¡Queridísimo Doktor Aue!
He leído con el mayor interés su exposición. Me congratulo de saber que está mejor y que dedica su convalecencia a investigaciones útiles; no sabía que le interesasen estas cuestiones tan vitales para el porvenir de nuestra raza. Me pregunto si Alemania, incluso después de la guerra, estará dispuesta a aceptar ideas de tanto calado y tan necesarias. No cabe duda de que se precisará aún de una prolongada labor para formar las mentalidades. En cualquier caso, cuando esté curado me agradará mucho charlar con usted con más detalle acerca de estos proyectos y de ese autor visionario.
¡Heil Hitler!
Suyo afectísimo, Heinrich Himmler
Halagado, esperé a que Thomas viniera a verme para enseñarle la carta y mi memoria, pero, para mayor sorpresa mía, se enfadó mucho: «¿En serio te parece que están las cosas para andarse con chiquilladas?». Parecía haber perdido todo sentido del humor; cuando se puso a darme detalles de las ultimas detenciones, empecé a entender por qué. Había personas implicadas incluso en mi propio entorno: dos de mis compañeros de universidad y mi ex profesor de Kiel, Jessen, quien, en los últimos años, se había acercado aparentemente a Goerdeler. «También hemos encontrado pruebas contra Nebe. Pero ha desaparecido. Ni rastro. Claro que me dirás que si alguien sabe de eso es precisamente él. Debía de ser un tanto retorcido: tenía en casa una película de una sesión de gas, en el Este. ¿Te lo imaginas viendo la película por las noches?» Pocas veces había visto a Thomas tan nervioso. Le di algo de beber, le ofrecí cigarrillos, pero no soltó gran cosa; creí entender, nada más, que Schellenberg había tenido contactos con algunos grupos de la oposición antes del atentado. Al tiempo, Thomas despotricaba, rabioso, contra los conspiradores: «¡Matar al Führer! ¿Cómo se les pudo ni ocurrir que eso iba a ser una solución? Que deje el mando de la Wehrmacht, en eso estoy de acuerdo, de todas formas está enfermo. Y hasta se habría podido pensar, yo qué sé, en convencerlo para que se jubilara, si es que realmente parecía necesario, y dejarlo de presidente, pero darle el poder al Reichsführer... Según Schellenberg, los ingleses aceptarían negociar con el Reichsführer. Pero ¿matar al Führer? Qué insensatez... ¿Cómo no se daban cuenta? Le prestaron juramento y querían matarlo». Parecía que el asunto lo tenía muy obsesionado; a mí incluso la idea de que Schellenberg o el Reichsführer hubieran pensado en dejar al Führer de lado me escandalizaba. No veía gran diferencia entre eso y matarlo, pero no se lo dije a Thomas, que ya estaba deprimido de sobra.
Ohlendorf, a quien vi a finales de mes, cuando empecé por fin a salir a la calle, parecía ser de mi opinión. Lo vi, a él que era ya cetrino de por sí, aún más abatido que Thomas. Me confesó que no había podido pegar ojo la noche anterior a la ejecución de Jessen, con quien, pese a todo, había seguido teniendo amistad. «No podía dejar de pensar en su mujer y en sus hijos. Intentaré echarles una mano; pienso darles parte de mi sueldo». Pero, no obstante, consideraba que Jessen merecía la pena de muerte. Me explicó que nuestro profesor había cortado desde hacía años las amarras con el nacionalsocialismo. Siguieron viéndose y charlando y Jessen intentó incluso llevar a sus filas a su ex alumno. Ohlendorf coincidía con él en muchos puntos: «Está claro que la corrupción generalizada en el Partido, la erosión del derecho formal, la anarquía pluralista que sustituyó al
Fübrerstaat,
todo es inadmisible. Y las medidas contra los judíos, la
Endlósung
esa, fue una equivocación. Pero derrocar al Führer y al NSDAP, eso es inconcebible. Hay que purgar el Partido, promover a los veteranos del frente, que tienen una visión realista de las cosas, a los dirigentes de las Hitlerjugend, que son quizá los únicos idealistas que nos quedan. Esos jóvenes serán quienes tengan que dar impulso al Partido después de la guerra. Pero no podemos pensar en dar marcha atrás, en regresar al conservadurismo burgués de los militares de carrera y de los aristócratas prusianos. Esto que han hecho los desprestigia para siempre. Y el pueblo lo ha entendido perfectamente». Era cierto: en todos los informes del SD se veía que a la gente y a los soldados rasos, pese a las preocupaciones, el cansancio, la angustia, la desmoralización e incluso el derrotismo, les había escandalizado la traición de los conspiradores. Y eso infundía nuevas energías al esfuerzo de guerra y a la campaña de austeridad; Goebbels, quien había conseguido por fin autorización para declarar ese «estado de guerra total» que se tomaba tan a pecho, se afanaba en estimularla, aunque realmente no hacía falta. Sin embargo, la situación iba cada vez a peor: los rusos habían recuperado Galitzia y rebasado sus fronteras de 1939; Lublin estaba en trance de caer, y la ola lamía por fin los arrabales de Varsovia, en donde el mando bolchevique estaba claro que esperaba a que sofocáramos por ellos el levantamiento polaco que había comenzado a principios de mes. «Le estamos haciendo el juego a Stalin -comentaba Ohlendorf-. Más valdría explicarle al AK que los bolcheviques son un peligro aún mayor que nosotros. Si los polacos combatieran con nosotros, aún podríamos frenar a los rusos. Pero el Führer no quiere ni oír hablar de eso. Y los Balcanes van a caer como un castillo de cartas». Efectivamente, en Besarabia, al 6° Ejército, que había vuelto a organizar Fretter-Pico, le había llegado la vez de que lo despedazaran: las puertas de Rumania estaban de par en par. No había duda de que habíamos perdido Francia; tras abrir otro frente en Provenza y tomar París, los angloamericanos se disponían a limpiar el resto del país mientras nuestras maltrechas tropas retrocedían hacia el Rin. Ohlendorf estaba muy pesimista: «Según dice Kammler, los cohetes nuevos están casi listos. Está convencido de que cambiarían el curso de la guerra. Pero no veo cómo. Un cohete lleva menos explosivos que un B-17 y no vale más que para una vez». A diferencia de Schellenberg, de quien se negaba a hablar, no tenía ni planes ni soluciones concretas: sólo podía hablar de «un último impulso nacionalsocialista, un gigantesco respingo», lo que, en mi opinión, tenía demasiado que ver con la retórica de Goebbels. Me daba la impresión de que estaba, en secreto, resignado a la derrota. Pero creo que aún no lo había admitido ante sí mismo.
Los acontecimientos del 20 de julio tuvieron otra repercusión, de carácter menor, pero engorrosa para mí: a mediados de agosto, la Gestapo detuvo al juez Baumann del tribunal SS de Berlín. Me enteré casi enseguida por Thomas, pero no calibré en el acto todas las consecuencias. A primeros de septiembre, me convocó Brandt, que acompañaba al Reichsführer en una gira de inspección por Schleswig-Holstein. Alcancé el tren especial cerca de Lübeck. Brandt empezó por comunicarme que el Reichsführer quería concederme la Cruz por Servicios de Guerra de primera clase: «Piense usted lo que piense, su actuación en Hungría fue muy positiva. El Reichsführer está satisfecho de ella. También le impresionó favorablemente su última iniciativa». Luego, me informó de que la Kripo le había pedido al sustituto de Baumann que volviera a examinar el expediente que me implicaba, y éste había escrito al Reichsführer: opinaba que las acusaciones eran tales que merecían investigarse. «El Reichsführer no ha cambiado de opinión y sigue usted contando con su total confianza. Pero piensa que sería hacerle un flaco favor volver a impedir la investigación. Los rumores empiezan a circular, debería usted saberlo. Lo mejor sería que se defendiera y demostrase su inocencia, y así podremos cerrar el caso de una vez». Era una idea que no me gustaba nada; ya empezaba a conocer de sobra la obstinación maniática de Clemens y de Weser, pero no tenía elección. Cuando volví a Berlín, me presenté espontáneamente ante el juez Von Rabingen, un nacionalsocialista fanático, y le expuse mi versión de los hechos. Me replicó que en el expediente de la Kripo había elementos que daban mucho que pensar; volvía una y otra vez, sobre todo, a esa historia de la ropa alemana ensangrentada y de mi talla; también le intrigaba la historia de los gemelos, que quería aclarar a toda costa. La Kripo había interrogado por fin a mi hermana, que ya había vuelto a Pomerania; había mandado a los gemelos a un internado privado suizo y afirmaba que se trataba de unos sobrinos segundos nuestros huérfanos y nacidos en Francia, pero cuyas actas de nacimiento habían desaparecido durante la desbandada francesa de 1940. «Es posible que sea cierto -dijo con tono quisquilloso Von Rabingen-. Pero de momento es imposible comprobarlo».
Aquella suspicacia permanente me tenía obsesionado. Durante varios días estuve a punto de padecer una recaída; me quedaba encerrado en casa, en una sombría postración, y llegué incluso a negarme a abrirle la puerta a Héléne, que vino a verme. Por la noche, Clemens y Weser, unas marionetas dotadas de vida, hechas y pintadas con torpeza, se metían de un brinco en mi sueño, recorrían chirriando mis pesadillas y zumbaban a mi alrededor como asquerosos animalillos burlones. Mi propia madre se sumaba a veces al coro y, en mi angustia, llegaba a creer que aquellos dos payasos tenían razón y que yo me había vuelto loco y la había matado efectivamente. Pero me daba cuenta de que no estaba loco y de que todo aquel asunto no era sino un monstruoso malentendido. Cuando me recobré un poco, se me ocurrió entrar en contacto con Morgen, aquel juez íntegro que conocí en Lublin. Trabajaba en Oranienburg: me invitó en el acto a ir a verlo y me recibió afablemente. Me habló primero de sus actividades: después de Lublin, creó una comisión en Auschwitz e inculpó a Grabner, el jefe de la
Politische Abteilung,
acusándolo de dos mil muertes ilegales. Kaltenbrunner mandó soltar a Grabner; Morgen lo detuvo otra vez y la instrucción del caso siguió adelante, como también la de muchos cómplices y otros subalternos corruptos; pero en enero un incendio provocado destruyó el barracón en donde guardaba la comisión todas las pruebas de los cargos y parte de los legajos, lo que lo complicaba todo mucho. Ahora, me dijo confidencialmente, iba tras el propio Höss: «Estoy convencido de que es culpable de malversación de bienes del Estado y de asesinatos, pero me costará demostrarlo. Höss cuenta con protectores en esferas muy altas. ¿Y usted? He oído decir que tenía problemas». Le expliqué mi caso. «Con acusarlo no basta -dijo, pensativo-; tienen que demostrarlo. Personalmente me fío de su sinceridad; conozco demasiado a los elementos infames de las SS y sé que no es usted como ellos. En cualquier caso, para inculparlo tienen que demostrar cosas concretas, que estaba usted allí cuando se cometió el crimen, que la tan traída y llevada ropa era suya. ¿Y dónde está esa ropa? Si se quedó en Francia, me parece que la acusación no tiene gran cosa a que agarrarse. Y, además, las autoridades francesas que cursaron la solicitud de asistencia judicial están ahora bajo el control de la potencia enemiga: debería pedirle a un experto en derecho internacional que estudiara ese aspecto de la cuestión». Salí de aquella conversación algo reconfortado: la enfermiza cabezonería de mis dos investigadores me volvía paranoico, no conseguía ya ver qué era cierto y qué era falso, pero el sentido común en temas jurídicos de Morgen me ayudaba a volver a pisar tierra firme.
En última instancia, y como sucede siempre con la justicia, aquella historia duró meses aún. No referiré con detalle todas sus peripecias. Asistí a varios careos con Von Rabingen y con los dos investigadores; a mi hermana, en Pomerania, debieron de tomarle declaración varias veces: desconfiaba y nunca dijo que yo le había comunicado el asesinato; afirmó que había recibido un telegrama de un socio de Moreau. A Clemens y a Weser no les quedó más remedio que admitir que no habían visto en la vida la ropa de marras; toda la información que tenían procedía de cartas de la policía judicial francesa que tenían poco valor jurídico, sobre todo ahora. Además, como el crimen se había cometido en Francia, inculparme sólo habría servido para extraditarme, cosa que estaba claro que ya no era posible; aunque hubo un abogado que me insinuó, aunque no en mal tono ni mucho menos, que un tribunal SS podía condenarme a muerte por faltar al honor sin tener que recurrir al Código Penal.
Todas estas consideraciones no parecían hacer mella en la simpatía que me mostraba el Reichsführer. Una de las veces que pasó deprisa y corriendo por Berlín me hizo acudir al tren especial y, tras una ceremonia en donde me impusieron la nueva condecoración junto con otra decena de oficiales, la mayoría de las Waffen-SS, me invitó a su despacho privado para charlar de mi memoria, cuyas ideas, según él, eran sanas pero requerían mayor profundización. «Tenemos, por ejemplo, a la Iglesia católica. Si gravamos con una tasa el celibato, seguro que piden una dispensa para los curas. Y, si se la concedemos, será para ellos otro triunfo, otra demostración de lo fuertes que son. Así que creo que la condición previa para cualquier cambio positivo después de la guerra tendrá que ser que zanjemos la
Kirchenfrage,
la cuestión de las dos iglesias. Y de forma radical, si necesario fuere: esos
Pfaffen,
esos monjes de tres al cuarto, son casi peores que los judíos. ¿No le parece? En esto coincido por completo con el Führer: la religión cristiana es una religión judía que fundó un rabino judío, Saulo, como vehículo para elevar el judaismo a otro nivel, el más peligroso junto con el bolchevismo. Exterminar a los judíos y dejar a los cristianos sería pararse a medio camino». Yo atendía muy serio, tomando notas. Hasta el final de la entrevista, el Reichsführer no mencionó mi caso: «Creo que no han presentado ninguna prueba».. —«No, mi Reichsführer, no hay pruebas». —«Eso está muy bien. Enseguida me di cuenta de que era una bobada. En fin, vale más que se convenzan ellos personalmente, ¿verdad?» Me acompañó hasta la puerta y me estrechó la mano después de que lo hube saludado: «Estoy muy contento de su trabajo, Obersturmbannführer. Es usted un oficial de gran porvenir».
¿De gran porvenir? El porvenir más bien me parecía que se iba encogiendo día a día, tanto el mío como el de Alemania. Cuando miraba atrás, veía con espanto el largo pasillo oscuro, el túnel que llevaba desde el fondo del pasado hasta el momento presente. ¿Qué había sido de las infinitas llanuras que se abrían ante nosotros cuando, recién salidos de la infancia, acometimos el porvenir enérgicos y confiados? Toda aquella fuerza parecía no haber valido más que para construirnos una cárcel, por no decir un patíbulo. Desde que había estado enfermo, no veía a nadie; había dejado para otros las actividades deportivas. La mayor parte del tiempo comía a solas, en mi casa, con la puerta vidriera abierta de par en par, disfrutando del aire suave de finales del verano, de las últimas hojas verdes que, despacio, entre las ruinas de la ciudad, estaban aprestando su postrera y colorida hoguera. Salía de vez en cuando con Héléne, pero un embarazo doloroso parecía planear sobre aquellos encuentros; ambos debíamos de estar buscando la dulzura, la intensa suavidad de los primeros meses, pero había desaparecido y ya no sabíamos dar con ella, aunque, al tiempo, intentábamos hacer como si nada hubiera cambiado; resultaba raro. Yo no entendía por qué se obstinaba en quedarse en Berlín: sus padres se habían ido a casa de un primo que vivía en la región de Badén, pero cuando -con total sinceridad, y no con mi inexplicable crueldad de enfermo- la instaba a que fuera a reunirse con ellos, alegaba siempre pretextos fútiles: el trabajo, la custodia de la vivienda. En mis momentos de lucidez, me decía que se quedaba por mí y me preguntaba si el horror que debía de haberle inspirado cuanto le dije no le servía, precisamente, de acicate; si no tendría, quizá, la esperanza de
salvarme
de mí mismo, idea ridicula si las hay, pero ¿quién sabe las cosas que se les pasan a las mujeres por la cabeza? Debía de haber algo más, y, a veces, lo notaba. Un día en que íbamos andando por una calle, un coche pisó un charco, a nuestro lado; el agua que saltó se le metió debajo de la falda, salpicándola hasta los muslos. Soltó una carcajada incongruente y casi cortante. «¿Por qué se ríe así? ¿Qué le hace tanta gracia?. —«Usted, es usted -me soltó entre risas-. Nunca me ha tocado tan arriba». No contesté nada. ¿Qué habría podido decir? Habría podido darle a leer, para ponerla en su sitio, la memoria que le había enviado al Reichsführer; pero me daba cuenta de que ni eso, ni tampoco una sincera explicación de mis hábitos, la habrían desanimado, era así, testaruda; había elegido, casi al azar, y ahora se aferraba a eso con obstinación, como si la elección en sí contara más que la persona elegida. ¿Por qué no la mandaba a paseo? No lo sé. No tenía ya a mucha gente que digamos con quien hablar. Thomas trabajaba catorce y dieciséis horas diarias y casi no lo veía. A la mayoría de mis colegas los habían
deslocalizado.
Me enteré, cuando llamé por teléfono al OKW, de que habían enviado a Hohenegg al frente en julio, y seguía en Kónigsberg con parte del OKHG Centro. Profesionalmente, y pese al acicate del Reichsführer, había llegado a un punto muerto: Speer, en lo referido a mi persona, había hecho cruz y raya, no tenía contactos ya sino con subalternos y mi oficina, a la que nadie le encomendaba ya tarea alguna, no servía casi sino de buzón para las quejas de múltiples empresas, organismos o ministerios. De vez en cuando, Asbach y los demás miembros del equipo parían un estudio que yo enviaba acá y acullá; me acusaban recibo cortésmente, o no me contestaban. Pero no caí en la cuenta de cuánto había errado el camino hasta el día en que Herr Leland me invitó a tomar el té. Fue en el bar del Adlon, uno de los pocos restaurantes buenos que aún abrían, una auténtica torre de Babel; se hablaban allí alrededor de diez lenguas, todos los miembros del cuerpo diplomático extranjero parecían haberse citado en aquel lugar. Encontré a Herr Leland sentado a una mesa algo retirada. Un
maitre
me sirvió el té con ademanes minuciosos y Leland esperó a que se fuera para empezar a hablarme. «¿Qué tal andas de salud?», me preguntó.. —«Bien, mein Herr. Ya me he repuesto del todo».. —«¿Y el trabajo?». —«Va bien, mein Herr; el Reichsführer parece satisfecho. Me han condecorado hace poco». No decía nada y tomaba sorbos de té. «Pero hace varios meses que no veo al Reichsminister Speer», seguí diciendo. Hizo un ademán brusco con la mano: «Eso ya no tiene importancia. Speer nos ha decepcionado mucho. Ahora hay que pasar a otra cosa».. —«¿A qué, mein Herr?». —«Es algo que está en proceso de elaboración..»., dijo despacio, con aquel leve acento tan peculiar. «¿Y qué tal está el doctor Mandelbrod, mein Herr?» Me clavó la mirada fría y severa. Como me pasaba siempre, era incapaz de diferenciar el ojo de cristal del otro. «Mandelbrod está bien. Pero debo decirte que lo has decepcionado un poco». No dije nada. Leland bebió otro sorbo de té antes de continuar: «Debo decir que no has cumplido de forma satisfactoria con nuestras expectativas. No has demostrado tener demasiada iniciativa en esta última temporada. Tus resultados en Hungría han sido muy decepcionantes».. —«Mein Herr... he hecho cuanto he podido. Y el Reichsführer me ha felicitado por mi trabajo. Pero hay tanta rivalidad entre los departamentos, todo el mundo anda entorpeciendo las cosas». Leland no parecía hacer ni caso de lo que le decía: «Nos da la impresión -dijo por fin- de que no entendiste lo que esperábamos de ti».. —«¿Y qué esperan de mí, mein Herr?» —«Más energía. Más creatividad. Tienes que fabricar soluciones, no poner obstáculos. Y además permite que te diga que te vas por las ramas. El Reichsführer nos ha remitido tu última memoria. En vez de perder el tiempo en chiquilladas, deberías pensar en la salvación de Alemania». Notaba que me ardían las mejillas e hice un esfuerzo para controlar la voz: «No pienso en otra cosa, mein Herr. Pero, como ya sabe, he estado muy enfermo. Tengo también... otros problemas». Dos días antes, había tenido una penosa entrevista con Von Rabingen. Leland no decía nada; hizo una seña y volvió a aparecer el
maitre
para servirlo. En la barra, un joven de pelo ondulado, con traje de cuadros y corbata de pajarita, se reía demasiado alto. Me bastó una breve mirada para calibrarlo: hacía mucho que no había pensado en cosas de ésas. Leland estaba hablando otra vez: «Estamos al tanto de tus problemas. Es intolerable que las cosas hayan llegado tan lejos. Si era necesario que mataras a esa mujer, bien está, pero habrías podido hacerlo con limpieza». Me quedé lívido: «Mein Herr... -conseguí articular con voz átona-. Yo no la maté. No fui yo». Me miró tranquilamente: «Bien está -dijo-. Debes saber que nos es por completo indiferente. Si lo hiciste, estabas en tu derecho, un derecho soberano. Como antiguos amigos de tu padre, lo entendemos por completo. Pero a lo que no tenías derecho era a comprometerte. Eso te hace bastante menos útil para nosotros». Iba a volver a protestar, pero me interrumpió con un ademán. «Vamos a esperar a ver cómo evolucionan las cosas. Tenemos la esperanza de que recuperes el control». No dije nada y él alzó un dedo. El
maitre
volvió a aparecer; Leland le cuchicheó unas palabras y se levantó. Me levanté también. «Hasta pronto -dijo con aquella voz monocorde-. Si necesitas algo, ponte en contacto con nosotros». Se fue sin darme la mano, con el
maitre
pisándole los talones. Yo no había probado el té. Me fui a la barra y pedí un coñac que me tomé de un trago. Una voz agradable y morosa, con fuerte acento, sonó a mi lado: «Es un poco temprano para beber así. ¿Quiere otro?». Era el joven del lazo de pajarita. Acepté; pidió dos coñacs y se presentó: Miha'i I., tercer secretario de la legación rumana. «¿Qué tal andan las cosas por las SS?», preguntó, tras chocar la copa con la mía. —«¿Por las SS? Bien. ¿Y qué tal anda el cuerpo diplomático?» Se encogió de hombros: «Mohíno. Ya no quedan -hizo un amplio ademán para abarcar la sala- más que los últimos mohicanos. No hay manera de organizar cócteles como es debido, por culpa del racionamiento, así que quedamos aquí por lo menos una vez al día. De todas formas, me he quedado hasta sin gobierno al que representar». Rumania, tras declararle la guerra a Alemania a finales de agosto, acababa de capitular ante los soviéticos. «Es verdad. ¿A quién representa su legación entonces?. —«En principio, a Horia Sima. Pero es pura ficción. Herr Sima se representa muy bien él solo. En cualquier caso -volvió a señalar a varias personas-, estamos todos más o menos en la misma situación. Sobre todo mis colegas franceses y búlgaros. Los finlandeses se han marchado casi todos. De auténticos diplomáticos, sólo quedan ya los suizos y los suecos». Me miró, sonriente: «Venga a cenar con nosotros y le presentaré a otros fantasmas amigos míos».