Era la crítica más incisiva al estado de cosas en la Alemania moderna que hubiera oído en la vida. Ohlendorf, un hombre poco mayor que yo, estaba claro que había pensado mucho en esos temas y fundamentaba sus conclusiones en análisis a fondo y rigurosos. Me enteré también, más adelante, de que en los tiempos en que era estudiante en Kiel, en 1934, lo había detenido e interrogado la Gestapo por sus virulentas denuncias de cómo se estaba prostituyendo el nacionalsocialismo; aquella experiencia había contribuido sin duda a encaminarlo hacia los servicios de seguridad. Tenía una gran opinión de su trabajo; lo veía como pieza esencial de la puesta en marcha del nacionalsocialismo. Después de la conferencia, cuando me propuso colaborar con él como
V-Mann,
tuve la desdicha, al oír la descripción de las tareas, de soltar como un estúpido: «¡Pero eso es un trabajo de soplón!». Ohlendorf reaccionó diciendo, muy seco: «No, Herr Aue, no es un trabajo de
delator.
No le pedimos que se
chive;
nos importa un bledo saber si su asistenta cuenta un chiste en contra del Partido. Pero el chiste sí nos interesa, porque es revelador del mal humor del
Volk.
La Gestapo dispone de servicios por completo competentes para ocuparse de los enemigos del Estado, pero eso es del ámbito del
Sicherheitsdienst,
que es esencialmente un órgano de información». Después de llegar a Berlín, fui poco a poco trabando una buena relación con él, gracias sobre todo a la mediación de mi profesor, Hóhn, a quien había seguido tratando después de que se hubiera ido del SD. Nos veíamos de vez en cuando para tomar un café, e incluso me invitaba a su casa para explicarme las últimas tendencias malsanas del Partido y sus ideas para enmendarlas y combatirlas. Por entonces no trabajaba a tiempo completo en el SD, pues estaba haciendo unas investigaciones en la Universidad de Kiel y, más adelante, se convirtió en una figura importante dentro del Reichsgruppe Handel, la Organización del Comercio Alemán. Cuando por fin entré en el SD, se comportó hasta cierto punto como mi protector, igual que había hecho el doctor Best. Pero su conflicto con Heydrich, continuamente renovado, y las difíciles relaciones que tenía con el Reichsführer perjudicaron su posición, aunque no impidieron que lo nombrasen Amtchef III -jefe del
Sicherheitsdienst
cuando se constituyó la RSHA. En Pretzsch corrieron muchos rumores acerca de las razones por las que había ido a Rusia; contaban que había rechazado el puesto varias veces antes de que Heydrich, con el apoyo del Reichsführer, lo forzase a aceptar,
para que se cayera de narices en el barro.
Al día siguiente por la mañana cogí un transporte militar y me fui a Simferopol. Ohlendorf me recibió con su cortesía habitual, sin calidez quizá, pero con modales suaves y agradables. «Se me olvidó preguntarle ayer cómo estaba Frau Ohlendorf».. —«¿Käthe? Muy bien, gracias. Por supuesto que me echa de menos, pero
Krieg ist Krieg».
Un ordenanza nos sirvió un café excelente y Ohlendorf comenzó una presentación rápida. «Ya verá que el trabajo le va a resultar muy interesante. No tendrá que ocuparse de las medidas ejecutivas; todo eso se queda para los Kommandos; de todas formas, Crimea ya está casi del todo
judenrein, y
también hemos acabado casi con los gitanos».. —«¿Todos los gitanos? -pregunté extrañado-. En Ucrania no somos tan sistemáticos».. —«A mí me parecen igual de peligrosos que los judíos -contestó-, si no más. En todas las guerras, los gitanos hacen de espías o de agentes para pasar información a través de las líneas. No tiene más que ver los relatos de Ricarda Huch o los de Schiller acerca de la Guerra de los Treinta Años». Hizo una pausa. «Al principio tendrá que ocuparse sobre todo de investigar. En primavera avanzaremos por el Cáucaso -es un secreto que le recomiendo que se guarde para usted y como es una región que todavía conocemos poco, me gustaría hacer una recopilación de informaciones para el Gruppenstab y los Kommandos, sobre todo en lo relacionado con las diversas minorías étnicas y sus relaciones mutuas y con el poder soviético. En principio, vamos a aplicar el mismo sistema de ocupación que en Ucrania y a constituir un nuevo Reichskommissariat, pero, por supuesto, la SP y el SD tienen algo que decir, y cuanto más argumentado sea lo que digan, más caso les harán. Su superior directo será el Sturmbannführer doctor Seibert, que es también jefe de estado mayor del grupo. Venga conmigo, se lo voy a presentar; y también al Hauptsturmführer Ulrich, que se ocupará de su traslado».
Había visto de lejos a Seibert; en Berlín, dirigía el departamento D (Economía) del SD. Era un hombre serio, sincero, cordial, un economista excelente que procedía de la Universidad de Góttingen y parecía tan poco en su lugar en este sitio como Ohlendorf. La prematura caída del cabello se le había acelerado aún más desde que se había ido de Alemania; pero ni aquella frente despejada y al aire, ni la expresión preocupada, ni la antigua cicatriz de un duelo que le cruzaba la barbilla, conseguían privarlo de cierto toque adolescente, perpetuamente soñador. Me recibió con mucha amabilidad y me presentó a sus demás colaboradores; luego, cuando se hubo ido Ohlendorf, me llevó al despacho de Ulrich, quien, en cambio, me pareció un burócrata corto de miras y tiquismiquis. «El Oberführer tiene una visión un poco alegre de los procedimientos para los destinos -me informó con tono agrio-. Lo normal es enviar una solicitud a Berlín y esperar a que respondan. No puede uno sacar a la gente de la calle así como así».. —«El Oberführer no me sacó de la calle, sino de un casino», le hice notar. Se quitó las gafas y me miró guiñando los ojos. «Oiga, Hauptsturmführer, ¿se está haciendo el gracioso?». —«Ni mucho menos. Si de verdad piensa usted que no es posible, se lo diré al Oberführer y me volveré a mi Kommando».. —«No, no, no -dijo frotándose la arista de la nariz-. Es complicado, y nada más. Me tocará hacer más papelotes. En cualquier caso, el Oberführer ya le ha enviado al Brigadeführer Thomas un despacho relacionado con usted. Cuando le conteste, si la respuesta es afirmativa, me remitiré a Berlín. La cosa tardará. Así que vuélvase a Yalta y venga a verme cuando se le acabe el permiso».
El doctor Thomas dio su conformidad enseguida. A la espera de que Berlín avalase el traslado, me «destacaron temporalmente» desde el Sonderkommando 4ª al Einsatzgruppe D. Ni siquiera tuve que volver a Jarkov; Strehlke hizo que me enviasen las pocas cosas que me había dejado allí. Me instalé en Simferopol, en una casa burguesa de antes de la Revolución, muy agradable, que habían vaciado de sus ocupantes, en la calle Chéjov, a pocos cientos de metros del Gruppenstab. Me metí con gusto en mis estudios caucásicos, y empecé con una serie de obras, estudios históricos, relatos de viajeros, tratados de antropología, aunque, por desdicha, la mayoría eran anteriores a la Revolución. No es éste el lugar adecuado para extenderme acerca de las particularidades de esta región fascinante; el lector interesado puede recurrir a las bibliotecas o, si lo desea, a los archivos de la República federal, en donde podrá a lo mejor localizar, con tenacidad y algo de suerte, mis informes originales, con la firma de Ohlendorf o de Seibert, pero identificables por la referencia de firma: M.A. Sabíamos poco de las condiciones que pudieran darse en el Cáucaso soviético. Algunos viajeros occidentales habían incluso ido por allí en los años veinte; después, los informes que aportaba el
Auswartiges Amt,
nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, eran más bien poca cosa. Para dar con informaciones, había que rebuscar. El Gruppenstab contaba con algunos ejemplares de una revista científica alemana, que se llamaba
Caucasia;
la mayoría de los artículos eran de lingüística y estaban redactados de forma muy técnica, pero se podían espigar bastantes cosas; la Amt VII, en Berlín, había encargado la colección completa. Existía también una copiosa literatura científica soviética, pero sin traducir y con desiguales posibilidades de acceso; le pedí a un
Dolmetscher
no demasiado lerdo que leyera las obras disponibles, me sacara párrafos y me hiciera resúmenes. En lo referido a la información, disponíamos de datos abundantes acerca de la industria petrolífera, las infraestructuras, las comunicaciones y la industria; en cambio teníamos las carpetas casi vacías en cuanto a las relaciones étnicas o políticas. Un tal Sturmbannführer Kurreck, de la Amt VI, se había unido al grupo para organizar unos «Sonderkommando Zeppelin», un proyecto de Schellenberg: alistaba «activistas antibolcheviques» en los Stalag y los Oflag, que, frecuentemente, procedían de minorías étnicas, y los enviaba a la retaguardia de las líneas rusas para que hicieran tareas de espías o de sabotaje. Pero el programa acababa de empezar y aún no había resultados. Ohlendorf me mandó al Abwehr a hacer consultas. Sus relaciones con el AOK, muy tirantes al principio de la campaña, habían mejorado notablemente desde que había llegado Von Manstein para sustituir al general Von Schobert, fallecido en septiembre en un accidente de aviación. Seguía sin llevarse bien con el jefe de estado mayor, el Oberst Wöhler, que tenía tendencia a tratar a los Kommandos como si fueran unidades de la policía secreta militar y se negaba a llamar a Ohlendorf por su grado, lo que era un insulto de envergadura. Pero las relaciones de trabajo con el Ic/AO, el Major Eisler, eran buenas; y con el oficial de contrainformación, el Major Riesen, excelentes, sobre todo desde que el Einsatzgruppe participaba activamente en la lucha contra los partisanos. Fui, pues, a ver a Eisler, que me remitió a uno de sus especialistas, el Leutnant doctor Voss. Voss, un hombre afable, más o menos de mi edad, no era en realidad un oficial, sino más bien un investigador universitario destacado en el Abwehr hasta el final de la campaña. Procedía como yo de la universidad de Berlín; no era un antropólogo, ni un etnólogo, sino un lingüista, profesión que, como no tardé en comprobar, podía rebasar rápidamente los limitados problemas de la fonética, de la morfología o de la sintaxis para crear su propia
Weltanschauung.
Voss me recibió en un despachito en donde estaba leyendo con los pies encima de una mesa cubierta de montones de libros y de hojas esparcidas. Cuando me vio llamar a su puerta, que estaba abierta, me preguntó sin saludarme siquiera (yo era su superior jerárquico y por lo menos podría haberse puesto de pie): «¿Quiere té? Tengo té de verdad». Sin esperar a que le contestara, llamó: «¡Hans, Hans!». Luego refunfuñó: «Pero ¿dónde se ha metido?», soltó el libro, se levantó, pasó por delante de mí y desapareció por un pasillo. Volvió a aparecer pasado un instante: «Bueno, pues ya se está calentando el agua». Luego me dijo: «¡Pero no se quede ahí plantado! Entre». Voss tenía un rostro alargado de rasgos finos y ojos vivarachos; con aquel pelo rubio y revuelto, rapado a los lados y en la nuca, parecía un adolescente recién salido del internado. Pero el uniforme lo había cortado un buen sastre y lo llevaba con elegancia y desenvoltura. «¡Hola! ¿Qué le trae por aquí?» Le expliqué el objeto de mi gestión. «¿Así que al SD le interesa el Cáucaso? ¿Y por qué? ¿Tenemos previsto invadir el Cáucaso?» Puse una expresión tan chasqueada que se echó a reír: «¡Pero no ponga esa cara! Por supuesto que estoy enterado. Y además por eso es por lo que estoy aquí. Soy especialista en lenguas indogermánicas e indoiranias, y tengo también una segunda especialización en lenguas caucásicas. Así que todo cuanto me interesa está allí, aquí se me agota la paciencia. He aprendido el tártaro, pero eso no tiene gran interés. Menos mal que he encontrado buenas obras científicas en la biblioteca. Según vamos avanzando, tengo que organizar una colección científica completa y mandarla a Berlín». Se echó a reír. «Si hubiéramos seguido en paz con Stalin, podríamos haberlas encargado. Nos habría salido bastante caro, pero menos que una invasión». Un ordenanza trajo agua caliente y Voss sacó el té de un cajón. «¿Azúcar? Por desgracia, no puedo ofrecerle leche».— «No, gracias». Preparó dos tazas, me tendió una, se volvió a su silla y se sentó con una pierna levantada y pegada al pecho. El montón de libros le tapaba en parte la cara y cambié de sitio. «Así, ¿qué quiere que le cuente?». —«Todo».. —«¡Todo! Se nota que tiene tiempo». Sonreí: «Sí, tengo tiempo».— «Estupendo. Empecemos, pues, por las lenguas, ya que soy lingüista. Sabe, seguramente, que los árabes, en el siglo X llamaban al Cáucaso
La montaña de las lenguas. Y
es exactamente eso. Un fenómeno único. Nadie en realidad está de acuerdo acerca de la cantidad exacta, porque todavía hay discusiones en lo que se refiere a algunos dialectos, sobre todo de Daguestán, pero rondan las cincuenta. Si razonamos pensando en grupos, o en familias de lenguas, tenemos, de entrada, las lenguas indoiranias: el armenio, claro, una lengua espléndida; el osetio, que me interesa muy especialmente; y el tat. No cuento el ruso, por supuesto. Luego están las lenguas turcas, que se escalonan todas ellas por las montañas circundantes: el turco karachai, balkario, nogai y kumiko, al norte; y luego el azerí y el dialecto mesketa al sur. El azerí es la lengua más parecida a la que se habla en Turquía, pero conserva las antiguas aportaciones persas de las que Kemal Ataturk purificó el turco al que llamamos moderno. Por supuesto que todos estos pueblos son los residuos de las hordas turco-mogolas que invadieron la región en el siglo XIII, o restos de migraciones posteriores. Por lo demás, los kanes nogai reinaron mucho tiempo en Crimea. ¿Ha visto su palacio de Bakhchisarai?». —«No, por desgracia. Está en la zona del frente».. —«Es cierto. A mí me dieron un permiso. Los conjuntos trogloditas son extraordinarios también». Bebió un poco de té. «¿Dónde estábamos? Ah, sí. Luego viene la familia más interesante con mucho, que es la familia caucásica o iberocaucásica. Antes de que diga usted nada: el kartveliano o georgiano no tiene nada que ver con el vasco. Ésa es una idea que se le ocurrió a Humboldt, descanse en paz su gran alma, y que luego otros han recogido, pero cometiendo un error. La palabra
ibero
se refiere sencillamente al grupo caucásico del sur. Por lo demás, ni siquiera existe seguridad de que esas lenguas tengan relación. Se piensa que sí -es el postulado básico de los lingüistas soviéticos-, pero es genéticamente indemostrable. Como mucho, pueden trazarse subfamilias que sí que tienen una unidad genética. Es casi seguro en lo referido al sur del Cáucaso, es decir, el kartveliano, el svano, el megrelio y el laz. Otro tanto sucede con el caucásico del nordeste, pese a los -soltó algo así como un silbido pastoso muy peculiar algo desconcertantes de los dialectos abjazes; se trata en realidad, junto con el abaza, el adigués y el kabardino-cherkeso y también el ubijé, que está casi en vías de extinción y no usan ya más que algunos hablantes anatolios, de una lengua única con marcadas variantes dialectales. Lo mismo sucede con el vainaji, que cuenta con varias formas; las principales son el checheno y el ingushe. En cambio, en Daguestán todavía andan las cosas muy confusas. Se han localizado varios conjuntos, como el avar y las lenguas andi, dido o tsez, y las lesguianas, pero hay investigadores que piensan que las lenguas vainaji son de la misma familia, y otros piensan que no; además, dentro de los subgrupos hay muchas controversias, por ejemplo en la relación entre el kubashi y el dargva; o también acerca de la afiliación genética del jinalug, que algunos prefieren considerar como una lengua aislada, lo mismo que el arshi». Yo no entendía casi nada, pero escuchaba maravillado como iba destilando su especialidad. También su té era estupendo. Por fin le pregunté: «Disculpe, pero ¿sabe todas esas lenguas?». Se echó a reír: «¿Está de guasa? Pero ¿se ha fijado en la edad que tengo? Y además sin trabajar sobre el terreno no se puede hacer nada. No, tengo un conocimiento teórico decente del kartveliano y he estudiado algunos elementos de las demás lenguas, en particular de la familia caucásica del noroeste».. —«Y, en total, ¿cuántas lenguas sabe?» Seguía riéndose: «Hablar una lengua no es lo mismo que saber leerla y escribirla; y también es algo diferente conocer su fonología o su morfología con precisión. Volviendo a las lenguas caucásicas del noroeste, o lenguas adigueas, he estudiado sus sistemas consonanticos -pero las vocales las he estudiado mucho menos-, y tengo una idea general de la gramática. Pero sería incapaz de usarlas con sus hablantes. Ahora que si piensa que en la lengua cotidiana pocas veces se usan más de quinientas palabras y se utiliza una gramática bastante rudimentaria, es probable que pueda asimilar por encima cualquier lengua en diez o quince días. Dicho lo cual, todas las lenguas tienen sus dificultades y sus problemas propios, que tienes que estudiar si pretendes dominarla. Puede decirse, si le parece, que a una lengua como objeto científico se acerca uno de forma bastante diferente que a la lengua como herramienta de comunicación. Un chiquillo abjaze de cuatro años será capaz de articular sonidos de tremenda complejidad que yo en la vida podría decir correctamente, como, por ejemplo, series alveolares palatales simples o labializadas, lo que no querrá decir nada en el caso de ese chico, que tiene toda lengua en la cabeza, pero nunca sabrá analizarla». Se quedó pensativo un rato. «Por ejemplo, miré una vez el sistema consonantico de una lengua del sur del Chad, pero fue sólo para compararlo con el del ubijé. El ubijé es una lengua fascinante. Se trata de una tribu adiguea, o circasiana, como se dice en Europa, que los rusos expulsaron por entero del Cáucaso en 1864. Los supervivientes se afincaron en el imperio otomano, pero la mayoría perdió su lengua para hablar turco u otros dialectos circasianos. El primero que la describió de forma parcial fue un alemán, Adolf Dirr. Era un gran pionero de la descripción de lenguas caucásicas: estudiaba una al año, durante las vacaciones. Por desgracia se quedó bloqueado en Tiflis durante la Gran Guerra, de donde pudo por fin escapar, aunque se quedó sin la mayor parte de sus notas, y entre ellas, sin las del ubijé, que había recopilado en 1913, en Turquía. Publicó lo que le quedaba en 1927 y, pese a todo, fue algo admirable. Luego, un francés, Dumézil, puso también manos a la obra y publicó en 1931 una descripción completa. Ahora bien, el ubijé tiene la particularidad de poseer entre ochenta y ochenta y tres consonantes, según la forma en que se las cuente. Durante varios años, se pensó que era el récord mundial. Luego se ha dicho que algunas lenguas del sur del Chad, como el margi, podrían tener más. Pero sigue sin haber resultados concluyentes».