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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (116 page)

BOOK: Las benévolas
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De Gleiwitz salían trenes a diario desde el 19 de enero, llevándose a los presos a medida que iban llegando desde los campos más cercanos. Sabía que los primeros trenes los habían encaminado hacia Gross-Rosen, adonde había ido Bär a preparar la llegada; pero Gross-Rosen no tardó en quedar saturado y se negaron a aceptar más; ahora, los convoyes pasaban por el Protektorat y luego los encarrilaban hacia Viena (al KL Mauthausen), o hacia Praga, para dispersar, luego, a los presos por los KL del
Altreich.
Todavía estaban cargando un tren cuando llegué a la estación de Gleiwitz. Me quedé espantado al ver que todos los vagones eran descubiertos y estaban ya llenos de nieve y de hielo antes de que hicieran subir a culetazos a los presos exhaustos; y en ellos ni agua, ni víveres, ni cubo higiénico. Pregunté a los presos: venían de Neu Dachs y no les habían dado nada desde que salieron del campo; algunos llevaban cuatro días sin comer. Me quedé mirando, pasmado, a aquellos fantasmas esqueléticos envueltos en mantas empapadas y congeladas, de pie, apiñados en el vagón lleno de nieve. Increpé a uno de los guardias: «¿Quién está al mando?». Se encogió de hombros, airado: «No lo sé, Herr Obersturmbannführer. A nosotros sólo nos han dicho que los hagamos subir». Entré en el edificio principal y le pregunté al jefe de estación, un hombre alto y flaco con bigote de cepillo y gafas redondas de profesor: «¿Quién es el responsable de esos trenes?». Señaló mis galones con el banderín rojo, que tenía enrollado en la mano: «¿No es usted, Herr Offizier? Pues, en cualquier caso, creo que son las SS».. —«Sí, pero ¿quién en concreto? ¿Quién forma los convoyes? ¿Quién asigna los vagones?». —«En principio -contestó metiéndose el banderín debajo del brazo-, lo de los vagones depende de la
Reichsbabndirektion
de Kattowitz. Pero para estos
Sonderzüge
han puesto aquí a un Amtsrat». Me hizo salir de la estación y me indicó un barracón, algo más allá, siguiendo la vía. «Se ha instalado ahí». Fui y entré sin llamar. Un hombre de paisano, gordo y sin afeitar, estaba apoltronado detrás de un escritorio lleno de papeles. Dos empleados de ferrocarriles entraban en calor junto a una estufa. «¿Es usted el Amtsrat de Kattowitz?», ladré. Alzó la cabeza: «Soy el Amtsrat de Kattowitz, para servirle». Le salía de la boca un olor a schnaps insoportable. Señalé las vías: «¿Es usted el responsable de esta
Schweinerei?».
. —«¿A qué
Schweinerei
exactamente se refiere? Porque en este momento hay un montón». Me contuve: «Los trenes, los vagones descubiertos para los
Haftlinge
de los KL».. —«Ah, esa
Schweinerei.
No, ésa es cosa de sus colegas. Yo coordino el enganche de los convoyes, nada más».. —«Así que es usted el que asigna los vagones». Rebuscó entre los papeles: «Se lo voy a explicar. Siéntese, amigo. Mire. Estos
Sonderzüge
los asigna la
Generalbetriebsleitung Ost,
en Berlín. Los vagones hay que encontrarlos en el sitio y entre el material rodante que esté disponible. Y resulta que, como ya lo habrá notado -hizo una seña con la mano hacia el exterior-, por aquí, estos días, la cosa está bastante enfollonada. Sólo nos quedan vagones descubiertos. El Gauleiter requisó todos los vagones cubiertos para evacuar a los civiles o para la Wehrmacht. Si no le gustan, pues mande que les pongan toldos». Me había quedado de pie mientras me daba esas explicaciones: «¿Y de dónde quiere que saque los toldos?».. —«Eso no es problema mío». —«¡Por lo menos podría haber mandado limpiar los vagones!» Suspiró: «Mire, amigo, en este momento tengo que formar entre veinte y veinticinco trenes especiales al día. A mis hombres casi ni les da tiempo a enganchar los vagones».. —«¿Y los víveres?». —«No entran en mis competencias. Pero, por si lo quiere saber, hay por ahí un Obersturmführer que se supone que se ocupa de todas esas cosas». Me fui, dando un portazo. Junto a los trenes, encontré a un Oberwachtmeister de la Schupo: «Ah, sí, he visto a un Obersturmführer dando órdenes. Debe de estar en la SP». En las oficinas, me informaron de que había efectivamente un Obersturmführer de Auschwitz que coordinaba la evacuación de los presos, pero que se había ido a comer. Mandé que lo avisaran. Cuando llegó, ceñudo, le enseñé las órdenes de Schmauser y empecé a echarle una bronca por el estado de los convoyes. Me escuchó en posición de firmes y rojo como la grana; cuando acabé, me contestó, tartamudeando: «Herr Obersturmbannführer, Herr Obersturmbannführer, no es culpa mía. No tengo nada, ningún medio. La
Reichsbahn
se niega a darme vagones cubiertos, no hay víveres, no hay de nada. No paran de llamarme por teléfono para preguntarme por qué los trenes no salen más deprisa. Hago lo que puedo».. —«¿Cómo? ¿Que en toda Gleiwitz no hay un almacenamiento de víveres que se pueda requisar? ¿Ni toldos? ¿Ni palas para limpiar los vagones? ¡Esos
Haftlinge
son un recurso del Reich, Obersturmführer! ¿Es que ya no se les enseña a los oficiales SS a tener capacidad de iniciativa?». —«Herr Obersturmbannführer, no lo sé. Puedo enterarme». Enarqué las cejas: «Pues vaya a enterarse. Quiero unos convoyes como es debido para mañana. ¿Está claro?».—
«Zu Befehl,
Herr Obersturmbannführer». Me saludó y salió. Me senté y ordené a un centinela que me trajera té. Cuando lo estaba enfriando a soplidos, se me acercó un Spiess: «Disculpe, Herr Obersturmbannführer. ¿Es usted del estado mayor del Reichsführer?».. —«Sí».. —«Hay dos señores de la Kripo que están buscando a un Obersturmbannführer del
Persónlicher Stab.
Debe de ser usted». Lo seguí y me hizo entrar en un despacho: Clemens estaba de codos en una mesa, y Weser en equilibrio en una silla, con las manos en los bolsillos y el respaldo apoyado en la pared. Sonreí y apoyé el brazo en el marco de la puerta, sin soltar la taza de té humeante. «Anda -dije-, unos viejos amigos. ¿Qué les trae por aquí?» Clemens me apuntó con el grueso dedo: «Usted, Aue. Lo estábamos buscando». Me di unas palmaditas en los galones de las hombreras, sin dejar de sonreír: «¿Se olvida de que tengo una graduación, Kriminalkommissar?».. —«Nos importa un carajo su graduación -masculló Clemens-. No se la merece». Weser tomó la palabra por primera vez: «Ha debido usted de decirse, al recibir la comunicación del juez Von Rabingen: Ya está. Se acabó. ¿A que sí?».. —«Efectivamente. Así fue como lo entendí. Si no estoy equivocado, el informe que han hecho ustedes ha parecido muy criticable». Clemens se encogió de hombros: «Ya no sabe uno lo que quieren los jueces. Pero eso no quiere decir que estén en lo cierto».. —«Desdichadamente para ustedes -dije, en tono jovial-, están al servicio de la justicia».. —«Eso mismo -refunfuñó Clemens-, nosotros servimos a la justicia. Y somos los únicos».. —«¿Y para decirme eso han venido hasta Silesia? Me siento halagado».. —«No del todo -dijo Weser, volviendo a apoyar las cuatro patas de la silla en el suelo-. Se nos ocurrió una idea, ya ve».. —«Eso sí que es original», dije llevándome la taza de té a los labios.. —«Se lo voy a contar, Aue. Su hermana nos dijo que había pasado por Berlín poco antes del asesinato y se habían visto. Que se había alojado en el Kaiserhof. Así que fuimos al Kaiserhof. Conocen muy bien al Freiherr Von Üxküll en el Kaiserhof. Es un antiguo cliente que está allí como en su casa. En recepción, uno de los empleados se acordó de que, pocos días después de que se fuera, pasó por allí un oficial SS para enviar un telegrama a Frau Von Üxküll. Y, fíjese, cuando se manda un telegrama en un hotel, lo apuntan en un registro. Cada telegrama tiene un número. Y en correos guardan copia de los telegramas. Tres años, es lo que dispone la ley». Sacó una hoja del bolsillo interior del abrigo y la desdobló. «¿Reconoce esto, Aue?» Yo seguía sonriendo. «La investigación está cerrada, meine Herrén».— «¡Nos mintió, Aue!», dijo Clemens con voz atronadora.. —«Sí, está muy feo eso de mentirle a la policía», asintió Weser. Me acabé tranquilamente el té, los saludé cortésmente con la cabeza, les deseé que acabasen bien el día y me fui, cerrando la puerta al salir. Fuera, volvía a nevar, cada vez con más saña. Volví a la estación. Una muchedumbre de presos esperaba en un solar; aguantaban, sentados, las ráfagas, entre la nieve y el barro. Intenté meterlos en la estación, pero las salas de espera las ocupaban los soldados de la Wehrmacht. Dormí, con Piontek, en el coche, muerto de cansancio. A la mañana siguiente, el solar estaba vacío, con la excepción de unas cuantas decenas de cadáveres cubiertos de nieve. Intenté localizar al Obersturmführer de la víspera, para ver si estaba siguiendo mis instrucciones, pero la tremenda inutilidad de todo aquello me agobiaba y me paralizaba a la hora de hacer gestiones. A mediodía, ya había tomado una decisión. Le mandé a Piontek que buscara gasolina; luego, por mediación de la SP, avisé a Elias y Darius. A primera hora de la tarde, salí para Berlín.

Los combates nos obligaron a dar un rodeo considerable, por Ostrau y, luego, por Praga y Dresde. Piontek y yo conducíamos por turnos y tardamos dos días en llegar. Decenas de kilómetros antes de Berlín, había que abrirse paso entre la ola de refugiados del Este, a quienes Goebbels obligaba a circunvalar la ciudad. En el centro, del anexo del Ministerio del Interior en donde tenía la oficina no quedaba ya sino una carcasa vacía. Llovía, una lluvia fría y hostil que empapaba los lienzos de nieve pegados aún a los escombros. Las calles estaban sucias y enfangadas. Por fin localicé a Grothmann, quien me dijo que Brandt estaba en Pomerania, en Deutsch Krone, con el Reichsführer. Fui entonces a Oranienburg, en donde seguía funcionando mi oficina, como si estuviera fuera del mundo. Asbach me contó que Fräulein Praxa había resultado herida en un bombardeo, quemaduras en un brazo y en un pecho, y que se había ocupado de que la evacuasen a un hospital de Franconia. Elias y Darius se habían replegado a Breslau al caer Kattowitz y esperaban instrucciones: les ordené que regresaran. Empecé a abrir la correspondencia, que nadie había tocado desde el accidente de Fräulein Praxa. Entre las cartas oficiales, había una particular; reconocí la letra de Héléne.
Querido Max,
me escribía,
han bombardeado mi casa y tengo que irme de Berlín. Estoy desesperada, no sé dónde está y sus colegas no quieren decirme nada. Me voy a reunirme con mis padres en Badén.
Escríbame. Si quiere, volveré a Berlín. No todo está perdido. Suya, Héléne.
Era casi una declaración, pero no entendía qué quería decirme con
No todo está perdido.
Le escribí enseguida a la dirección que me indicaba para decirle que había vuelto, pero que valía más que por el momento se quedase en Badén.

Dediqué dos días a redactar un informe muy crítico referido a la evacuación. Hablé también de ello personalmente con Pohl, que desdeñó mis argumentos: «De todas formas -manifestó-, ya no tenemos sitio donde meterlos, todos los campos están llenos». Me crucé con Thomas en Berlín; Schellenberg se había ido, ya no daba fiestas y parecía malhumorado. Según él, las hazañas del Reichsführer como comandante de un grupo de ejércitos eran bastante lamentables, poco le faltaba para pensar que aquel nombramiento había sido una maniobra de Bormann para desprestigiarlo. Pero aquellos necios juegos de última hora ya no me interesaban. Otra vez me encontraba mal y me habían vuelto los vómitos; me daban náuseas mientras escribía a máquina. Me enteré de que Morgen estaba también en Oranienburg, fui a verlo y le conté el incomprensible encarnizamiento de los dos agentes de la Kripo. «Desde luego que es curioso -dijo con expresión pensativa-. Es como si tuvieran algo personal contra usted. Y, sin embargo, he visto el expediente y no hay en él nada sustancioso. Si se hubiera tratado de un individuo desclasado de esos, de un hombre sin educación, podríamos suponer cualquier cosa; pero, vamos, a mí, que lo conozco a usted, me parece grotesco».. —«A lo mejor es un resentimiento de clase -sugerí-. Es como si quisieran humillarme a toda costa».. —«Sí, es posible. Es usted un hombre culto y, entre la hez del Partido, hay muchos prejuicios contra los intelectuales. Mire, hablaré de esto con Von Rabingen y le diré que les mande una amonestación oficial. No pueden seguir adelante con una investigación en contra de la decisión de un juez».

A eso de las doce de la mañana, dieron por la radio un discurso del Führer, con motivo del duodécimo (y último, como se vio después) aniversario de la Toma del Poder. Lo oí sin hacerle demasiado caso en el comedor de oficiales de Oranienburg; ni siquiera me acuerdo ya de qué dijo, seguro que seguía hablando de
la marea del bolchevismo asiático
o de algo por el estilo; lo que me llamó sobre todo la atención fue la reacción de los oficiales SS allí presentes: sólo algunos se pusieron de pie para levantar el brazo cuando, al final, sonó el himno nacional, lo cual era un desparpajo que, pocos meses antes, habría parecido inadmisible e imperdonable. Ese mismo día, un submarino soviético torpedeó, frente a las costas de Danzig, al
Wilbelm-Gustloff,
honra y prez de la flotilla «Kraft durch Freude» de Ley, a bordo del cual iban más de ocho mil evacuados, la mitad de los cuales eran niños. Casi no hubo supervivientes. En el tiempo en que tardé en regresar a Berlín al día siguiente los rusos llegaron al Oder y lo cruzaron como quien no quiere la cosa para ocupar una extensa cabeza de puente entre Küstrin y Francfort. Yo vomitaba casi todo lo que comía y temía que me volviera la fiebre.

A principios de febrero, volvieron a aparecer sobre Berlín los americanos, a pleno día. Pese a las prohibiciones, la ciudad rebosaba de refugiados huraños y agresivos, que se afincaban en las ruinas y saqueaban los almacenes y los comercios sin que interviniera la policía. Yo estaba de paso en la
Staatspolizei,
debía de faltar poco para las once de la mañana; me enviaron, con los pocos oficiales que aún trabajaban allí, al refugio antiaéreo construido en el jardín, en las lindes del parque destruido del Prinzt-Albrecht-Palais, que era también una cascara vacía y sin techo. Aquel refugio, que ni siquiera era subterráneo, no consistía, en resumidas cuentas, sino en un largo corredor de hormigón; no me parecía muy tranquilizador que digamos, pero no tenía elección. Además de a los oficiales de la Gestapo, metieron allí a unos cuantos presos, hombres sin afeitar y con grilletes en los pies que habían debido de sacar de las celdas vecinas: reconocí a algunos de los conspiradores de julio, cuyas fotos había visto en los periódicos o en los noticiarios. La incursión fue de increíble violencia; el bunker achaparrado, cuyos muros tenían más de un metro de grueso, se balanceaba como un tilo al viento. Me daba la impresión de que me encontraba en el centro de un huracán, en una tempestad no de elementos, sino de ruido en estado puro, un ruido salvaje, todo el ruido del mundo, desenfrenado. La presión de las explosiones oprimía dolorosamente los tímpanos, estaba casi sordo y tenía miedo de que se me reventasen, de tanto como me hacían padecer. Quería que me barrieran, que me aplastaran, no podía soportarlo más. Los presos, a quienes habían prohibido sentarse, estaban tendidos en el suelo, y casi todos hechos un ovillo. Luego, me pareció que me alzaba del asiento una mano gigante y que me lanzaba por el aire. Cuando volví a abrir los ojos, flotaban por encima de mí varios rostros. Parecía que estaban gritando, pero no entendía qué querían. Moví la cabeza, pero noté que unas manos me la agarraban y me obligaban a recostarla otra vez. Me sacaron de allí cuando acabó la alerta. Thomas me sostenía. El cielo de mediodía estaba negro de humo, las llamas lamían las ventanas del edificio de la
Staatspolizei;
en el parque, los árboles ardían como teas; se había desplomado todo un paño de la fachada trasera del palacio. Thomas me hizo sentarme en los restos de un banco pulverizado. Me toqué la cara: me corría la sangre por la mejilla. Me zumbaban los oídos, pero oía ruidos. Thomas se me acercó otra vez: «¿Me oyes?». Le dije que sí por señas; pese al espantoso dolor que notaba en los oídos, me enteraba de lo que me decía. «No te muevas. Te has dado un mal golpe». Algo después me acomodaron en un Opel. En la Askanischer Platz ardían coches y camiones retorcidos, la Anhalter Bahnhof parecía haberse doblado sobre sí misma y soltaba un humo negro y acre, el Europa Haus y los edificios de alrededor también estaban ardiendo. Unos soldados y unos auxiliares con las caras negras de humo luchaban en vano contra los incendios. Me llevaron a la Kurfürstenstrasse, a las oficinas de Eichmann, que todavía estaban en pie. Allí me tendieron en una mesa, entre otros heridos. Llegó un Hauptsturmführer, el médico a quien ya conocía y cuyo nombre se me había vuelto a olvidar: «Usted otra vez», dijo con tono amable. Thomas le explicó que me había dado con la cabeza en la pared y había estado sin conocimiento alrededor de veinte minutos. El médico me mandó sacar la lengua y, luego, me enfocó los ojos con una luz cegadora. «Tiene conmoción cerebral», me dijo. Se volvió hacia Thomas: «Que le hagan una radiografía de la cabeza. Si no hay fractura, tres semanas de reposo». Garabateó una nota en una hoja, se la dio a Thomas y se fue. Thomas me dijo: «Voy a buscarte un hospital para la radiografía. Si no te dejan ingresado, vete a mi casa a descansar. Ya me ocuparé yo de Grothmann». Me reí: «¿Y si tu casa ya no está?». Se encogió de hombros: «Vuelve aquí».

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