Semejante falta de profesionalidad no tardó en convertirse en una excepción. Según transcurrían las semanas, los oficiales tenían más experiencia y los soldados se acostumbraban a la forma de proceder; al tiempo, se notaba que todos buscaban el lugar que les correspondía en todo aquello y pensaban en lo que estaba pasando, cada cual a su manera. Por la noche, los hombres, sentados a la mesa, hablaban de las acciones, se referían anécdotas, comparaban sus experiencias, algunos con tono compungido y otros, alegre. Y había otros que se callaban; a ésos era a quienes había que vigilar. Ya habíamos tenido dos suicidios, y una noche un hombre se despertó y empezó a vaciar el cargador del fusil en el techo; hubo que sujetarlo a la fuerza y casi mata a un suboficial. Había quien reaccionaba recurriendo a la brutalidad, a veces al sadismo; golpeaban a los condenados, se ensañaban antes de matarlos; los oficiales intentaban controlar esos excesos, pero resultaba difícil, había abusos. Con mucha frecuencia, nuestros hombres sacaban fotos de las ejecuciones; en los acuartelamientos, cambiaban las fotos por tabaco, las ponían en la pared, quien quisiera podía pedir copias. Sabíamos, por la censura militar, que muchos mandaban esas fotos a sus familias, en Alemania; algunos confeccionaban incluso álbumes pequeños con ellas y les ponían pies; aquel fenómeno preocupaba a la jerarquía, pero no sabía cómo controlarlo. Los propios oficiales caían en lo mismo. Una vez, mientras los judíos estaban cavando, sorprendí a Bohr canturreando: «La tierra está fría, la tierra es suave; cava, judiíto, cava». El
Dolmetscher
iba traduciendo, y me sentí muy escandalizado. Ahora hacía ya tiempo que conocía a Bohr; era un hombre normal, no tenía ninguna animosidad especial hacia los judíos, cumplía con su deber tal y como se lo pedían, pero está claro que le estaba afectando y que no reaccionaba bien. Por supuesto que en el Kommando había antisemitas de verdad; Lübbe, por ejemplo, otro Untersturmführer, cogía al vuelo la menor ocasión para echar pestes de Israel con muchísima virulencia, como si el judaismo mundial no fuera sino un amplio complot dirigido contra él, Lübbe. Tenía a todo el mundo aburrido. Pero se comportaba de forma extraña en lo referido a las acciones: a veces, se conducía de forma brutal; pero también, otras veces, le entraban violentas diarreas por la mañana; de repente avisaba de que estaba enfermo y había que sustituirlo. «Dios, cómo odio a esa plaga -decía al verlos morir-, pero qué tarea más repulsiva». Y cuando le pregunté si sus convicciones no le ayudaban a soportarlo, replicó: «Mire, como carne, pero no por eso me gustaría trabajar en un matadero». Por lo demás, lo echaron unos meses después, cuando el doctor Thomas, el sustituto del Brigadeführer Rasch depuró los Kommandos. Pero se iba haciendo difícil, cada vez en mayor grado, controlar tanto a los hombres como a los oficiales; pensaban que podían permitirse cosas que no lo estaban, cosas inauditas, y seguramente era lógico, en esa clase de trabajo los límites se hacen confusos, se vuelven imprecisos. Y además, de propina, algunos robaban a los judíos, se quedaban con sus relojes de oro, con sus anillos, con el dinero, aunque había que entregarlo todo al Kommandostab para que lo mandasen a Alemania. Durante las acciones, los oficiales tenían que vigilar a los Orpo, a los Waffen-SS, a los askaris, para tener la seguridad de que no sustraían nada. Pero también había oficiales que se quedaban con cosas. Y además bebían, y el sentido de la disciplina se iba debilitando. Una noche, estábamos acantonados en un pueblo. Bohr trajo a dos chicas, unas campesinas ucranianas, y vodka. Él y Zorn y Müller empezaron a beber con las chicas y a sobarlas, a meterles la mano por debajo de las faldas. Yo estaba sentado en mi cama e intentaba leer. Bohr me llamó: «Venga también a aprovechar la ocasión».. —«No, gracias». Una de las chicas estaba desabrochada, medio desnuda, le colgaban un poco los pechos gelatinosos. Aquel deseo agrio, aquellas carnes grasientas me daban un poco de asco, pero no tenía adonde ir. «No es usted nada animado, doctor», me espetó Bohr. Yo los miraba como si mis ojos fueran un aparato de Roentgen: divisaba a la perfección bajo la carne los esqueletos; cuando Zorn abrazaba a una de las chicas, era como si les chocasen los huesos, separados por una delgada gasa; cuando se reían, aquel sonido chirriante brotaba de entre las mandíbulas de las calaveras; mañana ya serían viejas, las chicas se habrían puesto gordas o, por el contrario, la piel ajada les colgaría de los huesos; tendrían caídas las tetas, secas y vacías, como odres pequeños y consumidos; y luego Bohr y Zorn, y también aquellas chicas, se morirían y estarían tendidos bajo la tierra fría, la tierra suave, igual que los judíos segados en la flor de la vida; las bocas llenas de tierra no reirían ya, así que ¿para qué aquella orgía triste? Sabía que, si le hacía esa pregunta a Zorn, me contestaría: «Pues precisamente por eso, para aprovechar antes de reventar, para darnos un poco de gusto», pero yo no tenía nada en contra del gusto, también yo sabía gozar cuando quería; no, era seguramente en contra de aquella espantosa falta de conciencia de uno mismo, aquella forma asombrosa de no pensar nunca en las cosas, ni en las buenas ni en las malas, de dejarse arrastrar por la corriente, de matar sin entender por qué y además sin preocuparse por ello, de meter mano a unas mujeres porque se dejaban, de beber sin intentar siquiera absolverse del propio cuerpo. Eso era lo que yo no entendía, pero nadie me pedía que lo entendiese.
A principios de agosto, el Sonderkommando inició una primera limpieza de Jitomir. Según las estadísticas que teníamos, antes de la guerra vivían allí treinta mil judíos, pero la mayor parte habían huido con el Ejército Rojo; sólo quedaban cinco mil, el nueve por ciento de la población del momento. Rasch decidió que seguía siendo mucho. El general Reinhardt, que estaba al mando de la 99ª División, nos prestó soldados para el
Durchkammung,
preciosa palabra alemana que ni se me ocurriría traducir y se refiere a una criba. Todo el mundo estaba un poco con los nervios de punta: el 1 de agosto, Galitzia quedó incorporada al General-Gouvernement y los regimientos del «Nachtigall» se amotinaron hasta Vinnitsa y Tiraspol. Hubo que identificar a todos los oficiales y suboficiales del OUN-B entre nuestros auxiliares, detenerlos y enviarlos, junto con los oficiales del «Nachtigall», a reunirse con Bandera en Sachsenhausen. A partir de ese momento no se podía perder de vista a los que quedaban, pues no todos eran seguros. En el propio Jitomir, los partidarios de Bandera habían asesinado a dos funcionarios melnykistas que habíamos enviado nosotros; las sospechas recayeron primero en los comunistas, luego fusilamos a todos los partidarios del OUN-B con los que pudimos dar. Menos mal que nuestras relaciones con la Wehrmacht estaban resultando excelentes. Los veteranos de Polonia decían que estaban sorprendidos; esperaban, en el mejor de los casos, una aceptación hostil y, en vez de eso, nuestras relaciones con los estados mayores se iban haciendo francamente cordiales. Con gran frecuencia era el ejército el que tomaba la iniciativa de las acciones; nos pedían que liquidásemos a los judíos de los pueblos donde había habido sabotajes, o por ser partisanos o como represalia; y nos entregaban a judíos y a gitanos para que los ejecutásemos. Von Roques, el comandante de la retaguardia del Sur, ordenó que, en el caso de que no se pudiera identificar de forma cierta a los autores de un sabotaje, las represalias debían recaer sobre judíos o sobre rusos, pues no había que censurar de forma arbitraria a los ucranianos.
Tenemos que dar la impresión de que somos justos.
Por descontado, no todos los oficiales de la Wehrmacht aprobaban estas medidas y, en particular, los oficiales de más edad aún no las toleraban, según Rasch. El grupo tenía también problemas con algunos comandantes de Dulag, que rezongaban por tener que entregarnos a los comisarios y a los prisioneros de guerra judíos. Pero sabido era que Von Reichenau defendía vehementemente a la SP. Y otras veces, en cambio, la Wehrmacht nos tomaba la delantera. El puesto de mando de una división quería instalarse en un pueblo, pero no había sitio: «Todavía están ahí los judíos», nos sugirió su jefe de estado mayor, y el AOK apoyó la petición; tuvimos que fusilar a todos los judíos del pueblo y agrupar, luego, a las mujeres y a los niños en unas cuantas casas, para dejar libres los acuartelamientos de los oficiales. En el parte se anotó como acción de represalia. Otra división llegó incluso a pedirnos que liquidásemos a los pacientes de un manicomio en donde querían instalarse; el Gruppenstab respondió, indignado, que
los hombres de la Staatspolizei no eran los verdugos de la Wehrmacht.
«No existe ningún interés de la SP que requiera esta acción. Llévenla a cabo ustedes». (Pero en otra ocasión Rasch había mandado fusilar a unos locos porque todos los celadores y las enfermeras del hospital se habían ido y consideraba que, si los pacientes aprovechaban para escaparse, serían un riesgo para la seguridad.) Por lo demás, daba la impresión de que las cosas iban a ir a mayores dentro de poco. Nos llegaban rumores desde Galitzia acerca de
métodos nuevos:
por lo visto, Jeckeln había recibido refuerzos considerables y estaba realizando limpiezas mucho más extensas que las que se habían emprendido hasta la fecha. Callsen, que había regresado de una misión en Tarnopol, nos mencionó por encima una nueva
Ólsardinenmanier,
pero se negaba a especificar más y nadie sabía muy bien de qué estaba hablando. Y, además, Blobel había regresado. Estaba curado y, efectivamente, deba la impresión de que bebía menos, pero seguía igual de hosco. Yo me pasaba ahora casi todo el tiempo en Jitomir. Thomas también estaba allí y lo veía casi a diario. Hacía mucho calor. En los huertos, a los árboles se les doblaban las ramas por el peso de las ciruelas de color violeta y de los albaricoques; en las parcelas individuales, en los alrededores de las ciudades, se veían los grandes bultos de las calabazas, algunas mazorcas ya secas, hileras aisladas de girasoles que miraban al suelo. Thomas y yo, cuando teníamos tiempo libre, salíamos de la ciudad para remar en el Teterev y nadar; luego, tendidos bajo los manzanos, bebíamos un vino blanco malo, de Besarabia, hincándole el diente a alguna de las frutas maduras que siempre había en la hierba, al alcance de la mano. En aquella época no había aún partisanos por la zona y todo estaba tranquilo. A veces nos leíamos en voz alta párrafos curiosos o divertidos, como si fuéramos estudiantes. Thomas había dado con un folleto en francés del Instituto de Estudios de la Cuestión Judía. «Fíjate qué prosa más notable. Artículo "Biología y colaboración", de un tal Charles Laville. Mira.
Una política debe o ser biológica o no ser.
Fíjate, fíjate:
¿Queremos seguir siendo un vulgar polipero? ¿O queremos, antes bien, encaminarnos hacia un estado superior de organización?»
Leía en francés, con un acento casi cantarín.
«Respuesta: las asociaciones celulares de elementos con tendencias complementarias son las que han permitido la formación de los animales superiores, hasta llegar al hombre. Rechazar ésta que se nos está brindando sería, como quien dice, un crimen tanto contra la humanidad como contra la biología».
Yo, por mi parte, estaba leyendo la correspondencia de Stendhal. Un día, unos pioneros nos invitaron a subir en su motora; Thomas, que estaba ya un tanto borracho, se colocó entre los muslos un cajón de granadas y, cómodamente tendido en proa, las sacaba una a una del cajón, les quitaba el pasador y las arrojaba perezosamente por encima de su cabeza; los surtidores que lanzaban al explotar bajo el agua nos salpicaban; unos pioneros con salabres intentaban hacerse con las decenas de peces muertos que chapoteaban en la estela de la motora; se reían y yo admiraba su piel tostada y su despreocupada juventud. Por las noches, Thomas venía a veces a nuestro acuartelamiento a oír música. Bohr había dado con un joven judío, huérfano, y lo había adoptado como mascota. El muchacho lavaba los coches, daba betún a las botas y limpiaba las pistolas de los oficiales, pero, sobre todo, tocaba el piano como un dios joven, leve, ágil, jubiloso. «A quien toca así, se le perdona todo, incluso que sea judío», decía Bohr. Le hacía tocar a Beethoven o a Haydn, pero el chico, Yakov, prefería Bach. Parecía saberse todas las
Suites
de memoria; era maravilloso. Incluso Blobel lo toleraba. Cuando Yakov no tocaba, yo me entretenía a veces en provocar en broma a mis colegas: les leía párrafos de Stendhal acerca de la conquista de Rusia. A algunos les sentaba mal: «Sí, eso vale a lo mejor para los franceses, es un pueblo de ineptos. Pero nosotros somos alemanes».. —«Desde luego. Pero los rusos no han dejado de ser rusos».. —«Pues no, precisamente eso no es cierto -despotricaba Blobel-. El setenta o el ochenta por ciento de los pueblos de la URSS son de origen mogol. Está demostrado. Y los bolcheviques aplicaron de forma deliberada una política de mezcla de razas. Durante la Gran Guerra sí que se luchaba con auténticos mujiks rusos y es cierto que los muy bribones eran la mar de robustos. ¡Pero los bolcheviques los exterminaron! Casi no quedan ya rusos auténticos, eslavos auténticos. En cualquier caso -añadía acto seguido de forma carente de lógica por completo-, los eslavos son por definición una raza de forasteros, de esclavos. Unos bastardos. No tuvieron ni un príncipe que fuera ruso de verdad, siempre tenían sangre normanda, o mogol y, luego, alemana. Incluso su poeta nacional era un
Mischlinge
negro, y lo consienten. Qué mayor prueba se puede pedir.»... —«En cualquier caso -añadía sentenciosamente Vogt-, Dios está con la Nación y el
Volk
alemanes. ¡Es imposible que perdamos esta guerra!». —«¿Dios? -escupía Blobel-. Dios es un comunista. Y, como me lo encuentre, acabará igual que sus comisarios».
Blobel sabía de qué estaba hablando. En Chernyakov, la SP detuvo al presidente de la
troika
comarcal del NKVD junto con uno de sus colegas y los envió a Jitomir. Vogt y sus colegas lo interrogaron y aquel juez, Wolf Kieper, reconoció que había mandado ejecutar a más de mil trescientas cincuenta personas. Era un judío que rondaba los sesenta años, comunista desde 1905 y juez del pueblo desde 1918; el otro, Moses Kogan, era más joven, pero también era miembro de una checa y judío. Blobel trató el asunto con Rasch y con el Oberst Heim y estuvieron de acuerdo en una ejecución pública. Un tribunal militar juzgó a Kieper y a Kogan y los condenó a muerte. El 7 de agosto, por la mañana temprano, unos oficiales del Sonderkommando, con el apoyo de los Orpo y de nuestros askaris, detuvieron a judíos y los agruparon en la plaza del mercado. El 6° Ejército puso a su disposición un coche de la compañía de propaganda que, con un altavoz, recorrió las calles anunciando la ejecución en alemán y en ucraniano. Llegué a la plaza a última hora de la mañana más o menos, junto con Thomas. Habían reunido a más de cuatrocientos judíos y los habían obligado a sentarse, con las manos en la nuca, cerca del elevado patíbulo que habían alzado la víspera los conductores del Sonderkommando. Del otro lado del cordón de Waffen-SS iban acudiendo cientos de mirones, militares en su mayoría, pero también hombres de la Organización Todt y del NSKK, así como muchos civiles ucranianos. Los espectadores llenaron por completo la plaza y era difícil abrirse camino; alrededor de treinta soldados, incluso, se habían encaramado al tejado de chapa de una edificación cercana. Los hombres reían y bromeaban, muchos de ellos fotografiaban el espectáculo. Blobel estaba al pie del patíbulo con Häfner, recién llegado de Bielaia-Tserkov. Por la zona de las hileras de judíos, Von Radetzky arengaba al gentío en ucraniano: «¿Alguien tiene alguna cuenta pendiente con alguno de estos judíos?», preguntaba. Entonces un hombre salía de entre el gentío y arreaba una patada a algunos de los hombres sentados y, luego, se volvía por donde había venido; otros les tiraban fruta y tomates podridos. Yo miraba a los judíos: tenían el rostro gris, lanzaban miradas angustiadas, se preguntaban qué vendría a continuación. Entre ellos, había muchos ancianos de abundante barba blanca, vestidos con caftanes mugrientos, pero también hombres bastante jóvenes. Me fijé en que, en el cordón de guardias, había varios Landser de la Wehrmacht. «¿Qué hacen aquí?», le pregunté a Häfner.. —«Son voluntarios. Querían echar una mano». Torcí el gesto. Había por allí muchos oficiales, pero no reconocía a ninguno del AOK. Me acerqué al acordonamiento e interpelé a uno de los soldados: «¿Qué haces aquí? ¿Quién te ha pedido que montes guardia?». Puso cara de apuro. «¿Dónde está tu superior?». —«No lo sé, Herr Offizier», contestó, rascándose la frente por debajo del gorro.. —«¿Qué haces aquí?», repetí.. —«Fui al gueto esta mañana con mis compañeros, Herr Offizier. Y, luego, pues nos ofrecimos para echar una mano, y los colegas de usted dijeron que sí. Le había encargado un par de botas de cuero a un judío y quería intentar verlo antes de que... antes de que..». Ni siquiera se atrevía a decir la palabra. «Antes de que lo fusilaran, ¿no?», le solté en tono casi agrio.. —«Sí, Herr Offizier».. —«¿Y lo encontraste?». —«Está allí. Pero no pude hablar con él». Volví junto a Blobel. «Herr Standartenführer, habría que decir a los hombres de la Wehrmacht que se fueran. No es normal que participen en la acción sin órdenes».. —«Deje, deje, Obresturmführer. Está bien que den muestra de entusiasmo. Son buenos nacionalsocialistas y quieren poner también de su parte». Me encogí de hombros y volví con Thomas, quien señaló al gentío con la barbilla: «Si hubiéramos vendido entradas, nos habríamos hecho ricos». Rió con sorna: «En el AOK llaman a esto
Exekution-Tourismus»
. Había llegado el camión y estaba maniobrando bajo el patíbulo. Dos Waffen-SS sacaron a Kieper y a Kogan. Llevaban una camisa de campesino y las manos atadas a la espalda. La barba de Kieper estaba más canosa que cuando lo detuvieron. Nuestros conductores cruzaron un tablón en el volquete del vehículo, se subieron en él y empezaron a colocar las cuerdas. Me fijé en que Höfler se quedaba aparte y fumaba con aspecto huraño, pero Bauer, el chófer personal de Blobel, comprobaba los nudos. Luego subió también Zorn y los Waffen-SS encaramaron allí a los dos condenados. Los colocaron de pie, bajo el patíbulo, y Zorn pronunció un discurso; hablaba en ucraniano, debía de estar explicando la sentencia. Los espectadores vociferaban y silbaban, y le costaba hacerse oír; los mandó callar varias veces con ademanes, pero nadie le hacía caso. Unos soldados estaban sacando fotos y se señalaban mutuamente a los condenados entre risas. Entonces Zorn y uno de los Waffen-SS les colocaron el nudo corredizo alrededor del cuello. Los dos condenados no decían nada, concentrados en sí mismos. Zorn y los demás bajaron del tablón y Bauer mandó que el camión arrancase. «Más despacio, más despacio», gritaban los Landser que estaban haciendo fotos. El camión siguió avanzando; los dos hombres intentaban conservar el equilibrio; luego cayeron, uno después de otro, y se columpiaron varias veces hacia delante y hacia atrás. A Kieper se le cayó el pantalón hasta los tobillos; estaba desnudo bajo la camisa y yo le veía con horror la verga cargada, todavía estaba eyaculando.
«Nix Kultura!»,
vociferó un Landser, otros repitieron el grito. Zorn andaba clavando unos carteles en que se explicaba la condena; podía leerse en ellos que las mil trescientas cincuenta víctimas de Kieper habían sido todas
Volksdeutschen y ucranianos.