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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (33 page)

BOOK: Latidos mortales
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Eran fantasmas.

Rodeados de un brillo verdoso enfermizo, una caballería propia de la época de la guerra civil se acercaba hacia nosotros. Había docenas de jinetes. Pese a que cabía esperar un estrepitoso ruido de los cascos de los caballos, solo desprendía un murmullo distante y pálido, propio de una manada de animales en la lejanía. Los jinetes llevaban sombreros de ala ancha de la Unión y chaquetas que parecían negras, y no azules, bajo aquella aterradora luz. Llevaban pistolas y sables en sus manos semitransparentes. Uno de los jinetes levantó una trompeta hasta sus labios mientras cabalgaba y expulsó una tensión fantasmal que flotó a la deriva en aquel entorno noctámbulo.

Detrás de ellos, subidos a caballos fantasmas que parecían haber muerto ahogados, estaban Li Xian y la habitacadáveres. El necrófago llevaba un tamtan colgado de un costado, cosido a un grueso cinturón de piel y atado a los hombros. Mientras cabalgaba iba golpeando un ritmo picado militar, con una sola mano, dándole un matiz un tanto primitivo y salvaje. La habitacadáveres se había cambiado de ropa y se había puesto un traje de motera, de cuerpo entero, que incluía guantes y brazales de pinchos en los antebrazos. Llevaba una espada curva en el cinturón y una cimitarra
tulwar
grotesca y asesina. Según se fueron acercando hizo que su fantasmagórico corcel alcanzase la delantera y desenvainó el sable. Lo alzó sobre su cabeza, riéndose, luciendo despreocupadamente salvaje, y lo dirigió hacia nosotros.

—¡Traición! —gritó Manchas Hepáticas—. ¡Hemos sido traicionados!

Grevane salió de la niebla entre un montón de zombis inmóviles. Miró hacia la habitacadáveres que se acercaba y dejó salir un alarido de ira. Levantó las manos y todos los zombis que estaban a la vista se irguieron de golpe y se lanzaron a la carga.

—¡Matadlos! —gritó Grevane. De las comisuras de sus labios empezó a brotar espuma, literalmente. Sus ojos ardían bajo el sombrero de fieltro—. ¡Matadlos a todos!

Manchas Hepáticas se giró hacia mí sacando una Derringer de algún lado de su manga. Por el tamaño se veía que no podía llevar una carga muy pesada, pero tampoco la necesitaría para matarme a aquella distancia. Me escabullí hacia atrás y a la derecha, intentando dejar el coche entre él y yo. Hubo un estallido estremecedor y un fogonazo de luz. Golpeó la húmeda gravilla con mucha fuerza. Manchas Hepáticas rodeó el coche persiguiéndome con la clara intención de usar la segunda bala de su pistola.

Thomas no tuvo tiempo para salir del coche. Hubo una explosión repentina y el parabrisas salió disparado en una nube de cristales destrozados. El nubarrón se le vino encima a Manchas Hepáticas y lo derribó.

Levanté mi bastón con la mano buena y lo apoyé con fuerza en su muñeca. Se oyó un chasquido y la pequeña pistola se le cayó de la mano.

Tuvo un ataque de ira.

Antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, Manchas Hepáticas se había tirado encima de mí y sus dos manos rodeaban mi cuello. Sentí que me cerraba el paso del aire y forcejeé con él. No sirvió para mucho. La locura de aquel viejo parecía haberse convertido en fuerza.

—¡Es mío! —me gritó. Me sacudió con cada palabra y me golpeó la cabeza contra la gravilla, produciéndome precisas detonaciones de dolor y reduciendo mi visión a estrellitas voladoras—. ¡Dámelo! ¡Mío!

Un zombi apareció en la gravilla, cerca de nosotros. Se puso en cuclillas y se hacia mí. Sus ojos muertos me miraban vacíos de pasión y pensamientos, mientras recogía su mano en un puño y lo dirigía a mi cabeza.

Antes de que aterrizase en mi cara, el brillante sable de uno de los caballeros fantasmales silbó cortando la noche, la lluvia y el cuello del zombi. La cabeza del cadáver olvidó sus hombros y salió volando y dejando a su paso una línea de icor.
{12}
Cuando cayó al suelo, sus ojos yacían clavados en los míos.

—¡Abajo! —gritó Thomas.

Dejé de intentar levantarme y me pegué tanto al suelo como pude.

La puerta del copiloto del Escarabajo se abrió de golpe, rozándome la punta de la nariz, y golpeó a Manchas Hepáticas en la cara. El golpe lo alejó de mí.

Thomas se apoyó en el asiento del conductor para llegar hasta mí, pero un segundo jinete fantasma apareció agitando su espada. Thomas se apartó a tiempo de salvar su cuello, pero se llevó una buena cuchillada desde la sien hasta la oreja y el cuero cabelludo. Inmediatamente se le cubrió de sangre esa parte de la cabeza, formando unas sombras demasiado claras para ser humanas.

Thomas recobró el equilibro y tiró de mí con fuerza hacia el coche. Revolví entre las llaves y conseguí meter la del contacto. La giré con precipitación desesperada y se me caló el motor. El coche se apagó, ahogado.

—¡Joder! —gritó Thomas frustrado.

Un tenue relámpago de luz verdosa afloró en el cielo encima del coche. Un segundo después emergió otro, y esta vez, se estrelló contra el capó. Se oyó un impacto en el bastidor del coche y provocó que este se tambalease. Un agujero de bala apareció en el techo.

Intenté arrancar el coche de nuevo y esta vez convencí al viejo Volkswagen para que se despertase.

—¡Abran paso al gran Escarabajo! —grité mientras metía la marcha atrás. Las ruedas levantaron gravilla y barro y lo dirigí de lleno contra la multitud de zombis, golpeándolos y haciéndolos chocar entre sí para, finalmente, salir volando.

Encaucé el coche hacia la carretera y metí la primera. En cuanto logré enderezarlo, miré hacia la habitacadáveres y vi cómo presionaba a Grevane con su tulwar alzado. De alguna parte de su abrigo, Grevane sacó una larga cadena que utilizó para protegerse de la espada cuando se le acercó, sosteniéndola en el aire. Sus brazos estirados alcanzaron el golpe en las juntas y deslizó la cuchilla mortal hasta alejarla de sí.

La habitacadáveres gritó furiosa y azuzó a la tropa de fantasmas para que cargaran contra él. Mientras dio la orden machacó, casi sin enterarse, la cabeza de un zombi que pasaba por allí.

Pisé el acelerador y el Escarabajo arrancó hacia delante en dirección hacia un trío de jinetes fantasmas de la caballería. Se nos echaron encima sin tambalearse.

—Odio jugar a ver quién es más gallito —murmuré y metí segunda.

Justo antes de que los golpease, la caballería entró en acción y los caballos y jinetes traslúcidos ascendieron sin esfuerzo, flotaron por encima del coche y aterrizaron en el suelo detrás de mí. No les di la oportunidad de girarse e intentarlo de nuevo. Aceleré el Escarabajo para entrar por fin en la carretera, giré a la izquierda y huí pisando a fondo. No aminoré la marcha hasta que estuvimos a unas manzanas de distancia. Abrí ventanilla.

No se oían gritos ni follón de pelea. La lluvia amortiguaba el sonido y la pesada oscuridad no me dejaba ver nada que no estuviese ocurriendo a mis espaldas. Apenas podía oír el atronador tambor que mantenía a los zombis de Grevane en pie, dirigiéndolos a cualquier lugar bajo aquellas tinieblas. Más allá del lejano sonido que parecía acercarse cada vez más, distinguí las sirenas.

—¿Estáis todos bien? —pregunté.

—Sobreviviré —dijo Thomas.

Se había quitado la chaqueta y la camiseta y con esta última presionaba el lado de la cara que tanto le sangraba.

—¿Ratón? —pregunté.

El sonido de un resoplido húmedo se acercó a mi oreja y Ratón lamió mi mejilla.

—Bien —dije—. ¿Butters?

Hubo un silencio.

Thomas miró al asiento de atrás, frunciendo el ceño.

—¿Butters? —repetí—. Venga tío, la Tierra llamando a Butters.

Silencio.

—¿Butters? —pregunté.

Hubo una larga pausa. Luego una breve inhalación y por fin, una voz muy débil:

—La polca nunca morirá.

Noté cómo mi boca se abría en una sonrisa.

—Claro que no, joder —dije.

—Pues claro que no —suspiró Thomas—. ¿Adónde vamos?

—No podemos volver allí —dije—. Además, con los conjuros de protección desactivados no sería buena idea.

—¿Entonces, adónde? —preguntó Thomas.

Me paré en una señal de stop y me palpé los bolsillos un momento. Encontré una de las dos cosas que estaba buscando.

Thomas puso un gesto de extrañeza.

—¿Harry? ¿Qué pasa?

—La copia de los números que hice para Grevane —expliqué—. Ha desaparecido. Manchas Hepáticas debió quitármela cuando forcejeamos.

—Mierda —dijo Thomas.

Pero encontré la llave de la casa de Murphy en el otro bolsillo.

—Bien. Tengo un lugar en el que nos podemos quedar un rato, por lo menos hasta que decidamos cuál será nuestro siguiente paso. ¿Es muy grave tu corte?

—Sangra —dijo Thomas—, pero parece peor de lo que es.

—Mantenlo presionado —le dije.

—Gracias, sí —dijo Thomas, aunque parecía más divertido que molesto.

Puse en marcha el Escarabajo otra vez y bajé las ventanillas.

—Oíd, chicos —les dije—, ¿notáis algo diferente?

Thomas miró a su alrededor durante un momento.

—La verdad es que no. Está demasiado oscuro.

—Se han ido las luces —dije despacio—, ¿veis alguna en algún lado?

Thomas miró a su alrededor otra vez y dijo.

—Parece como si hubiese un tiroteo por allí. Algunos faros por allá. Luces de los coches de la policía… pero el resto… —Sacudió la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —susurró Butters.

—Así que era a esto a lo que se refería Mab. Lo han hecho ellos —dije—. Los herederos de Kemmler.

—Pero ¿por qué? —preguntó Thomas.

—Creen que uno de ellos se convertirá en un dios mañana. Están sembrando el pánico. El caos. La indefensión.

—¿Por qué?

—Preparan el camino.

Thomas no dijo nada. Ninguno de nosotros lo hizo.

No puedo hablar por los demás, pero yo estaba asustado.

Las ruedas del Escarabajo susurraban a lo largo de las calles mientras atravesábamos la tenebrosa oscuridad que, como si de un sudario se tratase, se había apoderado de la ciudad de Chicago.

24

La casa de Murphy había pertenecido a su madrina. Se trataba de un cuchitril ubicado en un vecindario construido antes de que Edison inventara la luz eléctrica. Y mientras que algunas zonas de ese barrio habían venido a menos, su edificio, en concreto, se había preservado como un inmueble histórico muy bien atendido. Contaba con jardines cuidadosamente arreglados; los árboles estaban muy bien podados y los setos de casi todas las casas eran recortados con esmero.

Conduje el Escarabajo hacia la entrada, dudé durante un segundo y luego seguí subiendo hasta el jardín. Rodeé la parte trasera de la casa y aparqué junto a una caseta que parecía un cobertizo para herramientas concebido para Pulgarcito. Apagué el motor del coche y permanecí sentado durante un momento, escuchando los típicos ruiditos del motor cuando acaba de ser apagado. Sin la luz de los faros, todo estaba muy oscuro. La pierna me dolía muchísimo. Me parecía una idea magnífica cerrar los ojos y descansar un poco.

Pero en lugar de eso me puse a buscar y revolver hasta que encontré la caja de cartón que guardaba en el coche. Al lado de dos globos de agua bendita, un viejo par de calcetines y una patata vieja y grande, encontré un paquete de plástico arrugado. Rompí el envoltorio, doblé el tubo de plástico que tenía dentro y lo agité. Los dos compuestos químicos líquidos se mezclaron y el palo resplandeciente empezó a brillar con una luz dorada y verdosa.

Salí del coche y moví el culo hasta la puerta de atrás. Thomas, Ratón y Butters me siguieron. Abrí la puerta con la llave de Murphy y guié a todos hacia dentro.

La casa de Murphy era… me atrevería a decir… muy bonita. Los muebles eran victorianos, antiguos pero bien cuidados. Su estilo decorativo destacaba por la cantidad de tapetes. En conclusión, era un lugar muy femenino. Cuando la madrina de Murphy murió, ella se mudó allí y nunca llegó a hacer grandes cambios. El único indicio que revelaba la presencia de la más dura y pequeña detective de Chicago eran las dos espadas japonesas colocadas en cruz sobre la repisa de la chimenea.

Crucé el salón hasta llegar a la cocina y abrí el cajón en el que Murphy guardaba las cerillas. Encendí un par de velas y las utilicé para buscar dos viejas lámparas de cristal de queroseno y prenderlas.

Thomas entró mientras tanto, cogió el palo luminoso con una mano y abrió la nevera para revolver un poco.

—Oye —le dije—, no es tu nevera.

—Seguro que Murphy compartiría, ¿o no? —preguntó Thomas.

—Esa no es la cuestión —le contesté—. No es tuya.

—No hay luz —respondió Thomas con un hombro ya dentro del electrodoméstico—. Todo lo que hay aquí se va a echar a perder. Vale, hay pizza y cerveza.

Me quedé mirándolo durante un segundo. Luego dije:

—Mira en el congelador también. A Murphy le gusta mucho el helado.

—Vale —dijo. Levantó la vista para mirarme y me dijo—: Harry, ve a sentarte, yo te llevaré algo.

—Estoy bien.

—No, no lo estás. Te vuelve a sangrar la pierna.

Parpadeé y miré hacia abajo. Las vendas blancas estaban teñidas de un líquido fresco rojo oscuro. El vendaje todavía no estaba empapado, pero la mancha ya casi cubría todo el blanco de la superficie.

—Mierda, qué inoportuno.

Butters apareció en la puerta de la cocina, tenía una pinta un poco fantasmal con su pijama de hospital azul, el pelo todo revuelto, despeinado y lleno de barro. Había perdido las gafas y se ponía medio bizco cuando nos miraba. Tenía un corte en el labio inferior, que se había convertido en una costra negra, también tenía el ojo izquierdo morado y el hematoma le llegaba hasta la mejilla. Probablemente se le había puesto así por los golpes de Grevane.

—Deja que te lo lave —dijo Butters—, luego lo revisaré. Tienes que intentar mantenerlo limpio, Harry.

—Ve a sentarte —dijo Thomas—. Butters, ¿tienes hambre?

—Sí —dijo Butters—. ¿Hay un cuarto de baño?

—Desde la entrada, la primera a la izquierda —contesté—. Creo que Murphy tiene un botiquín bajo el lavabo.

Butters se acercó silenciosamente hacia una de las velas, la cogió y se fue con la misma tranquilidad.

—Bueno —dije—. Por lo menos él está más despejado.

—Puede ser —dijo Thomas. Estaba sacando cosas de la nevera y poniéndolas en la mesa de la cocina—. Saben que no él sabe nada. Pero arriesgaste tu vida para proteger la suya. Eso puede hacerles pensar.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

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