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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (13 page)

BOOK: Latidos mortales
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—Probablemente —opiné. Por supuesto, si fueran más integrantes de la escuadra de Kemmler, habrían entrado directamente para intentar matarme. Grevane ya lo habría hecho. Repiqueteé los dedos, pensativo, a lo largo de mi bastón de madera.

Bock me miró, su expresión reflejaba preocupación. No era un tipo que se asustase fácilmente, pero tampoco era ningún tonto. Ya había destrozado tres… no, espera, cuatro, no, bueno, ya había destrozado, por lo menos, cuatro edificios durante los casos en los que trabajé en los últimos años, y no quería que la librería Bock Ordered Books apareciese en esa lista. Eso me dolía. Las personas normales me miraban como si estuviese loco cuando les decía que era un mago. Y los que ya lo sabían no me miraban como si estuviese loco, me miraban como si fuese un loco peligroso.

Supongo que cuatro edificios después, tenían sus razones para pensarlo.

—Tal vez sea mejor que cierren la tienda esta noche —les dije a Bock y a Shiela—. Voy a salir a hablar con ellos.

8

Me detuve antes de abrir la puerta de la tienda. Era uno de esos momentos en los que, si mi vida fuese una película, habría sonado música dramática de fondo. Pero en lugar de eso, la radio estaba encendida y una cancioncilla publicitaria de algún bar de bocadillos inundaba la tienda. La película de mi vida era de muy bajo presupuesto.

El truco estaba en intentar adivinar en qué película estaba. Si esto era una variante de
Solo ante el peligro
, entonces, salir era una idea bastante peligrosa. Por otro lado, siempre existía la posibilidad de que estuviese en las escenas del comienzo de
El halcón maltés
y, en ese caso, todas aquellas personas querían hablar conmigo antes de salir en búsqueda del pájaro. Si fuese así, probablemente sería una buena oportunidad para conseguir información acerca de la búsqueda de
La palabra de Kemmler
y sobre la tempestad que estaba a punto de desatarse.

Pero, por si acaso, agité mi brazalete escudo para estar preparado. Cogí el bastón y apreté los dedos alrededor de él, uno a uno, encima de la superficie sellada.

Canalicé mi energía.

Como dije, la magia sale de la vida, especialmente de las emociones. La fuente de la energía es la misma que todos sentimos cuando sale la luna de otoño y te llena de emoción desde lo más profundo de tu ser. O cuando la primera brisa templada de la primavera te roza la cara, llena de la esencia de la vida, y te empuja hacia un torbellino de alegría sin motivo. La pasión de una música poderosa que te llena los ojos de lágrimas, y la risa pura, rebosante y contagiosa de un niño pequeño mientras juega. El poder que hay detrás de un estadio lleno de hinchas de fútbol que gritan «¡Vamos!)) al mismo tiempo en la canción… Todas esas situaciones están cargadas de magia.

Mi magia viene de esos mismos lugares. Y tal vez también de otros más oscuros. El miedo también es una emoción. Y la rabia. La lujuria. La locura. Yo no soy una persona especialmente buena. No soy Charles Manson ni nadie parecido, pero tampoco es que se esté pensando en mi canonización. Es posible que en el pasado haya sido mejor persona de lo que soy ahora. En el pasado no había visto a tantas personas heridas, ni muertas, ni aterradas por causa de un poder que debería estar haciendo del mundo un lugar mejor o, por lo menos, debería estar manteniéndolo alejado del infierno. En aquella época no había cometido tantos errores, ni había tomado tantas decisiones sin visión de futuro, muchas de las cuales les costarían la vida a algunas personas. Estaba seguro de mí mismo. Estaba vacío.

Mi estúpida mano me dolía muchísimo. Tenía media docena de razones «destrozaestómagos» para tener miedo. Y lo tenía. Lo peor de todo era que si cometía algún error, Murphy sería quien pagara por ello. Si algo así ocurría, no sé qué sería capaz de hacer.

Me deshice de todo, de lo bueno, de lo malo y de lo loco; lo resumí en una blasfemia susurrada que lancé al aire y que sacudió las imágenes, las velas y los incensarios que estaban en las estanterías cercanas. En el reflejo de la puerta de cristal de la tienda vi mi mano mutilada reemplazada por un guante irregular, cuya iracunda luz azul expulsaba al suelo chispas de fuego inhumano. Encaucé toda la energía que me rodeaba, preparándome para defenderme, atacar, protegerme o destruir. No sabía qué era lo que querían las dos figuras de la capa, pero lo que yo quería era que se enteraran de que si venían buscando pelea, estaría encantado de dársela.

Mantuve la energía a mi alrededor como si fuera una capa y salí a conocer a la pareja que me esperaba en la acera. Me tomé mi tiempo, dando pasos lentos y precisos. No dejé de mirarlos ni un segundo, pero solo en visión periférica, porque la mirada la llevaba fija en el suelo, caminando muy despacio, hasta que el resplandor azul de mi escudo iluminó las oscuras togas. Convirtió en azul el negro de sus ropas y tiñó sus sombras de tonos demasiado oscuros como para tener nombre. Me detuve y levanté la mirada, despacio, desafiándolos a mirarme a los ojos.

Puede que fuera mi imaginación, pero me pareció que se balancearon levemente hacia atrás, oscilando como juncos ante la llegada de una tormenta. Octubre sopló sobre nosotros, un aire helado nos trajo el frío de las congeladas profundidades del lago Míchigan.

—¿Qué queréis? —inquirí. Cogí prestada un poco de escarcha para decorar mi voz.

El más alto habló:

—El libro.

Pero ¿qué libro?
, me pregunté.

—Ajá. Eres fan de Schubert, ¿no? Tienes toda la pinta.

—Más bien de Goethe —contestó—. Démelo.

Sin ninguna duda lo que quería era un ejemplar de
Der Erlking
. Su voz era… rara. Era de un hombre, sin duda, pero no sonaba muy humana. Tenía una especie de temblor que, de alguna manera, parecía un gorjeo, y hacía que las palabras se deslizaran vacilantes. Hablaba despacio y vocalizaba mucho. No le quedaba otra si esperaba que se le entendiese.

—¡Que te den! —le dije—. Cómprate tú uno, kemmlerito.

—No siento otra cosa que desprecio hacia ese loco de Kemmler —soltó—. Cuídate de no ofender con tus respuestas. Este asunto no es de tu incumbencia, Dresden.

Aquello me hizo tomarme un momento de reflexión. Los magos arrogantes, poderosos y oscuros son una cosa; pero esos que han hecho los deberes y que saben tu nombre son otro tema completamente distinto. Ahora tenía yo la palabra.

La oscura figura se dio cuenta. Su voz no humana se balanceó en la noche otra vez con una débil carcajada.

—¡
Touché
! ¡Oh, oscuro maestro del albornoz maligno! —exclamé—. Pero aun así no te voy a dar mi libro.

—Mi nombre es Cowl —me dijo. ¿Notaba cierta diversión en su voz? Tal vez—. Y esta noche me siento muy paciente. Te lo pediré una vez más: dame el libro.

Die Lied der Erlkingse
sacudió contra mi pierna desde el bolsillo de mi guardapolvo.

—Y yo te lo vuelvo a repetir: ¡Que te den!

—Por tercera y última vez —dijo la figura, con tono de advertencia.

—Uy, déjame pensar cómo te contesto ahora —dije dando con el pie en el suelo.

Cowl hizo un ruido sibilante y extendió los brazos ligeramente, con las manos todavía hacia abajo, en sus caderas. El frío viento del lago se hizo más intenso.

—Por tercera y última vez —dijo Cowl, con voz baja, severa y enfadada—. Dame… el… libro.

De repente, una segunda figura avanzó un paso y, con la versión femenina de la extraña voz de Cowl, dijo:

—Por favor.

Hubo un segundo de sorprendente silencio y enseguida Cowl gruñó:

—Kumori, cuidado con lo dices.

—No cuesta nada ser educado —dijo la figura más pequeña, Kumori. Las capas eran demasiado gordas y no tenían nada de forma como para poder vislumbrar su cuerpo, pero había algo decididamente femenino en el gesto que hizo con una mano, fue un giro de muñeca. Volvió a mirarme y dijo—: La información que hay en
Der Erlking
es para llegar a ser alguien peligroso, Dresden —dijo—. No tienes por qué darnos el libro a nosotros si no quieres, es suficiente con que lo destruyas. Eso bastará. Te lo pido por favor.

Miré entre los dos durante un momento y luego dije:

—A vosotros dos ya os he visto antes.

Ninguno se movió.

—En el baile de disfraces de Bianca. Estabais en la tarima con ella. —Mientras hablaba, estaba más convencido de lo que decía. Las dos figuras que había visto entonces nunca habían mostrado sus caras, pero había algo en la forma en que Cowl y Kumori se movían que encajaba perfectamente con aquellas dos sombras—. Erais los que le disteis la daga a Leanansidhe.

—Tal vez —dijo Kumori, pero hubo una inclinación en su cabeza que me transmitió que tenía razón.

—Aquella noche sí que fue una verdadera locura. Me ha estado persiguiendo durante años —dije.

—Y te seguirá persiguiendo durante los años que te quedan por vivir —dijo Cowl—. Aquella noche, en aquel lugar, ocurrieron cosas demasiado importantes. Muchas de las cuales todavía ni te imaginas.

—¡Campanas infernales! —me quejé—. Soy mago y me pone enfermo el rollito «sé una cosa que tú no sabes» que os traéis algunos. De hecho, cada vez me cabrea más rápido.

Cowl y Kumori intercambiaron una mirada larga y luego ella dijo:

—Dresden, si no quieres perder tu vida y que otros tantos la pierdan también, destruye el libro.

—¿Es esto lo que estáis haciendo? —les pregunté—. ¿Vais por ahí destrozando ejemplares?

—Había menos de mil ejemplares —confirmó Kumori—. El tiempo se ha llevado la mayoría. Durante el último mes hemos encontrado los que faltaban salvo dos, que estaban en Chicago, en esta tienda.

—¿Por qué? —pregunté.

Cowl movió los hombros tan levemente que no llegó a encogerlos.

—¿No es suficiente razón que los discípulos de Kemmler puedan utilizar esta información para hacer el mal?

—¿Estáis con el Consejo? —respondí preguntando.

—Obviamente no —contestó Kumori desde la profundidad de su capucha.

—Ajá —dije—. Me parece que si os fuera tan bien, estaríais trabajando para el Consejo y no corriendo por ahí reinterpretando
Fahrenheit 451
desde la perspectiva Ringwraith.

—Y me parece a mí —dijo Kumori suavemente—, que si tú creyeras que sus motivos son tan puros como dicen, ya te habrías puesto en contacto con ellos.

¿Cómo? Eso sí que era una novedad, alguien sugiriendo que el Consejo se equivocaba y que yo tenía razón. No tenía muy claro lo que estaba intentando hacer Kumori, pero lo más inteligente sería darle coba y escuchar sus argumentos.

—¿Y quién dice que no lo he hecho?

—Esto no tiene sentido —dijo Cowl.

Kumori prosiguió:

—Deja que se lo cuente.

—No tiene sentido.

—No nos cuesta nada —dijo Kumori.

—Os acabará costando si sigues entreteniéndote —espeté—. Os voy a empezar a cobrar por hacerme perder el tiempo.

Hizo un sonido raro que lo único a lo que se me pareció fue a un suspiro.

—¿Puedes creerte, por lo menos, que el contenido del libro es peligroso?

Grevane parecía bastante encariñado con su ejemplar. Pero no podría estar seguro de qué era lo que me olía tan mal, hasta que lo leyese.

—Venga, pues por ir llegando a algún lado digamos que sí, me lo creo.

—Si la información que hay dentro del libro es peligrosa —dijo Cowl—, ¿qué te hace pensar que los centinelas del Consejo la usarán de manera más adecuada que los discípulos de Kemmler?

—Porque, a pesar de que son una pandilla de auténticos gilipollas, siempre intentan hacer lo correcto —dije—. Si cualquiera de los centinelas estuviese pensando en hacer magia negra probablemente se cortaría la cabeza a sí mismo en un acto reflejo.

—¿Todos? —preguntó Kumori con voz débil—. ¿Estás seguro?

Miré para un lado y para otro, con ellos delante

—¿Me estáis diciendo que alguien del Consejo está interesado en el poder de Kemmler?

—El Consejo no es lo que era —dijo Cowl—. Se ha podrido por dentro, y muchos magos que han rozado las restricciones han comprobado que la guerra con la Corte Roja deja al descubierto su debilidad. Van a caer. Pronto. Tal vez antes de la noche de mañana.

—Hala —dije despacio—. Bueno, oye… ¿y por qué no lo dijiste antes? Entonces os doy el libro ahora mismo.

Kumori extendió la mano.

—No te estamos engañando, Dresden. El mundo está cambiando. El fin del Consejo está cerca y aquellos que quieran sobrevivir deben actuar ahora o será demasiado tarde.

Cogí aire.

—Normalmente soy el primero en proponer que vayamos a lanzar huevos a la casa del Consejo —dije—. Pero estáis hablando de nigromancia. Magia negra. No me vais a convencer de que al Consejo y a los centinelas, de repente, les han entrado unas ganas locas de salir corriendo por el camino de la izquierda. No van a jugar con eso.

—En un mundo perfecto —dijo Cowl—. Eres joven, Dresden. Y tienes mucho que aprender.

—¿Sabes qué me ha enseñado mi juventud? A no perder demasiado tiempo escuchando los consejos de la gente que quiere conseguir algo de mí —dije—. Y esto incluye vendedores de coches, candidatos políticos y tipos raros vestidos con capas negras que me asaltan en la calle en mitad de la noche.

—¡Ya es suficiente! —dijo Cowl. El enfado hacía que su voz fuese casi ininteligible—. Danos el libro.

—Que te den por el culo, Cowl.

La capucha de Kumori se movió hacia delante y hacia atrás entre Cowl y yo. Dio tres pasos atrás.

—Y además —murmuró Cowl—, quería ver por mí mismo qué es lo que tienes que pone tan nerviosos a los centinelas.

Un viento frío se levantó de nuevo y el vello de la parte de atrás del cuello se me puso de punta. Una especie de fogonazo me deslumbró mientras Cowl se llenaba de energía. De mucha energía.

—¡No! —le dije. Levanté mi brazalete escudo, entretejiendo una energía defensiva ante mí y mis pensamientos. Solidifiqué mi tensión en mi propio poder, entrelazando los dedos con fuerza alrededor de mi bastón y golpeándolo enérgica­ mente contra el suelo. El crujido hizo eco entre los oscuros edificios de la calle vacía—. Largaos de aquí. No estoy de broma.

—¡Dorosh! —gruñó como toda respuesta, extendiendo su mano derecha.

Me golpeó con una fuerza invisible, pura y salvaje, concentrada en un fuerte golpe de energía cinética. Sabía lo que me esperaba, mi escudo estaba preparado y me abracé a él de la manera en que debía hacerlo. Mi defensa era perfecta.

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