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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (89 page)

BOOK: Las benévolas
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Empezaba a darme cuenta de que aquellos debates estériles podían durar de forma indefinida, y esa perspectiva me asustaba. Así que decidí cambiar de táctica: preparar una propuesta concreta y conseguir que los demás la avalasen, aunque para eso hubiera que modificarla un poco si era necesario. Para ello, resolví tratar primero con los especialistas: Weinrowski e Isenbeck. Weinrowski, cuando hablé con él, comprendió enseguida mis intenciones y prometió apoyarme; en cuanto a Isenbeck, haría lo que le dijésemos que hiciera. Pero aún nos faltaban datos concretos. Weinrowski creía saber que la IKL había hecho ya investigaciones al respecto; mandé a Isenbeck a Oranienburg con una misión; regresó, triunfante, con un montón de expedientes: a finales de los años treinta, el departamento médico de la IKL había realizado, efectivamente, una serie de experimentos, en el KL Buchenwald, acerca de la alimentación de los presos sometidos a trabajos forzados; con el castigo o la amenaza como única motivación, probaron gran cantidad de modalidades, cambiando con frecuencia la alimentación y pesando con regularidad a los sujetos del experimento; todo ello había arrojado una serie de resultados numéricos. Mientras Isenbeck sacaba los datos de aquellos informes, yo hablaba con Weinrowski de lo que llamábamos «los factores secundarios», tales como la higiene, el frío, la enfermedad y las palizas. Pedí al SD que me enviara una copia de mi informe de Stalingrado, que se refería precisamente a esos temas; al leerlo por encima, Weinrowski exclamó: «¡Pero si cita usted a Hohenegg!». Al oír esas palabras, el recuerdo de aquel hombre, hundido en mí como una burbuja de cristal, se desprendió del fondo y subió, aumentando de velocidad a cada instante, hasta llegar a la superficie y explotar allí: qué curioso, me dije, hacía mucho que no me acordaba de él. «¿Lo conoce?», le pregunté a Weinrowski, presa de un intenso nerviosismo.. —«¡Pues claro! Es uno de mis colegas de la facultad de medicina de Viena».. —«¿Y todavía vive?». —«Sí, seguramente. ¿Por qué no iba a vivir?»

Me puse en el acto a localizarlo: estaba vivo, efectivamente, y no me costó nada dar con él; también trabajaba en Berlín, en el departamento médico de la Bendlerstrasse. Encantado de la vida, pedí que lo llamasen por teléfono sin dar mi nombre; su voz pastosa y musical parecía un tanto fastidiada al contestar: «¿Sí?».. —«¿Profesor Hohenegg?». —«Al aparato. ¿De qué se trata?». —«Lo llamo desde las SS. Para recordarle una antigua deuda». La voz adoptó un tono aún más irritado. «¿De qué me habla? ¿Quién es?». —«Me estoy refiriendo a una botella de coñac que me prometió hace nueve meses». Hohenegg soltó una gran carcajada: «Ay, ay, tengo que confesarle algo: como creí que estaba muerto, me la bebí a su salud».. —«Hombre de poca fe».. —«Así que está usted vivo».. —«Y me han ascendido a Sturmbannführer».. —«¡Bravo! Pues ahora lo que tengo que hacer es conseguir otra botella».. —«Le doy veinticuatro horas. Nos la beberemos mañana por la noche. A cambio, yo pago la cena. En Borchardt, a las ocho. ¿Le viene bien?» Hohenegg soltó un prolongado silbido: «También han debido de subirle el sueldo. Pero permítame que le recuerde que todavía no estamos del todo en temporada de ostras».. —«No tiene importancia: tomaremos paté de jabalí. Hasta mañana».

Hohenegg, en cuanto me vio, quiso a toda costa palparme las cicatrices; se lo consentí de buen grado, ante los ojos asombrados del maítre, que había acudido con la carta de vinos. «Buen trabajo -decía Hohenegg-, buen trabajo. Si esto le hubiera pasado antes de Kislovodsk, lo habría citado en mi seminario. Está visto que hice bien en insistir».— «¿A qué se refiere?». —«El cirujano de Gumrak había renunciado a operarlo, cosa comprensible. Le tapó la cara con una sábana y les sugirió a los enfermeros, como se hacía entonces, que lo sacaran a la nieve para acabar antes. Pasaba yo por allí y me llamó la atención aquella sábana que se movía a la altura de la boca, y no cabe duda de que me pareció curioso aquel muerto que respiraba como un buey bajo el sudario. Lo alcé y ya se puede figurar la sorpresa que me llevé. Entonces me dije que lo menos que podía hacer era exigirle a alguien que hiciera algo por usted. El cirujano no quería, tuvimos unas palabras, pero yo era su superior jerárquico y tuvo que obedecer. No paraba de decir a voces que era perder el tiempo. Yo tenía un poco de prisa y lo dejé en sus manos; supongo que se contentó con hacerle una hemostasia. Pero me alegro de que valiera para algo». Me había quedado quieto, encadenado a sus palabras, y al mismo tiempo, me sentía inconmensurablemente lejos de todo aquello, como si tuviera que ver con otro hombre a quien hubiera conocido apenas. El maitre venía con el vino. Hohenegg lo interrumpió antes de que lo sirviera: «Un momento, por favor. ¿Podría traernos dos copas para coñac?».. —«Por supuesto, Herr Oberst». Con una sonrisa, Hohenegg sacó de la cartera una botella de Hennessy y la puso encima de la mesa: «Aquí la tiene. Lo prometido es deuda». Volvió el maitre con las copas, descorchó la botella y nos sirvió a los dos. Hohenegg cogió la copa y se puso de pie; yo lo imité. Tenía una expresión muy seria de repente y me di cuenta de que estaba claramente más viejo de cómo lo recordaba; la piel, amarilla y flaccida, le colgaba bajo los ojos y le caía sobre las mejillas redondas; todo el cuerpo, aún orondo, parecía mermado, encogido sobre el esqueleto. «Propongo -dijo- que bebamos por todos nuestros compañeros de desdichas que no tuvieron tanta suerte como nosotros. Y, sobre todo, por los que aún están vivos en alguna parte». Bebimos y nos volvimos a sentar. Hohenegg se quedó en silencio unos cuantos instantes, jugando con el cuchillo, y, luego, recuperó la expresión animada. Le conté cómo me había salvado; o, al menos, lo que Thomas me había contado, y le dije que le tocaba a él contarme su historia: «Lo mío es más sencillo. Había acabado mi trabajo, le había entregado el informe al general Renoldi, que ya estaba haciendo las maletas para irse a Siberia y a quien le importaba un pito todo lo demás, y me di cuenta de que se habían olvidado de mí. Menos mal que conocía a un muchacho servicial del AOK; gracias a él, pude mandar un aviso al OKHG, con copia para mi facultad, en donde decía sencillamente que estaba listo para presentar el informe. Entonces se acordaron de mí y a la mañana siguiente recibí orden de salir del Kessel. Y, por cierto, fue cuando estaba esperando un avión en Gumrak cuando di con usted. Bien hubiera querido llevármelo, pero era imposible transportarlo en ese estado y lo que no podía de ninguna manera era esperar a que lo operasen; los vuelos iban escaseando. Me parece, por cierto, que cogí uno de los últimos que salieron de Gumrak. El avión que despegó inmediatamente antes que el mío se estrelló ante mi vista; cuando llegué a Novorossisk todavía me tenía aturdido el ruido de la explosión. Despegamos sin desviarnos, cruzando por entre las llamas y el humo que salían de la carcasa; era muy impresionante. Luego, me dieron un permiso; y en vez de destinarme al 6º Ejército nuevo, me dieron un puesto en el OKW. Y usted ¿qué es de su vida?». Mientras comíamos, le conté los problemas de mi grupo de trabajo. «Efectivamente -comentó-, la cosa parece delicada. Conozco bien a Weinrowski, es un hombre honrado y un científico íntegro, pero no tiene el menor sentido político y da con frecuencia pasos en falso». Me quedé pensativo: «¿No podría quedar con él y conmigo? Para ayudarnos a orientarnos».. —«Mi querido Sturmbannführer, le recuerdo que soy un oficial de la Wehrmacht. Dudo mucho que a sus superiores -y a los míos- les gustase demasiado que me mezclase con usted en esta tenebrosa historia».. —«No de forma oficial, desde luego. ¿Una simple charla privada con su antiguo amigo de la facultad?». —«Nunca dije que fuera amigo mío». Hohenegg se pasó la mano, pensativo, por la nuca calva; el arrugado pescuezo le colgaba por encima del cuello abrochado. «Por supuesto que en tanto en cuanto anatomopatólogo siempre estoy encantado de poder serle de ayuda al género humano; bien pensado nunca me faltan clientes. Si quiere, podemos acabarnos esta botella de coñac entre tres».

Weinrowski nos invitó a su casa. Vivía con su mujer en un piso de tres habitaciones, en Kreuzberg. Nos enseñó las fotos de dos muchachos, que había encima del piano; una enmarcada en negro y con un lazo: el mayor, Egon, muerto en Demiansk; en cuanto al pequeño, servía en Francia y, hasta ahora, lo habían dejado en paz, pero acababan de mandar urgentemente a su división a Italia para reforzar el nuevo frente. Mientras Frau Weinrowski nos servía un té con pastas, comentamos la situación italiana: como esperaba ya casi todo el mundo, Badoglio no buscaba sino una oportunidad para darle la vuelta a la chaqueta, y la halló en cuanto los angloamericanos pusieron el pie en suelo italiano. «¡Menos mal, menos mal que el Führer fue más listo que él!», exclamó Weinrowski.. —«Eso es lo que tú dices -masculló tristemente Frau Weinrowski mientras nos ofrecía azúcar-, pero quien está allí es tu Karl, no el Führer». Era una mujer un tanto gruesa, de rasgos abotargados y ajados; pero el dibujo de los labios y, sobre todo, la luz de los ojos permitían intuir que había sido una belleza. «Bah, cállate -refunfuñó Weinrowski-; el Führer sabe lo que hace. ¡Fíjate en el Skorzeny ese! Si eso no ha sido una jugada perfecta..». La expedición aérea al Gran Sasso para liberar a Mussolini llevaba unos días en las portadas de la prensa de Goebbels. A continuación, nuestras fuerzas habían ocupado el norte de Italia, encerrado a 650.000 soldados italianos y creado una república fascista en Saló; y todo ello lo habían presentado como una considerable victoria, una brillante previsión del Führer. Aunque otra consecuencia directa era la reanudación de los bombardeos de Berlín; el nuevo frente estaba drenando nuestras divisiones y, en agosto, los americanos habían conseguido bombardear Ploesti, nuestra última fuente de petróleo. No cabía duda de que Alemania estaba pillada entre dos fuegos.

Hohenegg sacó el coñac que traía y Weinrowski fue a buscar copas; su mujer se había metido en la cocina. El piso era oscuro, con ese olor a almizcle y a cerrado de las casas de los viejos. Siempre me había preguntado de dónde procedía ese olor. ¿También yo olería así si vivía lo suficiente? Curioso pensamiento. En cualquier caso, hoy en día no huelo a nada; pero dicen que uno nunca nota el propio olor. Cuando volvió Weinrowski, Hohenegg sirvió el coñac y bebimos a la memoria del hijo difunto. Weinrowski parecía un tanto emocionado. Luego, saqué los documentos que había preparado y se los enseñé a Hohenegg, tras pedir a Weinrowski algo más de luz. Weinrowski se acomodó junto a su ex colega y le comentaba los documentos y los cuadros a medida que Hohenegg los miraba; sin darse cuenta, se habían puesto a hablar en un dialecto vienes y me costaba un poco enterarme. Me retrepé en el sillón y me serví coñac de la botella de Hohenegg. Los dos se comportaban de forma más bien peculiar, pues, como me había explicado Hohenegg, Weinrowski tenía en la facultad más antigüedad, pero él, al ser Oberst, era de una graduación superior, ya que Weinrowski, en las SS, era Sturmbannführer en la reserva, el equivalente a un Major. No parecían saber quién estaba por encima de quién y, por lo tanto, habían adoptado un trato deferente con abundancia de «Se lo ruego», «No, no, desde luego, tiene usted razón», «Su experiencia..»., «La práctica que usted tiene..»., lo que, a la larga, resultaba bastante cómico. Hohenegg alzó la cabeza y me miró: «Si lo estoy entendiendo bien, según usted, ¿los presos no reciben ni siquiera las raciones completas que se describen aquí?».— «Dejando aparte unos cuantos privilegiados, no. Se quedan al menos sin un veinte por ciento». Hohenegg volvió a la charla con Weinrowski. «Mala cosa».. —«Desde luego. Se quedan en 1.300 y 1.700 kilocalorías diarias».. —«Sigue siendo más que lo que tenían nuestros hombres en Stalingrado». Volvió a mirarme: «¿A qué aspira, en último término?».— «Lo ideal sería una ración mínima normal». Hohenegg tabaleó encima de los papeles: «Sí, pero si me he enterado bien, eso es imposible. No hay recursos».. —«Algo así. Pero podríamos proponer mejoras». Hohenegg pensaba: «En realidad, el problema con el que se topan es el de los argumentos. Al preso al que habría que dar 1.700 calorías sólo se le dan 1.300; así que para que le den efectivamente 1.700..»... —«Que, en cualquier caso, son insuficientes», intervino Weinrowski.. —«... la ración debería ser de 2.100. Pero si piden 2.100, tendrán que justificar 2.100. No pueden decir que piden 2.100 para que se queden en 1.700».. —«Como siempre, doctor, es un placer charlar con usted -dije, sonriente-. Pone usted el dedo en la llaga, como suele». Hohenegg seguía, sin dejarme que lo interrumpiera: «Espere. Para pedir 2.100, tendrían que demostrar que 1.700 no bastan, y eso no pueden hacerlo, porque en realidad no les dan 1.700. Y, claro está, en lo que argumenten no puede incluir el factor de los robos».. —«Así de claro, no. La dirección sabe que el problema existe, pero no es cosa nuestra. Hay otros organismos para eso».. —«Ya veo».. —«De hecho, el problema sería conseguir que aumentaran el presupuesto global. Pero quienes lo administran opinan que
debería
bastar y es difícil demostrar lo contrario. Incluso aunque probemos que los presos se siguen muriendo demasiado deprisa, nos contestarán que el problema no se resuelve metiendo dinero en eso».. —«Lo cual no es forzosamente falso». Hohenegg se frotaba la coronilla; Weinrowski callaba y escuchaba. «¿No sería posible modificar el reparto?», preguntó por fin Hohenegg.. —«¿A saber?». —«Pues favorecer un poco más a los presos que trabajan y un poco menos a los que no trabajan sin aumentar el presupuesto global».. —«En principio, querido doctor, no hay presos que no trabajen. Sólo los enfermos; pero, si les damos de comer menos aún, no tendrán posibilidad alguna de recuperarse y de volver a ser aptos para el trabajo. Y, en tal caso, más vale dejar de darles de comer del todo. Pero entonces volverá a aumentar la mortalidad».. —«Sí, pero lo que quiero decir es que a las mujeres y a los niños los tendrán ustedes en alguna parte. Y, por lo tanto, también habrá que darles de comer». Yo lo miraba sin contestar. Tampoco decía nada Weinrowski. Por fin dije: «No, doctor. No tenemos en ninguna parte ni a las mujeres, ni a los viejos, ni a los niños». A Hohenegg se le desorbitaron los ojos y me miró, sin contestar, como si quisiera que le confirmase lo que acababa de decirle. Asentí con la cabeza. Al fin lo entendió. Dio un hondo suspiro y se frotó la nuca: «Pues la verdad es que..».. Weinrowski y yo seguíamos sin decir nada. «Vaya, vaya. Es tremendo». Respiró hondo: «Bien, ya me hago cargo. Bien pensado, supongo que, desde lo de Stalingrado, no se puede andar escogiendo».. —«No, doctor, la verdad es que no».. —«De todas formas, es tremendo. ¿Todos?». —«Todos los que no pueden trabajar».. —«Pues la verdad..». Hizo por sobreponerse: «En el fondo es lógico. No hay razón para que demos a nuestros enemigos mejor trato que a nuestros propios soldados. Después de lo que vi en Stalingrado... Incluso esas raciones son suntuosas. Nuestros hombres aguantaban con mucho menos. Y, además, a los que sobrevivieron, ¿qué les dan de comer ahora? ¿Qué les están dando a nuestros compañeros de Siberia? No, no, tienen ustedes razón». Clavó en mí una mirada pensativa: «Lo cual no impide que sea una
Schweinerei,
una auténtica cabronada. Pero tiene usted razón, pese a todo».

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