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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (17 page)

BOOK: Latidos mortales
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—Pero esto no tiene nada que ver con asuntos políticos de los magos —le dije—. Los discípulos de Kemmler ya han matado, por lo menos, a una persona en esta ciudad, y van a seguir matando.

Se encogió un poco en la silla y cerró los ojos.

—A la gente le pasan cosas malas, Dresden. Yo no tengo la culpa.

—Por favor —le dije—. Mort, tengo una amiga que está metida en esto. Si no me enfrento a esos gilipollas, saldrá mal parada.

Ni abrió los ojos ni me contestó.

Mierda. No podía forzarlo a que me ayudase. Si no lograba conmoverlo, no me ayudaría.

—Gracias por nada, Mort —concluí. Mi voz sonó más cansada y más amarga—. Sigue preocupándote de ti mismo. —Me levanté, recogí mi bastón y me dirigí hacia la puerta.

Ya le había quitado el pestillo y la estaba abriendo cuando Mort preguntó:

—¿Cómo se llama?

Me quedé quieto y cogí aire despacio.

—Es Murphy —le dije sin darme la vuelta—. Karrin Murphy.

Hubo un largo silencio.

—¡Oh! —exclamó Mort—. Podrías haberlo dicho. Expondré el asunto.

Miré hacia atrás por encima del hombro. El ectomante se había levantado y se había acercado a un escritorio. Sacó varios artículos y empezó a distribuirlos por encima de la mesa.

Cerré la puerta, volví a pasarle el pestillo y me acerqué al ectomante. Mort había desplegado un callejero de Chicago encima de la mesa. Colocó unas velas en las esquinas y las encendió. Por último, vertió tinta roja de un frasquito en un pulverizador de perfume.

Después de mirarlo durante un minuto, le pregunté:

—¿Por qué?

—Conocí a su padre —dijo Mort—. Conozco a su padre.

—Ella es una buena persona —señalé.

—Eso he oído. —Cerró los ojos durante un momento y cogió aire—. Dresden, necesito que guardes silencio durante un rato. No puedo permitirme ninguna distracción.

—Vale.

—Les voy a preguntar —empezó a decir Mort—. Tú no vas a oírme, pero ellos sí. Rociaré el aire con tinta por encima del mapa; ellos la guiarán hasta donde encuentren las huellas.

—¿Crees que funcionará? —me interesé.

Se encogió de hombros.

—Puede ser. Pero nunca he hecho esto antes. —Cerró los ojos y añadió—: Shhh. Me senté a esperar e intenté distraerlo. Mort estuvo completamente inmóvil durante varios minutos hasta que sus labios empezaron a moverse. No emitía ningún sonido, excepto unos susurros muy débiles cada vez que respiraba. De repente empezó a sudar muchísimo y su calva se iluminó como una vela. El aire vibró contra mi cara y llamaradas de frío me recorrieron el cuerpo. Un segundo más tarde fui completamente consciente de que había otra persona en la habitación. Y luego otra. Y una tercera. Unos segundos después, aunque no podía ver ni oír a nadie, estaba seguro de que la habitación se hallaba llena de gente. Una sensación claustrofóbica me forzó a salir a respirar aire fresco. No había ninguna duda de que era magia, pero diferente a cualquier otra que hubiese sentido antes. Tuve que luchar contra la sensación de confinamiento y de pánico, y me quedé sentado, quieto, en silencio.

Mort asintió con vehemencia, cogió el pulverizador y roció una nube de tinta roja sobre el aire, encima del mapa.

Aguanté la respiración y me incliné hacia delante.

La nube estaba bajando hacia el mapa, pero en vez de mantenerse como una neblina, finas gotas empezaron a separarse en minúsculos torbellinos, como si tornados de sangre en miniatura goteasen por todo el mapa. Se formaron círculos encarnados en las bases de los minitornados. Poco a poco las espirales se convirtieron en líneas verticales y desaparecieron.

Mort dejó salir un gruñido y se desplomó hacia delante en la silla, jadeando.

Me puse de pie e inspeccioné el callejero con una vela.

—¿Funcionó? —preguntó Mort con voz ronca.

—Creo que sí —le dije y señalé con el dedo uno de los círculos rojos más grandes—. Es el instituto forense. Uno de ellos reanimó a un zombi allí al comienzo de esta noche.

Mort se incorporó en la silla y se acercó al mapa, sus ojos parecían fatigados. Señaló otro punto ensangrentado.

—Ahí. Eso es el museo Field.

Moví mi dedo hasta otro.

—Este otro está en un barrio muy conflictivo. Creo que es un edificio de apartamentos. —Me moví hacia el siguiente—. Un cementerio. ¿Y qué demonios…? ¿En O'Hare?

Mort sacudió la cabeza.

—La tinta es más oscura que en los otros. Creo que significa que está bajo el aeropuerto, en la subciudad.

—Ajá —le dije—. Eso tiene sentido. Dos más: un callejón en el parque Burnham y una acera en Wacker.

—Seis —dijo Mort.

—Seis —confirmé.

Seis nigromantes como Grevane y Cowl.

Y solo un yo.

Campanas infernales.

11

Nada más acceder a mi calle, me llevé por delante mi viejo buzón metálico por culpa del guardabarros delantero del estúpido todoterreno. El buzón abolló una esquina del capó del vehículo y se vino abajo con un fuerte sonido férreo. Aparqué el todoterreno y cogí el poste que sostenía el buzón para volver a meterlo en la tierra, pero el impacto lo había doblado. El buzón colgaba hacia un lado, como un borracho, pero seguía manteniéndose en pie. Para mí era suficiente.

Recogí todas mis herramientas, incluida la recortada que me llevé del Escarabajo, y entré apresuradamente.

Dejé las cosas en el suelo y anulé los conjuros. Se abrió la pesada puerta de acero, que había instalado después de que un demonio malísimo vociferara, soplara y echara abajo la original. No fue hasta que dejé todo bien protegido y guardado que suspiré y empecé a tranquilizarme. En el cuarto de estar las únicas luces eran las brasas de la hoguera y unas llamas muy débiles. Desde la cocina, oí unos suaves golpeteos del rabo de Ratón contra el congelador.

Thomas estaba sentado en el sillón abatible al lado del fuego, acariciando distraído a Míster. Mi gato estaba acurrucado en el regazo de Thomas y me miraba con los párpados cansados.

—Thomas —dije.

—Todo en orden en la base subterránea —murmuró Thomas—. Butters, en cuanto se relajó, se quedó casi inconsciente. Le dije que se fuese a dormir a la cama.

—Bien —respondí. Cogí mi ejemplar de
Der Erlking
, encendí unas cuantas velas de la mesita auxiliar y me dejé caer sobre el sofá.

Thomas levantó una ceja.

—¡Oh! —exclamé levantándome—. Lo siento, no me di cuenta. Seguro que quieres dormir.

—No especialmente —contestó—. De todas formas, será mejor que alguien permanezca alerta.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí, no me apetece dormir, nada más. Puedes quedarte el sofá.

Asentí y me volví a acomodar.

—¿Quieres hablar?

—Si quisiera, estaría hablando. —Volvió a fijar la vista en la hoguera y a acariciar al gato.

Obviamente todavía estaba triste, pero ya había aprendido que era inútil presionarlo por muy buena intención que tuviera. Se anquilosaría en su terquedad y la conversación no llegaría a ningún lado.

—Gracias —le dije— por cuidar de Butters por mí.

Thomas asintió.

Nos quedamos en silencio y me puse a leer el libro.

Un rato después me quedé dormido.

Empecé a soñar casi inmediatamente. Árboles amenazantes, la mayoría de hoja perenne, se alzaban alrededor de un pequeño claro. En el centro, una pequeña y modesta hoguera se apagaba entre chispas. Llegué a oler un lago en algún sitio cercano; musgo, flores y peces muertos que se mezclaban con la esencia del pino enmohecido. El aire estaba tan frío que me hacía tiritar. Me acerqué más a la hoguera, pero aun así sentía como si mi espalda se fuera a congelar. Por encima de mi cabeza y bajo la luna creciente apareció una bandada de ruidosos gansos migratorios. No reconocí el lugar, pero de alguna manera me resultaba familiar.

Alrededor del fuego había utensilios propios de acampada. Había una taza metálica de café y una olla con algo que olía a guiso de venado o algo parecido.

Mi padre estaba sentado al otro lado de la hoguera, frente a mí.

Malcolm Dresden era alto, un hombre de pelo oscuro y severos ojos azules. Vestía pantalones vaqueros y botas de montaña. Me fijé que llevaba su camisa favorita, roja y blanca, de franela, bajo una chaqueta de lana, de caza. Se echó hacia delante, revolvió lo que había en la olla y tomó una cucharada.

—No está mal —dijo. Cogió un par de tazas, que estaban apoyadas en una de las piedras que rodeaban la hoguera, y aprehendió la cafetera por el asa de madera. Echó café en las dos tazas, devolvió la cafetera a su lugar, encima del fuego, y me ofreció una de ellas.

—¿Tienes frío?

Acepté la taza y me quedé mirándolo durante un momento. Quizás yo esperaba que cuando lo volviese a ver tuviese el mismo aspecto con el que lo recordaba, pero no era así. Estaba muy delgado, parecía más joven, quizás más joven que yo. Y muy… muy normal.

—¿Te has quedado sordo, hijo? —protestó mi padre—. ¿O mudo?

Busqué las palabras.

—Hace frío.

—Así es —asintió.

Sacó de la mochila unos paquetitos de leche en polvo y unos sobres de azúcar y me los pasó. Preparamos nuestros cafés en silencio y bebimos durante unos minutos. El café me sumergió en un halo de calorcito agradable y satisfactorio que me anestesió levemente la espalda congelada.

—Pues, qué cambio tan agradable, comparado con el resto de mis sueños… —le dije.

—¿Y eso? —me preguntó mi padre.

—Menos tentáculos, menos gritos, menos muertes.

Fue entonces cuando se escuchó un inquietante y fantasmagórico chillido proveniente de más allá del oscuro bosque. Me puse a temblar y el corazón me empezó a latir aceleradamente.

—¡La noche es joven! —dijo mi padre irónicamente.

Un sonido apurado salió de entre los árboles y vi balancearse las copas de algunos árboles, como si algo grande estuviese colándose entre ellos y los golpease al pasar. La desconocida amenaza pasaba de árbol a árbol rodeando el pequeño claro. Miré hacia abajo y descubrí que en la superficie de mi café se estaban formando ondas. Me temblaba la mano.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Desconfía del Jabberwock,
{10}
hijo —me aconsejó. Tomó un trago de su café y miró, temeroso, el movimiento de los árboles—. Ya sabes lo que es. Ya sabes lo que quiere.

Tragué saliva.

—El demonio.

Asintió con sus azules ojos clavados en mí.

—No creí que…

—Me he quedado sin espadas vorpalinas
{11}
—dijo mi padre. Metió la mano en la mochila y me tiró una barrita de chocolate—. Lo más parecido que tengo es una chocolatina Snickers.

—¿Crees que lo que acabas de decir es gracioso? —le pregunté.

—Mira quién habla.

—Una cosa —le dije—, ¿por qué no he soñado contigo antes?

—Porque hasta ahora no se me permitía contactar contigo —dijo mi padre—. No hasta que los otros cruzaran la línea.

—¿Permitir? —pregunté—. ¿Qué otros? ¿Qué línea?

Sacudió una mano.

—Es importante. Y no tenemos mucho tiempo antes de que vuelva.

Suspiré y me froté los ojos.

—Vale. Ya me cansé de este estúpido sueño nostálgico. ¿Por qué no te vuelves al sitio del que vienes y yo disfruto de un sueño tranquilo y reparador en el que voy desnudo a trabajar?

Se rió.

—Eso está mejor. Ya sé que tienes miedo, hijo. Miedo por tus amigos. Miedo por ti. Pero escucha esto: no estás solo.

Parpadeé varias veces sin dejar de mirarlo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no soy parte de tu subconsciente, hijo. Soy yo. Soy real.

—Sin ánimo de ofender, está claro que tu versión onírica diría eso —le dije. Sonrió.

—¿Es eso lo que tu corazón te dice que soy?,¿una sombra onírica de tu memoria?

Me quedé mirándolo durante un minuto y sacudí la cabeza.

—No puedes ser tú. Estás muerto.

Se levantó y caminó alrededor del fuego, luego apoyó una rodilla en el suelo delante de mí. Me puso la mano en el hombro.

—Sí, estoy muerto. Pero eso no significa que no esté aquí. No significa que no te quiera, chico.

La luz de la hoguera se volvió borrosa frente a mis ojos, y sentí una punzada horrible en el pecho.

—¿Papá?

Me apretó con la mano.

—Estoy aquí.

—No lo entiendo —le dije—. ¿Por qué tengo tanto miedo?

—Porque tienes más que perder de lo que nunca has tenido —me dijo—. Tu hermano. Tus amigos. Te has abierto. Los quieres. No puedes soportar la idea de que los puedan separar de tu lado.

—Esto me sobrepasa —dije. Mi voz se quebraba—. Y cada vez estoy más herido y más cansado. No hacen más que asaltarme. No soy ningún superhéroe. Solo soy yo. Y no quiero nada de esto. No quiero morir.

Me puso la otra mano en el hombro y me miró a los ojos. Me encontré con los suyos mientras me hablaba.

—El miedo es algo natural, pero también es debilidad. Cuando el miedo se apodere de tu mente te incitará a atacar, pero debes aprender a controlarlo.

—¿Cómo? —susurré.

—Nadie podrá decírtelo —me contestó—. Yo tampoco. Ni un ángel, ni un ángel caído. Tú eres quien toma tus propias decisiones, Harry. Eso no va a cambiar. No dejes que nada ni nadie te diga lo contrario.

—Pero mis decisiones… no siempre han sido las mejores —le dije.

—¿Y las de quién sí? —me preguntó. Sonrió y se levantó—. Lo siento, hijo, pero tengo que irme.

—Espera.

Me puso la mano en la cabeza y durante un breve segundo volví a ser un niño, cansado, pequeño y completamente seguro de la fuerza de su padre.

—Hijo mío, todavía tienes mucho por delante.

—¿Mucho? —susurré.

—Dolor, alegría, amor, muerte, pena, horror, desesperación, esperanza. Me hubiese gustado estar más tiempo contigo. Me hubiese gustado poder ayudarte a prepararte para todo esto.

—¿Para qué? —le pregunté.

—Shhh —me dijo—. Duérmete. Yo mantendré la hoguera encendida hasta que llegue la mañana.

La noche oscura, profunda, silenciosa, feliz y tranquila me tragó de una sentada.

12

A la mañana siguiente, mi cerebro vibraba con muchos más pensamientos y preocupaciones de las permitidas para poder llegar a conclusiones productivas. No podía permitirme aquello. Hasta que supiera exactamente qué era lo que estaba pasando y cómo pararlo, el arma más importante de mi arsenal era la razón.

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