Piontek no me despertó y dormí hasta las ocho. Seguía funcionando la cocina y pedí que me sirvieran una tortilla con salchicha. Luego, salí. En el
Stammlager
y en Birkenau, iban fluyendo las columnas fuera del campo. Los
Haftlinge,
con los pies envueltos en todo lo que habían podido encontrar, caminaban despacio, con paso moroso; los encuadraban guardias SS y kapos bien alimentados y bien abrigados. Todos los que tenían manta la habían cogido y por lo general la llevaban por la cabeza y recordaban algo a los beduinos; pero no tenían nada más. Cuando pregunté, me dijeron que les habían dado pan y un trozo de salchicha para tres días; nadie había recibido órdenes para darles ropa.
El primer día, sin embargo, pese al hielo y el aguanieve, la cosa parecia funcionar más o menos. Examinaba las columnas que salían del campo, conferenciaba con Kraus, recorría algunos tramos de carretera para ver qué sucedía algo más allá. Por todas partes veía abusos: los guardias obligaban a los presos a empujar las carretas en que iban sus pertenencias, o les hacían llevarles las maletas. A la orilla de la carretera, me fijé, acá y acullá, en algún cadáver tendido en la nieve y, muchas veces, con la cabeza ensangrentada; los guardias cumplían las severas órdenes de Bär. Pero las columnas avanzaban sin jaleo y sin intentos de rebelarse. Mediado el día, conseguí hablar con Schmauser para plantearle el problema de la ropa. Me dejó hablar muy poco y descartó mis objeciones: «No se les puede dar ropa de paisano, podrían escaparse». —«Pues calzado por lo menos». Titubeó: «Arréglelo con Bär», dijo por fin. Yo notaba que tenía otras preocupaciones, pero la verdad es que habría preferido una orden clara. Fui a ver a Bär al
Starnmlager:
«El Obergruppenführer Schmauser ha dado orden de que se les reparta calzado a los presos que no tengan». Bär se encogió de hombros: «No tengo nada aquí; todo está cargado ya para enviarlo. Vaya a Birkenau para hablarlo con Schwarzhuber». Tardé dos horas en encontrar a aquel oficial, el Lagerführer de Birkenau, que había ido a inspeccionar una de las columnas. «Muy bien, ya me ocuparé de eso», me prometió cuando le transmití la orden. A la caída de la tarde, me reuní con Elias y con Darius, a quienes había enviado a inspeccionar la evacuación de Monowitz y de varios
Nebenlager.
Todo se iba haciendo más o menos con orden, pero ya a media tarde había cada vez más presos exhaustos que se paraban y dejaban que los fusilasen los guardias. Me fui otra vez con Piontek a inspeccionar las etapas nocturnas. Pese a las órdenes formales de Schmauser -había el temor de que los presos aprovechasen la oscuridad para huir-, algunas columnas seguían marchando aún. Se lo critiqué a los oficiales, pero ellos me contestaron que no habían llegado todavía a las etapas indicadas y que no podían decirles a sus columnas que durmieran al raso, en la nieve o en el hielo. Las etapas que visité eran, en cualquier caso, insuficientes: un pajar o una escuela para dos mil presos a veces; muchos dormían al sereno, apiñados unos contra otros. Pedí que se encendieran hogueras, pero no había leña, los árboles estaban demasiado húmedos y tampoco había herramientas para cortarlos; en donde fue posible encontrar tablones o cajones viejos, se encendieron fuegos de campamento pequeños, pero no iban a durar hasta el amanecer. No se había previsto ningún rancho; los presos tenían que vivir con lo que les habían dado en el campo; me aseguraron que más adelante había raciones. La mayoría de las columnas no habían avanzado cinco kilómetros; muchas estaban aún en el área de influencia del campo, casi desierta; a ese paso, las marchas iban a durar entre diez y doce días.
Volví a la
Haus
cubierto de barro, mojado, cansado. Kraus estaba allí, tomando una copa con algunos de sus colegas del SD. Vino a sentarse conmigo: «¿Cómo van las cosas?», preguntó.. —«No muy bien que digamos. Habrá bajas innecesarias. Bär podría haber hecho mucho más.»... —«A Bär le importa un carajo. ¿Sabe que lo han nombrado Kommandant de
Mittelbau?»
Enarqué las cejas: «No, no lo sabía. ¿Quién va a supervisar la clausura del campo?».. —«Yo. Ya he recibido orden de crear una oficina, después de la evacuación, para organizar la liquidación administrativa».. —«Enhorabuena», dije.. —«Huy -contestó-, no se crea que me hace ninguna gracia. Francamente, habría preferido hacer otra cosa».. —«¿Y cuáles son sus tareas inmediatas?». —«Estamos esperando a que se queden vacíos los campos. Y, luego, empezaremos».. —«¿Qué va a hacer con los presos que quedan?» Se encogió de hombros y sonrió brevemente con ironía: «¿A usted qué le parece? El Obergruppenführer ha dado orden de ejecutarlos. Nadie debe caer vivo en manos de los bolcheviques».. —«Ya veo». Me acabé la copa. «Pues ánimo. No lo envidio».
Las cosas se fueron torciendo imperceptiblemente. A la mañana siguiente, las columnas seguían saliendo de los campos por los portones principales y los guardias todavía estaban en la línea de torres de vigilancia; reinaba el orden. Pero, pocos kilómetros más allá, las columnas estaban empezando a estirarse, a desflecarse, a medida que los presos más débiles aflojaban el paso. Cada vez se veían más cadáveres. Caía una abundante nevada, pero por lo menos no hacía mucho frío, había visto temperaturas mucho más bajas en Rusia, pero también es verdad que iba bien abrigado y en un coche con calefacción, y los guardias, que tenían que ir a pie, llevaban jerséis, buenos gabanes y botas; a los
Haftlinge
debía de calarles el frío hasta los huesos. Los guardias estaban cada vez más asustados, les hablaban a gritos a los presos, les pegaban. Vi como un guardia mataba a un preso que se había parado a defecar; le eché una bronca y le pedí al Untersturmführer que iba al mando de la columna que lo arrestara; me contestó que no disponía de bastantes hombres para poder permitírselo. En los pueblos, los campesinos polacos, que estaban esperando a los rusos, miraban pasar a los presos en silencio o les gritaban algo en su lengua; los guardias maltrataban a los que intentaban darles pan o víveres; estaban muy nerviosos, era sabido que los pueblos rebosaban de partisanos y temían un golpe de mano. Pero por la noche, en las etapas que visité, seguía sin haber ni rancho ni pan, y muchos presos se habían comido ya su ración. Me dije que, a ese ritmo, la mitad o las dos terceras partes de las columnas se esfumarían antes de llegar al punto de destino. Le ordené a Piontek que me llevase a Breslau. Por culpa del mal tiempo y de las columnas de refugiados, no llegué hasta pasadas las doce de la noche. Schmauser ya estaba durmiendo y en el cuartel general me dijeron que Boesenberg había ido a Kattowitz, cerca del frente. Un oficial sin afeitar me enseñó un mapa de las operaciones: las posiciones rusas, me explicó, eran más bien teóricas, porque avanzaban tan deprisa que no había forma de llevar los mapas al día; en cuanto a aquellas de nuestras divisiones que aún figuraban en ellos, algunas habían dejado de existir por completo y otras, según informes parciales, debían de desplazarse, como si fueran un
Kessel
móvil, por detrás de las líneas rusas, intentando llegar hasta nuestras fuerzas replegadas. Tarnowitz y Cracovia habían caído por la tarde. Los soviéticos también estaban entrando con fuerza en Prusia oriental y se hablaba de atrocidades peores que las de Hungría. Era una catástrofe. Pero Schmauser, cuando me recibió a media mañana, parecía tranquilo y seguro de sí mismo. Le describí la situación y le expuse mis exigencias; raciones y leña en las etapas y carretas para transportar a los presos demasiado exhaustos a quienes podría darse así atención médica y poner a trabajar en vez de ejecutarlos: «No estoy hablando de enfermos de tifus o de tuberculosos, Herr Obergruppenführer, sino sólo de los que resisten mal el frío y el hambre».. —«También nuestros soldados pasan frío y hambre -repuso con rudeza-. También los civiles pasan hambre y frío. No parece hacerse cargo de la situación, Obersturmbannführer. Tenemos millón y medio de refugiados en las carreteras. Y eso es mucho más importante que sus presos».. —«Herr Obergruppenführer, esos presos, en tanto en cuanto fuerza de trabajo, son un recurso vital para el Reich. No podemos permitirnos, en la situación actual, quedarnos sin veinte o treinta mil».. —«No puedo proporcionarle medios».. —«Pues entonces déme al menos una orden para conseguir que me obedezcan los jefes de columna». Mandé escribir a máquina una orden y copias para Elias y Darius, y Schmauser las firmó durante la tarde; volví a ponerme en camino en el acto. En las carreteras había atascos terribles, interminables columnas de refugiados, a pie o en carros, camiones aislados de la Wehrmacht, soldados extraviados. En los pueblos, las cantinas itinerantes del NSV repartían sopa. Llegué tarde a Auschwitz; mis colegas ya se habían retirado y estaban durmiendo. Me informaron de que Bär se había ido del campo, definitivamente sin duda. Fui a ver a Kraus y lo encontré con Schurz, el jefe de la PA. Me había llevado el armañac de Drescher y nos lo tomamos juntos. Kraus me contó que había mandado dinamitar por la mañana las edificaciones de los Kremas I y II y había dejado el IV para el último momento; también había empezado con el exterminio que le habían ordenado, fusilando a doscientas judías que se habían quedado en el
Frauenlager
de Birkenau, pero Springorum, el presidente de la provincia de Kattowitz, se había llevado al Sonderkommando para tareas urgentes y ya no tenía bastantes hombres para continuar. Todos los presos en condiciones habían salido del campo, pero, según Kraus, quedaban en todo el complejo más de ocho mil presos enfermos o demasiado débiles para la caminata. La matanza de aquella gente me parecía, en las actuales circunstancias, completamente estúpida e inútil, pero Kraus había recibido órdenes, aquello no entraba en mis competencias y bastantes problemas tenía ya con las columnas de evacuados.
Me pasé los cuatro días siguientes persiguiendo a esas columnas. Me parecía que luchaba contra un torrente de barro: tardaba horas en avanzar y, cuando por fin topaba con un oficial responsable, éste ponía la peor voluntad del mundo en seguir mis instrucciones. Conseguí, acá y acullá, organizar repartos de raciones (también los había en otros puntos sin que yo interviniera); hice que recogieran las mantas de los muertos para dárselas a los vivos; pude incautarme de carretas de los campesinos polacos para amontonar en ellas a los presos exhaustos. Pero, a la mañana siguiente, cuando volvía a esas mismas columnas, los oficiales habían mandado fusilar a todos cuantos no podían incorporarse y las carretas iban medio vacías. Apenas si me fijaba en los
Haftlinge,
no era su destino individual lo que me preocupaba, sino su destino colectivo, y, en cualquier caso, se parecían todos, eran una masa gris, sucia y apestosa pese al frío, indiferenciada; no se podían captar sino detalles aislados, los distintivos, una cabeza o unos pies descalzos, una chaqueta diferente de las demás; costaba diferenciar a los hombres de las mujeres. A veces les veía los ojos, bajo los pliegues de la manta, pero no devolvían mirada alguna, estaban vacíos, y los devoraba por completo la necesidad de seguir caminando y caminando. Cuanto más nos alejábamos del Vístula, más frío hacía y sin más gente nos quedábamos. A veces, para darle paso a la Wehrmacht, las columnas tenían que esperar horas al borde de la carretera, o cortar campo a través por tierras heladas, penar para cruzar los incontables canales y terraplenes antes de volver a la carretera. En cuanto una columna se detenía, los presos, sedientos, caían de rodillas para lamer la nieve. Tras todas las columnas, incluso aquella en la que había mandado poner carretas, iba un equipo de guardias que, con una bala o de un culatazo, remataban a los presos que se caían o que se detenían sin más; los oficiales dejaban los cuerpos para que los enterrasen los municipios. Como siempre sucede en situaciones así, se exacerbaba la brutalidad natural de algunos que, con celo asesino, iban más allá de las consignas recibidas; a los oficiales jóvenes, tan asustados como ellos, sus hombres se les iban de las manos. Y no sólo eran los hombres de tropa quienes perdían toda mesura. El tercer o cuarto día, fui a reunirme, en las carreteras, con Elias y Darius, que estaban inspeccionando una columna que venía de Laurahütte y cuyo itinerario había sido menester desviar por la velocidad a la que avanzaban los rusos, que llegaban no sólo desde el este, sino también desde el norte y, según mis informaciones, estaban ya casi en Gross Strehlitz, un poco antes de Blechhammer. Encontré a Elias con el comandante de la columna, un Oberscharführer joven y muy nervioso y alarmado; cuando le pregunté dónde estaba Darius, me dijo que había ido al final de la columna para ocuparse de los enfermos. Fui a reunirme con él, a ver qué estaba haciendo, y me lo encontré rematando a unos presos con una pistola. «¿Se puede saber qué coño hace?» Me saludó y me contestó sin desconcertarse: «Sigo sus órdenes, Herr Obersturmbannführer. He seleccionado con mucho cuidado a los
Haftlinge
enfermos o débiles y he mandado que metieran en las carretas a los que todavía pueden reponerse. Sólo hemos ejecutado a los que ya no están en condiciones».. —«Untersturmführer -le escupí con tono gélido-, las ejecuciones no son cosa suya. Sus órdenes son reducirlas cuanto sea posible y, desde luego, no tomar parte nunca en ellas. ¿Está claro?» Fui también a echarle un rapapolvo a Elias; a fin de cuentas, Darius estaba bajo su responsabilidad.
A veces daba con jefes de columna más comprensivos que aceptaban la lógica y la necesidad de lo que les explicaba. Pero les proporcionaban medios muy limitados y tenían a sus órdenes a hombres duros de mollera y asustados, que se habían endurecido durante los años pasados en los campos, incapaces de cambiar sus métodos y que, al relajarse la disciplina con el caos de la evacuación, recobraban los antiguos defectos y reflejos. Suponía que todos y cada uno tendrían sus motivos para comportarse así; Darius, por ejemplo, había querido seguramente hacer gala de firmeza y resolución ante aquellos hombres que a veces le llevaban bastantes años. Pero yo tenía cosas más importantes que hacer que analizar todas esas motivaciones; cuanto intentaba, topándome con grandes dificultades, era que se obedecieran mis órdenes. La mayoría de los jefes de columna mostraban sencillamente indiferencia; no tenían sino una idea en la cabeza, alejarse lo más deprisa posible de los rusos con el ganado que habían puesto bajo su custodia, sin complicarse la vida.
Durante esos cuatro días, dormí donde pude, en posadas, en casa de los alcaldes de los pueblos, en casas de particulares. El 25 de enero, un vientecillo se llevó las nubes y el cielo estaba limpio y puro, reluciente; regresé a Auschwitz a ver qué estaba pasando por allí. En la estación me encontré a una unidad de artillería antiaérea compuesta sobre todo de Hitlerjugend alistados en la Luftwaffe, unos niños a quienes se disponían a evacuar; su Feldwebel, que no paraba de mover los ojos, me dijo con una voz átona que los rusos estaban en la otra orilla del Vístula y había combates en la fábrica de la IG Farben. Tiré por la carretera que iba a Birkenau y me encontré con una larga columna de presos que iban cuesta arriba, rodeados de SS que les disparaban más bien al azar; detrás de ellos, hasta el campo, la carretera estaba sembrada de cuerpos. Me detuve y llamé a su jefe, uno de los hombres de Kraus. «¿Qué están haciendo?». —«El Sturmbannführer nos ha ordenado que vaciemos los sectores IIe y IIf y que llevemos a los presos al
Stammlager». «¿Y porque les disparais de está manera?» Hizo una mueca: «Si no, no avanzamos». «¿Dondé está el Strumbannführer Kraus?». «En el Stammlager».
Pensé un momento: «Más les valdría dejarlo. Los rusos estarán aquí dentro de pocas horas». Titubeó y, luego, se decidió; les hizo una seña a sus hombres y el grupo se volvió al trote a Auschwitz I, dejando a los
Haftlinge.
Los miré: no se movían, algunos me miraban también, otros se sentaron. Contemplé Birkenau; desde lo alto de la cuesta lo abarcaba en toda su extensión: el sector de «el Canadá», al fondo, ardía y enviaba al cielo una densa columna de humo negro, junto a la cual, el hilillo que salía del Krema IV, que aún funcionaba, apenas si se veía. La nieve en los tejados de los barracones relucía al sol; el campo parecía desierto, no divisaba ni una forma humana, salvo manchas desperdigadas por los paseos, que debían de ser cuerpos; las torres de vigilancia se erguían, vacías, no se movía nada. Volví a meterme en el coche, dejando a los presos abandonados a su suerte. En el
Starnmlager,
donde llegué antes que el Kommando, que vi al pasar, otros miembros del SD o de la Gestapo de Kattowitz corrían para todos lados, nerviosos y angustiados. Los paseos del campo estaban llenos de cadáveres, ya cubiertos de nieve, de basura, de montones de ropa sucia; de trecho en trecho, vi a algunos
Haftlinge
registrando los cuerpos o escurriéndose furtivamente de un edificio a otro; al verme salían por pies. Encontré a Kraus en la Kommandantur, cuyos pasillos vacíos estaban cubiertos de papeles y carpetas; estaba acabándose una botella de schnaps mientras se fumaba un cigarrillo. Me senté e hizo otro tanto. «¿Oye?», me dijo con voz tranquila. Al norte y al este retumbaban sordamente las detonaciones monótonas de la artillería rusa, que sonaban a hueco. «Sus hombres no saben ya ni lo que hacen», le dije, sirviéndome schnaps.. —«¿Qué más da? -dijo-. Me voy dentro de un rato. ¿Y usted?». —«Supongo que yo también. ¿Sigue abierta la
Haus?». «No, se marcharon ayer». «¿De verdad, cree, que unos cuantos Haftlinge
van a cambiar en algo la situación en que estamos?». Me encogí de hombros y apuré el vaso: «Tengo órdenes -dije-. ¿Y usted? ¿Por qué se obstina en ejecutar a toda esa gente?».. —«Yo también tengo órdenes. Son enemigos del Reich y no hay razón para que ellos se libren mientras nuestro pueblo perece. Dicho lo cual, tiro la toalla. No nos da tiempo ya».. —«De todas formas -comenté, mirando el vaso vacío-, la mayor parte sólo aguantarán unos días. Ya ha visto en qué estado están». Vació también su vaso y se puso de pie: «Vamos allá». Fuera, dio unas cuantas órdenes a sus hombres y, luego, se volvió hacia mí y se despidió: «Adiós, Herr Obersturmbannführer. Buena suerte». —«Lo mismo digo». Me subí al coche y le dije a Piontek que me llevase a Gleiwitz.