De los oficiales que tenía Eichmann alrededor no hay gran cosa que decir. Eran casi todos hombres pacíficos y buenos ciudadanos que cumplían con su deber y vestían, ufanos y contentos, el uniforme SS, pero timoratos, con poca capacidad de iniciativa, preguntándose continuamente: «Sí, ¿pero...?», y admirando a su jefe como si fuera un genio por todo lo alto. El único que se salía un poco de la norma en el lote era Wisliceny, un prusiano de mi edad que hablaba inglés muy bien y tenía excelentes conocimientos históricos y con quien me encantaba pasar las veladas hablando de la guerra de los Treinta Años, del giro de 1848 o de la quiebra moral de la era guillermina. No siempre tenía puntos de vista originales, pero sí se basaban en una sólida documentación y sabía incluirlos dentro de un relato coherente, que es la virtud más importante en un elenco de imágenes tópicas de la historia. Había sido el superior de Eichmann tiempo ha, en 1936 creo, o en los años, al menos, del SD-Hauptamt, cuando el departamento de Asuntos Judíos se llamaba aún Abteilung II 112; pero era perezoso e indolente, por lo que su discípulo no había tardado en pasarle por delante; por lo demás, no le guardaba rencor, seguían siendo buenos amigos. Wisliceny era íntimo de la familia, incluso se tuteaban en público (riñeron poco después, por razones que ignoro. Wisliceny, cuando declaró como testigo en Núremberg, describió de forma tan caricaturesca a su ex amigo que durante mucho tiempo proporcionó una imagen desenfocada de Eichmann a los historiadores y a los escritores, pues algunos llegaron incluso a afirmar de buena fe que aquel infeliz Obersturmbannführer le daba órdenes a Adolf Hitler. No podemos censurar a Wisliceny, se estaba jugando el pellejo y Eichmann no se sabía por dónde andaba; en aquella época la costumbre era echarles la culpa de todo a los ausentes, lo que, por lo demás, no le valió de mucho al pobre Wisliceny; acabó en la punta de una soga en Presburgo, la Bratislava de los eslovacos, y tuvo que ser una cuerda muy resistente para aguantar el peso de aquel hombre corpulento). Otra razón por la que yo apreciaba a Wisliceny era porque no perdía la cabeza, y no todo el mundo podía decir lo mismo, sobre todo los burócratas de Berlín que, cuando se veían sobre el terreno por primera vez en la vida y con tanto poder, de repente, sobre aquellos dignatarios judíos, hombres cultos que a veces les doblaban la edad, perdían toda noción de mesura. Algunos insultaban a los judíos de la forma más zafia e inconveniente; a otros les costaba resistir a la tentación de abusar de su posición; todos eran de una arrogancia insoportable y, desde mi punto de vista, completamente fuera de lugar. Me acuerdo de Hunsche, por ejemplo, un Regierungsrat, es decir, un funcionario de carrera, un jurista con mentalidad de notario, el clásico hombrecillo gris en quien nunca se fija uno detrás del mostrador de un banco en donde emborrona papeles pacientemente a la espera de cobrar la jubilación e irse, con un chaleco de punto que le ha hecho su mujer, a cultivar tulipanes holandeses o a pintar soldaditos de plomo napoleónicos, para colocarlos con mimo, en filas impecables, en recuerdo del orden perdido de su juventud, delante de una maqueta de escayola de la Puerta de Brandeburgo; ¿acaso sé yo algo de los sueños que obsesionan a esa clase de hombres? Y allí estaba, en Budapest, grotesco con aquel uniforme con pantalones de montar de lo más fruncido; fumaba cigarrillos de lujo, recibía a personalidades judías con las botas sucias encima de un sillón de terciopelo y se consentía a sí mismo sin vergüenza alguna todos los caprichos. En los primeros días, cuando acabábamos de llegar, pidió a los judíos que le consiguieran un piano, espetándoles como quien no quiere la cosa: «Siempre soñé con tener un piano»; los judíos, aterrados, le trajeron ocho; y Hunsche, en mi presencia, bien plantado con sus botas de caña alta, les echaba una bronca con voz que pretendía ser irónica: «¡Pero, meine Herrén! Que no quiero abrir una tienda de pianos, que sólo quiero tocar el piano». ¡Un piano! Alemania gime bajo las bombas; nuestros soldados, en el frente, combaten con las extremidades congeladas y se quedan sin dedos, pero el Hauptsturmführer Regierungsrat doctor Hunsche, que nunca había salido de su despacho de Berlín, necesita un piano, seguramente para calmarse los maltratados nervios. Cuando miraba cómo preparaba órdenes para los hombres de los campos de tránsito -ya habían empezado las evacuaciones- me preguntaba si al firmarlas no se empalmaría bajo la mesa. Era, y estoy dispuesto a admitirlo, un mísero ejemplar del
Herrenvolk:
y si tenemos que juzgar a Alemania por ese tipo de hombres, que por desgracia abundan demasiado, entonces es cierto, no puedo negarlo, merecimos lo que nos pasó y el juicio de la historia, nuestra
diké.
¿Y
qué decir pues del Obersturmbannführer Eichmann? Desde que lo conocía, nunca se había sentido tan integrado en su papel. Cuando recibía a los judíos, era, de arriba abajo, el
Übermensch;
se quitaba las gafas, les hablaba con voz cortante y recalcando las sílabas, pero con educación, les mandaba sentarse y, cuando les hablaba, les decía «meine Herrén»; llamaba al doctor Stern «Herr Hofrat», y luego, de repente, le daba un ataque de ira deliberado y decía groserías para escandalizarlos, antes de volver a aquella cortesía glacial que parecía como si los hipnotizara. También se le daban muy bien las autoridades húngaras; cordial y cortés a un tiempo, las impresionaba y, por lo demás, había trabado sólidas amistades con algunos de aquellos hombres, sobre todo con Lászlo Endre, quien lo introdujo en Budapest en una vida social que le había sido ajena hasta entonces y acabó de deslumbrarlo al invitarlo a palacios y presentarle a condesas. Todo lo dicho y el hecho de que todo el mundo caía en las redes de ese juego de buen grado, tanto los judíos como los húngaros, puede explicar por qué caía también Eichmann en la desmesura (aunque nunca en la necedad de un Hunsche) y acababa por creerse que era de verdad
der Meister,
el Amo. En realidad, se tomaba por un
condottiere,
por un Von dem Bach-Zelewski, y se le olvidaba su auténtica forma de ser, la de un burócrata con talento, e incluso con mucho talento en su limitado terreno. Sin embargo, en cuanto estabas con él a solas, en su despacho o por la noche, si había bebido un poco volvía a ser el Eichmann de antes, aquel que iba de despacho en despacho de la
Staatspolizei,
respetuoso, azacanado, impresionado ante el menor galón superior a los suyos y, al tiempo, comido de deseos y de ambición, aquel Eichmann que pedía a Müller o a Heydrich o a Kaltenbrunner un respaldo por escrito para cada actuación y cada decisión y metía todas esas órdenes en la caja fuerte, primorosamente clasificadas; el Eichmann que habría sido tan feliz -y no menos eficiente- comprando y transportando caballos o camiones, si tal hubiera sido su tarea, como concentrando y evacuando a decenas de miles de seres humanos camino de la muerte. Cuando iba a charlar con él, en privado, de la
Arbeitseinsatz,
me escuchaba sentado detrás de su estupendo escritorio, en su lujosa habitación del hotel Majestic, con expresión aburrida y crispada, jugueteando con las gafas o con un portaminas, sacando y metiendo la mina clic-clac, clic-clac, compulsivamente, y, antes de contestar, volvía a ordenar sus papeles llenos de notas y de garabatos, soplaba el polvo de encima del escritorio y, luego, rascándose la cabeza, ya algo calva, se lanzaba en una de sus largas contestaciones, tan liosa que él mismo se perdía enseguida. Al principio, cuando por fin empezó en serio la Einsatz, después de que los húngaros, a finales de abril, dieran el visto bueno a las evacuaciones, estaba casi eufórico, en plena ebullición de energía; al tiempo, y más aún cuando se fueron acumulando las dificultades, se le iba poniendo el carácter cada vez más difícil e intransigente, incluso conmigo, que lo apreciaba sin embargo; empezó a ver enemigos por todas partes. A Winkelmann, que sólo era superior suyo en los papeles, no le gustaba en absoluto, pero creo que aquel policía severo y rudo, de innato sentido común de campesino austríaco, era quien atinaba mejor al juzgarlo. El porte altanero, por no decir la impertinencia de Eichmann, lo ponía fuera de sí; pero lo tenía calado: «Tiene mentalidad de subalterno», me explicó cuando fui a verlo una vez para preguntarle si podía intervenir o, al menos, presionar para mejorar las infames condiciones de transporte de los judíos. «Ejerce toda la autoridad de que dispone sin reservas, no tiene traba alguna ni ética ni mental para ejercer el poder. Tampoco tiene el menor escrúpulo en rebasar los límites de su autoridad, si le parece que está actuando dentro de la línea de quien le da las órdenes o lo respalda, como hacen el Gruppenführer Müller y el Obergruppenführer Kaltenbrunner». Era, desde luego, totalmente cierto, tanto más cuanto que Winkelmann no negaba la capacidad de Eichmann. Este, a la sazón, no vivía ya en el hotel, sino que se había instalado en la espléndida mansión de un judío, en la calle Apóstol, en el Rosenberg, una casa de dos plantas con una torre a cuyos pies corría el Danubio, y que estaba rodeada de un espléndido huerto de frutales al que desfiguraban mucho, por desgracia, las zanjas del refugio excavado en previsión de algún ataque aéreo. Vivía a todo tren y pasaba la mayor parte del tiempo con sus nuevos amigos húngaros. Las evacuaciones iban ya muy avanzadas, zona a zona según un plan muy minucioso, y llegaban quejas de todas partes, del
Jágerstab,
de las oficinas de Speer, y del propio Saur. Era como un fuego de artificio que se desperdigaba hacia todos lados, hacia Himmler, hacia Pohl y hacia Kaltenbrunner, pero, al final, todo me caía a mí, y aquello era, desde luego, un desastre, un auténtico escándalo; a los lugares de trabajo no llegaban más que muchachitas frágiles u hombres medio muertos, siendo así que estaban esperando un flujo de chicarrones sanos, robustos y hechos a la brega; estaban indignados, nadie entendía qué estaba pasando. Ya he explicado que parte de la culpa era del Honvéd, que, por mucho que dijeran todas las representaciones, no soltaba a sus batallones de trabajo. Pero, entre los demás judíos, no dejaba de haber hombres que, poco tiempo atrás, vivían una vida normal, no pasaban hambre y tenían que gozar de buena salud. Ahora bien, resultaba que las condiciones de los puntos de concentración, en donde los judíos tenían que esperar a veces días o semanas, casi sin comer, antes de que se los llevaran amontonados en vagones de ganado abarrotados, sin agua, sin comida, con un cubo higiénico por vagón, esas condiciones los dejaban agotados y sin fuerzas, las enfermedades proliferaban, muchas personas morían por el camino y las que llegaban tenían un aspecto deplorable, pocas de ellas pasaban la selección, y ni siquiera a ésas las querían en las empresas y las obras, o las devolvían enseguida, sobre todo los del
Jagerstab,
que chillaban porque les mandaban a chiquillas que no podían ni levantar un pico. Ya he dicho que cuando le transmitía esas quejas a Eichmann, las rechazaba con tono seco y afirmaba que no era responsabilidad suya, que sólo los húngaros podían modificar algo esas condiciones. Así que fui a ver al mayor Baky, el secretario de Estado que tenía a su cargo la gendarmería; Baky descartó mis quejas con una única frase: «Lo que tienen que hacer es llevárselos antes», y me remitió al teniente coronel Ferenczy, el oficial encargado de la gestión técnica de las evacuaciones, un hombre amargo y de trato difícil que me dio una charla de una hora para explicarme que estaría encantado de dar de comer mejor a los judíos si le proporcionaran comida, y de meter a menos gente en los vagones si le mandasen más trenes, pero que su principal misión era evacuarlos, no mimarlos. Fui con Wisliceny a uno de esos «puntos de concentración», no sé ya muy bien por dónde, por la zona de Kaschau quizá: era un espectáculo penoso, los judíos se apiñaban, por familias enteras, en un tejar a cielo abierto, bajo la lluvia de primavera; los niños de pantalón corto jugaban en los charcos; los adultos, apáticos, estaban sentados en las maletas o daban vueltas por acá y por allá. Me impresionó el contraste entre aquellos judíos y los de Galitzia y Ucrania, que eran los únicos a los que conocía de verdad; eran personas educadas, burgueses con frecuencia, e incluso los artesanos y los granjeros, de los que había bastantes, tenían un aspecto limpio y digno; los niños iban lavados, peinados y bien arreglados, pese a las condiciones y, a veces, con trajes nacionales verdes, con alamares negros y casquetes. Todo aquello hacía que la escena resultara aún más agobiante, pese a las estrellas amarillas habrían podido ser campesinos alemanes o, al menos, checos, y me venían a la cabeza pensamientos siniestros; me imaginaba a aquellos muchachos atildados, a aquellas jovencitas de discreto encanto, bajo los efectos del gas, y eran pensamientos que me revolvían el estómago, pero no había nada que hacer; miraba a las mujeres embarazadas y me las imaginaba en las cámaras de gas, con las manos en los vientres redondos, y me preguntaba con espanto qué le sucedía al feto de una mujer gaseada, si moría en el acto, con la madre, o si sobrevivía cierto tiempo, preso dentro de la envoltura muerta, su asfixiante paraíso; y entonces acudían los recuerdos de Ucrania y, por primera vez desde hacía mucho, me entraban ganas de vomitar, de vomitar mi impotencia, mi tristeza y mi vida inútil. Me crucé allí, por casualidad, con el doctor Grell, un Legationsrat a quien Feine había encargado que identificara a los judíos extranjeros detenidos por error por la policía húngara, sobre todo a los de los países aliados o neutrales, y los sacara de los centros de tránsito para, si venía al caso, enviarlos a sus puntos de origen. El pobre Grell, que era un mutilado de guerra desfigurado por una herida en la cabeza y unas quemaduras espantosas que aterrorizaban a los niños y los hacían salir huyendo y pegando alaridos, iba chapoteando por el barro, de un grupo a otro, con el sombrero chorreando, y preguntaba con mucha educación si había alguien con pasaporte extranjero, examinaba la documentación y ordenaba a los gendarmes húngaros que apartasen a algunos detenidos. Eichmann y sus colegas lo aborrecían, lo acusaban de indulgencia, de falta de criterio; y no dejaba de ser cierto que muchos judíos húngaros compraban por unos cuantos miles de pengos pasaportes extranjeros, sobre todo rumanos, que eran los más fáciles de conseguir, pero Grell se limitaba a cumplir con su trabajo, no era quién para determinar si esos pasaportes los habían conseguido de forma legal o no, y, en último término, si los agregados rumanos eran corruptos, eso era problema de las autoridades de Bucarest, y no nuestro; si querían aceptar o tolerar a todos esos judíos, allá ellos. Yo conocía un poco a Grell porque en Budapest íbamos juntos de vez en cuando a tomar algo o a cenar; entre los oficiales alemanes, casi todos evitaban tener trato con él o le daban esquinazo, incluso sus propios colegas, seguramente por aquel aspecto atroz, pero también porque le daban ataques depresivos graves y muy desconcertantes; a mí no me molestaba tanto, quizá porque su herida y la mía eran bastante parecidas en el fondo, a él también le habían metido una bala en la cabeza, pero con consecuencias mucho peores que las mías; por acuerdo tácito, no hablábamos de las circunstancias, pero cuando se pasaba un poco con la bebida decía que yo era una persona con suerte, y era verdad, yo tenía muchísima suerte por conservar la cara intacta y la cabeza bastante intacta también, mientras que él, si bebía de más, y bebía de más muchas veces, estallaba en ataques de rabia inauditos que eran casi ataques epilépticos, cambiaba de color y empezaba a dar alaridos; una vez, un camarero y yo tuvimos que sujetarlo a la fuerza para impedir que rompiera todo el menaje; al día siguiente vino a disculparse, contrito, deprimido, e intenté tranquilizarlo; yo lo entendía. Allí, en aquel centro de tránsito, vino a saludarme, miró a Wisliceny, a quien también conocía, y me dijo sencillamente: «Mal asunto, ¿verdad?». Tenía razón, pero había cosas peores aún. Para tratar de entender lo que pasaba con las selecciones, fui a Auschwitz. Llegué por la noche, en el Viena-Cracovia; mucho antes de la estación, a la izquierda del tren, se veía una línea de puntos de luz blanca, los faros de las alambradas de Birkenau colocados en la punta de postes pintados con una mano de cal y, detrás de aquella fila, más oscuridad, un abismo del que salía ese olor abominable de carne quemada cuyas bocanadas cruzaban por el vagón. Los pasajeros, sobre todo militares o funcionarios que regresaban a sus destinos, se agolpaban en las ventanillas, en muchos casos con sus mujeres. Hacían comentarios con entusiasmo: «La cosa está que arde», le dijo un funcionario a su mujer. En la estación, me recibió un Untersturmführer que me dejó acomodado en la
Haus der Waffen-SS.
A la mañana siguiente volví a ver a Höss. Como ya he contado, a primeros de mayo, después de la inspección de Eichmann, la WVHA había vuelto a cambiar de arriba abajo la organización del complejo de Auschwitz. A Liebehenschel, que había sido sin lugar a dudas el mejor Kommandant que el campo había tenido, lo sustituyó una nulidad, el Sturmbannführer Bar, un ex pastelero que había sido durante una temporada ayudante de Pohl; Hartjensteien, en Bierkenau, cambió el puesto con el Kommandant de Natzweiler, el Hauptsturmführer Kramer; y, finalmente, Höss supervisaba a los demás mientras durase la Einsatz húngara. Al hablar con él, me pareció evidente que opinaba que su nombramiento sólo tenía que ver con el exterminio: los judíos llegaban a veces a un ritmo de cuatro trenes diarios de tres mil unidades cada uno, pero no había mandado construir ningún barracón nuevo para recibirlos, sino que, antes bien, había dedicado toda su energía, considerable por cierto, a mejorar los crematorios y a prolongar el ferrocarril hasta el propio centro de Birkenau, algo de lo que estaba especialmente ufano, para poder descargar los vagones a pie mismo de las cámaras de gas. Con la llegada del primer convoy del día me llevó a presenciar la selección y las demás operaciones. La rampa nueva pasaba bajo la torre de vigilancia del edificio de la entrada de Birkenau y seguía, por tres ramales, hasta los crematorios del fondo. Un gran gentío bullía en el muelle de tierra apisonada, ruidoso, más pobre y más exótico que el que había visto en el centro de tránsito; esos judíos debían de venir de Transilvania, las mujeres y las jóvenes llevaban pañuelos de vivos colores; los hombres, aún con gabanes, lucían grandes y poblados bigotes y tenían la barba crecida en las mejillas. No había demasiado desorden; estuve mucho rato mirando a los médicos que hacían la selección (Wirths no estaba); tardaban entre uno y tres segundos en cada caso, en cuanto se les planteaba la mínima duda decían que no. También me pareció que rechazaban a muchas mujeres que yo veía perfectamente válidas; cuando se lo comenté a Höss, éste me comunicó que tales eran sus instrucciones, los barracones estaban atestados, no había sitio para meter a la gente, las empresas ponían pegas y tardaban en llevarse a los judíos y había que amontonarlos, estaban volviendo las epidemias y, como de Hungría seguía llegando gente a diario, no le quedaba más remedio que hacer sitio; ya había hecho varias selecciones de aquellos presos y también había intentado exterminar a todo el campo de los gitanos, pero ahí habían surgido problemas y había tenido que dejarlo para más adelante; había pedido permiso para vaciar el campo de familias de Theresienstadt y aún no se lo habían concedido, así que, mientras tanto, la verdad era que sólo podía seleccionar a los mejores y, de todas formas, si se quedaba con más, se morían enseguida de enfermedad. Me lo explicó todo con mucha tranquilidad, clavando en el gentío y en la rampa los ojos azules de mirada vacía, con expresión ausente. Yo estaba desesperado; era aún más difícil hacer razonar a aquel hombre que a Eichmann. Insistió para enseñarme las instalaciones de exterminio y explicármelo todo: había ampliado los Sonderkommandos de 220 a 860 hombres, pero habían sobreestimado la capacidad de los Kremas; no era tanto la operación de gasear en sí lo que planteaba problemas como que los hornos tenían sobrecarga y, para remediarlo, había mandado cavar zanjas de incineración; poniéndose exigente con los Sonderkommandos, la cosa funcionaba y se llegaba a una media de seis mil unidades diarias, lo que quería decir que algunos tenían que esperar a la mañana siguiente, si se acumulaba demasiado trabajo. Era algo espantoso, el humo y las llamas de las zanjas, que funcionaban con petróleo y con la grasa de los cuerpos, debían de verse a kilómetros a la redonda; le pregunté si no pensaba que podría llegar a ser embarazoso: «Sí, las autoridades del Kreiss andan preocupadas pero eso no es problema mío». Según él, nada de lo que habría debido ser problema suyo lo era. Yo estaba harto y le pedí que me enseñase los barracones. El sector nuevo, previsto desde hacía tiempo como campo de tránsito para los húngaros, se había quedado a medio hacer; miles de mujeres, desmejoradísimas y agotadas ya, aunque sólo llevaban allí poco tiempo, se amontonaban en aquellas apestosas cuadras alargadas; muchas no cabían y dormían al sereno y en el barro; no había bastantes uniformes de rayas para darles, pero tampoco les dejaban su ropa y las tenían vestidas con harapos sacados de «el Canadá», y vi mujeres completamente desnudas, o que llevaban nada más que una camisa de la que les asomaban las piernas amarillas y flaccidas, manchadas a veces de excrementos. ¡No me extrañaba que el