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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (16 page)

BOOK: Latidos mortales
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—Ve comiendo en el coche —propuso Georgia, y nos volvimos a subir los tres a su todoterreno.

Georgia aparcó en el bordillo, justo al lado del Escarabajo, y me dejó bajar. Tenía las llaves en la mano y estaba preparado para subirme y largarme, pero cuando vi el coche me paralicé.

Alguien le había roto las ventanas que le quedaban. Había cristales por toda la acera y por dentro del coche. Faltaban trozos del parabrisas y el resto estaba todo pegado entre un montón de grietas que ensombrecían el desorden. La ventana trasera ya se había roto aquella tarde, cuando tuve que usar mi energía contra aquel zombi. Las puertas y el capó estaban abollados por todos lados y habían destrozado las manillas de las puertas. Los neumáticos estaban caídos y saltaba a la vista que tenían unos cortes largos y limpios.

Me acerqué al coche despacio.

El mango de madera de un bate de béisbol de Louisville Slugger sobresalía por la ventanilla del asiento del copiloto, la etiqueta de la tienda todavía le colgaba de una cinta.

Billy se asomó por la ventanilla del todoterreno y dejó escapar un silbido:

—Uau…

—Mira el lado bueno —le dije—: Ahora todas las ventanillas son iguales.

—Qué desastre —dijo Georgia.

Di la vuelta al coche y abrí el maletero. No lo habían intentado forzar. Mi recortada todavía estaba en el asiento de atrás. Billy y Georgia salieron del coche y se acercaron a mí.

—¿Una banda? —preguntó Georgia.

—Una banda no habría dejado la pistola —le contesté.

—¿Los tíos de las capuchas? —probó suerte Billy.

—Ellos no son de los que me atacarían con un bate de béisbol. —Metí la mano dentro del coche y alcancé el bate solo con el dedo índice y el pulgar, por el medio, por donde no habría huellas dactilares. Se lo enseñé a ellos—. Cowl habría usado su magia para destrozar el coche, no una cachiporra. —Di la vuelta hasta la parte trasera del coche y fruncí el ceño mirando el motor. Parecía intacto. Me metí por la ventana e intenté meter la llave. El motor se encendió sin problemas.

—Hala —dijo Billy—. ¿Quién destrozaría un coche por completo pero dejaría el motor intacto?

—Alguien que me esté mandando un mensaje —le dije.

Billy arrugó la boca:

—¿Y qué te está diciendo?

—Pues parece que quiere que alquile un coche —le dije. Sacudí la cabeza—. No tengo tiempo para esto.

Billy y Georgia intercambiaron miradas y ella asintió. Se acercó a mí, cogió las llaves de mi coche de mi mano izquierda, donde las había dejado, y las cambió por las de su coche.

—Oh, ni de broma, no. —Le dije—. No hagáis esto.

—No es para tanto —me dijo—. Mira, todavía llevas tu coche al taller de Mike, ¿verdad?

—Bueno, sí, pero…

—Pero nada —dijo Billy—. Estamos a dos manzanas de nuestro apartamento. Remolcaremos tu coche hasta el taller de Mike.

Georgia asintió con firmeza.

—Trae el todoterreno de vuelta cuando esté listo el Escarabajo y ya está.

Pensé. Ver mi coche tan hecho trizas era mucho más angustian te de lo que creí que sería. Solo era una máquina. Pero era mi máquina. Algo dentro de mí se enfureció porque alguien le hubiera hecho aquello a mi caballo.

Mi primera reacción fue rechazar su oferta, llevar el Escarabajo al taller y usar taxis hasta que estuviera arreglado, pero era la ira quien hablaba. Me obligué a utilizar la mente y a pensar que, teniendo en cuenta las vueltas que iba a tener que dar en un futuro próximo, no iba a poder consentir aquello. No podía permitirme el tiempo que el transporte público me iba a costar, y ni siquiera sabía si podría usarlo. Mierda, odiaba tragarme el orgullo.

—Es un coche nuevo. Podría cargarme algo.

—Todavía está en garantía —dijo Georgia.

Bill miró hacia mí levantando el dedo pulgar.

—Que tengas una buena caza, Harry, sea lo que sea que persigues.

Asentí mirando hacia él y dije:

—Gracias.

Me metí en el todoterreno y me dirigí hacia la única persona de Chicago que sabía tanto de magia y muerte como yo.

A Mortimer Lindquist le había ido muy bien los últimos años. Se había mudado y había dejado en California el pequeño rancho de importación de estuco, al que había ido a visitarle durante los últimos años. Ahora trabajaba en un dúplex reformado en Bucktown. Mort había alquilado las dos partes del piso; un lado era para trabajar y el otro era su casa. No había coches en la carretera de entrada al dúplex, y eso que casi siempre trabajaba de noche. Seguro que con el trabajo de la tarde había tenido bastante. Había abandonado el decorado gótico de pega que tenía antes en su oficina, lo cual era un signo de esperanza. Necesitaba la ayuda de alguien con una habilidad real, no de un charlatán con un montón de trucos.

Aparqué el todoterreno en la carretera de entrada, aplastando todos los pensamientos que crecían en el camino. No estaba acostumbrado a conducir algo tan grande. El Escarabajo podría ser pequeño y lento, pero por lo menos sabía exactamente dónde pisaban sus ruedas.

Las luces estaban todas apagadas. Me colgué de la aldaba de latón que había en la puerta de la casa.

Quince minutos después, una mirada acuosa de un pequeño hombre respondió. Era bajito y tendría unos diez kilos de más. Había dejado de intentar taparse las entradas para pasar a afeitarse la cabeza entera. Estaba envuelto en un grueso albornoz granate y llevaba zapatillas grises.

—Son las tres de la mañana —se quejó Mort—. ¿Qué cojones…? —Vio mi cara, abrió mucho los ojos, le entró el pánico y cerró la puerta a toda prisa.

Atranqué mi bastón de roble en la puerta e impedí que la cerrara.

—Hola, Mort. ¿Tienes un minuto?

—Lárgate, Dresden —dijo el hombrecillo—. No sé qué estás buscando, pero yo no lo tengo.

Levanté mi bastón y puse una sonrisa afable.

—Mort, después de todo lo que hemos pasado juntos, no puedo creer que me hables así.

Mort gesticuló furioso, señalando una cicatriz en su calva.

—La última vez que hablé contigo acabé con una conmoción cerebral y quince puntos en la cabeza.

—Necesito tu ayuda —advertí.

—¡Ja! —dijo Mort—. Gracias, pero no. A no ser que hayas venido a pedirme que me pinte una diana en el pecho… —Golpeó mi bastón, aunque no con mucha fuerza. Las zapatillas no le protegían bien el pie—. ¡Lárgate de aquí antes de que te vea algo!

—No puedo, Mort —le dije—. La magia negra está tramando algo. Ya lo sabes, ¿verdad?

El hombrecillo se me quedó mirando en silencio durante unos minutos. Luego dijo:

—¿Por qué crees que quiero que te vayas? No quiero que me vean contigo. No me voy a implicar.

—Ya lo estás —le dije. Seguí sonriendo, pero lo que en realidad me apetecía era darle un codazo en la nariz. Supongo que mis sentimientos traspasaron mi expresión, porque Mort me miró a la cara y se puso pálido—. Hay personas en apuros. Estoy ayudándolas. Ahora abre la maldita puerta y échame una mano o te juro por Dios que me traigo el saco de dormir y acampo en tu jardín.

Los ojos de Mort se abrieron aún más. Miró alrededor de la casa, la energía nerviosa hacía que sus ojos se movieran brillantes de un lado para otro.

—Hijo de puta —me dijo.

—Te creo.

Abrió la puerta. Me dejó pasar y cerró tras de mí enseguida. Con varios cerrojos.

El interior de la casa estaba limpio, tenía pinta de oficina. El vestíbulo se había convertido en una salita de espera y detrás de él estaba lo que quedaba del primer piso, una habitación lujosamente decorada con candelabros de pared que ahora estaban apagados. Se veía una larga mesa de madera lustrada rodeada de sillas talladas a mano. Mort entró en la habitación de espiritismo, cogió una caja de cerillas y empezó a encender las velas.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Me vas a enseñar lo poderoso que eres? ¿Vas a invocar un vendaval en mi estudio? Tal vez puedas hacer que las puertas se batan, para darle un toque dramático.

—¿Te gustaría?

Tiró las cerillas encima de la mesa y se sentó.

—Tal vez no haya sido claro, Dresden —dijo Mort—. No soy mago, no estoy con el Consejo y no tengo ningún interés en llamar la atención de sus enemigos. No voy a formar parte de tu guerra con los vampiros. Me gusta mi sangre donde está.

—Esto no se trata de vampiros —le dije.

Mort frunció el ceño.

—¿No? ¿Entonces las cosas están amainando?

Le hice una mueca y me senté a unas cuantas sillas de distancia.

—Hubo una pelea bastante desagradable en México hace tres semanas y los centinelas ensangrentaron la nariz de la Corte Roja. Parece que tienen alguna razón para querer chafarles los planes.

—Estarán preparándose para responder —dijo Mort.

—Eso es lo que todo el mundo piensa —dije—. Pero no sabemos dónde ni cuándo.

Mort exhaló y apoyó la cabeza en una mano.

—¿Sabes? Me encontré con alguien que mataron hace un par de años. Un chiquillo de unos diez años.

—¿Un fantasma? —pregunté.

Mort asintió.

—El chico no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Ni siquiera sabía que estaba muerto. Le cortaron el cuello con una cuchilla de afeitar. La marca casi no se veía, solo cuando se giraba para mirar por encima del hombro derecho.

—Eso es lo que hacen —dije—. ¿Cómo puedes ver cosas así y no rebelarte?

—A la gente le pasan cosas malas, Dresden —dijo Mort—. Lo siento muchísimo, pero no soy tú. No me siento tan fuerte como para querer cambiarlo.

—Muchísimo no lo sientes —le repliqué—. Eres un ectomante. Uno de los más poderosos que he conocido. Tienes acceso a toda clase de información. Podrías hacer muchas cosas buenas.

—La información no detiene los colmillos, Dresden. Si empezara a usar todo lo que sé contra ellos, me convertiría en una amenaza. Si llegara a implicarme, a los cinco minutos sería yo el del cuello cortado.

—Y mejor que sean ellos que tú, ¿no?

Alzó la vista y extendió las manos.

—Soy lo que soy, Dresden. Un cobarde. No me disculpo por ello. —Dobló los dedos y me miró muy serio—. ¿Cuál es la manera más rápida de librarme de ti y hacer que te vayas de mi casa y de mi vida?

Acerqué mi bastón a la mesa y me senté derecho en la silla.

—¿Qué sabes acerca de lo que ha estado pasando estos días en la ciudad?

—¿De la magia negra? —preguntó Mort—. No mucho. He tenido pesadillas, lo cual es muy poco frecuente. Los muertos están muy nerviosos desde hace días. Se ha hecho muy difícil que contesten a las invocaciones, incluso con Halloween a la vuelta de la esquina.

—¿Ha pasado esto antes? —pregunté.

—No a este nivel —contestó Mort—. Les he preguntado, pero no quieren contarme por qué están asustados. Por mi experiencia, sé que es una de las formas que tienen las entidades espirituales de reaccionar ante la magia negra.

Asentí frunciendo el ceño.

—Es nigromancia —afirmé—. ¿Has oído hablar de un tío llamado Kemmler?

Los ojos de Mort se abrieron como platos.

—Dios mío, ¿sus discípulos?

—Eso creo —le dije—. Y parece que hay muchos.

A Mort se le puso la cara un poco verde.

—Eso explica por qué tienen tanto miedo.

—¿Por qué?

Agitó una mano.

—A los muertos les aterroriza lo que se mueve por ahí fuera. Los nigromantes pueden esclavizarlos. Controlarlos. Incluso destruirlos.

—¿Entonces pueden sentir la fuerza? —pregunté.

—Por supuesto.

—Bien —le dije—. Contaba con ello. Mort frunció el ceño y levantó una ceja.

—No estoy seguro de cuántos puede haber en la ciudad —comenté—. Necesito saber dónde están, o por lo menos cuántos de ellos hay. Quiero que le pidas a los muertos que me ayuden a localizarlos.

Levantó las dos manos.

—No lo harán. Te lo aseguro. No conseguirás que un fantasma esté dispuesto a acercarse a un nigromante.

—Venga, Mort. No empieces a ponerme trabas.

—No lo hago —dijo, levantando dos dedos y haciendo una señal como de
boy scout
—. Te doy mi palabra de honor.

Resoplé con frustración.

—¿Y qué hay de la magia residual?

—¿Qué quieres decir?

—Cuando los nigromantes trabajan con magia negra dejan una especie de mancha o huella. Soy capaz de sentirla cuando me acerco lo suficiente.

—¿Entonces por qué no lo haces tú?

—Es una ciudad muy grande —le dije—. Y sea lo que sea que intentan hacer esos lunáticos, va a ocurrir la noche de Halloween, a las doce en punto. No tengo tiempo para andar por ahí, probando suerte a ver si estoy cerca.

—¿Y crees que un muerto sí?

—Creo que un muerto se puede mover a través de las paredes y del suelo, y que ellos son muchos y yo solo soy uno —le dije—. Si se lo preguntas a lo mejor dicen que sí.

—Quieres decir, que puede que no les importe llamar la atención —dijo Mort—. No, puede que estén muertos, pero eso no significa que no puedan hacerles daño. No voy a arriesgar su bienestar por las luchas internas del Consejo.

Parpadeé. Hace unos años, Mort apenas era capaz de salir de su escondrijo para convencer a unos cuantos estúpidos crédulos de que podrían hablar con sus seres queridos fallecidos. Incluso después de que empezara a irle bien y de que comenzara a reivindicar su atrofiado talento, nunca había mostrado ningún indicio de querer otra que cosa que no fuera sacar provecho de aquello, así fuera estafando a quien se le pusiera delante. Solo se preocupaba de sí mismo.

Pero no esta noche. Reconocí en sus ojos una luz tranquila y estable. No se sentía presionado por este asunto. Parecía que Mort no estaba dispuesto a hundirse por sus colegas los humanos y, sin embargo, con los muertos la cosa cambiaba. No esperaba que el pequeño ectomante se fuera a envalentonar así, o por lo menos no tanto.

Sopesé mis opiniones. Pensé que podría seguir presionado a Mort, pero estaba bastante seguro de que no me valdría de nada. Podría intentar contactar con los fantasmas de Chicago yo solo, pero aunque sabía la teoría básica de la ectomancia, no tenía ninguna experiencia práctica. No podía perder tiempo intentando poner en práctica un campo de la magia totalmente ajeno a mi experiencia práctica, sería como deambular como un novato sin saber hacia dónde tirar.

—Mort —le dije—. Mira, si estás seguro de lo que dices, lo respetaré y me iré ahora mismo.

Frunció el ceño y me miró cauteloso.

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