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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (32 page)

BOOK: Latidos mortales
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Y Butters estaría expuesto a la corrupción de un alma abocada a la magia negra y a una vida de asesinatos.

Surgió un sonido muy agudo que fue aumentando rápidamente hasta que se convirtió en un alarido de terror y enajenación. Aquel gemido estaba falto de dignidad, estaba fuera de sí. Jamás habría reconocido aquello como la voz de Butters si no supiese que era él quien estaba allí fuera. Pero lo sabía. Butters gritó y prolongó aquel aullido sin pausas hasta que se quedó sin aliento y se petrificó. A partir de ahí, el eco se fue diluyendo.

—¿Y bien? —preguntó otra voz, una desconocida. La de aquel hombre era ronca, como si se hubiese pasado la vida entera bebiendo whisky barato y fumando puros aún más baratos.

—No lo sabe —informó Grevane pausadamente, con voz de desagrado.

—¿Estás seguro? —dijo la segunda voz. Me moví un poco hacia un lado y me puse de puntillas para tratar de vislumbrar. Descubrí al segundo interlocutor: era Manchas Hepáticas.

—Sí —dijo Grevane—. No tiene ninguna fuerza, si lo supiese habría contestado.

—¡Si matas al forense vas a tener que matarme a mí! —grité—. Y, por supuesto, soy el único que tiene esa información, además de la habitacadáveres. ¡Psicópatas aspirantes a nigromantes con delirios de grandeza! ¡Estoy seguro de que no deseáis precisa­ mente compartir vuestra información con los maniacos de vuestros colegas!

Hubo un silencio en el exterior.

—Podéis empezar por sacarme de aquí —les dije—. Por supuesto, en cuanto caiga sobre vosotros mi hechizo de muerte os resultará mucho más difícil derrotar a la habita cadáveres para conseguir el Darkhallow, pero ¿qué es una vida sin aprietos que le den un poco de interés? —Hice una pause y proseguí—. No seas idiota, Grevane, si no pactas conmigo estarás firmando tu propia sentencia de muerte.

—¿Es eso lo que piensas? —dijo Grevane—. Tal vez me vaya de aquí sin más.

—No, no lo harás —le dije—. Porque cuando la habitacadáveres consiga su carné de socia del club de campo del monte Olimpo, lo primero que hará será buscar a su rival más cercano, es decir, a ti. Y lo siguiente: extraerte el páncreas por la nariz.

La puerta se rompió de forma diagonal repentinamente y la parte superior cedió como si estuviese hecha de papel vegetal. No se cayó totalmente, pero sí lo suficiente como para que asomasen dedos de muertos ansiosos por arrancar la parte destrozada.

—Harry —dijo Thomas con voz temerosa. Desenvainó el sable, se dirigió a la puerta y cortó de cuajo los dedos que sobresalían. Salieron disparados por el aire y cayeron al suelo, todavía retorciéndose y serpenteando como gusanos de tierra disecados.

—¡Decídete, Grevane! —le grité—. Si vas más allá, haré todo lo que esté en mi poder para matarte. No soy más fuerte que tú, eso lo sabemos los dos, pero no conseguirás la información si yo no quiero. No soy ninguna piltrafa, puedo ponerte tan al límite como para que desees matarme.

—¿Quieres hacerme creer que podrías llegar al suicidio? —me preguntó Grevane.

—¿Para hundirte conmigo? —repliqué—. ¡Ya lo creo! ¡Puedes contar con ello!

—¡No lo escuches! —bufó Manchas Hepáticas—. Mátalo, sabe que está terminado y se encuentra desesperado.

Mierda. Tenía toda la razón y lo último que necesitaba era que alguien se lo dijese a Grevane. El dedo de un zombi pasó volando por delante de mi cara; otro rebotó en mi guardapolvo y cayó al suelo, al lado de mi pie. Este todavía estaba retorciéndose y tenía una uña amarillenta que arañaba mi bota de manera ciertamente perturbadora. El aporreamiento de la puerta se volvió más sonoro y tal presión hizo que el marco comenzase a agitarse.

Pero de repente, sin motivo aparente, paró. El silencio se apoderó del apartamento.

—¿Cuáles son tus condiciones?

—Tendrás que liberar a Butters —le dije—. Dejarás que nos alejemos en mi coche y nos llevaremos a tu secuaz. Una vez que estemos lejos, le daré los números y lo dejaremos marchar. Y a partir de ahí, estaremos en tregua hasta el amanecer.

—Esos números —dijo Grevane—, ¿qué significan?

—No tengo ni idea —le dije—. Por lo menos, no por ahora. La habitacadáveres tampoco lo sabe.

—Entonces, ¿qué valor tienen? —preguntó.

—Alguien lo averiguará, pero si no pactas conmigo ahora, está más que claro que ese alguien no serás tú.

Hubo otra pausa larga y luego Grevane dijo:

—Dame tu palabra de que cumplirás las condiciones.

—Cuando tú me des la tuya.

—La tienes —dijo Grevane—. Te lo juro por mi poder.

—¡No…! —susurró Manchas Hepáticas—. No lo hagas.

Levanté las cejas e intercambié una mirada especulativa con Thomas. Los juramentos y las promesas tienen poder en sí mismas. Esa era una razón por la que están tan bien consideradas entre los miembros de la comunidad sobrenatural. Cuando alguien rompe una promesa, una parte de la energía que invirtió en hacerla se vuelve contra él. Para la mayoría de las personas no supone un problema demasiado grave, ya que puede manifestarse simplemente como un poco de mala suerte, un resfriado, un dolor de cabeza o algo así.

Pero cuando un ser más poderoso o un mago hace un juramento por su poder, el efecto es letal. La ruptura de muchas promesas puede acabar inutilizando la magia de un hechicero e incluso destruyendo por completo su condición No he oído jamás que un mago rompiese un juramento hecho en nombre de su poder. Esa es una de las constantes del mundo sobrenatural.

—Te juro por mi poder que cumpliré la promesa acatando las condiciones que hemos establecido —le dije.

—Harry —susurró Thomas—. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Salvar nuestros culos, espero —le dije.

—No te habrás creído que él va a cumplir su parte, ¿no? —susurró Thomas.

—Lo hará —le dije y al hacerlo me di cuenta de lo seguro que estaba de tener razón—. Si quiere sobrevivir, no tiene otra elección. El objetivo de Grevane es conseguir el poder. No va a ponerlo en peligro rompiendo esta promesa.

—Eso te crees tú.

—Incluso si decide jodernos, es bueno que lo hagamos hablar. Cuanto más lo retrasemos, más posibilidades tenemos de que aparezca la policía. Se dará media vuelta en cuando los vea venir.

—Pero si la policía no aparece, le darás lo que necesita para convertirse en una auténtica pesadilla —dijo Thomas.

Sacudí la cabeza.

—Tal vez no sea tan mala idea. No puedo destruirlo. Y a la habitacadáveres tampoco. Meter a Grevane en el lío hará que les resulte más difícil centrarse en mí.

Thomas cogió aire despacio.

—Es demasiado arriesgado.

—¡Oh, no! ¡Algo arriesgado! —ironicé—. Arriesgarnos es algo que no nos gusta nada, ¿a que no?

—A nadie le gustan los listillos, Harry.

—Butters cuenta conmigo —le dije—. Ahora mismo, soy todo lo que tiene. ¿Te reservas alguna idea mejor?

Thomas negó con la cabeza.

—¡Muy bien! —gritó Grevane—. ¿Cómo lo hacemos?

—¡Llévate a tus zombis de aquí! —le dije. En ese momento encontré un bolígrafo y un trozo de papel; cogí un papel doblado de mí bolsillo y copié los números—. Tú vete con ellos. Manchas Hepáticas y Butters esperarán junto al coche. Nos subimos y nos vamos. En cuanto estemos a unas manzanas de distancia, dejaremos a Manchas Hepáticas con los números, sano y salvo.

—De acuerdo —convino Grevane. Esperamos un minuto y luego Thomas dijo:

—¿Oyes algo?

Me acerqué a la puerta y Escuché. Oí la respiración rápida y agitada de alguien. Butters. Nada más. Sacudí la cabeza y miré a Thomas.

Se acercó a la puerta, con la espada todavía en la mano. La abrió despacio. Los golpes recibidos la habían atascado y tuvo que tirar muy fuerte para desencajarla. Thomas miró hacia fuera y vio que todavía había un par de trozos de zombis retorciéndose en las escaleras, pero aparte de eso, estaba vacío. Subió despacio por las escaleras mirando a su alrededor. Mi bastón seguía tirado en el suelo enfrente de la puerta. Thomas lo empujó con el pie de vuelta al apartamento.

—Está despejado.

Me hice con la recortada y recogí el bastón. Como pude, cargué las dos cosas en la mano buena. Ratón cerró filas a mi lado, con una cresta todavía erguida y produciendo, cada pocos segundos, un gruñido subsónico desde la profundidad de su pecho. Cojeé hasta la puerta y subí las escaleras.

Caía una fría lluvia, ligera pero continua. Estaba oscuro. Muy oscuro. No se veía luz por ninguna parte. El maleficio que Grevane había desatado al comienzo del ataque debía de haber afectado a gran parte de la electricidad de la ciudad. Como yo no tenía nada eléctrico en mi apartamento, no fuimos conscientes de este hecho.

Me sentí un poco mareado. Si se habían cortado todas las luces y los teléfonos no funcionaban era probable que por allí no apareciese ningún policía. En el momento en que los conjuros de protección comenzaron a hacer ruido, las líneas ya habían sido cortadas. Al no haber luz, existía la maravillosa posibilidad de que nadie hubiese visto nada extraño. Por su parte, la lluvia podría haber amortiguado los ruidos considerablemente. La gente tiende a quedarse en casa, en lugares cómodos, cuando se dan estas situaciones, y si alguien hubiese visto u oído un crimen pero no tuviese manera avisar a las autoridades, era poco probable que hiciese otra cosa que no fuese quedarse en casa y esconder la cabeza.

Había pedacitos de zombis tirados en las escaleras, en la gravilla del aparcamiento y en el césped. Algunos parecían quemados, mientras que otros parecían haberse derretido como cera al sol del verano. Habían quedado algunos puntos negros quemados en el suelo, en zonas carbonizadas. No podía contar cuántos zombis habían sido aniquilados, pero debían de haber sido por lo menos los mismos que atisbé en el momento inicial del ataque.

Grevane había traído más. La lluvia los escondía casi por completo, pero a lo lejos, hasta donde me llegaba la vista, descubrí los cuerpos inmóviles de más zombis. Había docenas de ellos. ¡Campanas infernales! Si hubiésemos intentado el plan de la carrera hasta el coche, no habría sido suficiente con rezar. Aquel sonido atronador de un bajo estéreo seguía palpitando de fondo a ritmo constante.

Cerca del Escarabajo se encontraba ya Manchas Hepáticas. Llevaba el mismo abrigo, el mismo sombrero de ala ancha de la última vez y tenía la misma expresión amargada en su cara arrugada y llena de lunares. Las zonas de su pelo fino y canoso que no estaban mojadas por la lluvia se levantaban con cada pequeño soplido de viento. Lo estudié detenidamente. Era unos siete u ocho centímetros más bajo que la media. Su cara me resultaba familiar. Estaba seguro de que lo había visto antes pero no lograba ubicarlo. Me incomodaba muchísimo, pero no era el momento de entretenerme para jugar a las adivinanzas.

Butters se encontraba en el suelo, en postura fetal, sobre la gravilla húmeda y fangosa, a los pies de Manchas Hepáticas. Respiraba muy rápido y de manera ruidosa. Tenía los ojos fijos en el infinito.

Manchas Hepáticas hizo un gesto cortante señalando a Butters. En respuesta, le enseñé brevemente la copia de los números y la volví a dejar en el bolsillo.

—Mételo en el coche —le dije a Manchas Hepáticas.

—Hazlo tú —respondió aquel hombre de voz ronca y grosera.

Ratón, que no le quitaba ojo a Manchas Hepáticas, dejó salir un gruñido sordo y grave.

Entrecerré los ojos y exclamé:

—¡Thomas!

Mi hermano envainó la espada y cogió a Butters, como si fuese un niño pequeño, manteniendo la mirada en Manchas Hepáticas. Volvió hacia el coche y Ratón y yo vigilamos a Manchas Hepáticas mientras tanto.

—Ponlo detrás —le dije.

Thomas abrió la puerta y colocó a Butters en el asiento trasero. El hombrecillo echó la cabeza hacia la pared y se sentó encogido. Cabría dentro de una de las bolsas de papel de la tienda de comestibles.

—¡Ratón! —ordené—. ¡Entra!

Ratón merodeó por el asiento trasero y se apoyó en Butters, sin apartar jamás sus ojos oscuros y serios de la figura de Manchas Hepáticas.

—Bien —dije mientras le pasaba la recortada a Thomas—. Esto va a ser así. Thomas, súbete a la parte de atrás. Manchas, vas a tener una recortada oliéndote la nuca. Y con esto me refiero a que Thomas te volará la tapa de los sesos si intentas algo raro.

Se quedó mirándome. Sus ojos no decían nada.

—¿Me has entendido? —le pregunté. Asintió y sus ojos se estrecharon.

—¡Dilo! —le ordené.

Sus palabras desprendieron puro odio:

—Te he entendido.

—Bien —le dije—. ¡Sube al coche!

Manchas Hepáticas caminó hacia el coche. Tuvo que rodearme para llegar a la puerta del copiloto y cuando estuvo a mi altura frenó en seco y se quedó mirándome. Tenía el ceño fruncido. Permaneció así durante un segundo, mirándome de arriba abajo.

—¿Qué? —inquirí.

—¿Dónde está? —dijo. Parecía como si estuviese hablando más en su propio beneficio que en el mío—. ¿Por qué no está aquí?

—He tenido un día muy largo —le expliqué—. Cierra la boca y súbete al coche.

Durante un segundo vi que sus ojos ardían frenéticos con repugnancia y aversión ante mis palabras. Pude ver que, sin ninguna duda, Manchas Hepáticas quería verme muerto. No había nada racional ni tranquilo en aquello. Quería hacerme daño, deseaba mi muerte. Estaba escrito con tanta fuerza en sus ojos que casi parecía que lo tuviese tatuado en la cara. No me hacía falta la visión del alma ni ningún tipo de magia para reconocer el odio de un asesino cuando lo veía.

Y aunque me seguía sonando muchísimo aquella cara, os juro por mi vida que no era capaz de recordar de dónde.

Evité su mirada a tiempo para impedir la visión del alma y le dije:

—Sube al coche.

—Te voy a matar. Tal vez no sea hoy, pero será pronto. Voy a ver cómo mueres —me dijo.

—Vas a tener que hacer cola, Manchas —le contesté—. He oído que quedan pocas entradas para esa actuación.

Entrecerró los ojos y empezó a hablar.

Ratón dejó salir un repentino ladrido de alerta.

Me puse en tensión al mirar a Manchas Hepáticas. Él hizo lo mismo. Se estremeció y miró alrededor con recelo. Cuando sus ojos se posaron en algún lugar a mis espaldas se abrieron como platos.

Thomas tenía la recortada en la mano así que le di la espalda a Manchas Hepáticas y miré por mí mismo.

Entre la lluvia y la oscuridad surgió una nube de luz. Se fue acercando a gran velocidad y después de un par de palpitaciones aceleradas de mi corazón, descubrí qué era lo que provocaba aquella luz.

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