El médico militar, que era de Viena, regordete, casi calvo, apellidado Hohenegg, resultó ser un gratísimo compañero de viaje. Era profesor titular de una importante cátedra de Viena y cumplía con la función de anatomopatólogo en jefe en el 6º Ejército. Incluso cuando daba las opiniones más serias, con su voz suave, casi pastosa, parecía asomar cierta ironía. La medicina le había proporcionado puntos de vista filosóficos; hablamos de ello bastante rato mientras el tren cruzaba la estepa, más allá de Zaporogue, tan vacía de toda vida como alta mar. «La ventaja de la anatomopatología -me explicaba-, es que a fuerza de abrir cadáveres de todas las edades y de todos los sexos, uno tiene la impresión de que la muerte pierde espanto y se queda en un fenómeno físico tan corriente y tan trivial como las funciones naturales del cuerpo. Y puedo llegar a imaginarme tan tranquilo a mí mismo en una camilla de disección y entre las manos de mi sucesor, que torcería algo el gesto al ver el estado de mi hígado».. —«Sí, pero es que usted tiene la suerte de que le lleguen ya muertos. No tiene nada que ver con lo que pasa aquí con frecuencia, sobre todo en el SD, cuando presenciamos
el tránsito al más allá
propiamente dicho».— «E incluso se contribuye a él».. —«Justamente. Tenga la actitud y la ideología que tenga, el espectador no puede nunca captar por completo la experiencia del difunto». Hohenegg se quedó pensativo: «Ya veo a qué se refiere. Pero ese foso sólo existe para el que mira. Porque sólo él puede divisar las dos partes. El moribundo sólo está padeciendo algo confuso, más o menos breve, más o menos brutal, pero que, en cualquier caso, nunca podrá aprehender su conciencia. ¿Ha leído usted a Bossuet?».—
«En frangais, méme»,
contesté con una sonrisa.. —«Excelente. Compruebo que su educación fue algo más extensa que la del jurista medio». Recitó las frases en un francés bastante amazacotado y entrecortado:
«Ese momento postrero, que borrará de un solo trazo toda vuestra vida, irá también a perderse, con todo lo demás, en ese gran abismo de la nada. No quedará ya en la tierra vestigio alguno de lo que somos: la carne cambiará de naturaleza; el cuerpo tomará otro nombre y ni siquiera el nombre de cadáver ha de durarle mucho. "Se convertirá, dijo Tertuliano, en un no sé qué que no tiene ya nombre en lengua alguna"».
. —«Eso -dije está muy bien para el muerto, lo he pensado muchas veces. El problema sólo se les plantea a los vivos».. —«Hasta que les llega su propia muerte», replicó, guiñando un ojo. Me reí bajito y él también; los demás viajeros del compartimento, que estaban hablando de salchichas o de mujeres, nos miraban con sorpresa.
En Simferopol, que era el punto de llegada del tren, nos hicieron subir a unos camiones o a unas ambulancias para llevarnos a Yalta. Hohenegg, que había venido a ver a los médicos del AOK 11, se quedaba en Simferopol; sentí separarme de él. El convoy tomó por una carretera de montaña, al este, pasando por Alushta, pues Bakhchisarai seguía estando en la zona de operaciones del sitio de Sebastopol. Me alojaron en un sanatorio al oeste de Yalta, situado a un nivel más alto que la carretera de Livadia y que daba la espalda a las abruptas montañas nevadas que dominan la ciudad, un antiguo palacio principesco que habían convertido en
Kurort
para obreros soviéticos, algo dañado por los combates, pero rápidamente reparado y vuelto a pintar. Me dieron una habitacioncita muy agradable en el segundo piso, con cuarto de baño y un balcón pequeño: los muebles dejaban algo que desear, pero a mis pies, más allá de los cipreses, se extendía el mar Negro, liso, gris, apacible. No me cansaba de mirarlo. Si bien es cierto que aún hacía un poco de frío, el aire era mucho más suave que en Ucrania y podía salir a fumar junto a la barandilla; o, si no, echado en el sofá, ante la puerta vidriera, me quedaba durante horas leyendo tranquilamente. No me faltaban libros: tenía los míos y además el sanatorio contaba con una biblioteca, que se componía sobre todo de obras que se habían dejado los pacientes anteriores, muy ecléctica y donde había incluso, junto al ilegible
Mito del siglo
XX, traducciones al alemán de Chéjov que descubrí con sumo placer. No tenía que seguir ninguna prescripción facultativa. Al llegar, me reconoció un médico y me pidió que le describiera mis síntomas. «No es nada -dijo tras haber leído la nota del doctor Sperath-. Cansancio nervioso. Reposo, baños, nada que lo altere, cuanto menos alcohol mejor, y mucho ojo con las ucranianas. Y se curará solo. Buena estancia».
Reinaba en el sanatorio un ambiente alegre: la mayoría de los pacientes y de los convalecientes eran oficiales subalternos jóvenes, de todos los cuerpos, cuyo humor rijoso llegaba a la noche muy exacerbado por el vino de Crimea que nos daban con las comidas y por la escasez de hembras. Es posible que aquello contribuyera a la sorprendente libertad de tono de las charlas: circulaban los chistes más acerbos acerca de la Wehrmacht y los dignatarios del Partido; un oficial, señalando la condecoración que le habían concedido por la campaña de invierno, me preguntó, socarrón: «¿Y a usted, en las SS, aún no le dan dado la Orden de la Carne Congelada?». El hecho de hallarse ante un oficial del SD no les causaba apuro alguno a aquellos muchachos; al parecer pensaban que caía por su propio peso que yo estaba de acuerdo con sus opiniones más atrevidas. Los más críticos eran los oficiales del grupo de ejércitos Centro; mientras que en Ucrania se tendía a pensar que el envío, a principios de agosto, del 2° Ejército blindado de Guderian había sido una iniciativa genial que, al coger a los rusos por la espalda, había permitido desbloquear el frente Sur, que estaba empantanado, tomar Kiev y, en último término, avanzar hasta el Donets, los del Centro opinaban que había sido un capricho del Führer, un error que algunos llegaban a considerar como criminal. De no ser por eso, afirmaban con vehemencia, en vez de pasarnos dos meses plantados delante de Esmolensco, habríamos tomado Moscú en octubre y la guerra ya habría acabado, o casi, y los hombres podrían haberse ahorrado un invierno metidos en la nieve, detalle que, claro, no les importaba gran cosa a los señores del OKH porque ¿alguna vez ha visto alguien que a un general se le congelen los pies? Y no cabe duda de que, con el tiempo, la historia les dio la razón, en eso están de acuerdo la mayoría de los especialistas; pero, a la sazón, los puntos de vista no eran los mismos y aquellas palabras frisaban el derrotismo, e incluso la indisciplina. Pero estábamos de vacaciones y no tenía importancia; yo no me escandalizaba. Además, tantos jóvenes guapos, alegres y tan vivarachos hacían que me volvieran sentimientos y deseos de los que nada había sabido durante muchos meses. Y no me parecía imposible saciarlos: la cuestión estaba en escoger bien. Comía con frecuencia con un teniente joven de las Waffen-SS, que se llamaba Willi Partenau. Delgado, bien plantado, de pelo casi negro, convalecía de una herida en el pecho que había recibido delante de Rostov. Por la noche, mientras los demás jugaban a las cartas y al billar, cantaban o bebían en el bar, nos quedábamos a veces charlando, sentados a la mesa, ante una de las cristaleras del salón. Partenau venía de una familia católica y pequeño burguesa del Rin. Había tenido una infancia difícil. Incluso antes de la crisis de 1929, su familia estaba al borde de la proletarización; a su padre, un militar de corta estatura, pero tiránico, lo tenía obsesionado la cuestión de la posición social y se dejaba los magros recursos de la familia en mantener las apariencias: comían a diario patatas con repollo, pero los chicos iban al colegio con traje, cuello almidonado y zapatos lustrosos. A Partenau lo habían criado con estrictos criterios religiosos; por la menor falta, el padre lo obligaba a arrodillarse en las baldosas frías y a rezar; perdió pronto la fe, o, más bien, la sustituyó por el nacionalsocialismo. La Hitlerjugend, y luego las SS, le permitieron por fin escapar de aquel entorno asfixiante. Todavía estaba en fase de entrenamiento durante las campañas de Grecia y de Yugoslavia, y no se consolaba de habérselas perdido; sintió una alegría sin límites cuando vio que lo destinaban a la «Leibstandarte Adolf Hitler» para la invasión de Rusia. Una noche me confesó que se había quedado espantado ante su primera experiencia de los métodos radicales que utilizaban la Wehrmacht y las SS para combatir a los partisanos; pero ello no había hecho sino reafirmarlo en el arraigado convencimiento de que sólo un adversario bárbaro y totalmente inhumano podía inducir a medidas tan extremas. «Ha debido de ver cosas atroces en el SD», añadió; afirmé que así era, pero que prefería no extenderme sobre el tema. En vez de eso, le hablé algo de mi vida y, sobre todo, de mi niñez. Había sido un niño frágil. Mi hermana y yo sólo teníamos un año cuando se fue nuestro padre a la guerra. Empezaron a escasear la leche y la comida; crecí flaco, pálido y nervioso. Me encantaba, por entonces, ir a jugar al bosque que teníamos cerca de casa; vivíamos en Alsacia, en donde hay grandes bosques, y yo me iba a observar los insectos o a meter los pies en los arroyos. Recordaba con toda claridad un incidente: en un prado, o en un campo, encontré un perrito abandonado y con expresión desdichada y se me llenó el corazón de compasión; quería llevármelo a casa, pero, cuando me acercaba para cogerlo, el perrito, asustado, huía de mí. Intenté hablarle con suavidad, engatusarlo para que me siguiera, pero sin lograrlo. No se escapaba, siempre estaba a pocos metros de mí, pero no me dejaba que me acercase a él. Acabé por sentarme en la hierba y me eché a llorar, quebrantado de compasión por aquel perrito que no quería dejarme que lo ayudara. Le rogué: «¡Oye, perro, por favor, ven conmigo!». Por fin consintió en dejarse coger. Mi madre se quedó horrorizada cuando lo vio ladrando en nuestro jardín, atado a la cerca, y, a fuerza de argumentos, me convenció para que lo llevase a la Sociedad Protectora de Animales en donde, como siempre he estado convencido tras pasar algún tiempo, debieron de sacrificarlo cuando di media vuelta. Pero es posible que ese incidente ocurriera después de la guerra y del regreso definitivo de mi padre a Kiel, a donde nos fuimos cuando los franceses recuperaron Alsacia. Mi padre, tras volver por fin a nuestro lado, hablaba poco y parecía sombrío y rebosante de amargura. Con los títulos que tenía, no tardó en volver a conseguir una buena situación en una firma importante; en casa, se quedaba con frecuencia a solas en su biblioteca, en donde me deslizaba yo a escondidas, cuando no estaba, para jugar con sus mariposas, algunas grandes como la mano de un adulto, pinchadas en unas cajas de donde las sacaba para hacerlas girar en el extremo del largo alfiler como una rueda de cartón de colores, hasta que un día me pilló y me castigó. Fue por entonces cuando empecé a birlar cosas de casa de los vecinos, seguramente, como me di cuenta más tarde, para que me hiciera caso: robaba pistolas de hojalata, linternas y otros juguetes que enterraba en un escondrijo, al fondo de nuestro jardín; ni siquiera mi hermana lo sabía; al fin se descubrió todo. Mi madre opinaba que robaba
por el puro gusto de hacer algo malo;
mi padre me explicó pacientemente la Ley y, luego, me dio una azotaina. Esto sucedió no en Kiel, sino en la isla de Sylt, en donde pasábamos las vacaciones de verano. Para ir a esa isla, tomábamos el tren que va siguiendo la presa Hindenburg: cuando está la marea alta, la vía queda rodeada de agua y, desde el tren, da la impresión de que circulas por el mar; las olas llegaban hasta las ruedas y azotaban los cubos de las ruedas. Por la noche, por encima de mi cama corrían trenes eléctricos, cruzando el cielo estrellado de mis sueños. Me parece que empecé enseguida a buscar ávidamente el cariño de todos aquellos a quienes conocía. Este instinto solía hallar correspondencia cuando menos en los adultos, porque era un chico a la vez guapo y muy inteligente. Pero en el colegio me topaba con niños crueles y agresivos, muchos de los cuales habían perdido a sus padres en la guerra, o tenían padres que habían vuelto de las trincheras tras padecer brutalidades y haberse vuelto medio locos; les pegaban o los desatendían. Se vengaban en el colegio de aquella falta de amor que había en casa volviéndose de forma perversa contra otros niños más endebles o más frágiles. Me pegaban, tenía pocos amigos; en los deportes, nunca me quería nadie a la hora de hacer los equipos. Entonces, en vez de mendigar su afecto, quería que se fijaran en mí. También intentaba impresionar a los profesores, más justos que los chicos de mi edad; como era inteligente, me resultaba fácil: pero entonces los otros me llamaban
enchufado
y me pegaban más aún. Por supuesto, no le contaba nada de esto a mi padre.
Tras la derrota, después de afincarnos en Kiel, mi padre tuvo que volver a marcharse, no se sabía muy bien ni adonde ni por qué; de vez en cuando, venía a vernos y, luego, volvía a desaparecer; no se quedó definitivamente con nosotros hasta finales de 1919. En 1921 , cayó gravemente enfermo y tuvo que dejar de trabajar. Se eternizó la convalecencia y el ambiente de casa se hizo tenso y taciturno. A principios del verano, aún gris y frío, lo recuerdo, su hermano vino a vernos. Aquel hermano pequeño, alegre y gracioso, contaba historias fabulosas de la guerra y de sus viajes que me arrancaban alaridos de admiración. A mi hermana le caía menos bien que a mí. Unos días después, mi padre salió de viaje con él para ir a visitar a mi abuelo, a quien yo no había visto sino una vez o dos y a quien apenas recordaba (creo que los padres de mi madre se habían muerto ya). Aun hoy recuerdo aquella partida: mi madre, mi hermana y yo estábamos en fila delante de la portalada de la casa; mi padre estaba metiendo la maleta en el maletero del coche que iba a llevarlo a la estación: «Adiós, niños -dijo con una sonrisa-; tranquilos que volveré pronto». Nunca lo volví a ver. Mi hermana melliza y yo teníamos por entonces ocho años casi. Supe mucho más adelante que mi madre recibió, pasado algún tiempo, una carta de mi tío: por lo visto, tras la visita al padre de ambos, se pelearon y mi padre se fue, al parecer, en tren hacia Turquía y Oriente Medio; nada más sabía mi tío de su desaparición; ni tampoco sabían nada sus jefes en el trabajo, con quienes entró mi madre en contacto. Nunca vi esa carta de mi tío; fue mi madre quien me lo contó un día y nunca he podido comprobar lo que me dijo ni localizar a ese hermano que, no obstante, es un hecho que existió. No le conté todo esto a Partenau, pero a vosotros sí os lo cuento.
Ahora tenía un trato frecuente con Partenau. En el terreno sexual me causaba una impresión incierta. Su rigurosidad y fervor nacionalsocialista y SS podían resultar un obstáculo, pero, en el fondo, presentía que su deseo no debía de estar más orientado que el de otro cualquiera. En el internado no había tardado en darme cuenta de que los invertidos como tales no existían; los chicos se apañaban con lo que había, y seguro que en el ejército y en las cárceles pasaba lo mismo. Cierto es que, a partir de 1937, fecha de mi breve detención por el asunto del Tiergarten, la postura oficial se había endurecido bastante más. Las SS parecían estar muy concretamente en el punto de mira. El otoño anterior, por la época en que llegué a Jarkov, el Führer había firmado un decreto, «La observancia de la pureza en el seno de las SS y de la Policía», que condenaba a muerte a todo
SS-Mann
o a todo funcionario de la policía que se permitiera un
comportamiento indecente
con otro hombre o, incluso, que
dejase que abusaran de él.
No se había publicado el decreto,
por temor a que se produjeran malentendidos,
pero nos habían informado en el SD. Por mi parte, opinaba que era más que nada una retórica para mantener la fachada; en la práctica, quien sabía ser discreto pocas veces tenía problemas. Lo esencial era no comprometerse ante un enemigo personal, pero yo no tenía enemigos personales. Sin embargo, Partenau debía de hallarse bajo la influencia de la retórica frenética del
Schwarzes Korps
y otras publicaciones SS. Pero la intuición me decía que, si era posible proporcionarle el marco ideológico oportuno, lo demás vendría por añadidura.