obsidere.
Stalingrado es una ciudad obsesionada».. —«Sí. Vamos a acostarnos. El despertador es un poco brusco». Hohenegg tenía un jergón y un saco de dormir; encontró dos mantas para mí y me arrebujé en la pelliza. «Debería ver mi acuartelamiento en Gumrak -dijo según se acostaba-. Tengo un bunker con paredes de madera, caliente y con sábanas limpias. Un lujo». Sábanas limpias, me dije, eso sí que es algo para soñar. Un baño caliente y sábanas limpias. ¿Sería posible que fuera a morirme sin haber vuelto a tomar un baño? Sí, era posible y, mirándolo desde la isba de Hohenegg, era incluso probable. Otra vez me invadía un inmenso deseo de llorar. Era algo que me pasaba mucho últimamente.
Al volver a Stalingrado, redacté, con las cifras que me había dado Hohenegg, un informe que, según Thomas, dejó anonadado a Móritz; me contó que se lo había leído de un tirón y, luego, lo había remitido sin comentarios. Thomas quería enviarlo directamente a Berlín. «¿Puedes hacer algo así sin permiso de Móritz?», le pregunté, asombrado. Thomas se encogió de hombros: «Yo soy un oficial de la
Staatspolizei
y no de la
Geheime Feldpolizei.
Hago lo que quiero». Me daba cuenta, efectivamente, de que éramos más o menos autónomos. Pocas veces me daba Móritz instrucciones concretas y, en general, dependía sólo de mi propio criterio. No podía por menos de preguntarme por qué me había hecho venir. Thomas conservaba contactos directos con Berlín, aunque yo no sabía muy bien por qué conducto, y siempre parecía estar seguro de cuál iba a ser la siguiente etapa. En los primeros meses de la ocupación de la ciudad, la SP, junto con la Feldgendarmerie, liquidó a los judíos y a los comunistas; luego vino la evacuación de la mayoría de los civiles y el envío a Alemania de quienes estaban en edad de trabajar, casi sesenta y cinco mil en total, para la
Aktion Sauckel.
Pero ahora también ellos tenían poco que hacer. Sin embargo, Thomas parecía muy ocupado; un día tras otro, conservaba contentos a sus Ic a base de cigarrillos y latas de conserva. Decidí, a falta de algo mejor que hacer, reorganizar la red de informadores que había heredado. Corté de forma sumarísima con quienes me parecieron inútiles y les dije a los otros que esperaba más de ellos. Por sugerencia de Ivan, fui a visitar con un
Dolmetscher
los sótanos de los edificios destruidos del centro: había allí mujeres ancianas que sabían mucho, pero no se desplazaban. La mayoría nos odiaba y esperaba con impaciencia que regresaran los
nashi,
«los nuestros»; pero unas cuantas patatas y, sobre todo, el gusto de tener a alguien con quien hablar, les soltaba la lengua. No aportaban nada desde el punto de vista militar, pero habían pasado meses viviendo inmediatamente detrás de las líneas soviéticas y hablaban con elocuencia del estado de ánimo de los soldados, de su valor y de la fe que tenían en Rusia, y también de las inmensas esperanzas que la guerra había despertado en el pueblo, y de las que charlaban los hombres abiertamente, incluso con los oficiales: liberalización del régimen, abolición de los sovjoses y de los koljoses, supresión de la cartilla de trabajo que impedía la libre circulación. Una de aquellas viejas, Masha, me describió con palabras emocionadas a su general Chuikov, a quien llamaba ya «el héroe de Stalingrado»: no se había movido de la orilla derecha desde el comienzo de los combates; la noche en que incendiamos los depósitos de petróleo, tuvo el tiempo justo para refugiarse debajo de un pitón rocoso y pasó la noche entre ríos de fuego sin pestañear; los hombres lo adoraban, y yo era la primera vez que lo oía nombrar. Con aquellas mujeres también me enteré de muchas cosas acerca de nuestros propios Landser: muchos de ellos acudían a sus casas a buscar refugio durante unas horas para comer un poco, hablar, dormir. Aquella zona del frente era un caos increíble de edificios derruidos, que peinaba sin descanso la artillería rusa, cuyas idas y venidas podían oírse a veces desde la otra orilla del Volga; guiado por Ivan, que parecía conocer los menores recovecos de aquellos sótanos, no andaba ya, como quien dice, más que bajo tierra, pasando de uno a otro, y recorriendo incluso a veces canalizaciones de las alcantarillas. En otros sitios, en cambio, íbamos de piso en piso cuando a Ivan, por razones misteriosas, le parecía más seguro; cruzábamos por viviendas con jirones de cortinas quemadas, techos horadados y ennegrecidos, el ladrillo desnudo a la vista tras el papel pintado y el yeso desmigajado, aún atestadas de esqueletos niquelados de camas, de sofás con las tripas fuera, de aparadores y de juguetes infantiles; luego venían tablones que cruzaban por encima de huecos, pasillos expuestos por los que había que arrastrarse, y, por todas partes, ladrillos calados como encajes. A Ivan parecía no importarle la artillería, pero les tenía un miedo supersticioso a los francotiradores; a mí me sucedía lo contrario, las explosiones me aterraban, tenía que hacer siempre un esfuerzo para no hacerme un ovillo; en cuanto a los francotiradores, no les hacía caso, por pura ignorancia, e Ivan tenía que sacarme frecuentemente a toda prisa de algún lugar, más peligroso sin duda, pero que a mí me parecía como los demás. El también afirmaba que la mayoría de aquellos francotiradores eran mujeres, y aseguraba que había visto el cadáver de la más famosa de todas, una campeona de los juegos pansoviéticos de 1936; pero, no obstante, no había oído hablar de los sármatas del curso bajo del Volga, quienes, según Heródoto, procedían de los matrimonios entre los escitas y las amazonas, que enviaban a sus mujeres a combatir con los hombres y alzaban gigantescos
kurgans,
como el de Mamai. En aquellos paisajes arrasados, asolados, me encontré también con soldados: algunos me hablaban con hostilidad, otros con amabilidad, y otros más con indiferencia; referían la
Rattenkrieg,
la «guerra de las ratas» que había sido necesaria para tomar esas ruinas, en donde un pasillo, un techo, una pared hacían las veces de línea del frente, en donde los combatientes se bombardeaban a ciegas con granadas, entre el polvo y el humo, en donde los vivos se asfixiaban entre el calor de los incendios, en donde los muertos estorbaban el paso en las escaleras, en los rellanos, en los umbrales de las viviendas, en donde se perdía del todo la noción del tiempo y del espacio, y en donde la guerra se convertía casi en un juego de ajedrez, abstracto y en tres dimensiones. Así era como nuestras fuerzas habían llegado a veces a estar a tres calles, a dos calles del Volga, pero no más allá. Ahora les tocaba la vez a los rusos: todos los días, generalmente al amanecer y al atardecer, lanzaban asaltos feroces contra nuestras posiciones, sobre todo en el sector de las fábricas, pero también en el centro; la munición de las compañías, estrictamente racionada, se agotaba y, después del ataque, los supervivientes se desplomaban, abrumados; de día, los rusos se paseaban a cara descubierta, pues sabían que nuestros hombres tenían orden de no disparar. En los sótanos, apiñados, vivían bajo alfombras de ratas que, libres ya de todo temor, corrían tanto por encima de los vivos como de los muertos y, por la noche, acudían a roerles las orejas, la nariz o los dedos de los pies a los durmientes desplomados. Un día, cuando me hallaba en el segundo piso de un edificio, un proyectil pequeño de mortero estalló en la calle; pocos instantes después oí una incontrolable carcajada. Miré por la ventana y vi algo así como un torso humano colocado encima de los escombros: un soldado alemán, a quien la explosión había arrancado ambas piernas, reía a mandíbula batiente. Yo lo miraba y él no paraba de reírse, en medio de un charco de sangre que poco a poco se iba ensanchando y corriendo por los cascotes. Aquel espectáculo me puso los pelos de punta y un nudo en las entrañas; mandé salir a Ivan y me bajé los pantalones en medio del salón. Cuando estaba de expedición, si me venía la diarrea cagaba donde fuera, en pasillos, en cocinas, en dormitorios e incluso, si me lo brindaba el azar de las ruinas, en una taza de retrete, aunque no siempre conectada con un desagüe, todo hay que decirlo. Aquellos grandes edificios destruidos, en donde el verano anterior vivían aún una vida normal miles de familias, la vida trivial de todas las familias, sin sospechar que a no mucho tardar unos hombres dormirían de seis en seis en el lecho conyugal, se limpiarían el culo con sus visillos o con sus sábanas, se matarían a paletazos en sus cocinas y amontonarían los cuerpos de los muertos en sus bañeras, aquellos edificios me colmaban de una angustia inútil y amarga; y, a través de esa angustia, volvían a la superficie imágenes del pasado, como ahogados tras un naufragio, de una en una, cada vez más frecuentes. Eran recuerdos lamentables en muchas ocasiones. Por ejemplo, dos meses después de llegar a casa de Moreau, poco antes de cumplir yo los once años, mi madre, a comienzo de curso, me metió en un internado de Niza, so pretexto de que en Antibes no había ningún colegio bueno. No era un centro escolar terrible, los docentes eran personas normales (más adelante, con los curas, ¡cuánto eché de menos aquel sitio!); volvía a casa todos los jueves por la tarde y el fin de semana; sin embargo, lo odiaba. Estaba firmemente decidido a no volver a ser el blanco preferido de las envidias y la maldad de los otros niños, igual que en Kiel; como al principio tenía todavía un leve acento alemán, eso me preocupaba aún más; nuestra madre nos había hablado toda la vida en francés en casa, pero, antes de llegar a Antibes, no lo practicábamos en ningún otro sitio. Además, yo era menudo y de poca estatura para mi edad. Para compensarlo, sin llegar a darme cuenta del todo, persistía con los profesores en un comportamiento retorcido y sarcástico, artificial seguramente. Me convertí en el payaso de la clase, interrumpía las explicaciones con comentarios o preguntas aparentemente serios, con los que mis compañeros se retorcían de gozo malévolo; representaba farsas elaboradas y, a veces, crueles. Hubo sobre todo un profesor que se convirtió en víctima mía, un hombre bueno y algo afeminado que daba clase de inglés, llevaba corbata de pajarita y a quien los rumores atribuían prácticas que, como todos los demás, consideraba yo a la sazón infames, aunque sin tener la menor idea de ellas. Por esos motivos, y porque era de carácter débil, lo convertí en mi cabeza de turco y lo humillaba regularmente ante la clase hasta que un día se apoderó de él una rabia feroz e impotente y me abofeteó. Muchos años después, este recuerdo me paraliza de vergüenza, pues ahora ya me he dado cuenta de que me porté con aquel pobre hombre igual que se habían portado conmigo los compañeros obtusos y animales que tuve, sin escrúpulo alguno, por el odioso gusto de demostrar una superioridad ilusoria. Tal es ciertamente la inmensa ventaja que tienen sobre los débiles esos a quienes llamamos fuertes: la angustia, el temor, las dudas socavan por igual a unos y a otros, pero aquéllos lo saben y lo padecen, mientras que éstos no lo ven y, para reforzar aún en mayor medida el muro que los ampara de ese vacío insondable, se revuelven contra los primeros, cuya fragilidad demasiado visible es una amenaza para su frágil aplomo. Así es cómo los débiles suponen una amenaza para los fuertes e incitan a esa violencia y ese crimen que se les vienen encima sin compasión. Y hasta que no les toca a ellos que la violencia ciega e irresistible se les venga encima, a los fuertes no se les agrieta el muro de la certidumbre; sólo entonces caen en la cuenta de lo que les espera y ven que están acabados. Y eso era lo que les estaba pasando a todos esos hombres del 6° Ejército, tan orgullosos, tan arrogantes cuando aplastaban a las divisiones rusas, expoliaban a los civiles, eliminaban a los sospechosos como se aplastan unas moscas: ahora, lo que los estaba matando, no menos que la artillería, que los francotiradores soviéticos, que el frío, las enfermedades y el hambre, era la lenta ascensión de la marea interior. También en mí ascendía, agria y maloliente como la mierda de olor dulzón que me salía a chorros de las tripas. Una curiosa charla que me preparó Thomas me lo demostró de forma flagrante: «Me gustaría que hablaras con alguien», me pidió, asomando la cabeza en el cuchitril que me hacía las veces de despacho. Y eso ocurría, tengo plena seguridad de ello, el último día del año 1942. «¿Con quién?». —«Con un
politruk
a quien detuvieron ayer cerca de las fábricas. Ya lo han exprimido todo lo que han podido, el Abwehr también, pero me he dicho que sería interesante que hablaras con él de ideología, para tener una idea de qué les anda rondando por la cabeza, estos días, a los del otro lado. Tú tienes una forma de pensar sutil y lo harás mejor que yo. Habla alemán muy bien».. —«Si te parece que puede ser útil».. —«No pierdas tiempo con las cuestiones militares, que de eso se han ocupado ya».. —«¿Y ha dicho algo?» Thomas se encogió de hombros con una sonrisa apacible: «No del todo. Ya no es muy joven que digamos, pero es duro de pelar. A lo mejor seguimos luego con él».. —«Ah, ya entiendo. Quieres que lo ablande».. —«Eso mismo. Dale buenas razones. Hablale del porvenir de sus hijos».
Uno de los ucranianos me trajo al hombre con las esposas puestas. Llevaba la chaquetilla corta de las unidades de carros de combate, grasienta y con la manga derecha desgarrada en la sisa; tenía un lado de la cara completamente despellejado, como en carne viva; del otro lado, una contusión morada le cerraba casi el ojo; pero debía de ir recién afeitado cuando lo cogieron. El ucraniano lo tiró de mala manera encima de una sillita escolar, ante mi escritorio. «Quítale las esposas -le ordené-. Y vete a esperar al pasillo». El ucraniano se encogió de hombros, le quitó las esposas y se fue. «Son simpáticos nuestros traidores nacionales, ¿verdad?», dijo el hombre, en tono de guasa. Pese al acento, hablaba un alemán que se entendía bien. «Pueden llevárselos cuando se vayan».. —«No nos vamos a ir», contesté, muy seco.. —«Ah, pues mejor. Así nos ahorramos tener que perseguirlos para fusilarlos». —«Soy el Hauptsturmführer doctor Aue -dije-. ¿Y usted?» Me hizo una leve reverencia, sin levantarse. «Pravdin, Ilia Semionovich, para servirle». Saqué una de mis últimas cajetillas: «¿Fuma?». Sonrió y vi que le faltaban dos dientes: «¿Por qué los polis siempre le dan a uno cigarrillos? Siempre que me han detenido, me han dado cigarrillos. Dicho lo cual, no se lo voy a despreciar». Le alargué uno y se inclinó hacia delante para que se lo encendiera. «¿Qué graduación tiene?», le pregunté. Soltó una larga bocanada de humo con un suspiro de satisfacción: «Sus soldados se mueren de hambre, pero ya veo que los oficiales todavía tienen cigarrillos buenos. Soy comisario de regimiento. Pero hace poco nos pusieron grados militares y me dieron el de teniente coronel».. —«Pero usted es miembro del Partido, y no oficial del Ejército Rojo».. —«Exactamente. ¿Y usted? ¿Usted es también de la Gestapo?». —«Del SD. No es exactamente lo mismo».. —«Estoy al tanto de la diferencia. He interrogado ya a bastantes de los suyos».. —«¿Y cómo es que un comunista como usted se ha dejado capturar?» Se le ensombreció la expresión: «Durante un asalto, explotó un proyectil de obús y me cayeron unos cascotes en la cabeza». Se señaló la parte despellejada de la cara. «Me quedé sin conocimiento. Supongo que mis camaradas me dieron por muerto. Cuando volví en mí, estaba en manos de los suyos. No había nada que hacer», concluyó melancólicamente.. —«Un
politruk
de élite que va a primera línea no suele ser frecuente, ¿no?». —«Habían matado al comandante y tuve que reunir a los hombres. Pero, en general, estoy de acuerdo con usted: los hombres no ven lo suficiente en la línea de fuego a los responsables del Partido. Algunos abusan de sus privilegios. Pero ya remediaremos esos abusos». Se tocaba con cuidado, con las yemas de los dedos, la carne amoratada y magullada alrededor del ojo. «¿Eso también es de la explosión?» Tuvo otra sonrisa desdentada: «No, esto han sido sus colegas. Supongo que ya conoce estos sistemas».. —«Su NKVD tiene los mismos».. —«Desde luego. No me quejo». Hice una pausa. «¿Qué edad tiene, si es que me permite preguntárselo?», dije por fin. —«Cuarenta y dos años. Nací con el siglo, como ese Himmler de ustedes».. —«Así que vivió usted la Revolución». Se rió: «¡Pues claro! Soy militante bolchevique desde los quince años. Pertenecí a un soviet de obreros en Petrogrado. ¡No puede imaginarse qué época fue aquélla! Qué vendaval de libertad».. —«Mucho ha cambiado entonces». Se quedó pensativo: «Sí, es cierto. Seguramente el pueblo ruso no estaba preparado para una libertad tan inmensa y tan inmediata. Pero ya irá llegando el momento poco a poco. Hay que educarlo primero».. —«¿Y dónde aprendió el alemán?» Volvió a sonreír. «Lo aprendí yo solo, a los dieciséis años, con unos prisioneros de guerra. Luego, el propio Lenin me envió con los comunistas alemanes. ¡Fíjese que conocí a Liebknecht, a Luxemburg! Unas personas extraordinarias. Y, después de la guerra civil, volví varias veces a Alemania, de forma clandestina, para mantener contactos con Thálmann y con otros. Usted no sabe qué vida he tenido. En 1929, hice de intérprete de esos oficiales suyos que venían a entrenarse a la Rusia soviética y a probar sus armas nuevas y sus tácticas nuevas. Aprendimos mucho de ustedes».. —«Sí, pero no le sacaron provecho. Stalin se cargó a todos los oficiales que habían asumido nuestros conceptos, empezando por Tujachevski».. —«Echo mucho de menos a Tujachevski. Personalmente, quiero decir. Políticamente, no puedo juzgar a Stalin. Quizá fue una equivocación. También los bolcheviques se equivocan. Pero lo importante es que tenemos fuerza suficiente para purgar con regularidad nuestras propias filas, para eliminar a los que se desvían o a los que se corrompen. Y ésa es una fuerza que a ustedes les falta: su Partido se pudre desde dentro».. —«También nosotros tenemos problemas. En el SD lo sabemos mejor que nadie, y trabajamos para mejorar el Partido y el
Volk».
Sonrió calmosamente: «En el fondo, nuestros dos sistemas no son tan diferentes. Por lo menos en principio».. —«Curiosas palabras en labios de un comunista».. —«No tanto, si lo piensa bien. ¿Qué diferencia hay en el fondo entre el nacionalsocialismo y el socialismo en un solo país?». —«Y en tal caso, ¿por qué estamos metidos en una lucha a muerte como ésta?. —«Ustedes lo quisieron, no nosotros. Estábamos dispuestos a algunas contemporizaciones. Pero ha pasado como pasó antiguamente con los cristianos y los judíos: en lugar de unirse al Pueblo de Dios, con el que tenían todo en común, para formar un frente único contra los paganos, los cristianos prefirieron, por envidia seguramente, dejar que los paganizaran y revolverse, para mayor desdicha suya, contra los testigos de la verdad. Y fue un estropicio tremendo».. —«Supongo que, en esa comparación, los judíos son ustedes».. —«Por supuesto. A fin de cuentas, nos lo copiaron ustedes todo, aunque no haya sido más que caricaturizándolo. Y no me refiero sólo a los símbolos, como la bandera roja y el Primero de Mayo. Hablo de los conceptos que más valora su
Weltanschauung». Volksgemeinschaft,
que, en el fondo, es exactamente lo mismo, limitado a sus fronteras. En donde Marx veía al proletario como portador de la verdad, ustedes decidieron que la supuesta raza alemana es una raza proletaria en la que se encarnan el Bien y la ética; por lo tanto, en el lugar de la lucha de clases han puesto la guerra proletaria alemana contra los Estados capitalistas. En economía, sus ideas son también únicamente deformaciones de nuestros valores. Estoy bien enterado de su economía política porque antes de la guerra traducía para el Partido artículos de su prensa especializada. En donde Marx estableció una teoría del valor basado en el trabajo, su Hitler dice:
Nuestro marco alemán, que no se apoya en el oro, vale más que el oro.
Esta frase, un tanto oscura, la comentó el brazo derecho de Goebbels, Dietrich, quien explicaba que el nacionalsocialismo se había percatado de que la mejor base para una divisa es la confianza en las fuerzas productoras de la Nación y en la dirección del Estado. El resultado es que el dinero se ha convertido para ustedes en un fetiche que representa el poder de producción de su país, es decir, en una aberración total. Las relaciones que mantienen ustedes con sus grandes capitalistas son burdamente hipócritas, sobre todo desde las reformas del ministro Speer: los responsables alemanes siguen preconizando la libre empresa, pero todas las industrias alemanas están sometidas a un plan y tienen un límite del seis por ciento en los beneficios, y el Estado se queda con lo que sobrepasa esa cantidad y, además, con la producción». Dejó de hablar. «También en el nacionalsocialismo hay desviaciones», respondí por fin. Y le expliqué brevemente las tesis de Ohlendorf. «Sí -dijo-, conozco bien sus artículos. Pero él también va descaminado. Porque ustedes no imitan el marxismo, sino que lo pervierten. Poner, en lugar de la clase, la raza, hecho que desemboca en su racismo proletario, es un contrasentido absurdo».. —«No más que la noción que tienen ustedes de la guerra de clases perpetua. Las clases son una circunstancia histórica; aparecieron en un momento dado y desaparecerán de la misma forma, confundiéndose armoniosamente dentro de la
Volksgemeinschaft,
en vez de zurrarse. Mientras que la raza es un hecho biológico, natural y, por lo tanto, ineludible». Alzó una mano: «Mire, no insistiré en eso porque es una cuestión de fe y, por lo tanto, las demostraciones lógicas, la razón, no valen para nada. Pero al menos puede usted estar de acuerdo conmigo en un punto: incluso si el análisis de las categorías que intervienen es diferente, nuestras ideologías tienen algo fundamental en común, y es que ambas son esencialmente deterministas: lo suyo es un determinismo racial y lo nuestro un determinismo económico, pero no deja de ser determinismo. Ambos creemos que el hombre no escoge libremente su destino, sino que se lo imponen la naturaleza o la historia. Y ambos sacamos de ello la conclusión de que existen
enemigos objetivos,
que existen categorías de seres humanos que es legítimo eliminar no por lo que hayan hecho, ni siquiera por lo que hayan pensado, sino por lo que son. Y en esto sólo nos diferencia el establecimiento de las categorías: para ustedes, los judíos, los gitanos, los polacos e incluso creo que los enfermos mentales; para nosotros, los kulakes, los burgueses, los desviacionistas del Partido. En el fondo, es lo mismo; los dos recusamos al
homo economicus
de los capitalistas, el hombre egoísta, individualista, cuya ilusión de libertad es una trampa, en favor de un
homo faber. Not a selfmade man but a made man,
podría decirse en inglés; o más bien un hombre por hacer, pues el hombre comunista está por construir, por educar, igual que el perfecto nacionalsocialista de ustedes. Y ese hombre por hacer justifica que liquidemos sin misericordia todo cuanto no se pueda educar y, en consecuencia, justifica al NKVD y la Gestapo, jardineros del cuerpo social que arrancan las malas hierbas y obligan a las buenas a seguir la dirección que les marcan sus tutores». Le di otro cigarrillo y encendí uno para mí: «Tiene usted unas ideas muy abiertas para ser un
politruk
bolchevique». Rió con cierta amargura: «Es que mis antiguas relaciones, alemanas y no alemanas, no me favorecieron gran cosa. Cuando a uno lo apartan, le queda tiempo para pensar y, sobre todo, coge uno perspectiva».. —«¿Eso es lo que explica que un hombre con un pasado como el suyo esté en una posición tan modesta a fin de cuentas?. —«Seguramente. Hubo un tiempo, sabe, en que era del entorno de Radek, pero no del de Trotsky, lo que también tiene que ver con que esté ahora aquí. Pero le advierto que haber ascendido tan poco no me molesta. No tengo ambición personal alguna. Sirvo a mi Partido y a mi país y me hace feliz morir por ellos. Pero eso no me quita de pensar».. —«Pero si cree que nuestros dos sistemas son idénticos, ¿por qué lucha contra nosotros?. —«¡En ningún momento he dicho que fueran idénticos! Y usted es demasiado inteligente para haber entendido eso. He intentado que viera que la forma en que funcionan nuestras ideologías es parecida. Pero el contenido, por supuesto, es diferente: clase y raza. Desde mi punto de vista, su nacionalsocialismo es una herejía del marxismo».. —«¿En qué piensa usted que la ideología bolchevique es superior a la del nacionalsocialismo?» —«En que quiere el bien de toda la humanidad, mientras que la suya es egoísta y sólo quiere el bien de los alemanes. Como no soy alemán, me sería imposible profesarla, incluso aunque quisiera».. —«Sí, pero si hubiera nacido burgués, como yo, le sería imposible hacerse bolchevique: fueren cuales fueren sus convicciones íntimas, seguiría siendo un
enemigo objetivo», podrían
haber tomado Stalingrado si no hubieran cometido tantos errores, si no nos hubieran subestimado tanto. No era algo inevitable que los derrotásemos aquí y que su 6º Ejército quedara completamente destruido. Pero, y si hubieran ganado en Stalingrado, ¿qué? Nosotros habríamos seguido en Ulianovsk, en Kuibyshev, en Moscú, en Sverdlovsk. Y, al final, les habríamos hecho lo mismo algo más allá. Claro que el símbolo no habría sido igual, no habría sido la ciudad de Stalin. Pero, en el fondo, ¿quién es Stalin? ¿Y qué nos importan a nosotros los bolcheviques, su desmesura y su gloria? A nosotros, que estamos aquí y morimos a diario, ¿qué nos importan sus telefonazos cotidianos a Yukov? No es Stalin quien da a nuestros hombres valor para abalanzarse ante las ametralladoras de ustedes. Claro que se necesita un jefe, se necesita a alguien que lo coordine todo, pero podría haber sido cualquier otro hombre que valiera. Stalin no es más insustituible que Lenin o que yo. Nuestra estrategia aquí ha sido una estrategia de sentido común. Y nuestros soldados, nuestros bolcheviques, habrían sido igual de valientes en Kuibyshev. Pese a todas nuestras derrotas militares, nadie ha vencido a nuestro Partido ni a nuestro pueblo. Ahora las cosas van a ir en sentido contrario. Los suyos están ya empezando a evacuar el Cáucaso. No cabe duda alguna de nuestra victoria final».. —«Es posible -repliqué-. Pero ¿qué precio le va a costar todo esto a ese comunismo suyo? Stalin, desde el principio de la guerra, ha invocado los valores nacionales, los únicos que inspiran realmente a los hombres, y no los valores comunistas. Ha vuelto a recurrir a las órdenes zaristas de Suvorov y de Kutusov, y también a las hombreras con galones dorados para los oficiales, que en 1917 sus camaradas de Petrogrado les clavaban en los hombros. En los bolsillos de sus muertos, incluso de los oficiales superiores, encontramos iconos escondidos. Y diré más, sabemos, por los interrogatorios que hacemos, que los valores raciales están a la orden del día en las esferas más elevadas del Partido y del ejército, que hay una mentalidad panrusa y antisemita que Stalin y los dirigentes del Partido cultivan. También ustedes van a empezar a desconfiar de sus judíos y, sin embargo, no son una clase».. —«Seguro que es cierto eso que dice -admitió tristemente-.