Fuera, una fina capa de nieve cubría la plaza y espolvoreaba los hombros y el pelo de los ahorcados. Junto a mí, un ruso joven entraba a toda prisa en la Ortskommandantur, sujetando con el pie al pasar la pesada puerta de vaivén, esmerándose en que no diera un portazo. Sorbí; una gota de agua me corrió desde la nariz y cruzó los labios con un toque frío. Von Hornbogen me había dejado muy pesimista. Sin embargo la vida se iba reanudando. Abrían comercios que regentaban algunos
Volksdeutschen,
y también restaurantes armenios, e incluso dos salas de fiestas. La Wehrmacht había vuelto a abrir el Teatro Dramático Ucraniano Shevshenko tras pintar de nuevo de ocre y de un rojo borgoña agobiante la elegante fachada del siglo XIX, con columnas y molduras blancas, que había mutilado la metralla; se creó un cabaret que se llamaba
Panzersprenggranate,
«la granada anticarro», y un cartel chillón anunciaba el nombre encima de las puertas talladas. Llevé un día a Hanika a ver una revista satírica. Era tirando a mala, pero los hombres estaban encantados y se reían y aplaudían a rabiar; algunos números resultaban bastante graciosos. Había una parodia en la que un coro ataviado con el chal de oración a rayas de los rabinos cantaba con una homogeneidad aceptable un fragmento de
La Pasión según San Juan
:
Wir haben ein Gesetz
und nach dem Gesetz
solí er sterben.
Me dije que a Bach, hombre piadoso, no le habría gustado esa frivolidad. Pero no me quedaba más remedio que admitir que tenía gracia. A Hanika le resplandecía la cara, aplaudía en todos los números; parecía feliz. Aquella noche yo me sentía a gusto, no había vomitado y disfrutaba con la temperatura del teatro y con el ambiente agradable. En el descanso, fui al ambigú e invité a Hanika a un vaso de vodka helado; se puso encarnado, no estaba acostumbrado. Al estirarme el uniforme delante de un espejo, me llamó la atención una mancha. «Hanika -pregunté-, ¿qué es esto?». —«¿El qué, Herr Hauptsturmführer?». —«Esa mancha de ahí». Miró: «No veo nada, Herr Hauptsturmführer».. —«Sí, sí -insistí. Hay una mancha ahí, está un poco más oscuro. Frota más cuando laves».. —«Sí, Herr Hauptsturmführer». Aquella mancha me alteraba; intenté olvidarme de ella tomando otra copa y volví luego a la sala para la segunda parte del espectáculo. Después, en compañía de Hanika, subí a pie por la ex calle Liebknesht, vuelta a bautizar ahora con el nombre de Horst-Wesselstrasse o algo por el estilo. Más arriba, enfrente del parque, unas ancianas, a quienes vigilaban unos soldados, estaban descolgando a un ahorcado. Al menos, pensé al verlo, esos rusos a los que ahorcamos tienen madres que les secan el sudor de la frente, les cierran los ojos, les doblan los brazos y los entierran con ternura. Me acordé de todos los judíos con los ojos abiertos aún bajo la tierra del barranco de Kiev; les habíamos arrebatado la vida, pero también esa ternura, porque junto a ellos habíamos matado a sus madres y a sus mujeres y a sus hermanas y no habíamos dejado a nadie que llevara luto por ellos. Su destino había sido la amargura de una fosa común; su ágape funerario, la fértil tierra de Ucrania, que les llenaba la boca; su único kaddish el silbido del viento en la estepa. Y el mismo destino se estaba tramando para sus correligionarios de Jarkov. Al fin había llegado Blobel con el Hauptkommando y se enfureció al enterarse de que no se había tomado medida alguna, salvo obligar a los judíos a que llevasen la estrella amarilla. «¿Pero a qué carajo se dedican los de la Wehrmacht? ¿Quieren pasarse el invierno codeándose con treinta mil saboteadores y terroristas?» Traía consigo al sustituto del doctor Kehrig, que acababa de llegar de Alemania; quedé, pues, relegado a mis antiguos cometidos subalternos, lo cual, en vista del estado de cansancio en que me hallaba, no podía por menos de agradarme. El Sturmbannführer doctor Woytinek era un hombrecillo seco y hosco, que estaba muy resentido por haberse
perdido el principio de la campaña
y esperaba que
pronto se le presentara la ocasión de resarcirse.
Y, efectivamente, se le iba a presentar la ocasión, pero no en el acto. Al llegar, Blobel y Vogt entablaron negociaciones con los representantes del AOK con vistas a organizar otra
Grosse Aktion.
Pero, entretanto, a Von Rundstedt lo habían destituido por la retirada de Rostov y el Führer había nombrado a Von Reichenau para que ocupase su lugar al frente del grupo de ejércitos Sur. Aún no habían nombrado sustituto que tomase el mando del 6º Ejército; de momento, el AOK lo dirigía el Oberst Heim, el jefe de estado mayor, y éste se mostraba menos complaciente en asuntos de cooperación con la SP y el SD que su ex general en jefe. No ponía objeciones de principio, pero todos los días alegaba en su correspondencia nuevas dificultades prácticas y los debates se eternizaban. Blobel rabiaba y descargaba los nervios con los oficiales del Kommando. El doctor Woytinek, por su parte, se estaba familiarizando con la documentación y se pasaba la vida haciéndome preguntas. El doctor Sperath comentó, al verme: «Tiene usted una cara fatal».. —«No pasa nada. Es sólo que estoy un poco cansado».. —«Debería tomarse un descanso». Solté una risa sarcástica: «Sí; creo que después de la guerra». Pero me tenían distraído los rastros de barro del pantalón; Hanika, que parecía estarse volviendo algo descuidado, no los había quitado.
Blobel había venido a Jarkov con el camión Saurer y pensaba usarlo en la acción que estaba planificada. Por fin había podido estrenarlo en Poltava. Häfner, que había presenciado la escena -los Teilkommandos se habían reagrupado en Poltava antes de ir juntos a Jarkov-, me lo contó, una noche, en el casino: «De hecho, no es en absoluto una mejora. El Standartenführer mandó que lo cargasen de mujeres y de niños y, luego, puso en marcha el motor. Cuando los judíos se dieron cuenta de lo que estaba pasando, empezaron a dar golpes y alaridos: "¡Queridos alemanes! ¡Queridos alemanes! ¡Dejadnos salir!". Yo me quedé sentado en el coche con el Standartenführer, que estaba bebiendo schnaps. Después, cuando descargaron el camión, debo decir que no se le veía a gusto. Los cuerpos estaban cubiertos de mierda y de vómitos; a los hombres les daba asco. Findeisen, que había sido el conductor del camión, también había tragado gas y vomitaba por todos lados. Un espanto. Si eso es todo lo que se les ha ocurrido para simplificarnos la vida, están frescos. Ya se ve que es el invento de un burócrata».. —«¿Pero el Standartenführer quiere seguir usándolo?». —«Desde luego. Pero le aseguro que lo usará sin mí».
Pon fin estaban llegando a buen término las negociaciones con el AOK. Blobel, que en aquella cuestión contaba con el apoyo del Ic Niemeyer, había alegado que eliminar a la población judía, y también a todos los demás indeseables y sospechosos políticos, e incluso a los no residentes, contribuiría a hacer más llevadero el problema del abastecimiento, que era cada vez más acuciante. La Wehrmacht, en colaboración con la oficina de alojamiento de la ciudad, estuvo de acuerdo en poner a disposición del Sonderkommando un lugar para la evacuación, la KhTZ, una fábrica de tractores que contaba con barracones para los obreros. Estaba en las afueras de la ciudad, a doce kilómetros del centro, pasado el río, en la carretera antigua de Moscú. El 14 de diciembre, pusieron carteles que daban a todos los judíos de la ciudad dos días para cambiar de alojamiento e irse allí. De la misma forma que en Kiev, los judíos fueron por sus propios medios, sin escolta y, al principio, se alojaran de verdad en los barracones aquellos. El día de la evacuación nevaba y hacía mucho frío; los niños lloraban. Cogí un coche para ir a la KhTZ. No era un sitio cerrado y había muchas idas y venidas. Como en los barracones no había ni agua, ni comida, ni calefacción, la gente iba a buscar lo que necesitaba y nadie hacía nada para impedírselo; lo único que sucedía era que unos informadores indicaban quiénes eran los que propagaban rumores negativos e inquietaban a los demás; los detenían discretamente y acababan con ellos en los sótanos de las oficinas del Sonderkommando. En el campo reinaba un caos total, los barracones se caían a pedazos, los niños lloraban a gritos, los ancianos ya habían empezado a morirse, y como sus familias no los podían enterrar, yacían al aire libre y el hielo los dejaba tiesos. Por fin clausuraron el campo y pusieron una guardia alemana. Pero la gente seguía llegando: judíos que querían reunirse con sus familias, o cónyuges rusos y ucranianos que traían comida a sus maridos, a sus mujeres, a sus hijos; a ésos aún los dejábamos entrar y salir. Blobel quería evitar que cundiera el pánico e ir mermando el campo poco a poco, discretamente. La Wehrmacht había objetado que una acción única y de gran alcance, como la de Kiev, causaría demasiado revuelo, y Blobel había aceptado ese argumento. El día de Nochebuena, la Ortskommandantur invitó a los oficiales del Sonderkommando a una recepción en una amplia sala de congresos del Partido Comunista de Ucrania, vuelta a decorar para aquella ocasión; ante un bufé muy bien provisto, bebimos mucho schnaps y mucho coñac con los oficiales de la Wehrmacht, que brindaban por el Führer, la
Endsieg
y nuestra gran obra común. Blobel y el Kommandant de la ciudad, el general Reiner, se hicieron regalos mutuos; luego, los oficiales que tenían buena voz cantaron coros. Dos días después -la Wehrmacht tuvo empeño en retrasarlo hasta pasada la Navidad para no estropear las fiestas-, les dijeron a los judíos que se ofrecieran como voluntarios para ir a trabajar a Poltava, a Lubny, a Romny. Las heladas eran tremendas, todo estaba cubierto de nieve; los judíos, ateridos, se agolpaban en el punto de selección con la esperanza de irse del campo lo antes posible. Los hacían subirse a los camiones, que conducían chóferes ucranianos; amontonaban sus posesiones aparte, en otros vehículos. Luego, se los llevaban a Rogan, un arrabal distante de la ciudad, y los fusilaban en unas
balki,
unas torrenteras que habían escogido nuestros topógrafos. Sus cosas las mandaban a unos depósitos para clasificarlas y que las repartieran luego entre los
Volksdeutschen
el NSV y la Vomi. Y así iban vaciando el campo, por grupitos, un poco cada día. Inmediatamente antes de Año Nuevo, asistí a una ejecución. Todos los tiradores eran voluntarios jóvenes del 314 Batallón de policía; tenían poca práctica, disparaban mal y había muchos heridos. Los oficiales les echaban broncas y mandaban que les dieran de beber, pero eso no les daba más maña. La sangre fresca salpicaba la nieve, corría por el fondo del barranco y se repartía, en charcos, por la tierra que el frío había endurecido; no estaba helando y se estancaba, viscosa. Alrededor, se erguían aún en los campos blancos los tallos grises y muertos de los girasoles. Todos los sonidos, incluso los gritos y los disparos, parecían amortiguados; la nieve crujía bajo los pasos. También usaban el camión Saurer, pero eso no fui a verlo. Ahora vomitaba con frecuencia y notaba que me estaba poniendo algo enfermo; tenía fiebre, aunque no la suficiente para quedarme en la cama; eran más bien fuertes escalofríos y una sensación de fragilidad, como si se me volviera la piel de cristal. En la
balka,
entre ráfaga y ráfaga de disparos, la subida amarga de aquella fiebre me recorría el cuerpo. Todo estaba blanco, espantosamente blanco, menos la sangre, que lo manchaba todo, la nieve, los hombres, mi abrigo. En el cielo, grandes bandadas de patos silvestres volaban tranquilamente hacia el sur.
El frío se iba instalando a gusto, casi como un organismo vivo que se extiende por la tierra y se infiltra por doquier, en los lugares más inesperados. Sperath me contó que los sabañones eran una epidemia en la Wehrmacht y, con frecuencia, había que amputar; las suelas de clavos de las
Kommisstiefl
reglamentarias habían resultado ser un conductor eficaz. Todas las mañanas, aparecían centinelas muertos; el casco, colocado directamente en la cabeza sin gorro de lana, les había congelado el cerebro. Los conductores de los panzers tenían que quemar neumáticos debajo de los motores para arrancar. Parte de las tropas había recibido por fin ropa de paisano abrigada que había recogido en Alemania la
Winterhilfe;
pero había de todo, y algunos soldados andaban por ahí con abrigos de piel de señora, con boas o con manguitos. Iban a más los saqueos de la población civil: los soldados quitaban a la gente a la fuerza las tulupas y las chapkas y la echaban al frío casi desnuda; muchos no lo contaban. Decían que ante Moscú aún estaban peor las cosas; desde la contraofensiva soviética de principios de mes, nuestros hombres, ahora a la defensiva, morían como moscas en sus posiciones sin ver siquiera al enemigo. También se iba haciendo confusa la situación política. Nadie entendía en realidad en Jarkov por qué habíamos declarado la guerra a los norteamericanos: «Como si no tuviéramos ya bastante -refunfuñaba Häfner, a quien apoyaba Kurt Hans-; que se las apañen solos los japoneses». Otros, más lúcidos, veían en una victoria japonesa un peligro para Alemania. También provocaba preguntas la purga del Alto Mando del ejército. En las SS, la mayoría pensaba que era bueno que el Führer se hubiera hecho cargo personalmente del OKH; ahora, decían, esos prusianos viejos y reaccionarios no podrán ya hacer una obstrucción sutil; en primavera, habremos liquidado a los rusos. En la Wehrmacht parecían más escépticos. Von Hornbogen, el Ic, hablaba de rumores de ofensiva por el sur, cuyo objetivo era el petróleo del Cáucaso. «No lo entiendo -me confesaba tras un vaso o dos en el casino-. ¿Tenemos objetivos políticos o económicos?» Los dos, seguramente, sugerí; pero la pregunta que a él le parecía importante era la de nuestros recursos. «Los americanos tardarán una temporada en aumentar la producción y acumular material suficiente. Eso nos deja tiempo. Pero si de aquí a entonces no hemos acabado con los rojos, se jodio todo». Aquellas palabras me escandalizaron, pese a todo; nunca había oído expresar una opinión pesimista de forma tan cruda. Había pensado ya en la posibilidad de una victoria más limitada que la prevista, en una paz de compromiso, por ejemplo, por la que dejaríamos Rusia a Stalin, pero nos quedaríamos con el Ostland y con Ucrania, y también con Crimea. ¿Pero una derrota? Me parecía inconcebible. Me habría gustado mucho hablar del asunto con Thomas, pero estaba lejos, en Kiev, y llevaba sin saber nada de él desde que lo habían ascendido a Sturmbannführer, ascenso que me anunció al responder a mi carta de Pereiaslav. En Jarkov no había mucha gente que digamos con quien charlar. Por la noche, Blobel bebía y despotricaba contra los judíos, los comunistas e incluso la Wehrmacht; los oficiales lo escuchaban, jugaban al billar o se iban a sus cuartos. Yo hacía otro tanto con frecuencia. Estaba leyendo por entonces el diario de Stendhal en donde había partes crípticas que encajaban asombrosamente con lo que yo sentía:
Rechazo de los judíos... Me agobia el ahogo del tiempo... La pena me vuelve máquina...
Por reacción, seguramente, a una sensación de suciedad por los vómitos, estaba empezando también a prestarle una atención obsesiva a mi aseo personal: ya me había sorprendido varias veces Woytinek mirándome detalladamente el uniforme en busca de rastros de barro o de otras materias y me había ordenado que
dejase de papar moscas.
Inmediatamente después de mi primera inspección de la
Aktion,
le di a lavar el uniforme sucio a Hanika; pero, cada vez que me lo traía, encontraba manchas nuevas y acabé por arremeter contra él y echarle en cara con palabras brutales su pereza y su incompetencia antes de tirarle a la cara la guerrera. Sperath vino a preguntarme si dormía bien; cuando le dije que sí, pareció alegrarse; y era cierto, por la noche caía como una piedra en cuanto me metía en la cama, pero entraba entonces en un sopor por el que pasaban sueños agobiantes y penosos, no pesadillas propiamente dichas, sino algo así como largas corrientes submarinas que revolvían el cieno de las profundidades mientras que la superficie seguía lisa y quieta. Debo indicar que asistía con regularidad a las ejecuciones; nadie me lo exigía, iba por voluntad propia. No disparaba, pero estudiaba a los hombres que disparaban, sobre todo a los oficiales, como Häfner o Janssen, que estaban en esto desde el principio y ahora parecían haberse vuelto totalmente insensibles a su trabajo de verdugos. Yo debía de ser como ellos. Tenía el presentimiento de que, al imponerme tan lamentable espectáculo, no pretendía limar el escándalo, la sensación insoslayable de una transgresión, de una violación monstruosa del Bien y del Mal, sino que más bien sucedía que aquella sensación de escándalo se iba limando sola y era cierto que uno se acostumbraba, que, a la larga, ya no sentía casi nada; así que lo que yo intentaba recobrar desesperadamente, aunque en vano, era ese impacto inicial, esa impresión de una ruptura, de una conmoción infinita de todo mi ser; en vez de eso, no notaba ya sino una excitación taciturna y angustiosa, cada vez más breve, acida, mezclada con la fiebre y con los síntomas físicos que padecía; y de esta forma, despacio, sin darme cuenta del todo, me hundía en el barro mientras buscaba la luz. Un incidente de poca monta iluminó con crudeza esas grietas que se ensanchaban cada vez más. En el amplio parque nevado, detrás de la estatua de Shevshenko, conducían al patíbulo a una partisana joven. Se había agrupado una muchedumbre de alemanes: algunos eran Landser de la Wehrmacht y también Orpo, pero había además hombres de la Organización Todt, y
Goldfanasen
del
Ostministerium
y pilotos de la Luftwaffe. Era una muchacha bastante flaca, con un toque de histeria en la cara, que enmarcaba un abundante pelo negro, muy corto, con un corte muy tosco, como hecho con podadera. Un oficial le ató las manos, la colocó bajo la horca y le puso la cuerda al cuello. Entonces los soldados y los oficiales presentes desfilaron ante ella y, por turno, la besaron en los labios. Ella no decía nada y no cerraba los ojos. Algunos la besaban con ternura, casi con castidad, como colegiales; otros le tomaban la cabeza con ambas manos para forzarle los labios. Cuando me llegó la vez, me miró con pupilas claras y luminosas, limpias por completo, y vi que ella sí lo entendía todo, que lo sabía todo, y ante aquel conocimiento tan puro estallé en llamaradas. Me crepitaba la ropa, se me abría la piel del vientre, la grasa chisporroteaba, el fuego me rugía en las órbitas y en la boca y me lavaba la cabeza por dentro. El beso era tan intenso que la joven tuvo que apartar la cabeza. Yo me calcinaba, mis restos se convertían en estatua de sal; no tardaban en enfriarse y se caían a pedazos, primero un hombro, luego una mano, después la mitad de la cabeza. Por fin me desplomé del todo a sus pies y el viento barrió aquel montón de sal y lo dispersó. Ya se acercaba el siguiente oficial, y cuando acabaron de pasar todos, la ahorcaron. Estuve días reflexionando acerca de aquella extraña escena, pero mi reflexión se erguía ante mí como un espejo y nunca me devolvía nada que no fuera mi propia imagen, invertida, sí, pero fiel. También el cuerpo de aquella muchacha era para mí un espejo. La cuerda se rompió, o la cortaron, y yacía en la nieve de los jardines de los Sindicatos, con la nuca rota y los labios hinchados y un pecho al aire, que los perros habían roído. El pelo áspero era como una cresta de medusa en torno a la cabeza; y me parecía fabulosamente hermosa y que vivía dentro de la muerte como un ídolo, la Virgen de las Nieves. Fuera por donde fuera para llegar del hotel a las oficinas, siempre me la encontraba tendida, atravesada por donde tenía que pasar, como una pregunta tenaz y obtusa que me arrojaba dentro de un laberinto de vanas especulaciones y me hacía perder pie. Y todo aquello duró semanas.