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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (34 page)

En la KMV, el doctor Müller estaba poniendo en marcha su acción y Prill me pidió que fuera a supervisarla. Todo aquello empezaba a parecerme curioso: no tenía nada en contra de las supervisiones, pero Prill parecía recurrir a cualquier pretexto para alejarme de Voroshilovsk. Estábamos esperando la llegada inminente del sustituto de Seibert, el doctor Leetsch; era posible que a Prill, que tenía el mismo grado que yo, le preocupase que, recurriendo a mis relaciones con Ohlendorf, intrigase con Leetsch para que me nombrasen sustituto, en vez de nombrarlo a él. Si de eso se trataba, era una tontería; yo no tenía ambición alguna en ese aspecto y Prill no tenía nada que temer de mí. Pero era posible que anduviera con aquellas sospechas sin motivo. Era difícil saberlo. Los rituales barrocos de preeminencia de las SS nunca habían sido lo mío y era fácil equivocarse tanto en un sentido como en otro; en este caso me habrían resultado muy valiosos el instinto y los consejos de Thomas. Pero Thomas estaba lejos y yo no tenía ningún amigo íntimo en el grupo. A decir verdad, no eran el tipo de personas con las que yo puedo establecer una relación fácilmente. Habían ido a buscar a aquellos hombres a lo más recóndito de las oficinas de la RSHA y la mayoría eran muy ambiciosos y no veían el trabajo en el Einsatzgruppe más que como un trampolín; a casi todos les había parecido, en cuanto llegaron, que el trabajo de exterminio caía por su propio peso y ni siquiera se hacían las preguntas que tanto habían atormentado a los hombres del primer año. Entre ellos, yo parecía un intelectual un tanto retorcido, y estaba bastante aislado. No me resultaba molesto: nunca me había interesado la amistad de la gente zafia. Pero no debía bajar la guardia.

Llegué a Piatigorsk por la mañana temprano. Comenzaba septiembre y el gris azulado del cielo seguía aún cargado con la bruma y el polvo del verano. La carretera de Voroshilovsk cruza las vías del tren inmediatamente antes de Mineralnye Vody; luego la va siguiendo y serpentea entre las cinco cumbres volcánicas que dan nombre a Piatigorsk. Se entra en la ciudad por el norte, rodeando el macizo del Mashuk por la ladera; en esa zona, la carretera va cuesta arriba y la ciudad se me apareció de pronto, a mis pies, y, más allá, el terreno accidentado de las estribaciones del que surgían los volcanes, con las cúpulas invertidas repartidas al azar. El Einsatzkommando estaba en uno de los sanatorios de principios de siglo que se escalonaban a los pies del Mashuk, al este de la ciudad; el AOK de Von Kleist había requisado el gigantesco sanatorio Lermontov, pero las SS habían podido hacerse con el Voennaia Sanatoria, que iba a hacerle las veces de
lazareto
a las Waffen-SS. Por lo demás, la «Leibstandarte Adolf Hitler» combatía por la zona y yo me acordaba, con una leve punzada, de Partenau; pero no es bueno intentar que resuciten historias pasadas y sabía que no iba a hacer esfuerzo alguno para volver a verlo. Piatigorsk seguía casi intacta; tras una breve escaramuza con una milicia de la autodefensa de fábricas, habían tomado la ciudad sin combate, y las calles rebosaban de gente igual que la de cualquier ciudad minera norteamericana durante los tiempos de la quimera del oro. Por todas partes, carretas, e incluso camellos, se cruzaban delante de los vehículos militares, organizando atascos que los Feldgendarmes desembrollaban repartiendo con liberalidad insultos y bastonazos. Enfrente del gran parque Tsvetnik, ante el hotel Bristol, coches y motocicletas impecablemente aparcados señalaban el emplazamiento de la Feldkommandantur; las oficinas del Einsatzkommando estaban más abajo, en el bulevar Kirov, en un antiguo instituto de dos pisos. Los árboles del bulevar tapaban la preciosa fachada; y miré atentamente los motivos florales de los azulejos empotrados bajo molduras de escayola que representaban un querubín con una cesta de flores en la cabeza sentado encima de dos palomas; arriba del todo, podía verse un loro encaramado en un aro y una cabeza de niña triste, con expresión de desagrado. A la derecha, había un arco que daba a un patio interior. Mi chófer aparcó junto al camión Saurer mientras yo enseñaba la documentación a los guardias. El doctor Müller estaba ocupado y me recibió el Obersturmführer doctor Bolte, un oficial de la
Staatspolizei.
El personal estaba instalado en salas grandes, de techos altos, en donde entraba abundante luz por elevados ventanales con marco de madera; en cuanto al doctor Bolte, tenía el despacho en una bonita habitación pequeña y redonda, arriba del todo de una de las dos torres pegadas a las esquinas del edificio. Con tono seco me especificó cómo se llevaba a cabo la acción: todos los días, según un calendario preestablecido a partir de la cantidad de personas que habían proporcionado los Consejos judíos, evacuaban por ferrocarril a una parte de los judíos, o a todos, de alguna de las ciudades de la KMV; los carteles en que se los invitaba a acudir para «volver a afincarse en Ucrania» los había mandado imprimir la Wehrmacht, que también ponía a nuestra disposición el tren y las tropas para la escolta; los enviaban a Mineralnye Vody, en donde los metían en una fábrica de vidrio antes de llevarlos, algo más allá, a una zanja anticarros soviética. Las cifras habían resultado mayores de lo previsto: habían aparecido muchos judíos evacuados de Ucrania o de Bielorrusia, y también los claustrales y los estudiantes de la Universidad de Leningrado, a quienes habían enviado a la KMV el año anterior para que estuvieran seguros; muchos de ellos eran judíos o miembros del Partido, o los considerábamos peligrosos por tratarse de intelectuales. El Einsatzkommando aprovechaba para liquidar a los comunistas detenidos, a los miembros del Komsomol, a unos cuantos gitanos y a criminales de derecho común que estaban en las cárceles, así como al personal y a los pacientes de varios sanatorios: «La infraestructura de aquí es ideal para nuestra administración, ¿sabe? -me explicó Bolte-. Los enviados del Reichskommissar, por ejemplo, nos han pedido que dejemos libre el sanatorio del comisariado del pueblo para la industria petrolífera, en Kislovodsk». La
Aktion
iba ya muy adelantada: el primer día acabaron con los judíos de Minvody, y, luego, con los de Essentuki y de Jeleznovodsk; a la mañana siguiente tenían que empezar con los de Piatigorsk, y después la acción terminaría con los de Kislovodsk. En todos los casos, mandaban la orden de evacuación dos días antes de la operación. «Como no pueden ir de una ciudad a otra, no se malician nada». Me invitó a acompañarlo para inspeccionar la acción que estaba en marcha; contesté que prefería ir primero a visitar las otras ciudades de la KMV. «En tal caso, no podré acompañarlo: el Sturmbannführer Müller me espera.»... —«No tiene importancia. Bastará con que me preste a un hombre que sepa dónde están las oficinas de sus Teilkommandos».

La carretera salía de la ciudad por el oeste y circunvalaba el Beshtau, el mayor de los cinco volcanes; podía divisarse desde ella, más abajo, las sinuosidades del Podkumok, de aguas grises y cenagosas. La verdad es que no tenía nada de particular que hacer en las otras ciudades, pero tenía curiosidad por visitarlas y no es que me muriera de ganas de asistir a la acción. Essentuki se había convertido, con los soviets, en una ciudad industrial sin mayor interés; vi allí a los oficiales del Teilkommando, hablé con ellos de cómo se habían organizado y no me quedé mucho tiempo. Kislovodsk, en cambio, me resultó muy agradable; una antigua ciudad para tomar las aguas, de encanto pasado de moda, más verde y más bonita que Piatigorsk. Los baños principales estaban en una curiosa imitación de un templo indio edificado a principios de siglo; probé allí el agua que se llama Narzan y le encontré un burbujeo muy grato, aunque era demasiado amarga. Después de las entrevistas, fui a pasear por el extenso parque y luego regresé a Piatigorsk.

Los oficiales cenaban juntos en el comedor del sanatorio. La charla giraba en torno a acontecimientos militares y la mayoría de los comensales hacía gala de un optimismo de buen tono. «Ahora que los panzers de Schweppenburg han cruzado el Terek -afirmaba Wiens, el ayudante de Müller, un
Volksdeutscher
amargado que no había salido de Ucrania hasta los veinticuatro años-, nuestras fuerzas no tardarán en llegar a Grozny. Y después Bakú ya no es sino cuestión de tiempo. Casi todos podremos celebrar la Navidad en casa».. —«Los panzers del general Schweppenburg están atascados, Hauptsturmführer -comenté cortésmente-. Apenas si están consiguiendo establecer una cabeza de puente. La resistencia soviética en Chechenia-Ingushetia es mucho más potente de lo que nos esperábamos».. —«Bah -soltó Pfeiffer, un Untersturmführer grueso y colorado-; es su último respingo. Sus divisiones están exangües. Sólo nos están poniendo delante una pantalla delgada para engañarnos; pero al primer empujón serio se desplomarán o saldrán corriendo como conejos».. —«¿Cómo lo sabe?», pregunté con curiosidad.. —«Es lo que se dice en el AOK -respondió Wiens, en lugar de Pfeiffer-. Desde principios de verano están haciendo muy pocos prisioneros cuando los rodean, como en Millerovo. Y deducen de eso que los bolcheviques han agotado las reservas, como lo había previsto el Alto Mando».. —«También hemos hablado mucho de ese aspecto de las cosas en el Gruppenstab y con el OKHG -dije-. No todo el mundo es de la opinión de ustedes. Algunos aseguran que los soviéticos han aprendido una lección con sus espantosas bajas del año pasado y han cambiado de estrategia: se repliegan ordenadamente ante nosotros para lanzar una contraofensiva cuando nuestras líneas de comunicación sean demasiado largas y vulnerables».. —«Le veo muy pesimista, Hauptsturmführer», refunfuñó Müller, el jefe del Kommando, con la boca llena de pollo.. —«No soy pesimista, Herr Sturmbannführer -contesté-. Dejo constancia de que hay diferentes opiniones, y nada más».. —«¿Cree que nuestras líneas son demasiado largas?», preguntó Bolte con tono de curiosidad.. —«Eso depende en realidad de lo que tengamos delante. El frente del grupo de ejércitos B va siguiendo el curso del Don, en donde quedan aún cabezas de puente soviéticas que no hemos podido reducir, desde Voronej, que los rusos no han perdido aún pese a todos nuestros esfuerzos, hasta Stalingrado».. —«A Stalingrado ya le queda poco -recalcó Wiens, que acababa de vaciar un jarro de cerveza-. Nuestra Luftwaffe ha machacado a los defensores el mes pasado; el 6º Ejército sólo tendrá que hacer una limpieza».. —«Es posible. Pero, precisamente, como tenemos todas las tropas concentradas en Stalingrado, los flancos del grupo de ejércitos B sólo los mantienen, en el Don y en la estepa, nuestros aliados. Saben tan bien como yo que la calidad de las tropas rumanas o italianas no tiene nada que ver ni de lejos con la de las fuerzas alemanas, y los húngaros es posible que sean buenos soldados, pero carecen de todo. Aquí, en el Cáucaso, sucede lo mismo, no tenemos bastantes hombres para formar un frente continuo en las crestas. Y, entre los dos grupos de ejércitos, el frente se dispersa por la estepa calmuca; sólo mandamos allí patrullas y no estamos resguardados de sorpresas desagradables».. —«En ese punto -intervino el doctor Strohschneider, un hombre tremendamente largo, de labios abultados bajo un bigote hirsuto, y que estaba al mando de un Teilkommando destacado en Budionnovsk-, el Hauptsturmführer Aue no deja de tener razón. La estepa está completamente abierta. Un ataque audaz podría debilitar mucho nuestra posición».. —«Bah -dijo Wiens, sirviéndose más cerveza-, nunca pasarán de picaduras de mosquito. Y si se aventuran contra nuestros aliados, el "corsé" alemán bastará de sobra para controlar la situación».. —«Espero que tenga usted razón», dije.. —«De todas formas-concluyó sentenciosamente el doctor Müller-, el Führer sabrá siempre imponer las decisiones correctas a todos esos generales reaccionarios». Era, efectivamente, un punto de vista. Pero el tema de la conversación era ya la
Aktion
del día. Yo escuchaba en silencio. Como siempre, eran las inevitables anécdotas acerca del comportamiento de los condenados, que rezaban, lloraban, cantaban
La Internacional
o callaban, y comentarios acerca de los problemas de organización y las reacciones de nuestros hombres. Yo lo aguantaba con cansancio; incluso los veteranos cuanto hacían era repetir lo que ya llevábamos un año oyendo; no había ni una reacción auténtica en aquellas baladronadas o en aquellas vulgaridades. Había un oficial, no obstante, que destacaba por sus invectivas, especialmente nutridas y zafias, contra los judíos. Era el Leiter IV del Kommando, el Hauptsturmführer Turek, un hombre desagradable con quien ya me había cruzado en el Gruppenstab. El tal Turek era de los pocos antisemitas viscerales y obscenos, al estilo de Streicher, con quien había coincidido en los Einsatzgruppen; en la SP y en el SD, tradicionalmente, lo que se llevaba era un antisemitismo del intelecto y aquella clase de expresiones emocionales no estaban bien vistas. Pero Turek padecía la desgracia de un aspecto físico llamativamente judío: tenía el pelo negro y rizado, una nariz grande, labios sensuales; había quien, por detrás, lo llamaba cruelmente «el judío Süss», mientras que otros insinuaban que tenía sangre gitana. Debía de llevar sufriendo desde la infancia, y en cuanto se le presentaba la oportunidad se jactaba de su ascendencia aria: «Ya sé que no se me nota», empezaba, antes de explicar que, con motivo de su reciente boda, había encargado una investigación genealógica exhaustiva y había conseguido remontarse hasta el siglo XVII; llegaba incluso a enseñar su certificado de la RuSHA que daba fe de que era
de raza pura
y
apto para procrear hijos alemanes.
Yo todo esto hasta podía comprenderlo, y habría podido darme lástima; pero caía en unos excesos y en unas obscenidades que rebasaban lo tolerable: me contaron que, en las ejecuciones, se mofaba de las vergas circuncisas de los condenados, y mandaba desnudar a las mujeres para decirles que
sus vaginas judías nunca más darían hijos.
Ohlendorf no habría tolerado un comportamiento semejante, pero Bierkamp hacía la vista gorda; en cuanto a Müller, que habría podido llamarlo al orden, no decía nada. Turek charlaba ahora con Pfeiffer, que tenía a su cargo durante la acción la dirección de los pelotones; Pfeiffer le reía las salidas y lo jaleaba. Asqueado, me disculpé antes de que sirvieran el postre y subí a mi habitación. Me volvían las náuseas; desde Voroshilovsk, o quizá desde antes, volvía a padecer esas arcadas agotadoras que tan cansado me dejaban en Ucrania. En Voroshilovsk sólo había vomitado una vez, después de una comida un tanto pesada, pero tenía que esforzarme a veces en contener las náuseas: tosía mucho, me ponía encarnado, me parecía una grosería y prefería retirarme.

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