Regresé a Jitomir. Una extremada agitación reinaba en su Kommandostab: Bohr estaba arrestado y Lübbe en el hospital. Bohr lo había agredido en pleno comedor de oficiales, delante de todos, primero a silletazos y, después, con un cuchillo. Tuvieron que reducirlo entre seis. Strehlke, el Verwaltungsführer, recibió un corte en la mano, poco profundo, pero doloroso. «Se volvió loco», me dijo enseñándome los puntos de sutura.. —«Pero ¿qué pasó?». —«Fue por su niño judío. El que tocaba el piano». Yakov sufrió un accidente cuando estaba arreglando un coche con Bauer; el gato, mal colocado, cedió, y se quedó con una mano destrozada. Sperath lo reconoció y dijo que habría que amputársela. «Entonces ya no vale para nada», decretó Blobel, y ordenó que lo liquidasen. «Se encargó de ello Vogt -dijo Strehlke, que me estaba contando la historia-. Bohr no dijo nada. Pero durante la cena, Lübbe empezó a provocarlo. Ya sabe usted cómo es. "Se acabó el piano", decía en voz alta. Y entonces fue cuando Bohr lo atacó. Si quiere que le diga mi opinión -añadió-, Lübbe se ganó a pulso lo que le ha pasado. Pero lo siento por Bohr: un buen oficial que arruina su carrera por un muchachito judío. Como si por aquí anduviéramos escasos de judíos».. —«¿Qué le va a pasar a Bohr?». —«Dependerá del informe que haga el Standartenführer. En el peor de los casos, podría ir a la cárcel. Si no, lo degradarán y lo mandarán a las Waffen-SS a hacer méritos». Lo dejé y subí a encerrarme en mi cuarto, agobiado de asco. Entendía perfectamente a Bohr; no había obrado bien, por supuesto, pero lo entendía. Lübbe no tenía que haberse burlado, era algo indigno. Yo también le había cogido cierto apego a aquel niño, a Yakov; le había escrito discretamente a un amigo de Berlín para que me enviase partituras de Rameau y de Couperin; quería que Yakov pudiera estudiarlos, quería que descubriera
La llamada de los pájaros, Las tres manos, Las barricadas misteriosas
y todas las demás maravillas. Ahora, esas partituras ya no le servirían a nadie; yo no toco el piano. Aquella noche tuve un sueño raro: me levantaba y me iba hacia la puerta, pero una mujer me impedía pasar. Tenía el pelo blanco y llevaba gafas: «No -me dijo-. No puedes salir. Siéntate y escribe». Me volví hacia mi escritorio: había un hombre en mi silla, aporreando mi máquina de escribir. «Disculpe», me atreví a decir. Las teclas martilleaban de forma ensordecedora y no me oía. Le di unos tímidos golpecitos en el hombro. Se volvió y negó con la cabeza: «No», dijo, señalándome la puerta. Me dirigí hacia mi estantería, pero también allí había alguien que estaba arrancando tranquilamente las páginas a mis libros y tirando las tapas en un rincón. Bueno, me dije, pues entonces me voy a dormir. Una mujer joven estaba metida en mi cama, desnuda bajo la sábana. Cuando me vio, me atrajo hacia ella, cubriéndome la cara de besos, aferrándome las piernas con las suyas e intentando desabrocharme el cinturón. Me costó muchísimo librarme de ella; el esfuerzo me dejó sin resuello. Pensé en tirarme por la ventana; estaba cerrada a cal y canto, pegada con la pintura. Menos mal que el retrete estaba libre: me apresuré a encerrarme en él.
La Wehrmacht había reanudado al fin la ofensiva y nos estaba preparando tareas nuevas. Guderian remataba la ruptura de las líneas enemigas cogiendo por la espalda al ejército soviético en Kiev, y éste no reaccionaba, como si se hubiese quedado paralizado. El 6º Ejército estaba otra vez en marcha y habíamos cruzado el Dniéper; más al sur, el 17° Ejército cruzaba también el Dniéper. Hacía un tiempo caluroso y seco y las tropas en marcha levantaban columnas de polvo altas como edificios; cuando llegaba la lluvia, los soldados se alegraban y, luego, maldecían el barro. Nadie tenía tiempo de lavarse y los hombres estaban grises de polvo y de lodo. Los regimientos avanzaban como barquitos aislados en el océano de maíz y trigo maduro; se pasaban días seguidos sin ver a nadie, sólo les llegaban noticias por los conductores de la
Rollbahn,
que iban en sentido inverso a la fila; a su alrededor, lisa y vacía, se extendía la dilatada tierra:
¿Hay hombre alguno que viva en esta llanura?,
canta el valiente del cuento ruso. A veces, nos cruzábamos con alguna de esas unidades cuando salíamos a una misión; los oficiales nos invitaban a comer, se alegraban de vernos. El 16 de septiembre, Guderian estableció el contacto con los panzers de Von Kleist en Lokhvitsa, a ciento cincuenta kilómetros por detrás de Kiev, y dejó cercados, según el Abwehr, a cuatro ejércitos soviéticos: al norte y al sur, la aviación y la infantería empezaron a machacarlos. Kiev estaba abierta de par en par. En Jitomir, desde finales de agosto, habíamos dejado de matar judíos y habíamos agrupado a los supervivientes en un gueto; el 17 de septiembre, Blobel salía de la ciudad con sus oficiales, con dos unidades del regimiento de policía y con nuestros askaris y no dejó tras de sí más que a los ordenanzas, la cocina y el material de reparación de vehículos. El Kommandostab tenía que instalarse lo antes posible en Kiev. Pero, a la mañana siguiente, Blobel cambió de opinión, o le llegó una contraorden: volvió a Jitomir para liquidar el gueto. «Su actitud insolente no ha variado pese a todas nuestras advertencias y nuestras medidas especiales. No podemos dejarlos en retaguardia». Formó un Vorkommando al mando de Häfner y de Janssen para que entrase en Kiev con el 6° Ejército. Me presenté voluntario y Blobel me aceptó.
Aquella noche, el Vorkommando acampó en una aldea abandonada, cerca de la ciudad. Fuera, los graznidos de las cornejas recordaban llantos de niños de pecho. Cuando me estaba acostando en un jergón, en una isba que compartía con los demás oficiales, entró en la habitación un pajarillo, un gorrión quizá, y empezó a golpearse con las paredes y las ventanas cerradas. Medio atontado, se quedó caído unos instantes, sin aliento, con las alas torcidas; luego volvió a caer en un breve y fútil frenesí. Debía de estar agonizando. Los otros dormían ya o no reaccionaban. Conseguí por fin atraparlo con un casco y lo solté, fuera: salió volando en la oscuridad como si despertase de una pesadilla. El alba nos sorprendió ya en camino. Ahora teníamos la guerra precisamente al frente y avanzábamos muy despacio. Por el borde de las carreteras se desgranaban los muertos insomnes de ojos abiertos y vacíos. La alianza de un soldado alemán relucía al sol del amanecer; tenía la cara roja e hinchada y la boca y los ojos llenos de moscas. Los caballos reventados se mezclaban con los hombres; algunos, heridos de bala o por fragmentos de proyectiles, se estaban muriendo; relinchaban, luchaban, se revolcaban rabiosamente sobre los despojos de los demás o sobre los cuerpos de sus jinetes. Cerca de un puente improvisado que teníamos delante, la corriente se llevó a tres soldados y, desde la orilla, se vieron durante mucho rato los uniformes empapados y los rostros pálidos de ahogados que se alejaban despacio. En los pueblos vacíos, que los vecinos habían abandonado, las vacas de ubres hinchadas mugían de dolor y las ocas habían enloquecido y graznaban en los jardincillos de las isbas, entre conejos y pollos y perros condenados a morir de hambre unos detrás de otros; las casas estaban abiertas de par en par y la gente, presa del pánico, había dejado los libros, las reproducciones, la radio, los edredones. Y luego llegaban los suburbios de Kiev, arrasados y destruidos; e inmediatamente después el centro, casi intacto. A lo largo del bulevar Shevshenko, bajo el hermoso sol de otoño, los lujuriantes tilos y los castaños se iban poniendo amarillos; en la calle Jreshchatik, la calle mayor, había que brujulear entre las barricadas y las barras transversales anticarro, que unos soldados alemanes extenuados apartaban trabajosamente. Häfner estableció el contacto con el cuartel general del XXIX Cuerpo de Ejército, desde donde nos encaminaron hacia el local del NKVD. Según nuestros informadores, antaño hacía las veces de internado para doncellas pobres; en 1918 , las
instituciones soviéticas
se instalaron allí; desde entonces, tenía una reputación siniestra que atemorizaba; fusilaban a gente en el jardín, detrás del segundo
korpus.
Häfner envió a una sección para que arramblase con unos cuantos judíos que limpiasen y reparasen lo que tuviera arreglo; estaban instalando nuestras oficinas y nuestro material donde buenamente se podía; había quien estaba ya manos a la obra. Bajé hasta el cuartel general para pedir zapadores: había que inspeccionar el edificio y asegurarse de que no estaba minado; me los prometieron para el día siguiente. Los primeros judíos estaban llegando, con escolta, al palacio de las doncellas, y se ponían a quitar escombros; Häfner había mandado requisar también colchones y edredones, para que no durmiéramos en el suelo. Al día siguiente, cuando aún no me había dado tiempo de ir a preguntar por nuestros zapadores, una explosión tremenda retumbó por todo el centro de la ciudad y se llevó los pocos cristales que nos quedaban en las ventanas. Corrió a toda velocidad la noticia de que había saltado por los aires la ciudadela de Novo-Pecherskaia y habían muerto, entre otros, el comandante de la división de artillería y su jefe de estado mayor. Todo el mundo hablaba de sabotaje y de detonadores con temporizador; la Wehrmacht conservaba la prudencia y no descartaba la posibilidad de un accidente que hubieran provocado unas municiones mal almacenadas. Häfner y Janssen empezaron a detener a judíos mientras yo intentaba reclutar a informadores ucranianos. Era difícil porque no sabíamos nada de ellos: esos hombres que se presentaban podrían ser con toda facilidad agentes de los rusos. A los judíos detenidos los encerraron en un cine de la calle Jreshchatik; comparé deprisa y corriendo las informaciones que iban llegando por doquier: todo parecía indicar que los soviéticos habían minado la ciudad meticulosamente, y nuestros zapadores seguían sin llegar. Por fin, tras una rotunda queja, nos mandaron a tres individuos del cuerpo de ingenieros; se marcharon dos horas después sin haber encontrado nada. Por la noche, la inquietud se me colaba en el sueño y me infectaba lo que soñaba: me entraban unas terribles ganar de evacuar y me iba corriendo al retrete; brotaba la mierda líquida y espesa, un chorro continuo que no tardaba en llenar la taza; iba subiendo de nivel y yo seguía cagando, la mierda me llegaba a la parte trasera de los muslos, me cubría las nalgas y las pelotas y yo seguía soltando por el culo. Me preguntaba frenéticamente cómo iba a limpiar toda esa mierda, pero no podía detenerla; aquel sabor acre, vil, nauseabundo me llenaba la boca y me revolvía el estómago. Me desperté ahogado, con la boca sedienta, pastosa y amarga. Amanecía y me subí a los despeñaderos para ver cómo se alzaba el sol sobre el río y mirar los puentes descuajeringados, la ciudad y, más lejos, la llanura. El Dniéper se extendía a mis pies, ancho, lento, con las aguas cubiertas de espirales de espuma verde; en el centro, bajo el puente del ferrocarril, dinamitado, se estiraban unos cuantos islotes pequeños rodeados de juncos y nenúfares, con unas cuantas barcas de pesca abandonadas; cruzaba una barcaza de la Wehrmacht; más arriba, en la otra orilla, un barco acababa de oxidarse en la playa, medio varado, caído sobre un costado. Los árboles ocultaban el
lavra
y sólo veía la cúpula dorada del campanario, en donde se reflejaba sordamente la luz cobriza del sol naciente. Volví al palacio: daba igual que fuera domingo, estábamos saturados de trabajo; además estaba a punto de llegar el Vorkommando del Gruppenstab. Se presentaron a media mañana; los dirigía el Obersturmführer doctor Krieger, el Leiter V; iban con él el Obersturmführer Breun, un tal Braun y el Hauptmann der Schutzpolizei Krumme, que estaba al mando de nuestros Orpo; Thomas se había quedado en Jitomir, iba a llegar unos cuantos días después con el doctor Rasch. Krieger y sus colegas ocuparon otra ala del palacio, en donde ya habíamos puesto cierto orden; nuestros judíos trabajaban a destajo; por la noche, los metíamos en un sótano, cerca de los antiguos calabozos del NKVD. Blobel vino a vernos después del almuerzo y nos dio la enhorabuena por los progresos que habíamos hecho; después, se volvió a Jitomir, en donde no pensaba quedarse porque la ciudad estaba
judenrein;
el Kommando había vaciado el gueto el día en que nosotros llegamos a Kiev y había liquidado a los tres mil ciento cuarenta y cinco judíos que quedaban. Una cifra más para nuestros partes; no tardaría en haber otras. ¿Quién, me preguntaba yo, llorará a todos esos judíos muertos, a todos esos niños enterrados con los ojos abiertos bajo la fértil tierra negra de Ucrania, si matan también a sus hermanas y a sus madres? Si los matasen a todos, no quedaría nadie para llorarlos, y a lo mejor de eso iba también el asunto. Iba avanzando en mi cometido: me habían mandado a unos melnykistas de confianza que habían hecho una selección de mis informadores e incluso habían identificado a tres bolcheviques, entre ellos una mujer, a quienes fusilamos en el acto; con su ayuda, me hice con unos cuantos
dvorniki,
algo así como unos porteros soviéticos que, anteriormente, informaban al NKVD, pero no vacilaban, a cambio de pequeños privilegios o de dinero, en hacer lo mismo para nosotros. No tardaron en denunciar a unos oficiales del Ejército Rojo, disfrazados de paisano, y a comisarios, partidarios de Bandera e intelectuales judíos, que ponían en manos de Häfner o de Janssen, tras un interrogatorio rápido. Ellos, por su parte, seguían llenando de judíos detenidos el
Goskino
5. Desde la explosión de la ciudadela, la ciudad estaba en calma; la Wehrmacht se iba organizando y la intendencia mejoraba. Pero las búsquedas habían sido un tanto apresuradas. El miércoles por la mañana, es decir, el día 24, otra explosión reventó la Feldkommandantur instalada en el hotel Continental, en la esquina de la calle Jreshchatik y la calle Proreznaya. Bajé a ver. La calle era un hormigueo de mirones y de soldados ociosos que veían arder el edificio. Unos cuantos Feldgendarmes empezaban a reunir a civiles para ponerlos a apartar los escombros; unos oficiales evacuaban el ala intacta del hotel cargados con maletas, mantas y gramófonos. Los cristales chirriaban bajo los pasos: en varias calles a la redonda se habían roto los cristales con la fuerza de la onda expansiva. Debían de haber muerto muchos oficiales, pero nadie sabía exactamente cuántos. De pronto, retumbó otra detonación más abajo, por la plaza Tolstoi; y luego explotó otra bomba potente en un edificio de enfrente del hotel, lanzándonos una lluvia de cascotes y una nube de polvo. La gente, presa de pánico, corría a derecha e izquierda, las madres llamaban a voces a los hijos; unos motoristas alemanes iban calle Jreshchatik arriba entre los obstáculos anticarro, disparando al azar ráfagas de ametralladora. Un humo negro iba envolviendo la calle con rapidez; se habían declarado varios incendios; me asfixiaba. Unos oficiales de la Wehrmacht vociferaban órdenes contradictorias; nadie parecía saber quién tenía el mando. Los escombros y los vehículos volcados obstruían ahora la calle Jreshchatik; los cables de los trolebuses, cortados, colgaban en las calles; a dos metros de mí, reventó el depósito de un Opel y el coche se incendió. Volví al palacio; vista desde arriba, toda la ciudad parecía estar ardiendo; se seguían oyendo explosiones. Blobel acababa de llegar y le informé de la situación. Häfner llegó a su vez y explicó que casi todos los judíos encerrados en el cine, cerca del hotel Continental, se habían escapado aprovechando la confusión. Blobel ordenó que los localizasen; sugerí que quizá era más urgente mandar que volvieran a revisar a fondo nuestros acuartelamientos. Janssen dividió entonces a los Orpo y a los Waffen-SS en grupitos de tres y los mandó a todas las entradas, con la orden de derribar cualquier puerta que estuviera cerrada con llave y, sobre todo, de registrar los sótanos y las buhardillas. Antes de una hora, uno de los hombres descubrió explosivos en el sótano. Un Scharführer de las Waffen-SS, que había estado en el cuerpo de ingenieros, fue a ver: se trataba de alrededor de sesenta botellas llenas de gasolina, eso que los finlandeses llaman «cócteles Molotov» desde los tiempos de su Guerra de Invierno; parecían almacenadas sin más, pero nunca se sabe, había que traer a un experto. Cundió el pánico. Janssen voceaba y repartía fustazos entre nuestros
Arbeitjuden;
Häfner, sin perder su aspecto eficiente, daba órdenes inútiles para que pareciera que hacía algo. Blobel mantuvo una rápida entrevista con el doctor Krieger y ordenó la evacuación del edificio. No estaba prevista ninguna posición de retirada y nadie sabía dónde ir; mientras cargaban los vehículos a toda prisa, establecí un contacto rápido con el cuartel general del cuerpo de ejército, pero los oficiales estaban saturados y me dijeron que me las apañase como pudiera. Regresé al palacio por entre incendios y confusión. Unos zapadores de la Wehrmacht intentaban desenrollar unas mangas de incendio, pero las llamas ganaban terreno. Me acordé entonces del gran estadio Dynamo; estaba lejos de los incendios, cerca del
lavra,
en los altos de Pechersk y había pocas probabilidades de que el ejército ruso se hubiera molestado en minarlo. Blobel dio el visto bueno a mi idea y encaminó hacia allí los autos y los camiones cargados; los oficiales se acomodaron en las oficinas abandonadas y en los vestuarios, que apestaban aún a sudor y a desinfectante, mientras los hombres ocupaban las tribunas y sentábamos a nuestros judíos, traídos con una buena escolta, en el césped. Mientras descargábamos y colocábamos las carpetas, las cajas fuertes y las máquinas de escribir y los especialistas colocaban el material de comunicación, Blobel fue, a su vez, al cuerpo de ejército; al volver, nos ordenó que volviéramos a desmontar y a recoger todo: la Wehrmacht nos había dado un acuartelamiento en una antigua residencia del zar, algo más abajo. Hubo que cargar otra vez con todo; se nos iba el día en esas mudanzas. Sólo a Von Radetzky parecía regocijarle aquel barullo:
«Krieg ist Krieg und Schnaps ist Schnaps»,
les espetaba con expresión altanera a quienes se quejaban. Por la noche, pude por fin ir en busca de información con mis colaboradores melnykistas; teníamos que enterarnos de cuanto fuera posible acerca de los planes de los rojos: parecía claro que en aquellas explosiones existía una coordinación; había que detener a los saboteadores e identificar a su Rostopchin. El Abwehr disponía de información acerca de un tal Friedmann, un agente del NKVD, prestigioso dirigente de una red de espionaje y sabotaje organizada antes de la retirada del Ejército Rojo; los zapadores afirmaban que sólo se trataba de minas colocadas previamente con detonadores con temporizador. El centro se había convertido en un infierno. Había habido más explosiones, los incendios asolaban ahora toda la calle Jreshchatik, desde la plaza de la Duma hasta la plaza Tolstoi; los cócteles Molotov colocados en los desvanes se rompían por efecto del calor, la gasolina gelificada corría por las escaleras de los edificios y alimentaba las explosiones que se iban extendiendo poco a poco a las calles paralelas, la calle Pushkin, por un lado, y, luego, por la calle Mering, por la calle Karl Marx y por la calle Engels, hasta llegar a la calle de la Revolución de Octubre, al pie de nuestro palacio. Los vecinos, fuera de sí, habían tomado por asalto los dos grandes almacenes TsOuM; la Feldgendarmerie detenía a muchos saqueadores y quería entregárnoslos; otros habían muerto entre las llamas. Todos los habitantes del centro de la ciudad escapaban, doblados bajo el peso de los fardos y empujando cochecitos de niño cargados de radios, de alfombras y de enseres domésticos, mientras los niños lloraban a pleno pulmón en brazos de sus madres. Muchos soldados alemanes se habían mezclado con ellos y huían también, sin orden alguno. De vez en cuando se desplomaba un techo dentro de un edificio entre un tremendo estrépito de vigas. Había sitios en que no podía respirar más que si me tapaba la boca con un pañuelo húmedo; tosía convulsivamente y echaba escupitajos espesos.