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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (11 page)

BOOK: Las benévolas
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Al día siguiente de la cena con Oberlánder, al despertarme, fui a ver al jefe del estado mayor del grupo. «Ah, Obersturmführer Aue, los despachos para Lutsk están ya casi listos. Vaya a ver al Brigadeführer. Está en la cárcel Brygidki. El Untersturmführer Beck lo acompañará». El Beck aquel era muy joven, tenía prestancia, pero parecía disgustado, como si estuviera incubando una ira sorda. Tras saludarme, apenas si volvió a dirigirme la palabra. En la calle, la gente parecía aún más exaltada que la víspera; grupos de nacionalistas armados patrullaban y costaba circular. También se veían muchos más soldados alemanes. «Tengo que pasar por la estación a recoger un paquete -dijo Beck-. ¿No le importa?» Su conductor conocía ya bien el camino; para eludir el gentío, se metió por una bocacalle; más adelante, serpeaba por el flanco de una colinita rodeada de edificios burgueses, apacibles y acomodados. «Es una ciudad hermosa», comenté.. —«Lógico. En el fondo, es una ciudad alemana», replicó Beck. Me callé. En la estación, me dejó en el coche y se perdió entre la muchedumbre. Unos tranvías soltaban la carga de pasajeros, cargaban a otros y volvían a marcharse. En un parquecito, a la izquierda, indiferentes al barullo de la multitud, descansaban perezosamente bajo los árboles varias familias de gitanos sucios y de piel curtida, vestidos con coloridos harapos. Otros estaban cerca de la estación, sin pedir limosna; ni siquiera jugaban los niños. Ya volvía Beck con un paquetito. Siguió la dirección de mi mirada y vio a los gitanos. «En vez de perder el tiempo con los judíos, más valdría que nos ocupásemos de ésos -escupió con tono perverso-. Son mucho más peligrosos. Trabajan para los rojos, ¿no sabe? Pero ya les daremos lo que se merecen». Por la larga calle que iba cuesta arriba desde la estación, volvió a hablar: «La sinagoga está aquí al lado. Me gustaría verla. Luego iremos a la cárcel». La sinagoga era un edificio retranqueado en una callejuela, a la izquierda de la avenida que llevaba al centro. Dos soldados alemanes montaban guardia delante de la entrada. La vetusta fachada no era nada del otro mundo; sólo una gran estrella de David en el frontón permitía identificar qué había en aquel sitio; no se veía a judío alguno. Seguí a Beck por la puertecilla. La gran sala central tenía dos plantas y, arriba, la circunvalaba una galería, seguramente para las mujeres; hermosas pinturas de tonos alegres decoraban las paredes; eran de un estilo ingenuo, pero vigoroso, y representaban un León de Judá de gran tamaño rodeado de estrellas judías, de loros y de golondrinas y acribillado en algunas partes por impactos de bala. En vez de bancos, había sillitas unidas a mesas escolares. Beck miró mucho rato las pinturas y volvió a salir. La calle de delante de la cárcel estaba a rebosar de personas, un gentío tremendo. La gente voceaba a grito pelado; algunas mujeres, histéricas, se rasgaban las vestiduras y se revolcaban por el suelo; unos cuantos judíos arrodillados, a quienes custodiaban unos Feldgendarmes, fregaban la acera; de vez en cuando un transeúnte les soltaba una patada, un Feldgendarme rubicundo ladraba:
«Juden, kaput!»
y unos ucranianos admirativos aplaudían. En el portal de la cárcel, tuve que dejar pasar a una columna de judíos, en mangas de camisa o con el torso al aire y, la mayoría, ensangrentados, quienes, entre soldados alemanes, llevaban cadáveres putrefactos y los cargaban en carretas. Mujeres viejas vestidas de negro se arrojaban entonces sobre los cuerpos lanzando alaridos y se echaban luego encima de los judíos y los arañaban hasta que algún soldado intentaba hacerlas retroceder. Había perdido a Beck de vista; entré en el patio de la cárcel, en donde se repetía el mismo espectáculo: judíos aterrados que entresacaban cadáveres; otros que fregaban los adoquines mientras los soldados los abucheaban; se abalanzaban y pegaban a los judíos con las manos o a culatazos, los judíos chillaban, se desplomaban, luchaban por levantarse y seguir con su trabajo; otros soldados hacían fotos de aquella escena y otros más, muy risueños, gritaban insultos o jaleaban; también sucedía a veces que un judío no se volvía a levantar; entonces varios hombres le daban patadas y, después, uno o dos judíos venían y arrastraban el cuerpo por los pies para ponerlo a un lado y otros tenían que seguir fregando. Di por fin con un SS. «¿Sabe dónde está el Brigadeführer Rasch?». —«Creo que está en las oficinas de la cárcel, es por allí, lo vi subir hace un rato». En el largo pasillo había soldados que iban y venían y todo estaba más tranquilo, pero las paredes verdes, brillantes y mugrientas, estaban salpicadas de manchas de sangre, más o menos recientes, en las que había pegados jirones de sesos mezclados con cabellos y trozos de huesos; había también rastros largos en el suelo por donde habían llevado a rastras los cuerpos, y se chapoteaba al andar. Al fondo, Rasch bajaba por una escalera acompañado de un robusto Oberführer de rostro relleno y sonrosado y de otros varios oficiales del grupo. Saludé: «Ah, es usted. Bien. He recibido un parte de Von Radetzky; dígale que venga en cuanto pueda. E informará usted personalmente al Oberguppenführer Jeckeln de la
Aktion
de aquí. Insista en el hecho de que son los nacionalistas y el pueblo quienes han tomado la iniciativa. En Lemberg, el NKVD y los judíos asesinaron a tres mil personas. Así que el pueblo se venga, es lógico. Pedimos al AOK que les concediese unos cuantos días».—
«Zu Befehl,
Herr Brigadeführer». Salí detrás de ellos. Rasch y el Oberführer charlaban animadamente. En el patio se alzaba, diferente del hedor de los cadáveres, el olor denso y repulsivo de la sangre reciente. Al salir, me crucé con dos judíos que iban, escoltados, calle arriba; uno de ellos, un hombre muy joven, lloraba con violentos sollozos, pero en silencio. Me reuní con Beck, que estaba junto al coche, y regresamos al Gruppenstab. Le ordené a Höfler que preparase el Opel y localizase a Popp y fui luego por el correo y los despachos a la oficina del Leiter III. También pregunté dónde estaba Thomas; quería despedirme antes de irme. «Lo encontrará por el bulevar -me indicaron-. Vaya a ver en el café Métropole, en la Sykstuska». Abajo, Popp y Höfler ya estaba listos. «¿Vamos allá, Herr Obersturmführer?». —«Sí, pero haremos una parada por el camino. Tira por el bulevar». Di fácilmente con el Métropole. Dentro, racimos de hombres charlaban ruidosamente; algunos, borrachos ya, berreaban; junto a la barra, unos oficiales de la
Rollbahn
bebían cerveza comentando los acontecimientos. Encontré a Thomas al fondo, con un joven rubio vestido de paisano que tenía la cara abotargada y hosca. Estaban tomando café. «¡Hola, Max! Mira, te presento a Oleg. Un hombre muy culto y muy inteligente». Oleg se levantó y me dio un caluroso apretón de manos; en realidad, parecía completamente estúpido. «Oye, que me marcho». Thomas me contestó en francés: «Muy bien. De todas formas, nos volveremos a ver pronto: según el plan, tu Kommandostab estará acuartelado en Jitomir con nosotros».. —«Estupendo». Añadió, en alemán: «¡Animo! Y no pierdas la moral». Me despedí de Oleg y salí. Nuestras tropas estaban aún lejos de Jitomir, pero Thomas parecía muy confiado; debía de tener información fidedigna. Por la carretera, volví a disfrutar de la suavidad de la campiña de Galitzia; íbamos despacio entre el polvo de las columnas de camiones y de material que se dirigían al frente; el sol, a trechos, atravesaba las prolongadas hileras de nubes blancas que desfilaban por el cielo, espacioso techo de sombras, alegre y apacible.

Llegué a Lutsk por la tarde. Blobel, según Von Radetzky, tardaría en volver; Häfner nos informó confidencialmente de que, a fin de cuentas, lo habían dejado en un manicomio de la Wehrmacht. Ya se había ejecutado la acción de represalia, pero nadie parecía muy dispuesto a hablar de ella: «Puede considerar que ha tenido suerte de no haber estado aquí», me dijo por lo bajo Zorn. El 6 de junio, el Sonderkommando, siempre pisándole los talones al avance del 6° Ejército, se mudó a Rovno, y después, enseguida, a Tsviahel o Swjagel, que los soviéticos llaman Novograd-Volynskii. En cada etapa, enviaban Teilkommandos destacados para identificar, detener y ejecutar a los potenciales opositores. Hay que decir que la mayoría eran judíos. Pero además fusilábamos a comisarios o a funcionarios del partido bolchevique cuando dábamos con alguno, a ladrones, a saqueadores, campesinos que escondían el grano y a gitanos también. Beck debía de estar encantado. Von Radetzky nos había explicado que había que razonar desde una mentalidad de
amenaza objetiva:
como era matemáticamente imposible desenmascarar a todos y cada uno de los culpables individuales, había que identificar las categorías sociopolíticas que pudieran hipotéticamente perjudicarnos más y actuar en consecuencia. En Lemberg, el nuevo Ortskommandant, el general Rentz, había conseguido poco a poco restablecer el orden y mitigar los excesos; no obstante, el Einsatzkommando 6 , y después el 5 que vino a sustituirlo, habían seguido ejecutando a centenares de personas en las afueras de la ciudad. También estábamos empezando a tener problemas con los ucranianos. El 9 de julio, el breve experimento independentista concluyó repentinamente: la SP detuvo a Bandera y a Stetsko y los envió, bajo escolta, a Cracovia, mientras se desarmaba a sus hombres. Pero en otros lugares, el OUN-B se rebelaba; en Drohobycz, abrieron fuego contra nuestras tropas y varios alemanes murieron. A partir de ese momento, también se empezó a tratar a los partidarios de Bandera como una
amenaza objetiva,
los melnykistas, que estaban encantados, nos ayudaban a identificarlos e iban tomando el control de las administraciones locales. El 11 de julio, el Gruppenstab del que dependíamos cambió el nombre con el que estaba vinculado al grupo de ejércitos Centro: a partir de ese momento, nuestro Einsatzgruppe se llamaba «C»; ese mismo día, nuestros tres Opel Admiral entraban en Jitomir con los carros del 6° Ejército. Pocos días después, me enviaron a reforzar ese Vorkommando, a la espera de que se reuniera con nosotros el grueso del estado mayor.

Después de pasar Tsviahel, el paisaje cambiaba por completo. Estábamos ahora en la estepa ucraniana, una gigantesca pradera ondulante y muy cultivada. En los campos de trigo, se marchitaban las amapolas, pero el centeno y la cebada estaban madurando y, kilómetro tras kilómetro, de forma interminable, los girasoles, enhiestos hacia el cielo, seguían con sus coronas doradas la trayectoria del sol. Acá y acullá, como arrojadas al azar, isbas en hilera a la sombra de las robinias o de los bosquecillos de robles, de arces o de fresnos quebraban aquellos horizontes que daban vértigo. Los tilos orillaban los senderos campestres, y los chopos y los sauces, los ríos. En las ciudades, los bulevares estaban plantados de castaños. Nuestros mapas estaban resultando de lo más inadecuados: las carreteras marcadas en ellos no existían o desaparecían; en cambio, donde estaba indicada una estepa vacía, nuestras patrullas encontraban koljoses y extensos campos de algodón, de melones, de remolachas; los municipios diminutos se habían convertido en centros industriales desarrollados. Pero, aunque Galitzia había caído en nuestras manos casi intacta, aquí el Ejército Rojo había aplicado, en la retirada, una política de destrucción sistemática. Los pueblos y los campos estaban en llamas; nos encontrábamos los pozos dinamitados o cegados, las carreteras minadas, los edificios con trampas; en los koljoses quedaban ganado, aves de corral y mujeres, pero los hombres y los caballos ya no estaban; en Jitomir, habían incendiado cuanto pudieron; menos mal que aún quedaban muchas viviendas entre las ruinas humeantes. La ciudad seguía bajo control húngaro y Callsen estaba rabioso: «;Sus oficiales tratan a los judíos amistosamente y van a cenar a casa de judíos!». Bohr, otro oficial, apostilló: «Por lo visto algunos de sus propios oficiales son judíos. ¿Se da cuenta? ¡Unos aliados de Alemania! No me atrevo ya a estrecharles la mano». Los vecinos nos habían recibido bien, pero se quejaban del avance Honvéd en territorio ucraniano: «Los alemanes son nuestros amigos históricos -decían-. Mientras que los magiares sólo quieren anexionarnos». Aquellas tensiones se plasmaban a diario en incidentes pequeños. Una compañía de pioneros mató a dos húngaros y uno de nuestros generales tuvo que ir a pedir disculpas. Por otro lado, el Honvéd obstaculizaba el trabajo de nuestros policías locales y el Vorkommando se vio obligado a quejarse, por mediación del Gruppenstab, al cuartel general del grupo de ejércitos, el OKHG Sur. Finalmente, relevaron a los húngaros el 15 de julio y el AOK se estableció en Jitomir; tras él llegaron enseguida nuestro Kommando y el Gruppenstab C. Entretanto, me enviaron a Tsviahel para asegurar el enlace. A los Teilkommandos a las órdenes de Callsen, Hans y Janssen, les asignaron a cada uno un sector que se extendía radialmente hasta casi el frente, estancado delante de Kiev; al sur, nuestra zona llegaba hasta la del Ek 5 y había que coordinar las operaciones, pues cada comando funcionaba de forma autónoma. Así fue como me encontré con Janssen en la zona entre Tsviahel y Rovno, en la frontera de Galitzia. Las breves tormentas de verano acababan cada vez con más frecuencia en chaparrones, convirtiendo el polvo de loess, fino como harina, en un barro pegajoso y negro que los soldados llamaban
buna.
Se formaban entonces interminables extensiones pantanosas donde se descomponían despacio los cadáveres y los esqueletos de caballo que habían ido sembrando las batallas. Los hombres padecían diarreas continuas, estaban apareciendo los piojos; incluso los camiones se quedaban atascados en el barro y los desplazamientos eran cada vez más dificultosos. Para ayudar a los Kommandos, se reclutaba a muchos auxiliares ucranianos, a quienes los veteranos de África bautizaron con el nombre de askaris; se pasaban los gastos a los ayuntamientos locales y se financiaban también con fondos judíos confiscados. Muchos de ellos eran bulbovitsi, esos extremistas volinios a quienes mencionaba Oberlánder (tomaban el nombre de Taras Bulba): tras la desaparición del OUN-B, les dieron a elegir entre el uniforme alemán o los campos; la mayoría desaparecieron entre la población, pero algunos vinieron a alistarse. Más al norte, en cambio, entre Pinsk, Mozyr y Olevsk, la Wehrmacht permitió que se afincase una «República Ucraniana de Polesia», que dirigía un tal Taras Borovets, propietario en tiempos anteriores de una cantera en Kostopol que nacionalizaron los bolcheviques; perseguía a las unidades aisladas del Ejército Rojo y a los partisanos polacos, con lo cual nos dejaba a nosotros tropas libres; a cambio, lo tolerábamos; pero al Einsatzgruppe le preocupaba que protegiese a elementos hostiles del OUN-B, a quienes llamábamos en broma los «OUN (bolcheviques)» por oposición a los «mencheviques» de Melnyk. También reclutábamos a los
Volksdeutschen
que encontrábamos en los municipios, para que hicieran de alcaldes o de policías. A los judíos los habíamos puesto, casi en todos lados, a hacer trabajos forzados, y ya estábamos empezando a fusilar sistemáticamente a los que no trabajaban. Pero por la parte ucraniana de Zbruch, la apatía de la población local frustraba con frecuencia nuestras acciones, porque no denunciaba los movimientos de los judíos y éstos se aprovechaban para desplazarse ilegalmente y esconderse en los bosques del norte. El Brigadeführer Rasch ordenó entonces que los judíos desfilasen públicamente antes de ejecutarlos para que no quedase ni rastro en los campesinos ucranianos del mito del poder político judío. Pero eran medidas que no parecían muy efectivas.

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