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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (97 page)

BOOK: Las benévolas
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Titubeé. Tenía hambre, pero no había ni que pensar en encontrar algo de comer. En casa tenía algo para picar, pero no sabía si seguía teniendo casa. Decidí por fin ir a la SS-Haus a decir que estaba disponible. Bajé corriendo por la Friedensallee: frente a mí, la puerta de Brandeburgo se erguía, intacta, bajo las redes de camuflaje. Pero, detrás de ella, casi todo Unter den Linden parecía ser pasto de las llamas. El humo y el polvo adensaban el aire, cargado y caliente, y me estaba empezando a costar trabajo respirar. De los edificios incendiados salían disparados, crepitando, chorros de chispas. El viento soplaba cada vez con mayor fuerza. En el lado de enfrente de la Pariser Platz ardía el Ministerio de Armamento, que los impactos habían demolido en parte. También allí se afanaban entre los escombros secretarias con cascos de hierro de la defensa civil para evacuar los expedientes. Un Mercedes con banderín oficial estaba aparcado en un lateral; entre la muchedumbre de empleados, reconocí a Speer despeinado, con la cara negra de hollín. Fui a saludarlo y le ofrecí mi ayuda; al verme, me gritó algo que no entendí. «¡Se está quemando!», repitió.. —«¿Cómo?» Acudió, me agarró el brazo, me hizo volverme y me dio palmadas en la espalda. Unas chispas debían de haberme prendido el gabán y no había notado nada. Le di las gracias, confuso, y le pregunté qué podía hacer. «Nada, de verdad. Creo que hemos sacado lo que hemos podido. En mi despacho personal ha habido un impacto directo. No queda nada». Miré en torno: la Embajada de Francia, la ex Embajada de Gran Bretaña, el hotel Bristol, las oficinas de la IG Farben, todo estaba muy dañado o estaba ardiendo. Las elegantes fachadas de los palacetes de Schinkel, junto a la Puerta, se recortaban sobre un fondo de incendios. «¡Qué desgracia!», susurré.. —«Suena terriblemente mal -dijo, pensativo, Speer-, pero vale más que se centren en las ciudades».. —«¿Qué quiere decir, Herr Reichsminister?». —«Durante el verano, cuando atacaron el Rhur, pasé mucho miedo. En agosto, atacaron Schweinfurt, en donde tenemos concentrada toda la producción de rodamientos de bola. Y volvieron a atacar en octubre. La producción bajó hasta el sesenta y siete por ciento. A lo mejor no se da usted cuenta, Sturmbannführer, pero si no hay rodamientos de bola no hay guerra. Si se centrasen en Schweinfurt, capitularíamos dentro de dos meses, dentro de tres como mucho. Aquí -e indicó los incendios con la mano- matan a gente y desperdician sus recursos en nuestros monumentos culturales». Soltó una risa seca y dura: «De todas formas pensábamos reconstruirlo todo. ¡Ea!». Me despedí: «Si no me necesita, Herr Reichsminister, me voy. Pero quería decirle que su petición está en estudio. Me pondré pronto en contacto con usted para informarle de lo que decidan». Me estrechó la mano: «Bien, bien. Buena velada, Sturmbannführer».

Yo había mojado un pañuelo en un cubo y me lo puse delante de la boca para seguir andando; había pedido también que me rociasen los hombros y la gorra. En la Wilhelmstrasse, el viento rugía entre los ministerios y azuzaba las llamas que lamían los huecos de las ventanas. Soldados y bomberos corrían de un lado para otro con pocos resultados. El
Auswártiges Amt
parecía muy tocado; pero la cancillería, algo más allá, había salido mejor librada. Caminaba por una alfombra de vidrios rotos; en toda la calle no quedaba ya ni un cristal entero. En la Wilhelmplatz habían colocado unos cuantos cuerpos cerca de un camión volcado de la Luftwaffe; civiles espantados seguían saliendo de la estación del U-Bahn y miraban alrededor con expresión horrorizada y perdida; de vez en cuando, se oía alguna detonación, una bomba de retardo, o el absurdo rugido de un edificio al desplomarse. Miré los cuerpos: un hombre sin pantalones, con las nalgas ensangrentadas al aire, de forma grotesca; una mujer con los brazos intactos, pero sin cabeza. Me parecía especialmente obsceno que los tuvieran así, pero a nadie parecía preocuparle. Un poco más allá, habían apostado centinelas ante el Ministerio del Aire: algunos transeúntes los insultaban a gritos o les soltaban sarcasmos acerca de Góring, pero sin detenerse; no había aglomeraciones; enseñé mi carnet del SD y crucé el cordón. Llegué por fin a la esquina de la Prinz-Albrechtstrasse: a la SS-Haus no le quedaba ni un cristal, pero no parecía tener más daños. En el vestíbulo, barrían los restos unos soldados y unos oficiales colocaban tablones o colchones ante los huecos de las ventanas. Me encontré a Brandt dando instrucciones con voz sosegada y sin matices en un pasillo; estaba sobre todo ocupado en recuperar la línea telefónica. Lo saludé y le di cuenta del estado en que había quedado mi oficina. Asintió con la cabeza: «Bueno. Mañana nos ocuparemos de eso». Como no parecía que hubiera gran cosa por hacer, me fui a la
Staatspolizei,
que estaba al lado; allí estaban colocando como podían las puertas arrancadas; unas cuantas bombas habían caído bastante cerca y, algo más abajo, un cráter gigantesco desfiguraba la calle y soltaba el agua de una tubería reventada. Me encontré a Thomas en su despacho, bebiendo schnaps con otros tres oficiales, desaliñado, negro de mugre y jovial: «¡Anda! -exclamó-. Vaya pinta que traes. Bebe. ¿Dónde estabas?». Le conté brevemente mis experiencias en el ministerio. «¡Toma! Yo ya estaba en casa. Bajé al sótano con los vecinos. Una bomba atravesó el tejado y el edificio se incendió. Hubo que tirar abajo los tabiques de los sótanos de las casas de al lado, de varias casas, uno detrás de otro, para poder salir por el final de la calle. Toda la calle ha ardido, y la mitad de mi edificio, incluido mi piso, se ha hundido. Y, para colmo de males, me he encontrado mi pobre descapotable debajo de un autobús. En resumen, que estoy en la ruina». Me sirvió otro vaso: «Bebamos ya que la desdicha nos agobia, como decía mi abuela Ivona».

Al final, pasé la noche en la
Staatspolizei.
Thomas encargó bocadillos, té y sopa. Me prestó uno de sus uniformes de recambio, que me quedaba un poco grande, pero estaba más presentable que mis andrajos; una sonriente taquimecanógrafa tomó a su cargo el cambio de galones e insignias. Habían colocado en el gimnasio camas plegables para unos quince oficiales que se habían quedado sin domicilio; me encontré allí a Eduard Holste, a quien había conocido brevemente cuando era Leiter IV/V del grupo D a finales de 1942; lo había perdido todo y casi lloraba de amargura. Por desgracia las duchas seguían sin funcionar y sólo pude lavarme las manos y la cara. Me dolía la garganta y tosía, pero el schnaps de Thomas me había quitado un poco el sabor a cenizas. Fuera, seguían oyéndose detonaciones. El viento rugía, feroz y obsesivo.

Por la mañana muy temprano, sin esperar a Piontek, saqué el coche del garaje y me fui a casa. Las calles, que taponaban tranvías calcinados o volcados, árboles caídos y escombros, estaban bastante impracticables. Una nube de humo negro y acre velaba el cielo y muchos transeúntes llevaban aún toallas o pañuelos mojados delante de la boca. Seguía pinteando. Adelanté a filas de personas que empujaban cochecitos de niño o carritos pequeños llenos de efectos personales, o que iban cargadas con maletas o tirando penosamente de ellas. Por todas partes perdían agua las tuberías y tenía que cruzar charcos en donde había restos que, en cualquier momento, podían rajarme los neumáticos. No obstante, circulaban muchos coches, la mayoría sin cristales, y algunos incluso sin puertas, pero cargados a rebosar: los que tenían sitio, recogían a las víctimas del siniestro, y yo hice otro tanto con una madre joven y agotada, con dos niños pequeños, que quería ir a casa de sus padres. Acorté camino por el Tiergarten asolado; la columna de la Victoria, que seguía de pie como en un desafío, se erguía en el centro de un gran lago que había formado el agua de las tuberías reventadas, y tuve que dar un rodeo considerable. Dejé a la mujer entre los escombros de la Händelallee y seguí camino de mi casa. Por todas partes había cuadrillas que se afanaban en remediar los daños; delante de los edificios destruidos, los zapadores inyectaban aire en los sótanos enterrados para liberar a los supervivientes; los ayudaban presos italianos que llevaban pintadas en la espalda las letras KGF, esos mismos a quienes nadie llamaba ya sino «Badoglios». La estación de S-Bahn de Brükenallee estaba en ruinas; yo vivía algo más lejos, en la Flensburgerstrasse; mi edificio parecía milagrosamente intacto; ciento cincuenta metros más allá, todo eran cascotes y fachadas despanzurradas. El ascensor no funcionaba, claro. Subí a pie los ocho pisos; mis vecinos estaban barriendo el hueco de la escalera o colocando las puertas como podían. Me encontré la mía fuera de los goznes y puesta en su sitio, torcida; dentro, lo cubría todo una gruesa capa de cristales rotos y de yeso; había huellas de pasos y había desaparecido el gramófono, pero no parecía que se hubieran llevado nada más. Entraba por las ventanas mi viento frío y cortante. Hice deprisa una maleta y bajé luego a ponerme de acuerdo con la vecina que me hacía de asistenta de vez en cuando para que subiera a limpiar; le di dinero para que mandara arreglar la puerta ese mismo día y las ventanas en cuanto se pudiera; prometió avisarme a la SS-Haus en cuanto la casa estuviera más o menos habitable. Me fui en busca de un hotel; soñaba por encima de todo con darme un baño. El que más cerca me pillaba era el hotel Edén en donde ya me había alojado durante algún tiempo. Tuve suerte; toda la Budapesterstrasse estaba arrasada, pero el Edén seguía abierto. Estaban tomando la recepción por asalto; personas acomodadas que se habían quedado sin casa y oficiales se disputaban las habitaciones. Tras alegar mi grado, mis medallas y mi invalidez y mentir al exagerar el estado de mi piso, el gerente, que me había reconocido, se avino a darme una cama a condición de que compartiese habitación. Le di un billete al mozo de planta para que me subieran agua caliente y, por fin, a eso de las diez, pude meterme en un baño tirando a tibio, pero delicioso. El agua se puso negra enseguida, pero me daba igual. Todavía estaba a remojo cuando trajeron a mi vecino de habitación. Se disculpó muy cortésmente a través de la puerta cerrada del cuarto de baño y me dijo que esperaría abajo a que estuviera listo. En cuanto me vestí, bajé a buscarlo: era un aristócrata georgiano, muy elegante, que había salido huyendo con sus cosas de su hotel en llamas y había venido a dar aquí.

A todos mis colegas se les había ocurrido la idea de acudir a la SS-Haus. Allí me encontré a Piontek, imperturbable; a Fräulein Praxa, muy peripuesta aunque se le había quemado el guardarropa; a Walser, muy ufano porque su barrio estaba casi intacto; y a Isenbeck, un tanto afectado porque su anciana vecina había fallecido de un ataque al corazón junto a él, durante la alerta, sin que él, en la oscuridad, se diera cuenta de nada. Weinrowski había regresado hacía tiempo a Oranienburg. En cuanto a Asbach, había mandado una nota: su mujer estaba herida y vendría en cuanto pudiera. Envié a Piontek para que le dijera que se tomase unos días si le hacía falta; de todas formas, había pocas probabilidades de que pudiéramos reanudar el trabajo de inmediato. Le dije a Fräulein Praxa que se volviera a casa y, con Walser y con Isenbeck, me fui al ministerio a ver qué podíamos salvar aún. El incendio estaba controlado, pero el ala oeste seguía cerrada; un bombero nos escoltó por entre los escombros. La mayor parte del último piso había ardido, y también el desván; de nuestra oficina, no quedaba sino una habitación, con un armario de documentos que había sobrevivido al incendio, pero las mangueras de los bomberos zapadores los habían empapado. Por un lienzo desplomado de la pared se veía el Tiergarten asolado; al asomarme, comprobé que también la Lehrter Bahnhof había padecido daños, pero el denso humo, cuya pesada capa cubría el resto de la ciudad, impedía ver más allá; al fondo, sin embargo, aún se divisaban los trazos de las avenidas incendiadas. Emprendí, junto con mis colegas, la mudanza de los expedientes rescatados y, también la de una máquina de escribir y un aparato de teléfono. Era una tarea delicada, porque el incendio había abierto, a trechos, agujeros en el suelo de tarima, y los escombros por despejar taponaban los pasillos. Cuando se reunió con nosotros Piontek, llenamos el coche y le dije que lo llevase todo a la SS-Haus. Allí me proporcionaron un armario empotrado para guardarlos temporalmente, pero nada más; Brandt seguía demasiado desbordado de trabajo para poder hacerme caso. Como no tenía ya nada más que hacer, mandé a casa a Walser y a Isenbeck y le dije a Piontek que me llevara al hotel Edén tras haberme puesto de acuerdo con él para que pasara a buscarme al día siguiente por la mañana; como estaba sin la familia, podía perfectamente dormir en el garaje. Bajé al bar y pedí un coñac. Mi vecino de habitación, el georgiano, luciendo un sombrero de fieltro y una bufanda blanca, interpretaba a Mozart en el piano con una pulsación notablemente acerada. Cuando lo dejó, le invité a una copa y charlé un rato con él. Estaba más o menos afiliado a uno de aquellos grupos de emigrados que pululaban en vano por las oficinas del
Auswártiges Amt
y de las SS; el nombre que me dijo, Micha Kedia, me sonaba de algo. Cuando se enteró de que había estado en el Cáucaso, dio un brinco de entusiasmo, pidió otra ronda, hizo un brindis (aunque yo no había puesto nunca los pies en su lado de las montañas) solemne e interminable, me obligó a beberme el vaso de un trago y me invitó en el acto, en cuanto nuestras fuerzas la liberasen, a pasar una temporada en Tiflis, en la mansión de sus antepasados. Poco a poco se iba llenando el bar. A eso de las siete, las conversaciones empezaron a deshilvanarse y la gente empezó a mirar de reojo el reloj que había encima de la barra: diez minutos después comenzaron a sonar las sirenas; luego, la Flak, violenta y cercana. El gerente nos garantizó que el bar también hacía las veces de refugio; bajaron todos los clientes del hotel y pronto no quedó ni un sitio libre. El ambiente se volvió bastante alegre y animado: mientras se acercaban las primeras bombas, el georgiano volvió al piano y empezó a tocar jazz; unas mujeres con traje de noche se levantaron y se pusieron a bailar; las paredes y las arañas se estremecían, algunos vasos se caían de la barra y se hacían añicos, con las detonaciones apenas si se oía la música, la presión del aire se volvía insoportable, yo bebía, unas mujeres histéricas se reían, otra intentó besarme y luego rompió en sollozos. Cuando todo pasó, el gerente invitó a todos a una ronda. Salí: habían acertado en el zoo, ardían algunos pabellones, volvían a verse incendios por doquier; me fumé un cigarrillo mientras me arrepentía de no haber ido a ver las fieras cuando aún estaba a tiempo. Se había derrumbado un lienzo de pared; me acerqué; había hombres corriendo para todos lados, algunos llevaban escopetas, se hablaba de leones y tigres en libertad. Habían caído varias bombas incendiarias y, detrás de la avalancha de ladrillos, veía arder las galerías; el gran templo indio estaba despanzurrado; dentro, me explicó un individuo que pasaba por mi lado, habían encontrado cadáveres de elefantes que las bombas habían despedazado, y también un rinoceronte, intacto en apariencia pero no menos muerto, de miedo quizá. A mi espalda, ardían buena parte de los edificios de la Budapesterstrasse. Fui a echarles una mano a los bomberos; estuve horas ayudando a apartar escombros; cada cinco minutos, sonaba un silbato para que se detuvieran los trabajos y que los salvadores pudieran oír los golpes sordos de la gente pillada en una trampa, y a algunos los sacaban, vivos, heridos e incluso ilesos. A eso de las doce de la noche, volví al Edén; la fachada estaba deteriorada, pero la estructura se había librado de un impacto directo; en el bar, seguía la fiesta. Mi nuevo amigo georgiano me obligó a beber varias copas seguidas; el uniforme que me había prestado Thomas estaba lleno de mugre y de hollín, pero ello no impedía a las mujeres de mundo más selectas coquetear conmigo; estaba claro que pocas de ellas deseaban pasar la noche solas. El georgiano se dio tan buena maña que acabé completamente borracho: a la mañana siguiente me desperté en mi cama, pero no me acordaba de haber subido a mi cuarto; estaba sin guerrera y sin camisa, pero tenía puestas las botas. El georgiano roncaba en la cama de al lado. Me aseé lo mejor que pude, me puse uno de mis propios uniformes y di a lavar el de Thomas; dejé a mi vecino durmiendo, me tomé un café muy malo, pedí un comprimido para el dolor de
cabeza
y volví a la Printz-Albrechtstrasse.

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