ofreció su ardiente corazón, igual que en Sodoma ofreciera Lot sus hijas al extranjero.

Butterfield sonrió al oler el calor de la caldera. Desde el tercer piso le llegó el grito de socorro de la mujer, y momentos después, un disparo. Había fallado. Butterfield lo había imaginado. Pero de todos modos, la vida de la mujer estaba perdida. No perdía nada si la enviaba al frente; por medio de engaños hubiera podido quitarles el cadáver a sus guardianes. Le habría ahorrado el inconveniente de un ataque a gran escala, pero daba igual. Por el alma de Swann valía la pena hacer cualquier esfuerzo. Había mancillado el buen nombre del Príncipe de las Tinieblas. Por ello sufriría lo que ningún mago ruin había sufrido. Comparado con el castigo de Swann, el de Fausto se vería como algo leve, y el de Napoleón como un crucero de placer.

Mientras arriba se extinguían los ecos del disparo, sacó del bolsillo de la chaqueta una caja lacada en negro. Los ojos del portero estaban vueltos hacia el cielo. El también había oído el tiro.

—No ha sido nada —le dijo Butterfield—. Aviva el fuego.

Chaplin obedeció. El calor del atestado sótano aumentó rápidamente. El portero comenzó a sudar, pero su visitante no. Estaba a escasos metros de la caldera abierta y miraba fijamente hacia el brillante interior, con expresión impasible. Por fin, pareció satisfecho.

—Ya basta —le ordenó, y abrió la caja lacada.

Chaplin creyó percibir ciertos movimientos en su interior, como si estuviera llena a rebosar de gusanos, pero antes de que pudiera mirar con más detenimiento, la caja y su contenido fueron a parar a las llamas.

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