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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (5 page)

Aquella reunión tan poco decisiva se celebró sin duda el 27 de junio, pues al día siguiente nos convocaron para asistir a un discurso del Obergruppenführer Jeckeln y los libros que tengo afirman que aquel discurso lo pronunció el 28. Jeckeln y Blobel habían pensado probablemente que los hombres del Sonderkommando necesitaban que los encarrilasen y que los motivaran un poco; a última hora de la mañana, mandó formar en el patio del colegio al Kommando al completo para oír al HSSPF. Jeckeln no se anduvo con medias tintas. Nuestro cometido, nos explicó, era identificar y eliminar a cualquier elemento que se hallase detrás de las líneas y pudiera suponer una amenaza para nuestras tropas. Cualquier bolchevique, cualquier comisario del pueblo, cualquier judío o cualquier gitano podía, cuando menos nos lo esperásemos, volar con dinamita nuestros cuarteles, asesinar a nuestros hombres, descarrilar nuestros trenes o pasarle al enemigo informaciones vitales. Nuestro deber no era esperar a que actuase y castigarlo, sino impedir que actuase. Tampoco se trataba, en vista de la velocidad a la que avanzábamos, de organizar y llenar campos: a cualquier sospechoso había que pasarlo por las armas. A los oyentes que fueran juristas les aclaraba que la URSS se había negado a firmar los convenios de La Haya y, por lo tanto, el derecho internacional por el que se regían nuestra acciones occidentales no eran de aplicación aquí. Seguramente cometeríamos errores, seguramente habría víctimas inocentes, pero por desgracia así era la guerra; cuando se bombardea una ciudad, también mueren civiles. Bien sabía que a veces nos resultaría doloroso, que nuestra sensibilidad y nuestra delicadeza de hombres de Alemania padecería de vez en cuando; tendríamos que sobreponernos; y él no podía sino transmitirnos una frase del Führer, que había oído de los mismísimos labios de éste:
los jefes le deben a Alemania el sacrificio de sus dudas
. Gracias, y Heil Hitler. Por lo menos tenía el mérito de la sinceridad. En Pretzsch, los discursos de Müller o de Streckenbach estaban repletos de frases vistosas acerca de la necesidad de ser implacables e inmisericordes, pero salvo confirmarnos que efectivamente íbamos a Rusia, en todo lo demás se limitaron a generalidades. Heydrich, en Düben, durante la parada de despedida, habría podido quizá ser más explícito, pero en cuanto tomó la palabra empezó a llover a cántaros; anuló el discurso y se fue enseguida a Berlín. No era, por tanto, sorprendente que estuviéramos confusos, tanto más cuanto que pocos de nosotros teníamos una mínima experiencia en el campo de operaciones; incluso yo, desde que había ingresado en el SD estaba dedicado casi del todo a copiar expedientes jurídicos; y no era ni mucho menos la excepción. Kehrig se dedicaba a cuestiones constitucionales; e incluso Vogt, el Leiter IV, procedía de la sección de ficheros. En cuanto al Standartenführer Blobel, lo habían sacado de la
Staatspolizei
de Dusseldorf; seguramente lo único que había hecho en la vida era detener asocíales u homosexuales, y quizá algún comunista de vez en cuando. En Pretzsch, contaban que había sido arquitecto; estaba claro que no había hecho carrera. No era lo que podríamos llamar un hombre agradable. Con sus colegas era agresivo y casi brutal. Parecía que la cara, redonda, de barbilla chata y orejas despegadas, le salía directamente del cuello del uniforme, como la cabeza pelada de un buitre, un parecido que la nariz, en forma de pico, acentuaba todavía más. Cada vez que pasaba por su lado me daba cuenta de que apestaba a alcohol; Häfner afirmaba que intentaba aliviarse una disentería. Yo me alegraba de no tener que tratar con él directamente; al doctor Kehrig, a quien no le quedaba más remedio, parecía hacérsele muy cuesta arriba. Y él parecía bastante fuera de lugar aquí. Thomas, en Pretzsch, me explicaba que a la mayor parte de los oficiales los sacaron de las oficinas donde no eran indispensables; les repartieron de oficio graduaciones de las SS (así fue como me encontré yo de SS-Obersturmführer, el equivalente a una graduación de teniente); Kehrig, Oberregierungsrat, es decir, consejero gubernamental apenas un mes antes, se benefició de su categoría en el funcionariado para que lo ascendieran a Sturmbannführer; y estaba claro que le costaba hacerse a aquellos distintivos nuevos en las hombreras, y también a sus nuevos cometidos. En cuanto a los suboficiales y a la clase de tropa, procedían en su mayoría de la clase media baja, tenderos, contables, encargados, la clase de personas que se alistaban en la SA durante la crisis con la esperanza de encontrar trabajo y allí se quedaron para siempre. Había entre ellos unos cuantos
Volksdeutschen
de los países bálticos o de Rutenia, hombres adustos, apagados, no muy cómodos con el uniforme, cuya única cualificación era que sabían ruso; algunos ni siquiera conseguían hacerse entender en alemán. Von Radetzky, cierto, destacaba del conjunto; se jactaba de saber igual de bien la jerga de los burdeles rusos de Moscú, en donde había nacido, que la de Berlín, y siempre parecía saber lo que estaba haciendo, incluso cuando no hacía nada. También hablaba un poco el ucraniano; por lo visto había trabajado en importación y exportación; procedía, como yo, del
Sicberbeitsdienst,
el Servicio de Seguridad de las SS. Le desesperaba que lo hubieran destinado al sector Sur; había soñado con estar en el Centro, entrar en Moscú como conquistador,
hollar con las botas las alfombras del Kremlin
. Vogt le decía para consolarlo que en Kiev habría con qué entretenerse, pero Von Radetzky torcía el gesto: «Es cierto que el
lavra
es estupendo. Pero por lo demás, menudo muermo». La noche del discurso de Jeckeln llegó la orden de recoger nuestras pertenencias y prepararnos para salir al día siguiente: Causen estaba listo para recibirnos.

Todavía estaba ardiendo Lutsk cuando llegamos. Un oficial de enlace de la Wehrmacht se hizo cargo de nosotros para conducirnos hasta nuestro acuartelamiento; había que rodear la ciudad vieja y el fuerte, era un camino complicado. Kuno Callsen había requisado la Academia de Música, junto a la plaza mayor, al pie de un castillo: un precioso edificio del XVII, sencillo, un antiguo monasterio que también había hecho las veces de cárcel el siglo anterior. Callsen nos estaba esperando en lo alto de la escalinata con unos cuantos hombres: «Es un sitio práctico -me explicó mientras descargaban el material y nuestras pertenencias-. Todavía hay celdas en los sótanos; basta con arreglar las cerraduras. Ya estoy en ello». Por mi parte, más que los calabozos me interesaba la biblioteca, pero todos los volúmenes estaban en ruso o en ucraniano. También Von Radetzky paseaba por allí su nariz bulbosa y sus ojos de mirada imprecisa, interesado en las molduras decorativas; cuando pasó por mi lado le hice notar que no había ningún libro polaco. «Es curioso, Herr Sturmbannführer; no hace tanto que esto era Polonia». Von Radetzky se encogió de hombros: «Como puede imaginarse Stalin ya lo habrá purgado todo».. —«¿En dos años?». —«Dos años bastan. Sobre todo en una Academia de Música».

El Vorkommando estaba ya saturado. La Wehrmacht había detenido a cientos de judíos y de saqueadores y quería que nos ocupásemos de ellos. Los incendios seguían activos y, por lo visto, había saboteadores que los atizaban. Y, además, estaba el problema del antiguo fuerte. El doctor Kehrig, al ordenar sus expedientes, había encontrado su Baedeker y me lo había alargado por encima de los cajones despanzurrados para enseñarme el comentario: «El castillo de Lubart. Mire, lo construyó un príncipe lituano». El patio central estaba atestado de cadáveres, prisioneros que había fusilado el NKVD al retirarse, por lo que decían. Kehrig me pidió que fuera a ver. Aquel castillo tenía muros gigantescos de ladrillo que se alzaban sobre fortificaciones de tierra; los coronaban tres torres; unos centinelas de la Wehrmacht custodiaban la portalada; tuvo que intervenir el oficial del Abwehr para que me dejasen pasar. «Disculpe. El Generalfeldmarschall nos ha ordenado que este sitio sea seguro».. —«Desde luego, lo comprendo». Un hedor abominable me saltó a la cara en cuanto crucé la puerta. No llevaba pañuelo y me puse uno de los guantes delante de la nariz para intentar respirar. «Tome esto -me ofreció el Hauptmann del Abwehr, alargándome un trozo de tela húmedo-. Resulta de cierta ayuda». Ayudaba algo, efectivamente, pero no lo bastante. Por mucho que respiraba por entre los labios, el olor me llenaba la nariz, dulce, consistente, repulsivo. Tragué convulsivamente para no vomitar. «¿La primera vez?», preguntó bajito el Hauptmann. Agaché la barbilla. «Se acostumbrará -siguió diciendo-; aunque a lo mejor nunca del todo». El también se estaba poniendo pálido, pero no se tapaba la boca. Habíamos recorrido un largo pasillo y cruzado, luego, un patio pequeño. «Es por ahí».

Los cadáveres estaban amontonados en un patio grande embaldosado, formando montículos desordenados, dispersos acá y acullá. Un zumbido fortísimo y obsesivo llenaba el aire: miles de torpes moscas azules revoloteaban por encima de los cuerpos, de los charcos de sangre, de la materia fecal. Las botas se me pegaban a las baldosas. Los muertos ya se estaban hinchando y veía aquella piel verde y amarillenta, aquellos rostros informes, como los de un hombre apaleado. El olor era inmundo; y yo sabía que aquel olor era el principio y el final de todo, el mismísimo significado de nuestra existencia. Aquel pensamiento me trastornaba el corazón. Grupos pequeños de soldados de la Wehrmacht con máscaras de gas intentaban desenredar los montones para poner los cuerpos en hilera; uno estaba tirando de un brazo; se desprendió y se quedó con él en la mano; lo arrojó a otro montón con ademán de cansancio. «Hay más de mil -me dijo el oficial de la Wehrmacht, casi en susurros-. Todos los ucranianos y los polacos que tenían en la cárcel desde la invasión. Hemos encontrado mujeres, e incluso niños». Yo quería cerrar los ojos, o taparme los ojos con las manos, pero al mismo tiempo quería mirar, mirar hasta hartarme e intentar entender con la mirada aquello tan incomprensible que tenía allí delante, aquel vacío para el pensamiento humano. Desvalido, me volví hacia el oficial del Abwehr: «¿Ha leído usted a Platón?». Me miró, cortado: «¿Qué?».. —«No, no, nada». Di media vuelta y me fui. Al fondo del primer panecillo, se abría una puerta, a la izquierda; la empujé, daba a unos peldaños. En las diversas plantas, deambulé al azar por los corredores vacíos; luego me llamó la atención una escalera de caracol en una de las torres; arriba del todo, se llegaba a una pasarela de madera sujeta a las murallas. Desde allí, notaba el olor de los incendios de la ciudad; era preferible, desde luego, y respiré hondo; luego saqué un cigarrillo de la petaca y lo encendí. Me daba la impresión de que tenía aún pegado en las fosas nasales el olor de los cadáveres putrefactos y probé a quitármelo echando el humo por la nariz, pero sólo conseguí toser convulsivamente. Miré la vista. Al fondo del fuerte, se recortaban unos jardines, unos huertecillos con unos cuantos frutales; más allá del muro, veía la ciudad y la curva del Styr; por aquel lado no había humo y el sol brillaba sobre el campo. Fumé tranquilamente. Luego bajé y regresé al patio principal. Allí seguía el oficial del Abwehr. Me miró fijamente con expresión de curiosidad, pero sin ironía: «¿Mejor?».. —«Sí, gracias».—Me esforcé en adoptar un tono oficial: «¿Tiene un cómputo exacto? Es para el informe».. —«Todavía no. Mañana, supongo».. —«¿Y las nacionalidades?». —«Ya se lo he dicho, ucranianos y polacos seguramente. Es difícil decirlo, la mayoría no tiene documentación. Los fusilaron en grupo; se nota que lo hicieron con prisa».. —«¿Hay judíos?» Me miró asombrado: «Pues claro que no. Esto lo han hecho los judíos». Hice una mueca: «Ah, sí, claro». Se volvió hacia los cadáveres y estuvo un rato callado: «Vaya mierda», masculló por fin. Me despedí. Fuera, había un tropel de niños; uno de ellos me preguntó algo, pero no entendía la lengua en que hablaban; pasé sin decir nada y volví a la Academia de Música, a informar a Kehrig.

A la mañana siguiente, el Sonderkommando puso manos a la obra en serio. Un pelotón, a las órdenes de Callsen y de Kurt Hans, fusiló a trescientos judíos y a veinte saqueadores en los jardines del castillo. Yo dediqué el día, en compañía del doctor Kehrig y del Sturmbannführer Vogt, a reuniones de planificación con el encargado de información militar del 6° Ejército, el Ic/AO Niemeyer, así como con varios de sus colegas, entre ellos el Hauptmann Luley, a quien había conocido la víspera en el fuerte y que tenía a su cargo el contraespionaje. A Blobel le parecía que andábamos cortos de hombres y quería que la Wehrmacht nos prestase unos cuantos; pero Niemeyer seguía siendo categórico, era al Generalfeldmarschall y a su jefe de estado mayor, el Oberst Heim, a quienes correspondía decidir esos asuntos. En otra reunión, por la tarde, Luley nos anunció con voz tensa que habían encontrado, entre los muertos del castillo, a diez soldados alemanes espantosamente mutilados: «Estaban atados y les habían cortado la nariz, las orejas, la lengua y los genitales». Vogt subió con él hasta el castillo y volvió del color de la cera: «Sí, es cierto, es horroroso; son unos monstruos». Esta noticia puso a todo el mundo muy nervioso. Blobel despotricaba por los pasillos y luego se iba otra vez a ver a Heim. Por la noche, nos anunció: «El Generalfeldmarschall quiere realizar una acción punitiva. Pegar fuerte, desanimar a esos cabrones». Callsen nos dio un parte acerca de las ejecuciones del día. Todo había ido sin tropezones, pero el sistema que había impuesto Von Reichenau, con dos fusiles nada más por condenado, tenía inconvenientes: para tener la seguridad de acertar, no quedaba más remedio que apuntar a la cabeza mejor que al pecho, y salpicaban la sangre y los sesos; los hombres protestaban porque les saltaban a la cara. Esto provocó una discusión tormentosa. Häfner soltó: «Ya verán cómo esto acaba en el
Genickschuss,
como los bolcheviques». Blobel se puso encarnado y dio en la mesa un puñetazo sordo: «¡Meine Herrén! ¡Esa forma de hablar es intolerable! ¡No somos bolcheviques! Somos soldados alemanes. ¡Al servicio de nuestro
Volk
y de nuestro Führer! ¡Mierda!». Se volvió hacia Callsen: «Si sus hombres son demasiado sensibles, mandaremos que les den schnaps». Después le dijo a Häfner: «En cualquier caso, ni hablar de balas en la nuca. No quiero que los hombres se sientan responsables personalmente. Las ejecuciones se realizarán según el sistema militar, y no hay más de qué hablar».

Durante la mañana del día siguiente, me quedé en el AOK: durante la toma de la ciudad se habían incautado cajones con documentos y, en compañía de un traductor, tenía que revisar esos expedientes, sobre todo los del NKVD, y decidir cuáles había que enviar al Sonderkommando para que les dieran prioridad a la hora de examinarlos. Estábamos buscando, sobre todo, listas de los miembros del Partido Comunista, del NKVD o de otros órganos; muchas de esas personas debían de haberse quedado en la ciudad, mezclados con la población civil, para espiar o cometer actos de sabotaje y era urgente identificarlas. A eso de las doce, volví a la Academia para consultar al doctor Kehrig. En la planta baja reinaba cierto barullo: grupos de hombres aguantaban a pie firme en los rincones, cuchicheando con vehemencia. Agarré por la manga a un Scharführer: «¿Qué pasa?».. —«No lo sé, Herr Obersturmführer. Creo que hay un problema con el Standartenführer».. —«¿Dónde están los oficiales?» Me indicó la escalera que conducía a nuestro acuartelamiento. En la primera planta, me crucé con Kehrig, que bajaba mascullando: «Lo que hay que aguantar. Desde luego, lo que hay que aguantar».— «¿Qué pasa?», le pregunté. Me lanzó una ojeada adusta: «Pero ¿cómo quiere usted que trabajemos en semejantes condiciones?». Siguió andando. Subí unos cuantos peldaños más y oí un disparo, un ruido de cristales rotos, voces. En el descansillo, delante de la puerta abierta de la habitación de Blobel, daban pataditas de impaciencia dos oficiales de la Wehrmacht con quienes estaba Kurt Hans. «¿Qué pasa?», le pregunté a Hans. Con las manos cruzadas en la espalda, me indicó la habitación con la barbilla. Entré. Blobel, sentado en la cama con las botas puestas, pero en mangas de camisa, gesticulaba con una pistola; Callsen estaba de pie a su lado e intentaba orientar la pistola hacia la pared, sin cogerle el brazo; un cristal de la ventana se había hecho añicos; me fijé en una botella de schnaps que andaba por el suelo. Blobel estaba lívido, voceaba palabras incoherentes entre perdigones de saliva. Häfner entró detrás de mí: «¿Qué pasa?».. —«No lo sé. Es como si al Standartenführer le hubiera dado un ataque».. —«Ha perdido los papeles, desde luego». Callsen se volvió: «Ah, Obersturmführer, vaya a pedirles a los de la Wehrmacht que nos disculpen y que vuelvan dentro de un rato, si no le importa». Retrocedí y choqué con Hans, que se había decidido a entrar. «August, ve a buscar a un médico», le dijo Callsen a Häfner. Blobel seguía vociferando: «No puede ser, no puede ser, están como cabras, me los cargo». Los dos oficiales de la Wehrmacht estaban aparte, en el pasillo, tiesos y blancos. «Meine Herrén..»., empecé a decir. Häfner me dio un empellón y bajó corriendo las escaleras. El Hauptmann decía con voz chillona: «¡Su Kommandant se ha vuelto loco! Quería pegarnos un tiro». Yo no sabía qué decir. Hans salió detrás de mí: «Meine Herrén, les rogamos que nos disculpen. El Standartenführer está en pleno ataque y hemos mandado avisar a un médico. Nos veremos obligados a reanudar esta entrevista más tarde». En la habitación, Blobel lanzó un grito estridente: «Voy a matar a esos cerdos. Dejadme». El Hauptmann se encogió de hombros: «Si ésos son los oficiales superiores de las SS... ya nos las apañaremos sin la colaboración de ustedes». Se volvió hacia su colega abriendo los brazos: «No lo puedo creer. Han debido de dejar vacíos los manicomios». Kurt Hans se puso pálido: «¡Meine Herrén! El honor de las SS..».. Ahora él también vociferaba. Intervine al fin y le corté la palabra: «Miren, no sé aún lo que está pasando, pero está claro que tenemos un problema de orden médico. Hans, no merece la pena perder los estribos. Meine Herrén, como les decía mi colega, quizá valiera más que nos disculpasen de momento». El Hauptmann me miró de arriba abajo: «Es usted el doctor Aue, ¿no? Bueno, pues vamonos», le espetó a su colega. En la escalera, se cruzaron con Sperath, el médico del Sonderkommando, que subía con Häfner: «¿Es usted el médico?».. —«Sí».. —«Tenga cuidado, que igual le pega un tiro a usted también». Me hice a un lado para dejar pasar a Sperath y a Häfner, y luego me fui detrás de ellos hasta la habitación. Blobel había dejado la pistola en la mesilla de noche y le hablaba a Callsen con voz entrecortada: «Pero ya se dará cuenta de que no es posible fusilar a tantos judíos. ¡Haría falta un arado, un arado, hay que ararlos tirados en el suelo!». Callsen se volvió hacia nosotros: «August, quédate un minuto con el Standartenführer, ¿quieres?». Cogió a Sperath del brazo, se lo llevó a un lado y empezó a cuchichear vehementemente. «¡Mierda!», gritó Häfner. Me volví, estaba bregando con Blobel, que intentaba coger la pistola otra vez. «Herr Standartenführer, Herr Standartenführer, cálmese, por favor», exclamé. Callsen volvió a su lado y se puso a hablarle con calma. También se acercó Sperath y le tomó el pulso. Blobel volvió a hacer un ademán para coger la pistola, pero Callsen lo apartó. Ahora le estaba hablando Sperath: «Mire, Paul, padece usted de agotamiento. Voy a tener que ponerle una inyección».. —«¡No! ¡Nada de inyecciones!» El brazo de Blobel pasó volando y le dio a Callsen en la cara. Häfner había recogido la botella y me la enseñaba, encogiéndose de hombros: estaba casi vacía. Kurt Hans seguía cerca de la puerta y miraba sin decir nada. Blobel lanzaba exclamaciones casi incoherentes: «¡A los que hay que fusilar es a esos cerdos de la Wehrmacht! ¡A todos!», y, luego, seguía rezongando. «August, Obersturmführer, vengan a ayudarme», ordenó Callsen. Entre los tres agarramos a Blobel por los pies y por debajo de los brazos y lo tendimos en la cama. Dejó de resistirse. Callsen enrolló la chaqueta y se la metió bajo la cabeza. Sperath estaba remangándole la camisa y poniéndole una inyección. Blobel parecía ya un poco más calmado. Sperath se llevó a Callsen y a Häfner hacia la puerta para celebrar un conciliábulo y yo me quedé junto a Blobel. Tenía los ojos fuera de las órbitas, clavados en el techo; un poco de saliva le espumeaba en las comisuras de los labios, seguía mascullando: «Arar, arar a los judíos». Metí discretamente la pistola en un cajón; a nadie se le había ocurrido. Blobel parecía haberse dormido. Callsen volvió a acercarse a la cama: «Nos lo vamos a llevar a Lublin».. —«¿Cómo que a Lublin?» —«Hay allí un hospital para este tipo de casos».. —«Una casa de locos, vamos», soltó de forma muy zafia Häfner.. —«August, cierra la puñetera boca», lo llamó a capítulo Callsen. Von Radetzky apareció en el umbral de la puerta. «¿Qué coño está pasando aquí?» Kurt Hans tomó la palabra: «El Generalfeldmarschall dio una orden y el Standartenführer estaba enfermo y no pudo soportarlo. Quería disparar contra unos oficiales de la Wehrmacht».. —«Ya estaba con fiebre esta mañana», añadió Callsen. En pocas palabras le explicó la situación a Von Radetzky y también la propuesta de Sperath. «Está bien -decidió Von Radetzky-, vamos a hacer lo que ha dicho el médico. Yo lo llevaré». Parecía un poco pálido. «Y para la orden del Generalfeldmarschall, ¿han empezado ya a organizarse?». —«No, no hemos hecho nada», dijo Kurt Hans.. —«Bien, Callsen, pues ocúpese de los preparativos. Häfner, usted viene conmigo».— «¿Por qué yo?», preguntó Häfner con expresión disgustada.. —«Porque lo digo yo -contestó Radetzky, irritado, con voz cortante-. Ordene que preparen el Opel del Standartenführer. Y además coja bidones de gasolina, por si acaso». Häfner insistía: «¿Y no puede ir Janssen?».. —«No, Janssen va a ayudar a Callsen y Hans. Hauptsturrnführer -le dijo a Callsen-, ¿está de acuerdo?» Callsen cabeceó, pensativo: «A lo mejor valía más que se quedase usted y lo acompañase yo, Herr Sturmbannführer. Ahora está usted al mando», Von Radetzky negó con la cabeza: «Pues precisamente por eso creo que es mejor que lo acompañe yo». Callsen seguía con expresión de duda: «¿Está seguro de que no valdría más que se quedara?».. —«Sí, sí. De todas formas, no se preocupe; dentro de un rato llegará el Obergruppenführer Jeckeln con su estado mayor. Ya están aquí casi todos, de allí vengo. Se hará cargo de todo».. —«Bueno. Porque la verdad es que yo una
Aktion
de esa envergadura..». Una sonrisa sutil torció los labios a Von Radetzky: «No se preocupe. Vaya a ver al Obergruppenführer y controle los preparativos; todo irá bien, se lo garantizo».

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