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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (37 page)

BOOK: Latidos mortales
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Apoyé el tenedor, de repente ya no sentía hambre.

—Uno de ellos se convertirá en un extraordinario poder cósmico y se apoderará de todo el espacio habitable. Me matará. Y también matará a un montón de gente inocente. Y solo Dios sabe qué puede hacer alguien con tantísimo poder a largo plazo.

Butters miró sus tortitas.

Esperé. Thomas no dijo nada. No había afectado a su apetito y el sonido del cuchillo y el tenedor contra el plato era lo único que se oía en la cocina.

—Esto es más grande que yo —dijo finalmente Butters—. Es incluso más grande que la polca, así que supongo que ayudaré.

Le sonreí.

—Te lo agradezco.

Thomas levantó la mirada y estudió a Butters, pensativamente.

—¿Sí? —le preguntó.

Butters asintió e hizo una mueca de resignación.

—Si me fuese de aquí sabiendo que podría haber echado una mano… No sé si podría vivir con eso. Quiero decir, si me estuvieseis pidiendo que disparase a alguien o algo así, saldría corriendo colina arriba, pero la investigación es otra cosa. Es algo que puedo hacer.

Me levanté y palmeé despacio el hombro de Butters.

—Thomas te pondrá al corriente.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—Tengo que pensar en cómo invocar al Erlking —le contesté.

—¿Eso es por lo que todo el mundo quería aquel libro?

—Eso parece.

—Pero tú lo tuviste en tu poder. ¡Y hasta lo leíste!

Me froté los ojos.

—Ya lo sé, pero no sabía lo que estaba buscando exactamente.

Butters asintió.

—Qué frustración.

—Solo un poco.

—Es un putada que no tengas memoria fotográfica —dijo Butters—. En la universidad conocí a un tipo que la tenía, el muy cabrón. Con solo mirar una página, podía leerla en su cabeza una semana después.

Aquello me dio una idea y sentí que mis extremidades se agitaban con emoción repentina.

—¿Qué acabas de decir?

—¿Eh? Tú no tienes memoria fotográfica —preguntó Butters.

—¡Ya! —le dije—. Butters, eres un genio.

—Lo soy. —Sus cejas se arrugaron mostrando incomprensión—. ¿Lo soy?

—¡Genial! —exclamé—. ¡Increíble!

—Ay, Dios.

Me levanté y empecé a amontonar todas mis cosas.

—¿Dónde está la mochila que hice que
te
pusieras?

—En la sala de estar —dijo Butters—. ¿Por qué?

—Puede que la necesites. —Cojeé hasta la sala de estar y cogí la mochila. La palpé con cuidado y noté la curva sólida de la calavera Bob dentro. Cogí mi abrigo y las llaves del coche y me dirigí a la puerta de atrás.

—¿Adónde vas? —preguntó Thomas.

—Cosas de detectives —contesté.

—No deberías ir solo.

—Probablemente no —asentí—, pero voy a hacerlo.

—Por lo menos llévate a Ratón —dijo Thomas.

El gran perro movió la cabeza socarronamente mirando a Thomas primero y luego a mí.

—¿Y sostengo la correa con los dientes? —le dije—. Solo tengo una mano útil.

Thomas frunció el ceño y luego se encogió de hombros.

—Vale.

—Parece que los teléfonos no funcionan —dije. Le lancé la mochila a Thomas. La cogió al vuelo—. Bob sabrá cómo encontrarme si descubrís algo. ¿Me has oído, Bob?

Una voz amortiguada salió de la mochila y dijo:


J
awohl, herr komandant
.

Butters dio un salto de medio metro desde su silla y pegó un chillido.

—¿Qué ha sido eso?

—Explícaselo —le dije a Thomas—. Me pondré en contacto lo antes posible. Mi hermano asintió.

—Buena suerte y ten cuidado.

—Tú también. Mantén los ojos abiertos. Y gracias otra vez, Butters.

—Claro, claro. Nos veremos pronto.

Butters estaba toqueteando la mochila con el tenedor.

—¡Oye! —protestó Bob desde dentro de la mochila—. ¡Déjalo ya! ¡Me estás arañando!

Cerré la puerta. El descanso de esta noche me había sentado muy bien, y pensar en la manera de detener a los herederos de Kemmler me había aportado una sensación electrizante, una razón por la que luchar. Me acerqué al coche dando amplias zancadas, sin apenas notar el dolor de la pierna.

Abrí la mano y vi el teléfono de Shiela escrito con rotulador negro.

Yo no tenía memoria fotográfica.

Pero conocía a alguien que sí.

27

Llegué a mi oficina. El tráfico no estaba tan mal como cabría esperar. Parecía que no habían venido a trabajar a la ciudad tantas personas de las afueras como normalmente. No funcionaban los semáforos, pero había policías en casi todas las intersecciones problemáticas. Todo el mundo estaba conduciendo de forma lenta y cautelosa durante la crisis. Porque así habían bautizado aquella situación en la radio: «la crisis». En las calles, había muchas más personas que cualquier otro día, y no se apreciaba nada o casi nada de esa prisa y energía con la que paseaban cotidianamente.

Después de todo, era la mejor de las reacciones que cabía esperar. Parecía que solo existían dos opciones: volverse loco y causar destrozos o actuar como deberían hacer todos los seres humanos y preocuparse por los demás. Cuando tuvo lugar el gran apagón de Los Ángeles hubo grandes altercados. Los neoyorquinos reaccionaron uniéndose.

Que la gente no reaccionase tan ciegamente como podría haberlo hecho también fue algo a tener en cuenta. Sin intentarlo siquiera, podía sentir la agría tensión de la magia negra, notaba cómo, lentamente, se iba enredando en la ciudad. Con toda la sutil pero palpable influencia de la magia negra que había detrás de ella, una suave sensación de pánico habría sido suficiente para que todo se pusiese muy feo muy rápidamente.

Por supuesto, todavía no había oscurecido. El anochecer podría cambiarlo todo.

A pesar de lo avanzado que al hombre le gusta considerarse, en todos nosotros habita ese terror a la oscuridad, tan añejo, tan primario y tan innegable. Ese terror a ser incapaz de ver cómo se acerca el peligro. No nos gusta pensar que seguimos teniendo miedo a la oscuridad, pero si eso fuese verdad,¿por qué nos empeñamos con tanto tesón en que nuestras ciudades estén constantemente encendidas? Nos rodeamos de tanta luz que apenas podemos ver las estrellas en la noche.

El miedo es una cosa graciosa. Bajo una buena luz, incluso los miedos más pequeños e insignificantes pueden crecer de repente e hincharse hasta adquirir monstruosas proporciones. Con la magia negra rodando cual bola de nieve, ese miedo instintivo a la oscuridad no hacía otra cosa que retroalimentarse, multiplicarse una y otra vez. Además, el no poder explicar a la gente por qué se había ido la luz, les haría empezar a olvidar, lentamente, las razones racionales que les llevaban a no miedo y no sucumbir al pánico.

Incluso dando por hecho que pudiese impedir que surgiese una gran batalla diosecillos, esta noche iba a ser una de las malas. Y podía ser malísima.

Cuando llegué a mi oficina intenté llamar al número de Shiela. Los teléfonos no querían ayudarme y no era ninguna sorpresa. Ni siquiera funcionaban perfecta mente los días que mejor funcionaban. Tenía una guía telefónica en mi oficina encontré en ella la dirección de su apartamento de Cabrini-Green. Aunque no estaba tan mal como antes, no era precisamente una de las mejores zonas de la ciudad. Sentí una punzada de añoranza por la pistola que había perdido en el callejón de la parte de atrás de la tienda de Bock. No es que la pistola representase la forma más efectiva de defenderme, pero frente al típico matón de Chicago tenía mucha más fuerza disuasiva que un palo tallado.

Por pura diversión, volví a probar los teléfonos y marqué el número de contacto del puesto fronterizo más cercano de los centinelas.

Y, gracias a Dios, el teléfono sonó.

—¿Diga? —contestó una mujer en voz baja y áspera.

Busqué torpemente la pequeña libreta con las contraseñas que llevaba en el del guardapolvo.

—Un segundo —dije—, no pensé que fuese a establecer contacto. —Pasé páginas de la libreta hasta llegar a la última y dije—: Eh… siroco amarillo verdoso.

—Conejo —contestó la voz. Comprobé el bloc. Era la respuesta a la contraseña.

—Soy el mago Dresden —informé—. Tengo una situación código Lobo. Repito: código Lobo.

La mujer al otro lado de la línea susurró:

—Soy la centinela Luccio, mago.

Joder, la mismísima jefa. Anastasia Luccio era una de las próximas de la lista para llegar a un puesto en el Consejo de Veteranos, y era la comandante de los centinelas. Era una vieja astuta y era la superior del campo de batalla de las fuerzas del Consejo contra la Corte Roja.

—Centinela Luccio —dije respetuosamente. Lo hice por dos razones, primero porque probablemente se lo merecía, y segundo porque necesitaba que nos llevásemos lo mejor posible.

—¿Cuál es la situación? —preguntó.

—Por lo menos tres discípulos del nigromante Kemmler están en Chicago —le expliqué—. Encontraron el cuarto libro y piensan usarlo esta noche.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio.

—¿Hola? —dije.

—¿Está seguro? —preguntó Luccio. En su voz se distinguía cierto acento italiano—. ¿Cómo sabe quiénes son?

—Digamos que los zombis y fantasmas que los acompañan los delatan un poco —le contesté—. Me enfrenté a ellos. Se identificaron como Grevane, Cowl y Captorcorpus, y todos llevaban un tambor.

—Dio
—diio Luccio—. ¡Sabe dónde están?

—Todavía no, pero estoy en ello —le contesté—. ¿Me ayudarán?.

—Afirmativo —dijo Luccio—. Enviaremos centinelas a Chicago inmediatamente. Llegarán a su apartamento en menos de seis horas.

—Tal vez no sea el mejor lugar —le dije—. Me atacaron ayer por la noche y desactivaron mis conjuros de protección. Es posible que tengan el apartamento bajo vigilancia.

—Comprendido. Entonces la cita tendrá lugar en la localización alternativa.

Eché un vistazo a mi bloc de notas. Tendría que quedar con ellos en el McAnally's.

—¡Venga!

—Che cosa
? —preguntó.

—Ah, digo que de acuerdo, centinela —le dije—. Dentro de seis horas en la localización alternativa. No escatimen en personal. Estos tipos son una cosa seria.

—Estoy familiarizada con los discípulos de Kemmler —me dijo, pero su tono reflejó acuerdo y no reprimenda—. Yo misma lideraré el equipo. Seis horas.

—Bien, seis horas.

Colgó el teléfono.

Dejé el auricular en su lugar y apreté los labios para pensar. Campanas infernales, la comandante de guerra del Consejo Blanco en persona se iba a ocupar de todo esto. Eso significaba que esa situación estaba recibiendo un tratamiento de emergencia semejan­ te al que recibiría un ataque terrorista nuclear. Si la jefa de los centinelas iba a venir a tomar parte en la batalla, significaba que los centinelas iban a salir con toda la artillería.

Para variar, iba a tener mucha ayuda. Una ayuda que me mantendría bajo sospecha constante y que podría hacer que me ejecutasen si averiguaban algunos de mis secretos. Pero ayuda, al fin y al cabo. Sentí una extraña sensación de comodidad. Los centinelas habían sido uno de mis mayores miedos prácticamente desde que supe de su existencia. Sentí una profunda satisfacción al comprobar que alguien a quien yo tanto temía estaba desarrollando un sentimiento hostil hacia Grevane y compañía. Me recordó a cuando Darth Vader se volvió contra el emperador y lo lanzó al pozo. No hay nada más maravilloso que ver a alguien que te impone muchísimo enfrentarse a un enemigo tuyo.

Y acto seguido, otro pensamiento empezó a incomodarme: ¿Por qué demonios se estaba encargando la comandante de guerra del Consejo Blanco de coger el puto teléfono? ¿Por qué no se encargaba del trabajo de recepcionista uno de los miembros jóvenes de los centinelas?

Solo se me ocurrieron tres razones.

Y ninguna era agradable.

Mi breve sensación de alivio y confianza se evaporó. Pero bueno, me alegré de que así fuera, porque estoy seguro de que el mundo terminará el día que me sienta aliviado y a gusto durante un tiempo demasiado largo.

Me sacudí las preocupaciones de la cabeza. No resultaban una ayuda, de todas formas. La única persona con la que podía contar para socorrerme era yo mismo. Si los centinelas decidían hacerlo también, sería una agradable sorpresa, pero tenía que ponerme en marcha antes de que el problema se volviese demasiado grande. Era el mismo principio que se utiliza para limpiar un cuarto muy desordenado. No piensas en todo lo que tienes que hacer. Te centras en una cosa y la haces, y luego te mueves hacia la siguiente.

Necesitaba la oración de invocación que se escondía en
Der Erlking
. Para conseguirla, tenía que hablar con Shiela.
Bien, Harry tienes que ponerte en marcha
. Volví a intentar llamar por teléfono, pero supongo que ya me había tocado la lotería tecnológica con la última llamada. Todas las líneas estaban ocupadas.

No había estado sentado mucho tiempo, aunque lo suficiente para que la pierna le dejase muy clarito al resto del cuerpo que no quería que se apoyase más en ella por hoy.

—Acata las reglas —le dije muy serio a mi pierna—, no tienes que estar contenta, solo tienes que ser útil.

Mi pierna permaneció en silencio, con actitud huraña y vibró con fuerza; me lo tomé como un acuerdo. Cuando ya tenía las llaves en mi mano oí un suave golpe en la puerta de mi oficina.

Agarré mi bastón con una mano, concentré mi fuerza y las runas ya estaban desprendiendo llamas naranjas cuando se abrió la puerta.

Billy apareció en la puerta, con una gigantesca expresión de sorpresa y hasta con la boca abierta. Llevaba unos tejanos, botas de vaquero y una vieja chaqueta de cuero. No había usado mucho las gafas durante los últimos años, pero hoy las llevaba puestas. El viento de la calle, que soplaba contra la ventana de mi oficina, le había revuelto el pelo. Oí un par de gotas caer, golpeando torpemente el cristal.

—Eh… —dijo un minuto después—. Hola, Harry.

Le puse mala cara y bajé el bastón, dejando que se apagase la energía. La madera templada resultaba muy agradable bajo mi mano y la débil esencia de madera quemada flotaba en el aire.

—Un mal momento para aparecer de repente en la puerta de mi oficina —le dije.

—La próxima vez puedo silbar o algo así —contestó Billy.

—¿Cómo me has encontrado?

—Es tu oficina. —Miró alrededor—. ¿Estabas hablando con alguien?

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