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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (50 page)

BOOK: Latidos mortales
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Pero había algo sobre lo que decía la verdad: podía enseñarme cómo ser más fuerte. Incluso el más débil de los Denarios que había visto, Quintus Cassius, el chico serpiente, era una verdadera pesadilla. Con el Hellfire amplificando mi magia y un poder tan grande actuando como mi tutor o asesor, mis habilidades podrían alcanzar proporciones épicas.

Con una fuerza de ese calibre podría defender a mis amigos: a Murphy, a Billy y a los demás. Podría utilizar ese poder contra la Corte Roja y ayudar a salvar a los centinelas y al Consejo. Podría hacer un montón de cosas.

Y su beso… La ilusión había estado en mi cabeza, pero había sido tan real… Cada detalle. La propia Shiela había sido tan auténticamente genuina que jamás podría haber pensado que era una ilusión. En realidad, había una pequeña diferencia, desde mi perspectiva, entre la ilusión y la realidad. Mis sentimientos hacia ella, la esencia, todo había existido.

Y había sido tan convincentemente real como cuando se apareció como la diosa rubia del jacuzzí de mi sueño. Su apariencia era muy maleable. Se podía aparecer ante mí como cualquier cosa.

Como cualquier persona.

Alguna parte oscura de mi naturaleza profunda jugó con esa idea durante un momento. Pero solo durante un momento. No me atreví a dejar que ese pensamiento se pasease por mi mente demasiado tiempo. Su tacto había sido demasiado suave, demasiado cariñoso y demasiado cálido. Demasiado bueno. Llevaba años sin compañía femenina, sin sentir esa calidez, ese agradable contacto; era una tentación excesivamente resbaladiza como para permitirme sucumbir.

Me di la vuelta y miré a Lasciel a la cara.

Levantó las cejas y se echó hacia delante, anticipándose a mi respuesta.

Sabía cómo manipular y controlar mis sueños y la manifestación de la sombra de Lasciel no era como soñar despierto.

—Esta es mí mente le dije en voz baja—. Mantente alejada.

Combiné mis pensamientos y mi fuerza con mi imaginación y elaboré mi propia ilusión. Unas esposas plateadas salieron de ninguna parte, ideadas a partir de mi concentración y mi deseo, y
se
cerraron alrededor de las muñecas y los tobillos de Lasciel. Hice un gesto rápido y la visualicé flotando en el aire. Luego abrí mi mano y estiré los dedos, con la palma hacia el suelo. De pronto una caja de haces apareció, también desde mi imaginación, y la enjauló. La puerta se batió y se cerró tras ella.

—Tonto —dijo en voz baja—. Moriremos.

Cerré los ojos y con un último esfuerzo de imaginación y voluntad invoqué una pesada trampa que cayó sobre la caja, cubriéndola y bloqueando a Lasciel de toda vista y sonido.

—Tal vez lo hagamos —murmuré para mis adentros—. Pero será solo cosa mía.

Me di la vuelta y fui a buscar a Butters, que me miraba fijamente con una expresión de absoluto terror. Ratón estaba sentado a su lado, también me miraba, no sé cómo lo hacía, pero parecía preocupado.

—¿Harry?

—Estoy bien —dije en voz baja.

—Y… ¿qué ha pasado?

—Un demonio —le dije—. Lo tengo en mi cabeza desde hace un tiempo y me ha estado provocando alucinaciones. Supongo que se les pueden llamar así. Pensaba que estaba hablando con gente. Pero era el demonio fingiendo ser esas personas.

Asintió lentamente.

—Y… ¿ya se ha ido? Le has hecho algo así como… ¿un exorcismo?

—No se ha ido —le dije en voz baja—. Pero está bajo control. En cuanto supe lo que estaba haciendo, la encerré de nuevo.

Me miró a la cara.

—¿Estás llorando?

Me aparté de su vista fingiendo que estaba mirando a la ventana y me sequé los ojos.

—No.

—Harry, ¿estás seguro de que estás bien? Y no… ¿loco? Miré a Butters de nuevo y me reí repentinamente.

—Mira quién habla, el chico de la polca.

Parpadeó y luego sonrió un poco.

—Conmigo lo único que pasa es que tengo mejor gusto que los demás.

Caminé hacia él y apoyé mi mano en su hombro.

—Estoy bien. O por lo menos no tan loco como suelo estar. Me miró un momento y asintió.

—Vale.

—Lo mejor es que llegaste en el momento oportuno —le dije—. Le arruinaste el plan cuando apareciste. No era posible hacerte un hueco en la alucinación.

—¿Te he ayudado?

—Y tanto —le dije—. Creo que estoy demasiado acostumbrado a saber más que los demás sobre magia. El demonio estaba utilizando mis propias expectativas contra mí. Sabía exactamente cómo esconder las pistas ante un mago.

Un pensamiento repentino recorrió mi mente mientras decía aquello y de pronto me quedé paralizado y con la boca abierta.

—¡Campanas infernales! —exclamé—. Eso es.

—¿Sí? —preguntó Butters—. ¿Qué es?

Ratón inclinó la cabeza hacia un lado y sus orejas se alzaron inquisitivamente.

—Esconder las pistas ante un mago —dije y sentí que se abría mi boca en una sonrisa poco cuerda. Excavé en mi memoria hasta que encontré la ristra de números misteriosos y los recité—. ¡Ja! —exclamé y alcé mi mano al aire, triunfalmente—.

¡Ja! ¡Ja, ja! ¡Eureka!

Butters parecía afligido.

—¡Vamos! —le dije emocionadísimo y sintiendo las cosquillas que producen los nervios cuando recorren todo el cuerpo. Empecé a caminar para poder darle una salida a esa agitación—. Vamos, démonos prisa.

—¿Por qué? —preguntó Butters desconcertado.

—Porque ya sé lo que significan esos números —le dije—. Sé cómo encontrar
La palabra de Kemmler
. Y para hacerlo, necesito tu ayuda.

36

Las luces de Chicago seguían apagadas y la noche se estaba oscureciendo todavía más. La tormenta había apartado a la mayoría de la gente de las calles y, ahora, los faros aparecían solo intermitentemente. La Guardia Nacional estaba situada alrededor del hospital del condado de Cook. Se habían instalado generadores y había varios trabajadores ocupándose del mantenimiento. De esta manera, y con la presencia de la autoridad en las calles, los ciudadanos se sentirían más amparados. Pero, en realidad, estaban tan desprovistos de teléfonos hábiles y de comunicación por radio como todos los demás, porque la lluvia y la oscuridad los había atrapado en la misma ciénaga de confusión que al resto de la ciudad.

Lo que en realidad se conseguía con aquella iniciativa era que algunas calles estuviesen iluminadas con los faros de los camiones militares y de las patrullas de la Guardia Nacional, mientras que otras estaban tan oscuras y vacías como el corazón de un político corrupto. Una parte de la calle State estaba hundida en las tinieblas, subí el Escarabajo a la acera enfrente de la oscura Radio Shack.

—Quédate aquí, Ratón —le dije al perro y salí del coche. Caminé hacia la puerta de cristal y la estudié, así como a las barras que en ella había. Luego apoyé mi bastón contra ella y concentré mi energía. Susurré—:
Forzare
.

Ningún destello de luz acompañó al despliegue de energía, ajusté el hechizo lo suficiente como para evitarlo. En lugar de eso, todo se convirtió en una fuerza cinética que atravesó el cristal de forma tan limpia como si hubiese sido cortada con un cúter. Las barras del centro se doblaron en una curva perfecta, lo suficientemente larga como para permitimos colamos.

—¡Joder! —dijo Butters y su voz se convirtió en un grito ahogado—. ¿Estás forzando la entrada?

—No hay nadie vigilando —le dije. Golpeé un par de trozos del cristal de la puerta que no se habían caído y después, con cuidado, me colé en el edificio—. Vamos.

—¡Ahora estás entrando! —me informó Butters—. Estás forzando la puerta y entrando. Vamos a ir a la cárcel.

Metí la cabeza entre las barras y le dije.

—Es por una buena causa, Butters. Somos los redentores secretos de la ciudad. La justicia y la verdad están de nuestro lado.

Miró la fachada del almacén con cara de no estar muy seguro.

—¿Lo están?

—Lo están si te das prisa y vienes antes de que aparezca un tío de uniforme y nos descubra —le dije—. Muévete.

Volví a meterme en el almacén y levanté el amuleto para alumbrar un poco. Miré a mi alrededor y me fijé en todos los aparatos electrónicos que había. La mayoría no sabía lo que eran. Anduve en círculos buscando un aparato en concreto, pero no tenía ni idea de dónde podría estar en aquella tienda.

Butters entró y también miró alrededor. La luz azul de mi pentáculo se reflejaba en sus gafas. Luego asintió decididamente al ver la sección del mostrador y se dirigió hacia ella.

—¿Es esto? —le pregunté.

—¿Te pasa algo en los ojos o qué? —me preguntó.

Le hice una mueca.

—No es que venga mucho a este tipo de sitios, Butters, ¿lo recuerdas?

—Ah, claro, ya. Lo de la tecnología murphiónica.

—¿Murphiónica?

—Claro —dijo Butters—. Emanas un campo murphiónico. Si algo puede salir mal, saldrá mal.

—Esperemos que Murphy no haya oído eso.

—Ya —contestó Butters—. Acerca la luz. —La elevé un poco más y me puse detrás de él—. Sí, sí —dijo—, están justo aquí, bajo el cristal. —Se puso a mirar alrededor del mostrador—. Tiene que haber una llave por algún lado.

Levanté el bastón y golpeé el cristal con él, haciéndolo añicos.

Los ojos de Butters revelaban cierta incomodidad, pero añadió:

—Ah, claro, olvidaba que estábamos robando. —Metió una mano y alcanzó una caja naranja. Luego miró alrededor y escogió un par de cajas de pilas de un estante de la pared. No había tocado nada más que lo que se llevaba, y yo tampoco. Sin los sistemas de seguridad, la única forma de pescamos sería por las huellas dactilares o si nos cogiesen in fraganti, así que me alegré de no tener que perder el tiempo limpiándolo todo para no dejar huellas.

Llevé a Butters de vuelta hasta el coche y nos fuimos de allí.

—No veo nada —dijo Butters—. ¿Puedes encender esa luz otra vez?

—No tan cerca del aparato —le dije—. Si fuese un minuto o dos no habría problema, pero cuanto más juegue con la energía cerca de eso, más probable es que se estropee.

—Necesito algo de luz —me dijo.

—Está bien, espera.

Encontré un lugar cerca de un callejón y aparqué con los faros del Escarabajo apuntando al toldo de un restaurante que sobresalía por allí. Dejé el coche encendido y salí con Butters. Abrió la caja, sacó las pilas y se puso a revolver los aparatos mientras yo vigilaba que no se acercase ningún malo ni ningún policía.

—Vuelve a explicarme por qué crees que es esto lo que buscamos —me dijo Butters. Había sacado de la caja un aparatito de plástico, del tamaño de un pequeño
walkie talkie
, y hurgó en él hasta que encontró la tapa de las pilas.

—Los números del código de Bony Tony son la longitud y la latitud —le dije— del lugar donde escondió el libro. Tiene que haber grabado las coordenadas con uno de esos chismes de los satélites contra los que despotricaron los soldados durante la Tormenta del Desierto.

—Sistemas de posicionamiento global —me corrigió Butters.

—Lo que sea. El tema es que se necesita un GPS para encontrar las coordenadas específicas. ¿Cuál sería el margen de error? ¿Unos diez o doce metros?

—Más bien unos tres —dijo Butters.

—¡Hala! Entonces, Bony Ton y sabía que la mayoría de los magos no tendrían ni idea de cómo se usa un GPS, y otros tantos no podrían usarlo porque es alta tecnología. Debió pensar que cuando se utilizase uno al lado de un mago se estropearía. Era la garantía que le aseguraba que Grevane no lo conseguiría.

—Sin embargo, Grevane ya lo ha conseguido —dijo Butters.

—Grevane ya lo ha conseguido —repetí—. Menudo idiota. Nunca se planteó que Bony Ton y pudiese ser más astuto que él. Con lo cual sabe que Bony Tony tiene la clave para encontrar
La palabra de Kemmler
, pero Grevane jamás considerará la posibilidad de que sea algo a lo que no puede tener acceso. Él se está dedicando a ir ahí metiendo la pata, como siempre ha hecho.

—Mientras que tú —dijo Butters—, ¿vas a leer libros a las bibliotecas?

—Y revistas, porque son gratis —repliqué—. Aunque debo cederle el mérito al todoterreno de Georgia. Si el coche no hubiese tenido un GPS, probablemente no habría llegado a esa conclusión.

—Muy bien utilizado el tiempo pasado en esa frase —dijo Butters—. «Hubiese tenido». —Me miró al lanzarme la indirecta—. Estoy a punto de encenderlo. ¿Puedes apartarte?

Asentí, retrocedí hasta el coche e intenté pensar en cosas bonitas relacionadas con la tecnología. Butters se acercó a la luz de los faros durante un minuto, con el ceño fruncido, y mirando el dispositivo primero para luego desviar la vista hacia el cielo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—No tiene muy buena señal. Tal vez sea por la tormenta.

—La tormenta no ayuda —le contesté—. Y la magia tampoco. —Me mordí el labio un momento y dije—: Apágalo.

Butters lo apagó y asintió. Me acerqué a él y le dije:

—Sujétalo.

Saqué una tiza del bolsillo de mi guardapolvo y tracé un círculo a su alrededor en el asfalto.

Butters frunció el ceño otra vez, dirigiendo la mirada a la tiza, y dijo:

—¿Esto qué es?, ¿algo así como… un juego de mímica? ¿Quieres que vaya apoyando las manos en una pared invisible?

—No —le dije—. Vas a dibujar un círculo a tu alrededor y de él saldrá una pared imaginaria. De esta manera, se alzará una barrera entre la influencia mágica del exterior y tú.

—¿Yo haré eso? —me preguntó—. ¿Y cómo?

Terminé el círculo, busqué mi navaja y se la pasé.

—Tienes que poner una gota de tu sangre en el círculo y dibujar un muro en tu cabeza.

—Harry, yo no sé nada de magia.

—Cualquiera puede hacer esto —le dije—. Butters, no hay tiempo. El círculo mantendrá fuera la influencia de Cowl y te dará la oportunidad de conseguir la señal.

—Un campo antimurphiónico, ¿eh?

—Has visto demasiadas reposiciones de
Star Trek
, Butters. Pero algo así, sí. Apretó los labios y asintió. Me retiré otra vez hasta el Escarabajo. Butters puso cara de estar pensando en algo y tocó la navaja con la zona inferior de su pulgar izquierdo, donde la piel es fina y frágil. Después se inclinó tímidamente y apretó el pulgar hasta que una gota de sangre cayó en el círculo de tiza.

La barrera del círculo se alzó invisible inmediatamente. Butters miró a su alrededor unos segundos y luego dijo:

—No ha funcionado.

—Sí que lo ha hecho —le dije—. Está ahí. Puedo sentirla. Vuelve a intentarlo. Butters asintió y volvió sobre el aparatito. Cinco segundos después se le iluminó la cara.

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