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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (40 page)

BOOK: Latidos mortales
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Cuando el sexo se vuelve parte de la ecuación, la necesidad de contacto de otra persona puede ser aún más urgente y profunda; tanto que puede ocurrir que el buen juicio e incluso el pensamiento lógico desaparezcan tras la puerta, empujados por la urgencia de saciar esa necesidad.

Hacía mucho tiempo que nadie me tocaba. Y hacía aún más tiempo que nadie me besaba. Y dado que era muy probable que muriese antes de que volviese a amanecer, la presencia de Shiela, su calor y el simple hecho de que me tocase hizo que se esfumasen mis preocupaciones y mis miedos. Me sentí feliz. El beso de Shiela me liberó del dolor y del miedo, aunque solo fuera por un momento. Quise que aquel momento durara todo lo posible.

Apreté mi boca mientras duró aquel beso y mi brazo se escabulló, deliberadamente por el final de su espalda, apretándola contra mí. Shiela respiró con repentina excitación, pero sus ojos no se volvieron más profundos ni se aceleraron. Su boca mantuvo el ritmo tranquilo y yo quise obtener más de ella.

Quería estirar el brazo y arrancarle el top de lentejuelas. Quería explorar con mi mano cada una de sus sinuosas curvas. Quería volverla loca y que mis sentidos se colmasen con su calidez, sus gritos y sus olores. Quería olvidar todo lo que cargaba sobre mis hombros aunque solo fuera un momento. Cada minuto que pasaba quería desnudarla un poco más. El vacío que su calidez había empezado a llenar me pedía que me dejase llevar.

Pero lo que hice en realidad fue abrir la boca y acariciar sus labios con mi lengua, suavemente, despacio, y solo una vez. Ella se estremeció ante el tacto y sus dientes mordieron delicadamente mi labio inferior. Alargué el beso para terminarlo con un tranquilo y suave movimiento de cabeza hasta apoyar mi frente en la de ella. Nos quedamos así durante un minuto, con la respiración acelerada.

—¿Querías parar? —me susurró.

—No —contesté—. Pero lo necesitaba.

—¿Por qué?

—Porque no me conoces —le dije—. ¿Tú querías que parase?

—No —me contestó—. Pero necesitaba que lo hicieras. Tú tampoco me conoces.

—¿Entonces por qué me has besado?

—Yo… —Por su voz me pareció que se había avergonzado—. Hacía mucho tiempo que no besaba a alguien. No me había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

—Lo mismo digo.

Estiró los dedos y me tocó la cara con las yemas.

—Pareces tan solo… Yo… solo quería sentir cómo sería. Solo un beso. Antes de que todo se vuelva complicado.

—Es razonable. —Estuve de acuerdo—. ¿Qué te ha parecido?

Emitió un sonido desde la garganta.

—Creo que quiero más.

—Humm. —Asentí mostrando acuerdo de nuevo—. Me parece muy bien.

Se rió por lo bajo y de manera tranquila.

—Bien. —Volvió a estremecerse y se apartó de mí. Sus ojos negros brillaban y todavía respiraba aceleradamente. Su pecho me resultaba hipnotizante. Se levantó sonriendo y dijo—: ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

—¿Puedes cogerme el palo? Arqueó una ceja.

Sentí que me sonrojaba.

—Con palo me estaba refiriendo a mi bastón.

—Ah —dijo, y me lo pasó.

Me miró con preocupación cuando intenté ponerme de pie, sin embargo, no hizo ningún ademán de ayudarme, razón por la cual mi ego se sintió muy agradecido. Cojeé hasta la puerta y ella caminó a mi lado.

Me di la vuelta y la acaricié en la mejilla con la mano derecha. Inclinó la cara sobre la palma de mi mano, solo un poco, y me sonrió.

—Gracias —le dije—. Eres una salvadora. Puede que literalmente.

Miró hacia abajo y asintió.

—Bueno, ten cuidado, ¿vale?

—Lo intentaré —le contesté.

—Inténtalo de verdad —me dijo—. Me gustaría volver a verte pronto.

—Vale. Sobreviviré. Pero solo porque me lo has pedido.

Se echó a reír. Después de irme y dejarla en su piso, empecé a bajar las escaleras para salir de allí.

Bajar estaba siendo mucho más duro de lo que había sido subir. En cuanto llegué al tercer piso tuve que parar para respirar y sentarme para que mi pierna dolorida descansase.

Estaba allí sentado, agotado y jadeando, cuando el aire se agitó y una figura oscura y encapuchada, salida de ninguna parte, se plantó delante de mí. Extendió una mano, cubierta con una fina malla, que quedó al descubierto al estirar la palma iluminada con una horrible luz violeta.

—Quédate muy quieto, Dresden —dijo Kumori con voz suave—. Si intentas moverte, te mataré.

29

Kumori se quedó a un metro y medio. Era una distancia fácilmente abarcable con mi bastón, si hubiese querido golpearla. Pero como estaba sentado y solo tenía una mano buena para manejar el bastón, no hubiera sido capaz de atizarle con suficiente fuerza como para desequilibrarla, incluso aunque intentase golpearla antes de que desplegase el poder que despedía su mano.

Y además, era una chica.

A menos que me demostrase que era un ser monstruoso con apariencia de chica no iba a golpearla. Desde un punto de vista racional sabía que mi actitud era peligrosamente ilógica, pero eso no cambiaba las cosas. Yo no pego a las chicas.

Tenía la sensación de que ella era lo bastante rápida como para golpearme desde la situación en la que se encontraba. Estaba frente a mí y la malla metálica de su mano derecha desprendía una energía mágica equivalente a una pistola cargada. En el aire se percibía una sensación de poder y tranquilidad, y su postura era confiada y cautelosa.

Estaba completamente seguro de que ella había venido para hablar. Si hubieses querido matarme, podría haberlo hecho ya. Así que me quedé sentado, con el bastón a un lado, y muy lenta y suavemente levanté las dos manos:

—Tranquila, vaquera —le dije—. Me has pillado in fraganti.

No podía verle la cara bajo las profundidades de la capucha, pero percibí una interjección divertida.

—Quítate el brazalete, por favor. Y el anillo de tu mano derecha.

Arqueé una ceja. El anillo estaba gastado y probablemente no tendría suficiente jugo como para hacer que retrocediese un paso, sin embargo, jamás me había cruzado con nadie que lo hubiese advertido. Fuese quien fuese Kumori sabía cómo funcionábamos los magos, y eso hacía que cobrase más fuerza la hipótesis según la cual ella se cubría la cara porque era alguien que conocía, alguien del Consejo Blanco.

Me quité el brazalete y lo bajé despacio hasta apoyarlo a mi lado en el escalón, pero quitarme aquel anillo iba a ser algo complicado.

—No me lo puedo quitar —le dije.

—¿Por qué no? —preguntó Kumori.

—Los dedos de mi mano izquierda están atrofiados —le expliqué.

—¿Qué te pasó?

Parpadeé y me quedé mirándola durante un segundo. La pregunta había sido educada. De hecho, si no la conociese me habría parecido que estaba realmente interesada.

—¿Qué te ha pasado en la mano izquierda? —me preguntó, con tono paciente.

Contesté lo más educadamente posible mientras la miraba e intentaba averiguar adónde quería llegar.

—Fue luchando contra unos vampiros. Había mucho fuego. La quemadura fue tan grave que los médicos quisieron amputarme la mano. No hay manera posible de quitarme el anillo. A no ser que quieras acercarte y quitármelo tú misma.

Se quedó quieta un momento y luego dijo:

—Sería más fácil si aceptas pactar una tregua mientras tiene lugar esta conversación. ¡Me das tu palabra?

Quería una tregua, lo que sin lugar a dudas significaba que había venido para hablar de algo y no para acabar conmigo. También estaba muy claro que no me haría ningún daño aceptar la tregua, y probablemente prevendría las posibles hostilidades que nuestros nervios a flor de piel podrían fácilmente desencadenar.

—En cuanto tú me des la tuya —le dije—. Tendrá vigencia durante esta conversación y media hora después de su conclusión.

—Hecho —dijo Kumori—. Tienes mi palabra.

—Y tú la mía.

En ese instante bajó la mano y se quitó la extraña malla con energía centelleante, haciéndola desaparecer en las profundidades de las mangas de su capa. No dejé de mirarla ni un instante mientras recogía mí brazalete escudo y lo colocaba de nuevo en la muñeca.

—Bien —le dije—, ¿de qué querías hablar?

—Del libro —respondió—. Todavía queremos tu ejemplar.

—Pues vais a tener que hablar con la habitacadáveres —me sinceré—. Ella y su necrófago me lo arrebataron la otra noche. Si la vas a buscar te comento que su apariencia es la de una chica de veintipocos años. Tiene unos hoyuelos preciosos.

La capucha se movió como si Kumori hubiese inclinado la cabeza hacia un lado.

—¿Sabes de dónde le viene el nombre de habitacadáveres?

—Me imagino que es un habitador de cuerpos —le dije—. He oído que los nigromantes pueden hacer ese tipo de cosas. Cambian su conciencia de un cuerpo a otro. Se intercambian con algún pobre hombre que no pueda defenderse. La habitacadáveres estaba en el cuerpo de aquel viejo profesor. Supongo que se metió en el cuerpo de su ayudante y luego se deshizo del cuerpo del viejo profesor con la mente de la chica dentro de él.

La capucha asintió dándome la razón.

—Pero tengo algunas dificultades para creerme tu historia. Si la habitacadáveres te hubiese arrebatado el libro, también te habría quitado la vida.

—Y no fue porque no lo intentase —le dije señalando mi pierna—. Se confió demasiado y yo tuve un poco de suerte. Ella consiguió el libro pero yo logré escapar.

Estuvo en silencio durante un momento y luego, con voz pensativa, dijo:

—Me estás diciendo la verdad.

—Soy muy malo mintiendo. Suelo hacerme un lío con las mentiras. No consigo que lo que digo tenga sentido.

Kumori asintió.

—Entonces deja que te haga una oferta.

—¿Unirme o morir? —intenté adivinar.

Expulsó el aire por la nariz.

—Casi. Cowl te tiene cierto respeto, pero cree que vas demasiado por libre como para llegar a formar parte de una alianza viable.

—Ah —le dije—. Entonces parece que vas a optar por la segunda típica propuesta que me suelen hacer: si me marcho ahora, no me mataréis.

—Algo parecido —dijo Kumori—. No tienes ni idea de lo que está pasando. Tu ignorancia es más peligrosa de lo que crees y tu continua intromisión en este asunto puede tener consecuencias catastróficas.

—¿Y qué es lo que quieres que haga? —pregunté.

—Que te retires de la batalla —me dijo.

—¿O qué?

—O te arrepentirás —me dijo—. No es una amenaza. Es un hecho. Como te he dicho, Cowl te tiene cierto respeto, pero no te protegerá ni te tratará con consideración si no dejas de entrometerte. Si te cruzas en su camino, te matará. Él preferiría que no te interpusieses.

—¡Mira tú! Eso es muy generoso de su parte. —Sacudí la cabeza—. Pero si me mata, tendrá que enfrentarse a mi hechizo de muerte.

—Ya se ha enfrentado a otras maldiciones de ese tipo —dijo Kumori—. Muchas veces. Te recomiendo que abandones tu cruzada.

—No puedo hacer eso —le dije—. Sé lo que estáis tramando. Estoy al tanto del Darkhallow. Sé por qué lo hacéis.

—¿Y?

—No puedo dejar que eso ocurra —le dije—. Los seguros en Chicago ya son bastante caros como para añadirle una cláusula que incluya la amenaza de una nueva e irascible deidad capaz de reducir a pedazos todos los bienes inmuebles de la ciudad.

—Nuestros objetivos no son tan diferentes —dijo Kumori—. Grevane y la habitacadáveres están completamente locos. Hay que detenerlos.

—Por lo que he visto Cowl tampoco se queda corto.

—¿Y qué es lo que vas a hacer? —me preguntó Kumori—. ¿Impedirles que recojan los frutos del Darkhallow? ¿Quedarte tú con el poder?

—Quiero asegurarme de que nadie se apropie de ese poder —le dije—. No me preocupa demasiado cómo consiga eso.

—¿De verdad? —preguntó.

Asentí.

—Y ahora es cuando yo te hago una propuesta.

Se asombró. Aquello la cogió por sorpresa.

—Muy bien.

—Plántate —le dije—. Deja a Cowl y a la brigada de sociópatas; que se maten entre ellos. Dame toda la información que necesito para frenar sus planes.

—Cowl acabaría conmigo en menos de veinticuatro horas —me contestó.

—No —le dije—. Te llevaré al Consejo Blanco. Te conseguiré protección.

Se quedó mirándome a través de su capucha en absoluto silencio.

—Mira, Kumori, tienes algo de rompecabezas —le dije—. Estás trabajando con esos nigromantes y, de hecho, me atrevería a apostar a que no eres mala con la nigromancia; pero has hecho algo inesperado para salvar una vida la otra noche, y algo así, simplemente no cuadra con esa pandilla.

—¿Ah, no? —dijo ella.

—No. Ellos son asesinos. Son muy buenos, pero son asesinos. No se saltarían sus normas para ayudar a otra persona. Pero tú lo hiciste al ayudar a un extraño. Eso quiere decir que no eres como ellos.

Se quedó en silencio un rato más y luego añadió:

—¿Sabes por qué Cowl ha estudiado la nigromancia? ¿Y por qué me he unido yo a él?

—No.

—Porque la nigromancia participa del poder de la muerte de la misma manera en que la magia se ocupa del poder de la vida. E igual que se puede corromper la magia y pervertirla utilizándola con fines destructivos y crueles, la naturaleza de la nigromancia también puede ser invertida. Puede anularse la muerte; lo hice por aquel hombre herido la otra noche. La magia negra también puede servir a la vida si la intención y la voluntad del que la utiliza son fuertes.

—Ajá —le dije—. Te has unido a las fuerzas más oscuras, más corruptas y perturbadas del universo para poder devolver la vida a hombres heridos.

De repente, levantó una mano.

—No. No, idiota. ¿No ves el potencial que tiene esto? La posibilidad de acabar con la muerte.

—¿Eh? ¿Acabar con la muerte?

—Tú vas a morir —me dijo—. Yo voy a morir. Cowl va a morir. Todo el mundo que ahora camina sobre este viejo y cansado mundo comparte un hecho sólido e inalterable: su vida va a terminar. La tuya. La mía. La de todo el mundo.

—Ya —le dije—. Por eso se nos conoce como mortales, por aquello de la mortalidad…

—¿Por qué? —preguntó ella.

—¿Qué?

—¿Por qué? —volvió a preguntar—. ¿Por qué debemos morir?

—Porque las cosas funcionan así —le dije.

—¿Y por qué tienen que funcionar así? —dijo ella—. ¿Por qué debemos vivir todos con el dolor de la separación?, ¿con un dolor tan profundo?,¿con la rabia y la pena y el disgusto y las ansias de venganza gobernando las vidas de cada alma bajo el cielo? ¿Qué pasaría si pudiésemos cambiar esta situación?

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