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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (14 page)

BOOK: Latidos mortales
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Era lo que siempre salvaba mi vida.

Había recibido muchos golpes en los entrenamientos con mi antiguo maestro Justin DuMorne, que había sido centinela. También había luchado muy en serio contra él y lo había ganado, y había puesto a prueba mi fuerza en varios duelos contra el mentor que lo sucedió, Ebenezar McCoy. Mi hada madrina, Leanansidhe, tenía un gancho muy duro, metafísicamente hablando, e incluso me había librado por los pelos del reino de las hadas. Lo había usado contra un par de demonios, contra varios constructos mágicos, huyendo en una caída de ascensor desde el piso decimotercero… Me he protegido de muchos hechizos infames de diferentes tipos y he visto más violencia mística pura que la mayoría de los magos. Los gané a todos, o al menos, logré sobrevividos, y tengo cicatrices para demostrarlo.

Cowl me golpeó más fuerte que cualquiera de ellos.

Mi escudo se encendió como un reflector y, a pesar de todo lo que intenté para desviar la energía que me había lanzado, me golpeó como un jugador profesional de fútbol americano con la adrenalina por las nubes. Si no hubiera sido capaz de suavizarla y recibir el golpe uniformemente sobre toda la parte frontal de mi cuerpo, probablemente me habría roto la nariz, o las costillas, o la clavícula, dependiendo de dónde me hubiese percutido la energía. En vez de eso me sentí como si Jolly Creen Giant me hubiese propinado un tortazo con una bolsa de patatas. Si hubiese tenido fuerza ascendente en ella, me habría lanzado tan lejos como para tener que preocuparme por la caída. Pero el golpe vino de frente, desplazándome hacia atrás.

Volé varios metros por el aire y caí de espaldas, sobre la acera, y me las arreglé para dejarme rodar con la velocidad y volverme a incorporar. Me puse de pie apoyándome en un coche aparcado. Debí haberme golpeado la cabeza en algún momento porque unas estrellitas me nublaban la vista.

En cuanto me recompuse, el pánico se había apoderado de mí. Nunca nadie me había atacado con esa energía. Estrellas y piedras, si no hubiese estado preparado para el golpe… Tragué saliva. Estaría muerto. O, en el mejor de los casos, estaría resquebrajado, ensangrentado y completamente abandonado a merced de cualquier mago desconocido. Al arbitrio del que estuviese más cerca, que probablemente se dedicaría a seguir golpeándome. Eliminé esos pensamientos y dudas de mi cabeza y volví a preparar mi escudo, el brazalete ya estaba tan caliente que podía sentirlo a través de las horrendas cicatrices de mi piel. Ni siquiera podía pensar en contraatacar porque mi escudo todavía no estaba cargado ni listo para recibir otro golpe. No viviría lo suficiente como para poder intentarlo.

Cowl caminó despacio hacía mí por la acera. No era más que una capa, una capucha y una sombra.

—Qué decepción —dijo—. Esperaba que estuvieras preparado para la categoría de pesos pesados.

Cuando me fijé en su muñeca, el siguiente golpe me atizaba en medio de la brisa heladora del lago. Esta vez me sacudió desde un lateral y ni siquiera traté de detenerlo. Lo esquivé como un caballo asustado, colocando mi escudo en un ángulo que pudiera desviar el golpe. Otra vez la energía se coló hacia dentro, pero en esta ocasión solo me empujó por la acera.

Me empotró el hombro contra el edificio y el aldabonazo me hizo expulsar el aire que tenía dentro. Ya había recibido golpes en el hombro antes y probablemente eso hizo que me doliese más de lo que debería. Reboté contra el edificio y caí de pie, pero las piernas me flaquearon, no por el esfuerzo de sujetarme, sino por la energía que estaba invirtiendo en sobrevivir a aquellos ataques.

Cowl volvió a caminar hacia mí. ¡Campanas infernales! Ni siquiera parecía que se estuviese esforzando.

Sentí una sensación fría en el pecho.

Este hombre podría matarme.

—El libro, chico —dijo Cowl—. Ahora.

Lo que provocó en mí no fue indignación ni terror. No era una cólera justificada. No era confianza, ni garantía, ni determinación por proteger a un ser querido. Era tozudez pura y dura. Chicago era mi ciudad. No me importaba quién fuera aquel tipo; no iba a plantarse en las calles de mi ciudad para romperme los dientes y robarme la paga semanal.

A mí nadie me acorrala.

Cowl era fuerte, pero su magia no era inhumana. Era enorme y era distinta a la magia con la que yo había trabajado, pero no tenía ese matiz repugnante y grasiento, ni ese sentimiento de vacío que asocio a la peor magia negra. No, bueno, no exactamente. Sí que tenía una sensación persistente de magia negra que rodeaba su energía. Pero es que eso también lo desprendía la mía.

A lo que me refiero es a que Cowl no era ningún demonio. Era un mago. Humano.

Y, detrás de la magia, era tan frágil como yo.

Canalicé un poco de energía en dirección a mi brazo, giré mi bastón, señalé al coche de la calle que estaba a su lado y gruñí:

—¡
Forzare
!

Los sellos del bastón se encendieron de repente, se volvieron de una luz roja infernal, tan luminosos como el fuego de mi escudo, y unas ondas irradiantes de energía manaron de mi cuerpo. Inundaron la acera y se concentraron bajo el Toyota que había aparcado a la altura de Cowl. Gruñí por el esfuerzo, y la energía Hellfire
{9}
salió despedida por debajo del coche que allí se encontraba. El vehículo se volcó tan ligera y rápidamente como si un hombre le diera la vuelta a una silla de cocina. Cowl había quedado debajo.

Hubo un estallido atronador, ¡campanas infernales! El cristal estalló y los trozos salieron despedidos en todas direcciones. Las chispas ocuparon el lugar. La alarma se activó mientras el coche daba tumbos y contagió al resto de alarmas de la calle, que empezaron a encenderse a ambos lados de la calzada. En los pisos, las ventanas comenzaban a iluminarse.

Me caí sobre una rodilla, agotado, las luces del bastón y del escudo estaban parpadeando y apagándose. Nunca había movido tanta masa antes, tan rápido, sin nada más que energía cinética pura. Ahora apenas podía encontrar suficiente impulso para centrarlo en mi visión. Si no hubiera tenido el bastón para apoyarme, estaría abrazado a la acera.

De repente, un sonido metálico surgió contra el asfalto.

—¡Oh! ¡Venga ya! —dije dando una patada.

El coche empezó a sacudirse y luego se desplazó unos centímetros hacia un lado. Cowl se enderezó despacio. Cuando el coche cayó, tuvo tiempo para meterse en la parte trasera, en una zona en la que pudo protegerse parcialmente del impacto. Se tambaleaba. Logró apoyarse en una farola con una mano enfundada en un guante negro. Sentí una oleada de satisfacción.
Chúpate esa, imbécil
.

Un largo quejido salió de la capucha.

—El libro.

—Que te den —di una patada —por el culo.

Pero no estaba hablando conmigo. Kumori salió de las sombras, gesticuló y susurró algo.

Súbitamente, sentí un fuerte tirón en el bolsillo del guardapolvo. El faldón que lo cubría desapareció y el exiguo libro dentro de la bolsa de papel comenzó a deslizarse.

—¡Ay!

Aquello fue cuanto pude decir. Me retorcí en el suelo, protegiendo el libro con mi cuerpo.

Kumori extendió la mano con más entrega. Me arrastré medio metro por el cemento hasta que pude apuntalar la bota contra el desnivel de la acera. En ese momento atisbé movimiento detrás de las dos siluetas.

—Se acabó el juego —dije—. Terminó.

—¿O qué? —insistió Cowl.

—¿Alguna vez has visto hombres lobo? —le solté.

Los lobos habían aparecido. Sin más, surgieron de la nada en la noche de Chicago. Grandes lobos, refugiados de una época anterior, enormes bestias enérgicas con colmillos blancos y ojos salvajes. Uno estaba agazapado sobre los restos del Buick, a un salto de distancia de Cowl, con sus brillantes ojos fijos en él. Otro salió detrás de Kumori, y un tercero había saltado suavemente desde la escalera de incendios, aterrizó frente a ella y se agachó en silencio. Otro apareció a mi lado y gruñó a la noche con entusiasmo.

Más luces se iban encendiendo. Y una sirena sonó a lo lejos en la oscuridad.

—Menudos dientes que tienen —dije—. ¿Queréis que sigamos hasta que aparezca la poli? Por mí vale.

Las figuras de las togas no se tomaron ni un momento para mirarse en silencio. Kumori se deslizó hasta ponerse al lado de Cowl. Él me echó una mirada que pude sentir, aunque no le viera la cara, y gruñó.

—Esto no ha…

—Cállate, anda —le dije—. Lárgate de aquí. ¡Vamos!

Los dedos de Cowl se volvieron una garra firme y gruñó, cortando el aire, algo que no pude entender.

Hubo un aumento de energía, más oscura e imprecisa esta vez. El aire alrededor de ellos se volvió borroso y de repente se levantaron unos suspiros y un olor a moho y aguas oscuras. Tan rápido como eso y ya se habían ido.

—Billy —dije un segundo más tarde, enfadado—. ¡Qué coño estás haciendo? Esos tíos podrían haberte matado.

El lobo, agazapado en los restos del coche, me miró y abrió la boca como si estuviera sonriendo, con la lengua por fuera. Saltó por encima de los cristales rotos y aterrizó a mi lado, brillando. Un segundo más tarde el lobo había desaparecido para dar paso a un hombre desnudo en cuclillas. Billy era un poquito más bajo que la media y tenía más músculos que un anuncio de máquinas de gimnasio. Pelo castaño, ojos a juego, y ahora lucía una barba que le hacía parecer mucho mayor que cuando lo había conocido, años atrás.

Obviamente, era mayor ahora que cuando lo conocí años atrás.

—Este es mi barrio —dijo tranquilo—. No puedo permitirme que alguien me haga quedar mal aquí. —Se movía con mucha agilidad. Metió su hombro por debajo del mío y me levantó a pulso—. ¿Estás muy lastimado?

—Magullado —le dije. El mundo se movió un poco cuando me levantó y me hizo plantearme si hubiese sido capaz de levantarme solo—. Un poco mareado. Sin aliento.

—La poli llegará en setenta segundos, más o menos —dijo, muy seguro—. Vamos, Georgia está en el coche, al otro lado de este callejón.

—No —le dije—. Acércame a mi coche. No me pueden… —No me podían ver con él. Si Mavra me estaba espiando, o si me estaba siguiendo, podría lanzar a Murphy a los leones. Pero estaba claro que no podía explicarle todo aquello. Billy no es de los que se quedan al margen cuando ven a un amigo en problemas.

Y tenía mucha suerte de que no fuese así, ya que cuando Cowl se volvió a levantar yo ya estaba sin aliento.

—No hay tiempo —dijo Billy—. Te traeremos aquí cuando las cosas se calmen un poco. Pero por favor, Harry, destrozaste ese coche como si fuese una lata de cerveza, ¡no sabía que eras tan fuerte!

—Yo tampoco —dije. No podía llegar hasta el coche por mí mismo y no podía permitirme que me vieran con Billy y los Alphas. Pero tampoco podía dejar que me arrestaran o me metieran en el calabozo. Por no hablar de que si Cowl y su compinche me habían encontrado, seguramente habría más personas interesadas en atraparme. Sí seguía dejándome ver por las calles, alguien iba a acabar conmigo.

Tenía que ir con Billy. No tenía tanto control de todo lo que sucedía. No quería que se implicasen en este asunto más de lo que ya estaban. Además, ahora tendría que protegerlos a ellos y a Murphy. Mierda, Mavra tenía que entenderlo. Tal vez si se lo pedía por favor.

Sí, claro.

Quizá ya la había cagado y había condenado a Murphy, pero no me había quedado otra salida.

Me dejé caer en Billy, el hombre lobo, y cojeé a su lado con todo mi empeño hasta el final del callejón.

9

Billy podría haberme recogido y llevado a toda velocidad, si lo hubiese creído conveniente. Pero solo teníamos que avanzar unos escasos cincuenta metros en la oscuridad de aquel callejón antes de que un carísimo todoterreno, con las luces apagadas, se subiera al bordillo y pegara un frenazo delante de nosotros.

—¡Rápido! —dije todavía fatigado—, ¡todos al Lobomóvil!

Billy me ayudó a meterme en el asiento trasero y entró él después. Antes de que se cerrase la puerta, el cochazo ya se estaba alejando de la escena, deslizándose suavemente. El interior olía a coche nuevo, a ambientador y a comida rápida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la conductora. Era una mujer esbelta y joven; tendría la edad de Billy y mediría un metro ochenta. Tenía el pelo castaño y lo llevaba recogido en una trenza. Vestía chaqueta y pantalón vaquero—. ¡Hola, Harry!

—Buenas noches, Georgia —contesté, desplomándome sobre el reposacabezas.

—¿Estás bien?

—Nada que no cure una buena siesta.

—Lo atacaron —dijo Billy, contestando a la primera pregunta. Abrió una bolsa de deportes, sacó un pantalón de chándal y una camiseta, y se los puso mecánicamente.

—¿Otra vez los vampiros? —preguntó Georgia. Encendió los faros del coche y se unió al tráfico. Las luces de los coches iluminaron el brillante anillo de compromiso que llevaba en la mano izquierda—. Creía que los Rojos estaban fuera de la ciudad.

—No eran vampiros —apunté. Los párpados me pesaban cada vez más y decidí rendirme ante ellos—. Eran unos amigos nuevos.

—Me pareció que eran magos —dijo Billy despacio—. Llevaban capas y capuchas grandes y negras. No pude verles las caras.

—¿Y qué alarmó a la policía? —preguntó ella.

—Harry levantó un coche y se lo tiró encima a uno de ellos.

Escuché un silbido del aire aspirado que fluyó entre los dientes de Georgia.

—Sí, pero aun así parece que perdí el partido —susurré—. Ni siguiera me acerqué a su portería.

—¡Dios mío! —exclamó Georgia—. ¿Están todos bien?

—Sí —contesté—. los malos se fueron. Pero si no hubiese sido por los Alphas yo ahora no estaría precisamente bien.

—Todos los demás se dispersaron y quedamos en vernos en el apartamento —dijo Billy—. ¿Quiénes eran esos tíos?

—No te lo puedo decir —respondí.

Hubo un silencio y la voz de Billy se volvió cauta.

—¿Por qué? ¿Es como una especie de secreto entre magos?

—No. Simplemente no tengo ni idea de quiénes eran.

—Ah. ¿Y qué querían? —preguntó Billy—. Llegué justo al final.

—Elegí un libro un poco extraño en la tienda de Bock, y parece ser que lo querían ellos.

Podría jurar que le oí fruncir el ceño.

—¿Es valioso?

—Debe de tener algo que sí lo es —le contesté. Revolví en mi bolsillo y saqué el libro para asegurarme de que seguía allí. Aquel insignificante ejemplar parecía tan inocente. Por lo menos no me llevaría mucho tiempo leerlo—. Os agradezco mucho la ayuda, pero no me voy a poder quedar.

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