Volvimos a ponernos en camino. No le había dado instrucciones al chófer, pero iba siguiendo a la fila de judíos, hacia la calle Melnikova. Seguía sin verse casi ningún soldado alemán; había sólo unos pocos puntos de control en los cruces, como el de la esquina del jardín botánico, y otro en la confluencia de la calle Artyoma con la calle Melnikova. Allí presencié el primer incidente del día: unos Feldgendarmes estaban pegando a varios judíos barbudos con largos tirabuzones que les caían por delante de las orejas, unos rabinos quizá, que no vestían sino una camisa. Estaban ensangrentados y con las camisas empapadas; unas mujeres gritaban y en el gentío había mucho revuelo. Luego, los Feldgendarmes agarraron a esos rabinos y se los llevaron. Me fijé en la gente: sabía que esos hombres iban a morir, se les notaba en la mirada; pero tenían aún la esperanza de que sólo les pasaría algo así a los rabinos, a los devotos.
Al final de la calle Melnikova, delante del cementerio judío, unos obstáculos anticarro y unas alambradas estrechaban la calzada; los custodiaban unos soldados de la Wehrmacht y unos Polizei ucranianos. Allí empezaba el cordón; tras pasar por ese cuello de botella, los judíos no podían ya dar marcha atrás. La zona de selección estaba algo más allá, a la izquierda, en un solar que había delante del gigantesco cementerio cristiano de Lukyanovskoe. Una tapia larga de ladrillo rojo, bastante baja, rodeaba la necrópolis; detrás, unos árboles altos rayaban el cielo, ya medio desnudos o todavía rojos y amarillos. En la otra acera de la calle Degtiarovska, habían colocado una hilera de mesas ante las que hacían pasar a los judíos. Me encontré allí con varios de nuestros oficiales: «¿Ya ha empezado?». Häfner indicó con la cabeza hacia el norte: «Sí, hace varias horas ya. ¿Dónde estaba? El Standartenführer está furioso». Detrás de cada mesa había un suboficial del Kommando, a quien rodeaban un traductor y varios soldados; en la primera de ellas, los judíos tenían que entregar la documentación; en la segunda, el dinero, los valores y las joyas; luego, las llaves de sus casas, con una etiqueta que se leyera bien; y, por fin, la ropa y los zapatos. Debían de maliciarse algo, pero no decían nada; de todas formas, detrás del acordonamiento, la zona estaba sellada. Algunos judíos intentaban discutir con los Polizei, pero los ucranianos gritaban, los golpeaban, los volvían a mandar a la cola. Soplaba un viento punzante; tenía frío; me arrepentía de no haber cogido el jersey; de vez en cuando, cuando se levantaba viento, podía oírse un débil petardeo; a la mayoría de los judíos parecía que no les llamaba la atención. Detrás de la hilera de mesas, nuestros askaris amontonaban fardos y más fardos de ropa requisada en unos camiones; los vehículos volvían a arrancar rumbo a la ciudad, en donde habíamos instalado un centro de selección. Fui a examinar la pila de documentación, tirada de mala manera en medio del solar para quemarla después. Había pasaportes rotos, cartillas de trabajo, tarjetas de sindicatos o de racionamiento, fotos de familia; el viento arrastraba las hojas más ligeras, que lo cubrían todo. Miré unas cuantas fotos: instantáneas y retratos de estudio, hombres, mujeres y niños, abuelos y bebés mofletudos; a veces, alguna instantánea de unas vacaciones, de felicidad y de normalidad, de su vida antes de todo aquello. Me recordaba una foto que conservaba yo en el cajón que tenía al lado de la cama, en el internado. Era el retrato de una familia prusiana anterior a la Gran Guerra: tres jóvenes
junkers
con uniforme de cadetes y la que debía ser, sin duda, su hermana. Ya no me acuerdo de dónde encontré esa foto, quizá en alguna de nuestras escasas salidas, en algún prendero, o en alguna tienda de postales. En aquella época, yo era muy desgraciado; me habían metido a la fuerza en aquel internado horrible como consecuencia de una tremenda transgresión (todo esto sucedía en Francia, adonde nos habíamos ido unos años después de que desapareciera mi padre). Por la noche, me pasaba horas mirando todos los detalles de la foto, a la luz de la luna o bajo las mantas con una linternita. ¿Por qué, me preguntaba, no me había sido dado crecer en una familia perfecta como aquella, en vez de en este infierno corrompido? Las familias judías de las fotos esparcidas también parecían felices; el infierno, para ellos, era aquí y ahora, y el pasado, ya ido, sólo podían echarlo de menos. Pasadas las mesas, los judíos en paños menores tiritaban de frío; unos Polizei ucranianos separaban a los hombres y a los muchachos de las mujeres y de los niños pequeños; a las mujeres, a los niños y a los ancianos los cargaban en camiones de la Wehrmacht para llevarlos al barranco; los otros tenían que ir a pie. Häfner se había reunido conmigo. «El Standartenführer lo anda buscando. Tenga cuidado, que está realmente de un humor de perros».. —«¿Por qué?». —«Está molesto con el Obergruppenführer por haberle impuesto a sus dos batallones de policía. Piensa que el Obergruppenführer quiere quedarse con todo el mérito de la
Aktion».
. —«Qué estupidez». Ya llegaba Blobel, había bebido y le brillaba la cara. En cuanto me vio, empezó a insultarme de forma muy grosera: «¿Qué carajo estaba haciendo? Hace horas que le esperamos». Lo saludé: «Herr Standartenführer, el SD tiene sus propias tareas. Estaba revisando el dispositivo para prever cualquier incidente». Se calmó un poco: «¿Y qué?», refunfuñó.. —«Todo parece estar en orden, Herr Standartenführer».. —«Bueno. Vaya subiendo. El Brigadeführer quiere ver a todos los oficiales».
Volví a mi coche y seguí a los camiones; al llegar, los Polizei estaban haciendo bajar a las mujeres y a los niños, con quienes se reunían los hombres que estaban llegando a pie. Muchos judíos iban cantando, según andaban, himnos religiosos; pocos de ellos intentaban escapar, y a ésos enseguida los detenía el cordón o les pegaban un tiro. Desde la cresta, se oían con toda claridad las ráfagas y empezaba a cundir el pánico, sobre todo entre las mujeres. Pero no podían hacer nada. Las dividían en grupitos y un suboficial, sentado ante una mesa, las contaba; luego, nuestros askaris se hacían cargo de ellas y las llevan más allá del borde alto del barranco. Tras cada serie de disparos, se ponía en marcha otro grupo, todo iba muy rápido. Di la vuelta al barranco por el oeste para reunirme con los demás oficiales, que se habían apostado en la parte alta de la vertiente norte. Desde allí, tenía todo el barranco ante mí: debía de medir alrededor de cincuenta metros de ancho y quizá unos treinta de profundidad y abarcaba varios kilómetros; el arroyo del fondo iba a parar, más lejos, al Syrets, que daba nombre al barrio. Habían puesto tablones encima del arroyo, para que los judíos y los tiradores pudieran cruzarlo con facilidad; más allá, dispersos por doquier en las laderas peladas del barranco, había multitud de racimos pequeños y blancos. Los «empaquetadores» ucranianos obligaban a quienes tenían a su cargo a ir hacia esos montones y a tenderse encima o al lado; se acercaban entonces los hombres del pelotón e iban recorriendo las filas de personas que yacían en el suelo casi desnudas, disparándoles a todas un tiro de ametralladora en la nuca; en total había tres pelotones. Entre cada tanda de ejecuciones, algunos oficiales revisaban los cuerpos y disparaban con pistola para dar el tiro de gracia. En una elevación desde la que se dominaba la escena había grupos de oficiales de las SS y de la Wehrmacht. Allí estaba Jeckeln con sus acólitos y lo acompañaba el doctor Rasch; también reconocía a unos cuantos oficiales del 6° Ejército de elevada graduación. Vi a Thomas, que también me vio, pero no me devolvió el saludo. Enfrente, los grupitos bajaban por las laderas del barranco e iban a reunirse con los racimos de cuerpos que cada vez ocupaban mayor espacio. El frío se hacía sentir cada vez más, pero el ron pasaba de mano en mano y tomé un poco. Blobel llegó directamente, en coche y a toda prisa, a nuestro lado del barranco; debía de haber dado toda la vuelta; bebía de una petaca mientras echaba broncas y decía a voces que las cosas no iban lo bastante deprisa. Y eso que se había forzado al máximo el ritmo. Relevaban a los tiradores de hora en hora y los que no estaban disparando les llevaban ron y les cargaban las armas. Los oficiales hablaban poco y algunos intentaban disimular lo alterados que estaban. El Ortskommandantur había mandado venir una cocina de campaña y un pastor castrense preparaba té para que entrasen en calor los Orpo y los integrantes del Sonderkommando. A la hora del almuerzo, los oficiales de mayor graduación regresaron a la ciudad, pero los oficiales subalternos se quedaron a comer con los hombres. Como las ejecuciones tenían que proseguir sin interrupción, colocaron la cantina más abajo, en una hondonada desde la que no se veía el barranco. El grupo era el encargado de la intendencia: cuando abrieron las conservas, los hombres, al encontrarse con raciones de morcilla, pusieron el grito en el cielo y empezaron a vocear con violencia. Häfner, que acababa de pasarse una hora dando tiros de gracia, vociferaba, tirando al suelo las latas abiertas: «Pero, ¿qué carajo es esto?»; detrás de mí, un Waffen-SS vomitaba ruidosamente. En cuanto a mí, me había puesto lívido y ver la morcilla me revolvía el estómago. Me volví hacia Hartl, el Verwaltungsführer del grupo, y le pregunté cómo se le podía haber ocurrido aquello. Pero Hartl, a pie firme con aquel pantalón de montar que le estaba ridiculamente ancho, seguía tan tranquilo. Le dije entonces a gritos que era una vergüenza: «¡En una situación como ésta una comida así no es lo más apropiado!». Hartl me dio la espalda y se alejó; Häfner tiraba las latas en una caja de cartón, mientras otro oficial, el joven Nagel, intentaba calmarme: «Vamos, Herr Obersturmführer..»... —«Es que esto no es normal; estas cosas hay que preverlas. En eso consiste la responsabilidad personal».. —«Eso mismo -decía Häfner haciendo muecas-. Voy a buscar otra cosa». Alguien me llenó de ron un vaso metálico y me lo bebí de un tirón; quemaba y sentaba bien. Hartl había regresado y me apuntaba con el dedazo: «Obersturmführer, no es usted quién para hablarme en ese tono».. —«Pues no haber... no haber..»., tartamudeé señalando los cajones volcados.. —«Meine Herrén -ladró Vogt-. Nada de escándalos, se lo ruego». Era patente que todo el mundo tenía los nervios desquiciados. Me aparté un poco y me comí un trozo de pan y una cebolla cruda; a mi espalda, los oficiales charlaban con vehemencia. Algo después, regresaron los oficiales superiores y Hartl debió de darles el parte, porque Blobel vino a verme y me echó una reprimenda de parte del doctor Rasch: «En circunstancias así, hay que comportarse como un oficial». Me ordenó que, cuando relevasen a Janssen en el barranco, ocupase su lugar: «¿Lleva su arma? ¿Sí? No quiero señoritas en mi Kommando, ¿se entera?». Soltaba perdigones, estaba completamente borracho y había perdido el control casi por completo. Poco después vi que subía Janssen. Me miraba con cara aviesa: «Le toca a usted». Por el lado en que yo estaba, la pared del barranco era demasiado abrupta para poder bajar y tuve que dar la vuelta y entrar por el fondo. Alrededor de los cuerpos, la tierra arenosa estaba impregnada de sangre negruzca y también el arroyo estaba negro de sangre. Un espantoso olor a excrementos prevalecía sobre el de la sangre; mucha gente evacuaba en el momento de morir; menos mal que soplaba el viento con fuerza y se llevaba un poco aquel tufo. Las cosas, vistas de cerca, transcurrían con mucha menos serenidad: los judíos, a quienes conducían los Orpo y los askaris a empellones desde la parte alta del barranco, lanzaban alaridos de terror al encontrarse con aquella escena; se revolvían y los «empaquetadores» les daban de baquetazos o los golpeaban con un cable metálico para obligarlos a bajar y a tirarse al suelo, e incluso entonces seguían gritando e intentaban incorporarse; y los niños se aferraban a la vida tanto como los adultos; se ponían en pie de un brinco y echaban a correr hasta que los alcanzaba un «empaquetador» y los dejaba atontados de un golpe; con mucha frecuencia los tiros se desviaban y sólo herían a las personas, pero los tiradores no le daban importancia y pasaban a la siguiente víctima; los heridos se revolcaban, se retorcían y lanzaban gemidos de dolor; otros, en cambio, con el shock, se callaban y se quedaban paralizados y con los ojos desorbitados. Los hombres iban y venían y disparaban un tiro tras otro, casi sin descanso. Yo estaba petrificado y no sabía qué había que hacer. Llegó Grafhorst y me zarandeó agarrándome del brazo: «¡Obersturmführer!». Señaló los cuerpos con la pistola. «Intente rematar a los heridos». Saqué la pistola y me acerqué a un grupo; un hombre muy joven lanzaba berridos de dolor, le apunté con la pistola a la cabeza y apreté el gatillo, pero no salió el disparo; se me había olvidado quitar el seguro; lo quité y le metí una bala en la frente; dio un respingo y se calló de repente. Para llegar a algunos heridos, había que pisar los cuerpos, que eran muy resbaladizos; la carne blanca y fofa se movía bajo las botas, los huesos se quebraban a traición y me hacían trastabillar, me hundía hasta los tobillos en el barro y la sangre. Era espantoso; se adueñaba de mí una rechinante sensación de asco, como aquella noche, en España, cuando lo de las letrinas y las cucarachas; yo era muy joven aún; mi padrastro nos había invitado a unas vacaciones en Cataluña, dormíamos en un pueblo y una noche me entró un apretón y fui corriendo a las letrinas del fondo del jardín con una linterna; el agujero, siempre limpio de día, era un hervor de gigantescas cucarachas pardas; me quedé espantado; intenté aguantarme las ganas y me volví a la cama, pero los retortijones eran demasiado fuertes y no había orinal en la habitación; me puse las botas de agua, que eran resistentes, y volví a las letrinas, pensando que podría echar a las cucarachas a patadas y acabar pronto; asomé la cabeza por la puerta, enfocando la luz al suelo; luego me llamó la atención un reflejo en la pared y lo iluminé con el rayo de la linterna; también la pared bullía de cucarachas, todas las paredes, incluso el techo y el tablón de encima de la puerta; giré despacio la cabeza, que había asomado por la puerta, y también estaban allí, una masa negra que pululaba, y entonces retiré la cabeza despacio, muy despacio, y me volví a mi cuarto y me aguanté hasta por la mañana. Pisar los cuerpos de los judíos me daba la misma impresión; disparaba casi al azar a todo lo que se movía, luego me controlé e intenté fijarme; bien pensado, lo que hacía falta era que la gente sufriera lo menos posible; pero, de todas formas, sólo podía rematar a los últimos; ya habían quedado debajo otros heridos que aún no estaban muertos, pero no tardarían en estarlo. No era yo el único desquiciado; algunos de los tiradores estaban temblorosos y bebían entre tanda y tanda. Me llamó la atención un Waffen-SS joven, cuyo nombre no sabía: estaba empezando a disparar de cualquier manera, con la metralleta en la cadera; se reía de forma espantosa y vaciaba el cargador al azar, un tiro a la izquierda, otro a la derecha, luego dos tiros, luego tres, como un niño que va siguiendo las rayas del pavimento según una misteriosa topografía interna. Me acerqué y lo zarandeé, pero seguía riéndose y disparando en mis narices; le arrebaté la metralleta y lo abofeteé, luego lo envié a reunirse con los hombres que se encargaban de volver a cargar las armas; Grafhorst me mandó a otro hombre para sustituirlo y le tiré la metralleta gritándole: «Y a ver si lo hace como es debido! ¿Enterado?». Cerca de mí, traían a otro grupo: se me cruzó la mirada con la de una chica joven y guapa, casi desnuda, pero muy elegante, tranquila, con los ojos llenos de una inmensa tristeza. Me alejé.