Thomas, que parecía curado por completo del accidente padecido, me amonestaba amistosamente, pero yo no le hacía ni caso. Para tomarle el pelo, cuando levantaba la vista de Sófocles le citaba a Joseph de Maistre:
¿Qué es una batalla perdida? Es una batalla que creemos que hemos perdido.
Thomas se quedó encantado y mandó que pintaran un cartel con esas palabras, que colocaron en nuestro pasillo; por lo visto, Móritz lo felicitó y el nuevo esiogan llegó hasta el general Schmidt, que quiso adoptarlo como divisa para el ejército; pero nos contaron que Paulus se opuso. Ni Thomas ni yo, de común acuerdo, hablábamos ya de la evacuación, pero todo el mundo sabía que no era sino cuestión de días y los afortunados elegidos de la Wehrmacht ya se estaban marchando. Caí en una indiferencia sórdida; sólo me trastornaba de vez en cuando la obsesión del tifus y, no satisfecho con examinarme los ojos y los labios, me desnudaba para buscarme manchas negras en el torso. En las diarreas ya ni pensaba; antes bien, en cuclillas en las letrinas apestosas, hallaba cierta tranquilidad y me habría gustado mucho encerrarme en ellas durante horas para leer, como cuando era pequeño; pero no había ni luz ni puerta, y tenía que conformarme con un cigarrillo, uno de los últimos que me quedaban. La fiebre, que ahora era casi permanente, se había vuelto algo así como un capullo de crisálida tibio en el que podía acurrucarme, y gozaba terriblemente con mi mugre, con mi sudor, con mi piel seca, con mis ojos corroídos. Llevaba días sin afeitarme y una fina barba pelirroja contribuía a mi voluptuosa sensación de suciedad y descuido. El oído enfermo supuraba y retumbaba a ratos como una campana o una sirena ahogada: a veces, no oía nada de nada. Tras la caída de Pitomnik, vino una calma que duró unos cuantos días; luego, hacia el 20 de enero, siguieron machacando metódicamente el
Kessel
(para dar esas fechas cito los libros y no mis recuerdos, pues el calendario se había convertido para mí en una noción abstracta, un recuerdo fugaz de un mundo ya ido). La temperatura, tras la breve bonanza de principios de año, había vuelto a bajar de forma catastrófica; debíamos de andar por los veinticinco o los treinta grados bajo cero. Los escuálidos fuegos encendidos en los barriles de petróleo vacíos no bastaban para que entrasen en calor los heridos; incluso en la ciudad, los soldados tenían que envolverse la verga en un trapo para mear, un guiñapo apestoso que llevaban en el bolsillo como algo de gran valor, y había quienes aprovechaban la ocasión para colocar las manos, hinchadas de sabañones, bajo el chorro tibio. De todos estos detalles me enteraba por los mecanismos sonámbulos del ejército; de forma no menos sonámbula, leía y clasificaba estos informes, tras archivarlos con un número de orden; pero hacía ya tiempo que yo no hacía ninguno. Cuando Móritz pedía información, agarraba al azar unos cuantos partes del Abwehr y se los llevaba; es posible que Thomas le hubiera explicado que yo estaba enfermo; me miraba con cara rara, pero no me decía nada. Thomas, por mencionarlo una vez más, no me había devuelto la bufanda y cuando salía a que me diera el aire notaba frío en el cuello; pero salía, porque el hedor denso de los edificios se iba haciendo cada vez más insoportable. La rápida curación de Thomas me tenía intrigado; parecía ya en excelente estado de salud y cuando le preguntaba, enarcando las cejas de forma significativa y mirándole el vientre: «¿Qué, qué tal estás?», parecía sorprendido y me contestaba. «Pues estoy muy bien. ¿Por qué iba a estar mal?» A mí no se me curaban las llagas ni la fiebre y me habría gustado saber cuál era el secreto. Un día de aquellos, el 20 o el 2.1 seguramente, salí a fumar a la calle y poco después se reunió conmigo Thomas. El cielo estaba claro y despejado, el frío era cortante; el sol, que brotaba de todas partes por los huecos abiertos de las fachadas, se reflejaba en la nieve seca, estallaba, deslumhraba y por donde no podía pasar proyectaba sombras de acero. «¿Oyes?», me preguntó Thomas; pero mi oído loco estaba sonando y no oía nada. «Ven». Me tiró de la manga. Rodeamos el edificio y nos hallamos ante un espectáculo insólito: dos o tres Landser, arrebujados en capotes o mantas, estaban junto a un piano vertical, en medio de la calleja. Un soldado, sentado a medias en una sillita, tocaba, y los otros parecían escucharlo con gran atención; pero yo no oía nada, era curioso y me daba pena: a mí también me habría gustado escuchar aquella música; me parecía que tenía tanto derecho como cualquiera. Unos cuantos ucranianos se nos acercaban; reconocí a Ivan que me hizo una breve señal con la mano. El oído me picaba de una forma espantosa y no oía nada: incluso lo que decía Thomas, que estaba junto a mí, no me llegaba ya sino como un borboteo impreciso. Tenía la impresión horrible y angustiosa de estar viviendo una película muda. Exasperado, me arranqué la venda y me metí el dedo en el oído; algo cedió, un chorro de pus me saltó a la mano y corrió por el cuello de la pelliza. Me alivió un poco, pero seguía sin oír casi nada; si orientaba la oreja hacia el piano, me parecía que de él venía un ruido de agua; el otro oído no me funcionaba mejor; chasqueado, me di media vuelta y me alejé despacio. La luz del sol era realmente soberbia, cincelaba todos y cada uno de los detalles de las fachadas caladas como un encaje. Me pareció notar cierto barullo detrás de mí: me volví; Thomas e Ivan me hacían amplias señas y los demás me miraban. No sabía qué querían, pero me avergonzaba hacerme notar de esa forma; les hice un saludo amistoso con la mano y seguí andando. Les eché otra ojeada; Ivan corría hacia mí, pero me distrajo un leve golpe que noté en la frente: algún trocito de grava, sin duda, o un insecto, porque cuando me llevé la mano se me quedó en el dedo una perlita de sangre. La limpié y seguí caminando hacia el Volga, que tenía que estar por ese lado. Era un sector en donde sabía que la orilla la controlaban los nuestros, y como yo seguía sin haber visto ese famoso Volga, me lancé de forma resuelta en esa dirección, para verlo al menos una vez antes de dejar aquella ciudad. Las calles se desviaban entre un revoltijo de ruinas apacibles y desiertas, que alumbraba el sol frío de enero; todo estaba muy tranquilo y me parecía agradabilísimo; si había disparos, no los oía. El aire gélido me devolvía el vigor. Ya no me salía pus del oído, así que podía albergar la esperanza de que el foco de infección ya estaba perforado de forma definitiva; me sentía en plena forma y rebosante de fuerza. Tras los últimos edificios, que se alzaban en la parte de arriba de los despeñaderos que dominaban el ancho río, pasaba una línea de ferrocarril abandonada cuyas vías estaban ya tocadas de herrumbre. Más allá, se extendía la superficie blanca del río congelado; y, aún más allá, la orilla de enfrente, esa a la que nunca habíamos llegado, totalmente llana, y blanca también, y como vacía de toda vida. No había nadie a mi alrededor, no veía ni trincheras ni puestos de combate, las líneas debían de estar más arriba. Envalentonado, bajé por el talud abrupto y arenoso y llegué a la orilla del río. Primero entre titubeos y, luego, con mayor confianza, puse un pie en el hielo espolvoreado de nieve, y después el otro. Caminaba por el Volga y eso me hacía sentirme tan dichoso como un niño. Los copos de nieve, que un leve viento alzaba desde el hielo, bailaban al sol, como un fueguecito fatuo que me rodease los pies. Delante de mí, se abría en el hielo un agujero oscuro, bastante ancho, que sin duda había hecho un proyectil de obús de gran calibre cuyo tiro se había quedado corto; en lo hondo del agujero, el agua fluía velozmente, casi verde al sol, fresca, tentadora; me incliné y metí la mano, no parecía estar fría: cogí un poco con ambas manos y me lavé la cara, el oído, la nuca; bebí luego varios sorbos. Me quité la pelliza, la doblé con cuidado, la dejé encima del hielo junto con la gorra y luego, tomando aire a fondo, me sumergí. El agua era clara y acogedora, de una tibieza materna. La corriente rápida formaba torbellinos que me trasladaron a gran velocidad bajo el hielo. Pasaban junto a mí toda suerte de objetos, que veía con total claridad en aquella agua verde: caballos, cuyas patas movía la corriente como si fueran al galope; peces grandes y casi planos que comían desperdicios; cadáveres rusos con el rostro hinchado, ceñidos en sus curiosas capas pardas; retazos de ropa y de uniformes; estandartes agujereados que flotaban sujetos a sus astas; una rueda de carreta que, empapada seguramente en petróleo, aún ardía girando en el agua. Un cuerpo tropezó conmigo y siguió su camino; éste llevaba uniforme alemán; mientras se alejaba le vi el rostro y los rizos rubios que danzaban, era Voss, sonriente. Intenté alcanzarlo, pero un remolino nos separó más y, cuando recuperé mi posición, él ya había desaparecido. Por encima de mi cabeza, el hielo formaba una pantalla opaca, pero yo seguía teniendo aire en los pulmones, no me preocupé y seguí nadando, dejando atrás pontones hundidos y llenos de jóvenes hermosos sentados en fila, con el arma aún en la mano; unos pececillos se les escabullían entre el pelo que movía la corriente. Luego, poco a poco, frente a mí, el agua se fue aclarando; columnas de luz verde se sumergían por agujeros del hielo, se convertían en un bosque y luego se fundían unas con otras a medida que los bloques de hielo se iban espaciando. Subí por fin a la superficie para tomar aire. Me golpeé con un iceberg pequeño y volví a sumergirme, braceé para enderezarme y subí otra vez. En este tramo, el río casi no arrastraba hielo. Aguas arriba, a mi izquierda, una embarcación rusa del servicio fluvial iba a la deriva corriente abajo, tumbada de costado y ardiendo despacio. Aunque hacía sol, caían algunos copos de nieve gruesos y luminosos que se desvanecían al tocar el agua. Miré hacia atrás, remando con las manos: la ciudad, que se extendía por toda la orilla, se hallaba oculta tras una densa cortina de humo negro. Por encima de mi cabeza, giraban, chillando, unos gaviones y me lanzaban ojeadas intrigadas o, quizá, calculadoras; luego se alejaban para ir a posarse en un bloque de hielo; no obstante, el mar quedaba aún lejos; ¿habrían ido acaso aguas arriba desde Astracán? También revoloteaban y rozaban la superficie del agua unos gorriones. Empecé a nadar con calma hacia la orilla izquierda. Al fin hice pie y salí del agua. En aquella orilla la playa era de arena fina y subía en cuesta suave con dunas pequeñas; más allá, todo era llano. Por pura lógica, habría debido estar a la altura de Krasnaia Sloboda, pero no veía nada, ni formaciones de artillería, ni trincheras, ni pueblo, ni soldados, no veía a nadie. Unos cuantos árboles raquíticos adornaban la cima de las dunas o se inclinaban hacia el Volga, que corría a mi espalda con fuerza; por algún sitio cantaba un pardillo; una culebra se me escabulló entre los pies y desapareció en la arena. Trepé por las dunas y miré: ante mí se extendía una estepa casi pelada, una tierra color ceniza levemente espolvoreada de nieve en donde crecía a trechos una hierba parda, corta, prieta, y algunas matas de artemisa; al sur, una hilera de chopos tapaba el horizonte, seguramente crecían al borde de una acequia; no había nada más que ver. Me hurgué en el bolsillo de la guerrera y saqué el paquete de cigarrillos, pero estaban empapados. La ropa mojada se me pegaba a la piel, pero no tenía frío, el aire era templado y benévolo. Me dio entonces un ataque de cansancio, seguramente por haber nadado; caí de rodillas y cavé con los dedos en la tierra seca, presa aún del invierno. Acabé por sacar unos cuantos terrones que me metí en la boca con avidez. Tenía un sabor algo agrio, mineral, pero, al mezclarse con la saliva, de aquella tierra se desprendían sensaciones casi vegetales, una vida fibrosa, aunque, sin embargo, decepcionante; yo habría querido que fuera blanda, cálida y pastosa, que se me derritiera en la boca, y poder hundir en ella el cuerpo entero, deslizarme dentro como si fuera una tumba. En el Cáucaso, los pueblos montañeses tienen una forma curiosa de cavar las tumbas: primero, hacen una fosa vertical, de dos metros de hondo; luego, en el fondo, abren, ocupando por completo uno de los lados, un nicho con el techo al bies; depositan al muerto, de lado, en esa recámara, sin caja, envuelto en un sudario blanco, con el rostro vuelto hacia La Meca; después tapian la alcoba con ladrillos, o con tablas si la familia es pobre, y a continuación se rellena la fosa y la tierra que sobra forma un montículo alargado; ahora bien, el muerto no reposa bajo ese montículo, sino inmediatamente al lado. Ésa es, me dije cuando me contaron esa costumbre, la tumba que me convendría; al menos, el frío espanto del asunto queda claro, y, además, debe de ser más confortable, más íntimo quizá. Pero aquí no había nadie para ayudarme a cavar y no tenía herramientas, ni siquiera una navaja, así que eché a andar, más o menos hacia levante. Era una anchurosa llanura en donde no había nadie, ni vivos en la tierra ni muertos bajo tierra; y anduve mucho rato bajo un cielo sin color, de forma tal que no podía calcular qué hora sería (mi reloj de pulsera, que marcaba, como todos los de la Wehrmacht, la hora de Berlín, no había resistido el baño y marcaba eternamente las doce menos trece del mediodía). A trechos crecía alguna amapola de un rojo vivo, y eran las únicas manchas de color de aquel adusto paisaje; pero, cuando intenté coger una, se volvió gris y se deshizo en una leve bocanada de cenizas. Por fin, a lo lejos, vi unas formas. Al acercarme, comprobé que se trataba de un largo dirigible blanco que flotaba encima de un
kurgan
elevado. Varias siluetas paseaban por la ladera del túmulo: tres de ellas se separaron del grupo y se me acercaron. Cuando estuvieron ya bastante cerca, vi que iban ataviadas con batas blancas sobre unos ternos, con cuellos postizos altos y algo pasados de moda y corbatas negras; una de ellas llevaba, además, un sombrero hongo.
«Guíen Tag, meine Herrén»,
dije cortésmente cuando los tuve delante.—
«Bonjour, monsieur»,
respondió en francés el del sombrero. Me preguntó qué hacía allí y le respondí en la misma lengua, explicándole todo lo mejor que pude. Los otros dos asentían con la cabeza. Cuando acabé el relato, el hombre del sombrero dijo: «En tal caso, debe acompañarnos; el doctor querrá hablar con usted».. —«Sí así lo quieren ustedes. ¿Quién es ese doctor?». —«El doctor Sardine, el jefe de nuestra expedición». Me condujeron al pie del
kurgan;
el dirigible, un zepelín que oscilaba despacio en la brisa a más de cincuenta metros por encima de nuestras cabezas, estaba anclado con tres cables gruesos; de su alargada mole ovalada colgaba una barquilla metálica de dos pisos. Otro cable más fino parecía proporcionarle una conexión telefónica: uno de los hombres habló brevemente por un aparato colocado encima de una mesa plegable. En el