Al día siguiente, llegó el Gruppenstab, con el grueso de nuestro Kommando al mando de Kuno Callsen. Unos zapadores habían revisado por fin nuestro palacio, se habían llevado los cajones de botellas explosivas y habíamos podido volver a nuestros locales a tiempo para recibirlo. Un Vorkommando del HSSPF llegaba también y ocupó la residencia del zar de la que nos acabábamos de ir; traían consigo dos batallones Orpo, lo que nos suponía una considerable cantidad de refuerzos. La Wehrmacht estaba empezando a dinamitar los edificios del centro de la ciudad para controlar los incendios. Habían encontrado cuatro toneladas de explosivos en el museo Lenin, listos para estallar, pero los zapadores habían conseguido desactivarlos y los amontonaban delante de la entrada. El nuevo Kommandant de la ciudad, el Generalmajor Kurt Eberhard, estaba casi continuamente en reuniones a las que debían asistir representantes del grupo y del Kommando. Como seguían sin sustituir a Kehrig, yo era, de hecho, Leiter III
interino
del Kommando, y Blobel me pedía muchas veces que lo acompañara, o delegaba en mí cuando estaba demasiado ocupado; el Gruppenstab mantenía también conversaciones cada hora con los hombres del HSSPF, y estábamos esperando que llegase el propio Jeckeln aquella noche o al día siguiente. Por la mañana, la Wehrmacht pensaba aún en saboteadores civiles y nos pidió que la ayudásemos a buscarlos y a reprimirlos; luego, según avanzaba el día, el Abwehr dio con un plano de demolición del ejército ruso, en el que se detallaban casi sesenta objetivos que habían dejado preparados antes de irse para destruirlos. Enviaron a unos ingenieros para que los inspeccionaran y la información pareció confirmarse. Más de cuarenta objetivos no habían saltado aún y estaban equipados a veces con detonadores sin hilos que se accionaban a distancia; los zapadores desactivaban frenéticamente, tan deprisa como podían. La Wehrmacht quería tomar medidas radicales; en el grupo se hablaba también de medidas.
El viernes, la
Sicberheitspolizei
comenzó a actuar. Con ayuda de las informaciones que yo obtenía, detuvieron durante el día a mil seiscientos judíos y comunistas. Vogt había formado siete comandos para los interrogatorios en los Dulag, el campo para los judíos, el campo civil y en la ciudad, para pasar por un tamiz los tropeles de presos y apartar a todos los elementos peligrosos. Informé de ello durante una de las reuniones de Eberhard; asintió con la cabeza, pero el ejército quería más. Los sabotajes proseguían: un muchacho judío había intentado cortar uno de los tubos que habían colocado los zapadores en el Dniéper para alimentar las mangueras contra incendios; el Sonderkommando lo mandó fusilar y también a una tropa de gitanos a los que pillaron merodeando en un barrio de las afueras, por las inmediaciones de una iglesia ortodoxa. Por orden de Blobel, una de nuestras secciones acabó con los enfermos mentales del hospital Pavlov, por temor a que se escapasen e incrementaran el desorden. Jecklen había llegado; por la tarde presidió una extensa reunión en la Ortskommandantur, a la que asistieron el general Eberhard y oficiales del estado mayor del 6° Ejército, oficiales del grupo, entre ellos el doctor Rasch, y oficiales del Sonderkommando. Rasch parecía bastante alterado: no hablaba, daba golpecitos en la mesa con la estilográfica y paseaba distraídamente la mirada, un tanto vacua, por las caras que tenía alrededor. Jeckeln, en cambio, rebosaba energía. Pronunció un breve discurso acerca de los sabotajes, el peligro que suponían tantos judíos en la ciudad y la necesidad de echar mano de medidas de retorsión, pero también preventivas, muy enérgicas. El Sturmbannführer Hennicke, el Leiter III del Einsatzgruppe, hizo una presentación estadística: según sus datos, quedaba claro que Kiev contaba en la actualidad con una población de alrededor de ciento cincuenta mil judíos, residentes en permanencia o refugiados del oeste de Ucrania. Jeckeln propuso, en un primer momento, fusilar a cincuenta mil; Eberhard lo aprobó vehementemente y ofreció el apoyo logístico del 6° Ejército. Jeckeln se volvió hacia nosotros: «Meine Herrén -declaró-, les doy veinticuatro horas para prepararme un plan». Blobel saltó como un muelle: «¡Herr Obergruppenführer, se hará!». Rasch tomó la palabra por primera vez: «Si depende del Standartenführer Blobel, puede usted contar con ello». Había en su entonación una ironía bastante marcada, pero Blobel lo tomó por un cumplido: «Desde luego, desde luego».. —«Hay que dar un golpe fuerte», fue la conclusión de Eberhard, que levantó la sesión.
Yo trabajaba ya tanto de día como de noche, me tomaba dos horas de sueño cuando podía, pero, a decir verdad, no participé realmente en la planificación: los oficiales de los Teilkommandos, que aún no estaban saturados del todo (andaban fusilando a los
politrouki
que habían desenmascarado los interrogadores de Vogt y a algunos sospechosos recogidos acá y acullá, pero nada más), se hicieron cargo de ello. Las reuniones con el 6° Ejército y con el HSSPF se reanudaron al día siguiente. El Sonderkommando proponía un lugar: al oeste de la ciudad, en el barrio de Syrets, cerca del cementerio judío, pero, sin embargo, fuera de las zonas habitadas, había varios barrancos grandes que vendrían al pelo. «Hay también una estación de mercancías -añadió Blobel-. Así podremos hacer creer a los judíos que los mandamos a que se instalen en otro sitio». La Wehrmacht envió a unos geómetras para que levantasen unos planos; basándose en su informe, Jeckeln y Blobel eligieron el barranco conocido como barranco de la Abuela, o de la Vieja, por cuyo fondo corría un riachuelo. Blobel convocó a todos sus oficiales: «Los judíos a quienes hay que ejecutar son unos asocíales que no valen para nada y que Alemania no puede tolerar. Incluiremos también a los pacientes de los manicomios, a los gitanos y cualquier otra persona que no valga lo que come. Pero vamos a empezar por los judíos». Se estudiaron atentamente los mapas; había que fijar la posición de los acordonamientos, prever los itinerarios y planificar los transportes; si se reducía el número de camiones y la distancia, se podría ahorrar gasolina; también había que pensar en las municiones y en el abastecimiento de las tropas; había que calcularlo todo. Para ello, había que determinar asimismo el procedimiento de la ejecución: Blobel acabó por decidirse por una variante del
Sardinenpackung.
Para los pelotones y para escoltar a los grupos de condenados, Jeckeln insistía en utilizar a sus dos batallones Orpo, lo que visiblemente sacaba de quicio a Blobel. También estaban los Waffen-SS de Grafhorst y los Orpo del Hauptmann Krumme. Para los acordonamientos, el 6° Ejército ponía a nuestra disposición varias compañías y proporcionaba también los camiones. Häfner montó un punto de selección de los objetos de valor, entre el cementerio de Lukyanovskoe y el cementerio judío, a ciento cincuenta metros del barranco: Eberhard tenía empeño en que se recogieran las llaves de los pisos, debidamente etiquetadas, porque los siniestros habían dejado a veinticinco mil civiles en la calle y había que realojarlos lo antes posible. El 6° Ejército nos entregó cien mil cartuchos e imprimió los carteles en alemán, ruso y ucraniano, en un papel de embalaje gris y de mala calidad. Blobel, cuando no estaba absorto en los mapas, no paraba y sacaba tiempo también para otras actividades; por la tarde, con ayuda de los zapadores militares, mandó dinamitar la catedral de la Dormición, una espléndida iglesia ortodoxa de reducido tamaño, que databa del siglo XI y estaba en medio del
lavra:
«Para que también les cueste todo esto algo a los ucranianos», había de aclararnos más adelante, muy ufano. Lo hablé de pasada con Vogt, porque no entendía en absoluto qué sentido tenía aquella acción; él opinaba que, desde luego, no era una iniciativa de Blobel, pero no tenía ni idea de quién podía haber autorizado u ordenado aquello. «El Obergruppenführer, seguramente. Entra más dentro de su estilo». En cualquier caso, no había sido el doctor Rasch, que no se dejaba ya ver casi nunca. Cuando me crucé con Thomas por un pasillo, le pregunté furtivamente: «¿Qué ocurre con el Brigadeführer? Parece como si le pasara algo».. —«Se ha peleado con Jeckeln. Y con Koch también». A Hans Koch, el Gauleiter de Prusia oriental, lo habían nombrado Reichskommissar de Ucrania hacía un mes. «¿Y por qué?», pregunté.. —«Ya te lo contaré después. De todas formas, para lo que le queda ya... Por cierto, una pregunta: lo de los judíos en el Dniéper, ¿habéis sido vosotros?» La víspera por la noche todos los judíos que habían ido a la sinagoga para el sabbat habían desaparecido; habían encontrado sus cuerpos aquella mañana, flotando en el río. «El ejército se ha quejado -siguió diciendo Thomas-. Dicen que acciones como ésa intranquilizan a la población civil. Que no es
gemütlich».gemütlich?.
Me parece que a la población civil no le van a faltar dentro de poco motivos para estar intranquila».. —«No es lo mismo. Al contrario, estarán encantados de verse libres de sus judíos». Me encogí de hombros: «No, no hemos sido nosotros. Que yo sepa. Estamos un poco liados; en este momento tenemos otras cosas que hacer. Y además no encaja mucho con nuestros métodos».
El domingo pegaron los carteles por toda la ciudad. Se convocaba a los judíos para que se congregasen a la mañana siguiente delante de su cementerio de la calle Melnikova, cada uno con cincuenta kilos de equipaje, para volver a afincarse como colonos en diversas regiones de Ucrania. Tenía mis dudas en cuanto al éxito de esa maniobra: ya no estábamos en Lutsk y sabía que se habían filtrado rumores por las líneas del frente acerca de la suerte que les esperaba a los judíos; cuanto más avanzábamos hacia el este, menos judíos encontrábamos; ahora huían por delante de nosotros con el Ejército Rojo, mientras que al principio nos esperaban confiados. Por otra parte, como me lo hizo notar Hennicke, los bolcheviques estaban curiosamente callados en lo referido a nuestras ejecuciones: en sus emisiones de radio, nos acusaban de atrocidades monstruosas y exageradas, pero nunca mencionaban a los judíos; según nuestros expertos, era posible que temiesen quebrantar
la sagrada unidad del pueblo soviético.
Sabíamos, por nuestros informadores, que a muchos judíos los nombraban para las evacuaciones en retaguardia, pero daba la impresión de que los seleccionaban a tenor de los mismos criterios que a los ucranianos y a los rusos, en calidad de ingenieros, médicos, miembros del Partido y obreros especializados; casi todos los judíos que huían se iban por sus propios medios. «Es difícil de entender -añadió Hannicke-. Si los judíos son de verdad quienes mandan en el Partido Comunista, deberían esforzarse más para salvar a sus correligionarios».. —«Son muy astutos -sugirió el doctor Von Scheven, otro oficial del grupo-. No quieren dar pie a nuestra propaganda favoreciendo a los suyos demasiado a las claras. Stalin tiene que contar también con el nacionalismo panruso. Para conservar el poder, sacrifican a los parientes pobres».. —«Seguramente tiene usted razón», aseveró Hennicke. Yo sonreía por dentro, pero con amargura: igual que en la Edad Media, razonábamos con silogismos que se demostraban mutuamente. Y aquellas pruebas nos llevaban por un camino sin retorno.
La
Grosse Aktion
empezó el lunes 29 de septiembre, en la mañana de Yom Kippur, el día judío de la Expiación. Blobel nos informó de ello la víspera: «Van a expiar más y mejor». Yo me había quedado en mi despacho del palacio, redactando un informe. Callsen apareció en el umbral de la puerta: «¿No viene? Ya sabe que el Brigadeführer ha dado orden de que todos los oficiales asistan».. —«Lo sé. Acabo este informe y voy para allá».. —«Como le parezca». Se fue y yo seguí trabajando. Una hora después, me puse de pie, cogí el gorro y los guantes y me fui a buscar a mi chófer. Fuera, hacía frío, y pensé en volverme para ir a buscar un jersey; luego, decidí que no. Estaba nublado, el otoño iba entrando; no tardaría en llegar el invierno. Pasé por las ruinas, aún humeantes, de la calle Jreshchatik; subí luego por el bulevar Shevshenko. Los judíos iban hacia el oeste en largas columnas, por familias, tranquilos, cargados con bultos o con mochilas. La mayoría parecían muy pobres, seguramente eran refugiados; los hombres y los muchachos llevaban todos la gorra de los proletarios soviéticos, pero acá y allá se veía algún sombrero flexible. Unos iban en carretas, de las que tiraban caballos flacos, cargadas de ancianos y de maletas. Le dije a mi chófer que diera un rodeo, quería ver más; tiró a la izquierda y hacia abajo dejando atrás la universidad; giró luego hacia la estación por la calle Saksaganskaia. Salían judíos con sus bártulos de todas las casas y se unían a la corriente que fluía con un rumor apacible. No se veía a casi ningún soldado alemán. En las esquinas de las casas, aquellos arroyos humanos se juntaban, crecían y seguían adelante; no había barullo alguno. Subí por la colina que estaba detrás de la estación y volví al bulevar en la esquina con el extenso jardín botánico. Había allí un grupo de soldados, con unos cuantos auxiliares ucranianos, asando un cerdo entero en un espetón enorme. Olía estupendamente; los judíos, al pasar, miraban el cerdo con envidia, y los soldados se reían y se burlaban de ellos. Me paré y bajé del coche. Afluía la gente desde todas las calles transversales y venían a unirse a la corriente central, como ríos que se arrojan a un río mayor. Periódicamente, la corriente interminable se detenía, y volvía arrancar de nuevo con una sacudida. Delante de mí, unas viejas con ristras de cebollas alrededor del cuello llevaban de la mano a unos chiquillos mocosos; me fijé en una niña que estaba de pie entre varios tarros de conservas más altos que ella. Me daba la impresión de que había sobre todo viejos y niños, pero era difícil calibrarlo: los hombres útiles debían de haberse incorporado al Ejército Rojo, o habían huido. A la derecha, ante el jardín botánico, yacía un cadáver en el arroyo, con un brazo doblado bajo el rostro; la gente pasaba por su lado sin mirarlo. Me acerqué al grupo de soldados que estaba en torno al cerdo: «¿Qué ha pasado?». Un Feldwebel me saludó y contestó: «Un agitador, Herr Obersturmführer. Daba voces y soliviantaba a la gente contando calumnias de la Wehrmacht. Le dijimos que se callase, pero seguía gritando». Volví a mirar a la muchedumbre: la gente parecía tranquila, algo inquieta quizá, pero pasiva. Mediante mi red de chivatos había contribuido a hacer correr rumores: los judíos iban a Palestina, o iban al gueto, en Alemania, a trabajar. Las autoridades locales que había colocado la Wehrmacht se habían ocupado activamente, por lo demás, de evitar el pánico. Yo sabía que corrían también noticias de matanzas, pero todos aquellos rumores se anulaban entre sí; la gente no debía de saber ya a qué atenerse y, en consecuencia, podíamos contar con sus recuerdos de la ocupación alemana de 1918 , con la confianza que tenían en Alemania, y con la esperanza también,
la maldita esperanza.