Clemens y Weser volvieron a verme pocos días después, tras haber concertado esta vez una cita como es debido con Fräulein Praxa, que los hizo pasar a mi despacho con mirada feroz. «Hemos intentado localizar a su hermana -dijo Clemens, el alto, a modo de introducción-. Pero no está en su casa».. —«Me parece muy verosímil -dije-. Su marido está inválido. Y va con él muchas veces a Suiza cuando se hace un tratamiento». —«Hemos pedido a la Embajada de Berna que intente encontrarla -dijo con tono perverso Weser, moviendo los hombros estrechos-. Nos gustaría mucho hablar con ella».. —«¿Tan importante es?», pregunté.. —«Seguimos con la maldita historia esa de los niños gemelos», dijo Clemens, como si eructase, con aquel vozarrón berlinés suyo.. —«Es que no acabamos de entenderlo», añadió Weser, poniendo cara de garduña. Clemens sacó la libreta y leyó: «La policía francesa hizo una investigación».. —«Con cierto retraso», le interrumpió Weser.. —«Sí, pero más vale tarde que nunca. Por lo visto, los gemelos vivían con la madre de ustedes por lo menos desde 1938 , cuando empezaron a ir al colegio. Su madre decía que eran unos sobrinos nietos huérfanos. Y hay unos cuantos vecinos que parecen opinar que a lo mejor llegaron antes, en 1936 o en 1937 . ». —«No deja de ser curioso -dijo Weser con tono agrio-. ¿Nunca los había visto antes?. —«No -dije, muy seco-. Pero no es curioso en absoluto. Yo no iba nunca a casa de mi madre».. —«¿Nunca? -refunfuñó Clemens- ¿Nunca?. —«Nunca;». —«Salvo, precisamente, en aquella ocasión -dijo Weser, sibilante-. Pocas horas antes de que muriera violentamente. Ya ve que es muy curioso».. —«Meine Herrén -puntualicé-, sus insinuaciones están totalmente fuera de lugar. Yo no sé dónde habrán aprendido ustedes el oficio, pero su comportamiento me parece grotesco. Además, no tienen autoridad alguna para investigarme sin una orden del
SS-Gericht».
Tres días antes de Año Nuevo nevó bastante, y esta vez la nieve cuajó. Inspirado por el éxito de la fiesta que dio en Navidad, Thomas decidió volver a invitar a todo el mundo: «Más vale que le saquemos partido a esta choza antes de que se achicharre también». Le dije a Héléne que avisara a sus padres de que iba a volver tarde, y fue una fiesta de lo más alegre. Poco antes de las doce, toda la banda se armó de botellas de champaña y de cestas de ostras del Báltico y se fue a pie hacia el Grunewald. Bajo los árboles descansaba la nieve, virginal y pura; el cielo estaba despejado y lo alumbraba una luna casi llena que derramaba una luz azulada sobre la extensión blanca. En un claro, Thomas se puso a descorchar a sablazos el champaña -llevaba un auténtico sable de caballería que había descolgado de la pared de nuestra sala de esgrimay los menos torpes se esforzaron en abrir las ostras, arte delicado y peligroso para aquellos a quienes no se les dé bien. A medianoche, en lugar de fuegos artificiales, los artilleros de la Luftwaffe encendieron los focos, lanzaron bengalas y dispararon unas cuantas salvas del 88. Esta vez, Héléne me besó sin andarse con rodeos; no fue un beso largo, pero sí un beso apretado y alegre que me disparó algo así como una descarga de temor y de placer por todos los miembros. Asombroso, me dije mientras bebía para disimular la turbación, yo que pensaba que no me era ya ajena sensación alguna, y resulta que un beso de mujer me trastorna. Los demás reían, se tiraban bolas de nieve y comían las ostras en las propias conchas. Hohenegg, que no se había quitado una chaplea apolillada que le cubría la calva ovalada, resultó ser el más hábil abridor de conchas: «Esto y un tórax son hasta cierto punto lo mismo», decía riéndose. Schellenberg, en cambio, se había rebanado toda la base del pulgar y le goteaba mansamente la sangre en la nieve mientras comía ostras, sin que a nadie se le ocurriera vendarle la herida. Me dio un ataque de júbilo y empecé yo también a correr y a tirar bolas de nieve; cuanto más bebíamos, más endiablado se volvía el juego, nos agarrábamos unos a otros por las piernas, para hacernos placajes como en el rugby; nos metíamos puñados de nieve por el cuello; teníamos los abrigos empapados, pero no notábamos el frío. Empujé a Héléne para tirarla en la nieve en polvo, tropecé y me desplomé a su lado; tendida de espaldas, con los brazos en cruz en la nieve, reía; al caer se le había subido la falda larga y, sin pararme a pensar, le puse la mano en la rodilla, que sólo cubría la media. Volvió la cabeza hacia mí y me miró sin dejar de reírse. Luego, retiré la mano y la ayudé a levantarse. No regresamos hasta habernos bebido la última botella. Hubo que calmar a Schellenberg, que quería disparar contra las botellas vacías; mientras caminábamos por la nieve, Héléne iba cogida de mi brazo. Ya en la casa, Thomas cedió galantemente su cuarto y el cuarto de invitados a las chicas, cansadas, que se durmieron vestidas en las camas, de tres en tres. Acabé la noche jugando al ajedrez y comentando De trinitate de Agustín con Hohenegg, que había metido la cabeza debajo del chorro de agua fría y bebía té. Así empezó el año 1944.
Speer no había vuelto a hablar conmigo desde la visita a
Mittelbau;
a principios de enero me llamó para felicitarme el año nuevo y pedirme un favor. Su ministerio había cursado una petición a la RSHA para que no deportasen a unos cuantos judíos de Amsterdam especializados en compra de metales y que tenían contactos valiosísimos en los países neutrales; la RSHA había desestimado la petición, alegando el deterioro de la situación en Holanda y la necesidad de ser
especialmente severo.
«Es una ridiculez -me dijo Speer con voz cargada de cansancio-. ¿Qué daño pueden hacerle a Alemania tres judíos que trafican con metales? En este momento sus servicios nos resultan inestimables». Le pedí que me enviara copia de la correspondencia y prometí hacer cuanto estuviera en mi mano. La carta con la negativa la firmaba Müller pero llevaba la referencia de dictado del IV B 4a. Llamé por teléfono a Eichmann y empecé por desearle feliz año nuevo. «Gracias, Obersturmbannführer -dijo con aquella curiosa mezcla suya de acento austríaco y acento berlinés-. Y, por cierto, enhorabuena por el ascenso». Luego le conté el asunto de Speer. «No lo he llevado yo en persona -dijo Eichmann-. Debe de haber sido el Hauptsturmführer Moes, que se ocupa de los casos individuales. Pero tiene razón, claro. ¿Sabe cuántas peticiones de ésas recibimos? Si dijéramos siempre a todas que sí ya no nos quedaría más que echar el cierre; no podríamos volver a tocar ni a un judío».. —«Lo comprendo muy bien, Obersturmbannführer. Pero ésta es una petición del ministro de Armamento y Producción de Guerra en persona».. —«Sí, ya... Será que el individuo que tengan en Holanda querrá hacer méritos y, luego, poco a poco, la cosa ha llegado hasta el ministerio. Pero todo eso son sólo historias de rivalidades entre departamentos. No, de verdad, no podemos aceptarlo. Además la situación en Holanda está podrida. Y hay todo tipo de grupos que andan por ahí sueltos. La cosa va fatal. » Volví a insistir, pero Eichmann se empecinaba: «No, si aceptamos, ya sabe, volverán a decir que, salvo el Führer, ya no quedan antisemitas convencidos entre los alemanes. Es imposible».
¿Qué demonios quería decir? En cualquier caso, Eichmann no podía tomar esa decisión personalmente y lo sabía. «Mire, mándenoslo por escrito», acabó por decir de mala gana. Decidí escribir directamente a Müller, pero Müller me contestó lo mismo, no podían hacer excepciones. No me decidía a pedírselo al Reichsführer; resolví volver a hablar con Speer para ver hasta qué punto tenía interés en esos judíos. Pero en el ministerio me informaron de que estaba de baja por enfermedad. Pedí detalles: estaba ingresado en Hohenlychen, el hospital SS en donde me atendieron después de Stalingrado. Pude conseguir un ramo de flores y fui a verlo. Habían requisado toda una suite en el ala privada y se había instalado allí con su secretaria personal y unos cuantos asistentes. La secretaria me explicó que una antigua inflamación de la rodilla había vuelto a aparecer tras pasar las vacaciones de Navidad en Laponia; su estado iba empeorando y el doctor Gebhardt, el famoso especialista de la rodilla, opinaba que era una inflamación reumática. Encontré a Speer de un humor de perros: «Es usted, Obersturmbannführer. Feliz año.
¿Y
qué?». Le expliqué que la RSHA seguía en sus trece; quizá, sugerí, si fuera a ver al Reichsführer podría decirle algo al respecto. «Creo que el Reichsführer tiene cosas más importantes en qué pensar -respondió con mucha brusquedad-. Y yo también. Tengo que dirigir el ministerio desde aquí, ya ve. Si no puede usted resolver el tema personalmente, déjelo». Me quedé unos pocos minutos más y, luego, me fui; notaba que estaba de más.
Por lo demás, Speer iba empeorando; cuando volví a llamar unos días después para preguntar cómo estaba, su secretaria me comunicó que ya no cogía el teléfono. Hice unas cuantas llamadas: había quienes decían que estaba en coma, a punto de morirse. Me parecía raro que una inflamación de la rodilla, por muy reumática que fuera, llegase a tanto. Se lo comenté a Hohenegg, que no tenía opinión. «Pero si pasa a mejor vida -me dijo- y me dejan hacerle la autopsia, ya le diré qué le pasaba». Yo también tenía cosas más importantes en qué pensar. La noche del 30 de enero los ingleses nos castigaron con la peor incursión aérea desde las de noviembre; volví a quedarme sin cristales y se hundió parte del balcón. Al día siguiente, Brandt me convocó y me informó, amablemente, de que el
SS-Gericht
había pedido permiso al Reichsführer para investigarme en relación con el asesinato de mi madre. Me puse como la grana y me levanté de un salto: «¡Herr Standartenführer! Esa historia es una infamia fruto de las mentes enfermas de unos policías arribistas. Estoy dispuesto a aceptar una investigación para que mi nombre quede limpio de toda sospecha. Pero, en tal caso, pido que se me conceda una baja hasta que se demuestre mi inocencia. Sería inadmisible que el Reichsführer tuviera en su estado mayor personal a un hombre sospechoso de semejante infamia».. —«Cálmese, Obersturmbannführer. Aún no se ha tomado una decisión. Mejor cuénteme qué sucedió». Volví a sentarme y le referí los acontecimientos ateniéndome a la versión que había dado a los policías. «Lo que los ha trastornado ha sido que yo estuve en Antibes. Es cierto que mi madre y yo estuvimos muchos años reñidos. Pero ya sabe cómo me hirieron en Stalingrado. Hallarse tan cerca de la muerte lo hace a uno pensar: me dije que teníamos que arreglar las cosas de una vez por todas. Por desgracia, quien murió fue ella, y de una forma atroz, inaudita».. —«¿Y cómo cree que ocurrió?». —«No tengo la menor idea, Herr Standartenführer. Empecé a trabajar para el Reichsführer poco después y no he vuelto por allí. Mi hermana fue al entierro y me habló de terroristas, de un arreglo de cuentas; mi padrastro era proveedor de la Wehrmacht para muchos artículos».. —«Por desgracia es algo de lo más verosímil. Ese tipo de cosas sucede en Francia cada vez con más frecuencia». Apretó los labios e inclinó la cabeza y la luz se le reflejó en los cristales de las gafas. «Mire, creo que el Reichsführer querrá hablar con usted antes de tomar una decisión. Entretanto, le sugiero que vaya a ver al juez que ha cursado la petición. Es el juez Baumann, del tribunal de las SS y de la policía de Berlín, un hombre honradísimo. Si es usted realmente víctima de alguna malevolencia personal, quizá pueda convencerlo de ello usted mismo».
Pedí en el acto una cita con el juez Baumann. Me recibió en su despacho del tribunal: era un jurista ya maduro que llevaba uniforme de Standartenführer y tenía la cara cuadrada, la nariz torcida y aspecto de boxeador. Me puse mi mejor uniforme y todas mis medallas. Cuando lo hube saludado, me dijo que me sentara. «Gracias por haberme recibido, Herr Richter», dije recurriendo de preferencia a la apelación usual en vez de a la graduación SS.. —«De ninguna manera. Es lo menos». Abrió una carpeta que tenía encima del escritorio. «He pedido su expediente personal. Espero que no le moleste».. —«En absoluto, Herr Richter. Permítame que le comunique lo que pienso decirle al Reichsführer: me parecen odiosas estas acusaciones que me afectan en una cuestión tan personal. Estoy dispuesto a cooperar con usted de todas las formas posibles para que queden refutadas por completo». Baumann carraspeó: «Ya supondrá que todavía no he ordenado una investigación. No puedo hacerlo sin el permiso del Reichsführer. En el expediente que tengo no hay gran cosa. He cursado la petición porque lo pidió la Kripo, que asegura que dispone de elementos probatorios que sus investigadores querrían examinar más a fondo».. —«Herr Richter, he hablado ya dos veces con esos investigadores. Todos los elementos que me proporcionaron consistían en insinuaciones sin pruebas y sin base, una elaboración -y discúlpeme- delirante de sus cerebros».. —«Es, desde luego, muy posible -dijo el juez con tono de buen humor-. Veo aquí que hizo usted excelentes estudios. Si hubiera seguido con el derecho, habríamos podido convertirnos en colegas. Conozco muy bien al doctor Jessen, que fue profesor suyo. Un jurista estupendo». Siguió hojeando el expediente. «Perdone, pero ¿su padre luchó con el Freikorps Rossbach en Curlandia? Recuerdo a un oficial que se apellidaba Aue». Y dijo también el nombre. Me empezó a latir muy fuerte el corazón. «Así se llamaba efectivamente mi padre, Herr Richter. Pero no sé nada de lo que usted me pregunta. Mi padre desapareció en 1921 y desde entonces no he tenido noticias de él. Es posible que se trate del mismo hombre. ¿Sabe usted qué fue de él?. —«No, por desgracia. Lo perdí de vista durante la retirada, en diciembre del 19. Aún estaba vivo en aquel momento. Oí decir también que participó en el golpe de Estado de Kapp. Muchos de los
Baltikumer
tomaron parte en él». Se quedó pensando: «Podría usted hacer alguna investigación. Siguen existiendo asociaciones de veteranos de los Freikorps».. —«Sí, Herr Richter, es una excelente idea». Volvió a carraspear y se arrellanó en el sillón. «Bueno, si le parece volvamos a su asunto. ¿Qué puede decirme al respecto?» Le conté lo mismo que a Brandt. «Es una historia espantosa -dijo por fin-. Debió usted de quedarse conmocionado».. —«Por supuesto, Herr Richter. Y mucho más conmocionado me quedé con las acusaciones de esos dos defensores del orden público que estoy seguro de que jamás han pasado ni un día en el frente y se permiten difamar a un oficial SS». Baumann se rascó la barbilla: «Puedo entender hasta qué punto todo esto le resulta ofensivo, Obersturmbannführer. Pero es posible que la mejor solución fuera aclarar por completo el asunto».. —«No tengo nada que temer, Herr Richter. Me atendré a lo que decida el Reichsführer».. —«Tiene razón». Se levantó y me acompañó hasta la puerta. «Conservo unas cuantas fotos antiguas de Curlandia. Si quiere puedo mirar a ver si está en alguna aquel Aue».. —«Me gustaría muchísimo, Herr Richter». En el pasillo me estrechó la mano: «No se preocupe, Obersturmbannführer. ¡Heil Hitler!». La entrevista con el Reichsführer se celebró el día siguiente mismo y fue breve y concluyente: «¿Qué ridiculez de historia es ésa, Obersturmbannführer?».. —«Me acusan de ser un asesino, mi Reichsführer. Sería cómico si no fuera tan trágico». Le referí brevemente las circunstancias. Himmler tardó muy poco en tomar una decisión: «Obersturmbannführer, empiezo a conocerlo. Tiene sus defectos: es, y perdone que se lo diga, obstinado y, a veces, pedante. Pero no veo en usted el mínimo rastro de una tara moral. Desde el punto de vista racial, es usted un ejemplar nórdico perfecto, aunque quizá con un leve toque de sangre alpina. Sólo las naciones degeneradas, como los polacos o los gitanos, pueden cometer un matricidio. O un italiano de sangre ardiente durante una pelea, pero no a sangre fría. No, es ridículo. La Kripo carece por completo de criterio. Tendré que dar instrucciones al Gruppenführer Nebe para que dé a sus hombres formación en análisis racial, así perderían menos el tiempo. Por supuesto que no voy a autorizar esa investigación. Hasta ahí podríamos llegar».