Read Las benévolas Online

Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (32 page)

BOOK: Las benévolas
5.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Todo aquello nos había alejado un poco de los judíos: «Ah, sí, el pueblo elegido. Incluso con todos esos obstáculos, había posibilidad de soluciones equitativas. Por ejemplo, tras la victoria en Francia, el SD, de forma conjunta con el
Auswártiges Amt,
empezó a pensar muy en serio en la opción Madagascar. Antes, se había pensado en reagrupar a todos los judíos en las inmediaciones de Lublin, en algo así como una gran reserva donde podrían haber vivido tranquilamente sin ser ya un riesgo para Alemania; pero el General-Gouvernement se negó en redondo y Frank, recurriendo a sus relaciones, consiguió que el proyecto Madagascar se fuera a pique. Habíamos hecho estudios, todos los judíos cabían en nuestra esfera de control. Avanzamos mucho en la planificación, llegamos incluso a vacunar contra la malaria a algunos empleados de la
Staatspolizei,
previendo que tuvieran que irse. El proyecto lo llevaba sobre todo la Amt IV, pero el SD aportó informaciones e ideas; leí todos los informes».. —«¿Por qué no se hizo?». —«¡Pues sencillamente porque los británicos, de forma muy poco sensata, se negaron a reconocer nuestra superioridad abrumadora y a firmar un tratado de paz con nosotros! Todo dependía de eso. De entrada, porque era necesario que Francia nos cediera Madagascar, que es algo que habría figurado en el tratado, y también porque habría hecho falta que Inglaterra contribuyera con su flota, ¿verdad?»

Ohlendorf se interrumpió para ir a pedirle otra jarra de café a su ordenanza. «Aquí, en Rusia, la idea inicial era también mucho más limitada. Todo el mundo pensaba que la campaña iba a ser corta y se quiso hacer como en Polonia, es decir, suprimir a los cabecillas, a la élite intelectual, a los jefes bolcheviques, a todos los hombres peligrosos. Una tarea horrorosa en sí misma, pero vital y lógica, en vista del carácter desmedido del bolchevismo y su completa carencia de escrúpulos. Después de la victoria, habría sido posible volver a estudiar una solución global y definitiva, creando, por ejemplo, una reserva judía en el norte o en Siberia, o enviándolos a Birobidjan, ¿por qué no?». —«En cualquier caso, es una tarea horrorosa -dije-, ¿Puedo preguntarle por qué la aceptó? Con su graduación y su capacidad, habría sido mucho más útil en Berlín».. —«No cabe duda -respondió en el acto-; no soy ni un militar ni un policía, y este trabajo de esbirro no es lo mío. Pero era una orden directa y tuve que aceptar. Y, además, como ya le he dicho, todos pensábamos que la cosa iba a durar un mes o dos, no más». Me asombraba que me hubiera respondido con tanta sinceridad; nunca habíamos conversado tan abiertamente. «¿Y a partir de la
Führervernichtungsbefehl?»,
seguí preguntando. Ohlendorf tardó en responder. El ordenanza trajo el café. Ohlendorf me volvió a ofrecer: «Ya he tomado bastante, gracias». Seguía sumido en sus pensamientos. Por fin contestó despacio, escogiendo con cuidado las palabras. «La
Fübrervemichtungsbefehl
es algo terrible. Paradójicamente es casi como una de las órdenes del Dios de la Biblia de los judíos, ¿verdad?
Ve pues y hiere a Amalee y destruiréis todo lo que él tuviere; y no te apiades de él: mata hombres y mujeres y niños y mamantes, vacas y ovejas, camellos y asnos.
¿Conoce esto, no? Es del primer libro de Samuel. Cuando recibí la orden de eso fue de lo que me acordé. Y, como ya le he dicho, creo que es un error, que deberíamos haber tenido la inteligencia y la capacidad de dar con una solución más... humana, digamos más acorde con nuestra conciencia de alemanes y de nacionalsocialistas. En ese sentido, es un fracaso. Pero también hay que ver las realidades de la guerra. La guerra está durando, y cada día que pasa con esa fuerza enemiga en retaguardia refuerza a nuestro adversario y nos debilita. Es una guerra total, todas las fuerzas de la Nación están empeñadas en ella y no debemos descuidar nada para vencer, nada. Eso es lo que el Führer entendió claramente: cortó el nudo gordiano de las dudas, de las vacilaciones, de los intereses divergentes. Lo hizo, como todo cuanto hace, para salvar a Alemania, consciente de que si puede enviar a la muerte a cientos de miles de alemanes, también puede y debe enviar a la muerte a los judíos y a todos nuestros demás enemigos. Los judíos oran y laboran por nuestra derrota, y hasta que no hayamos vencido no podemos albergar a un enemigo así en el seno. Y para nosotros, a quienes ha incumbido la pesada carga de llevar a bien esta tarea, nuestro deber para con nuestro pueblo, nuestro deber de nacionalsocialistas auténticos, es obedecer. Incluso aunque
la obediencia sea el cuchillo que degüella la voluntad del hombre,
como decía san José de Cupertino. Tenemos que aceptar nuestro deber de la misma forma que Abraham acepta el inconcebible sacrificio de su hijo Isaac, que le exige Dios. ¿Ha leído a Kierkegaard? Llama a Abraham
el caballero de la fe,
que tiene que sacrificar no sólo a su hijo, sino también, y ante todo, sus ideas éticas. A nosotros nos pasa lo mismo, ¿verdad? Tenemos que consumar el sacrificio de Abraham».

Ohlendorf, lo noté en sus palabras, habría preferido no tener que verse en aquella posición; pero ¿quién en nuestros días podía tener la suerte de hacer lo que prefería? Lo había entendido y aceptado con lucidez. Como Kommandant, era estricto y concienzudo; a diferencia de mi ex Einsatzgruppe, que había abandonado enseguida ese sistema poco práctico, insistía en que las ejecuciones transcurrieran según el sistema militar, con un pelotón, y enviaba con frecuencia de inspección a sus oficiales, como por ejemplo a Seibert y a Schubert, para comprobar si los Kommandos respetaban sus directrices. También tenía gran empeño en controlar cuanto fuera posible los robos de poca monta o los abusos en que caían los soldados que tenían a su cargo las ejecuciones. Y, por fin, había prohibido tajantemente que golpearan o torturaran a los condenados; según Schubert, aquellas consignas se cumplían
tan bien como podían cumplirse.
Además, intentaba siempre tomar iniciativas positivas. El otoño anterior, en colaboración con la Wehrmacht, organizó una brigada de artesanos y granjeros judíos para recoger la cosecha, cerca de Nikolaiev; tuvo que dejar el experimento por orden directa del Reichsführer, pero yo sabía que lo lamentaba y que, en privado, consideraba que aquella orden había sido un error. En Crimea, se había implicado sobre todo en el desarrollo de las relaciones con la población tártara y había conseguido considerables éxitos. En enero, cuando la ofensiva sorpresa de los soviéticos y la toma de Kertch hicieron peligrar toda nuestra posición en Crimea, los tártaros, de forma espontánea, pusieron a la décima parte de su población a disposición de Ohlendorf para ayudarlo a defender nuestras líneas; aportaban continuamente una ayuda considerable a la SP y al SD en la lucha contra los partisanos; nos entregaban a los que capturaban o los mataban ellos. El ejército valoraba aquella ayuda, y los esfuerzos de Ohlendorf, en este terreno, habían contribuido mucho a mejorar nuestras relaciones con el AOK tras el conflicto con Wöhler. Sin embargo, Ohlendorf seguía poco a gusto en su papel y no me sorprendió demasiado que, tras morir Heydrich, empezara a negociar su regreso a Alemania. A Heydrich lo hirieron en Praga el 29 de mayo y murió el 4 de junio; al día siguiente, Ohlendorf despegó rumbo a Berlín para asistir a sus honras fúnebres; regresó durante la segunda quincena del mes, con un ascenso a SS-Brigadeführer y la promesa de que pronto lo relevarían; en cuanto volvió, empezó sus giras de despedida. Una noche, me contó brevemente qué había sucedido: cuatro días después de la muerte de Heydrich, el Reichsführer lo convocó a una reunión con la mayoría de los demás Amtchefs, Müller, Streckenbach y Schellenberg, para hablar del futuro de la RSHA y de la capacidad de la RSHA en sí para seguir adelante sin Heydrich, como organización independiente. El Reichsführer decidió no sustituir de momento a Heydrich y cubrir personalmente la interinidad, pero a distancia; y esa decisión requería la presencia de todos los Amtchefs en Berlín para supervisar directamente sus
Ämter
en nombre de Himmler. El alivio de Ohlendorf era patente; aunque sin dejar de lado su reserva, parecía casi alegre. Pero apenas si se notaba entre el nerviosismo generalizado: estábamos a punto de lanzar la gran campaña de verano hacia el Cáucaso. La Operación Azul arrancó el 28 de junio con la ofensiva de Von Bock contra Voronej; dos días después, el sustituto de Ohlendorf, el Oberführer doctor Walter Bierkamp llegó a Simferopol. Ohlendorf no se iba solo; Bierkamp traía consigo a su propio ayudante de campo, el Sturmbannführer Thielecke y estaba previsto el relevo, durante el verano y según las disponibilidades de sus sustitutos, de la mayoría de los oficiales veteranos del Gruppenstab, así como de los jefes de los Kommandos. A principios de julio, entre el entusiasmo fruto de la caída de Sebastopol, Ohlendorf nos hizo un elocuente discurso de despedida, recordándonos, con la dignidad que le era propia, toda la grandeza y la dificultad de nuestra lucha contra el bolchevismo. Bierkamp, que llegaba de Bélgica y de Francia, pero que anteriormente había dirigido la Kripo de Hamburgo, su ciudad natal, y servido, luego, como IdS en Dusseldorf, nos dijo también unas cuantas palabras. Parecía muy satisfecho de su nueva posición: «Trabajar en el Este, sobre todo en tiempos de guerra, es lo más estimulante que le puede pasar a un hombre», nos manifestó. Era jurista y abogado de profesión; tras lo que dijo en su discurso y en la recepción, asomaba la mentalidad del policía. Debía de rondar los cuarenta años y era más bien rechoncho, un poco corto de piernas, con pinta de camastrón; por muy doctor que fuera, estaba claro que no era un intelectual y, al hablar, mezclaba la jerga de Hamburgo con la de la SP, pero parecía arrojado y capaz. Después de esa velada, sólo vi otra vez a Ohlendorf, en el banquete que dio el AOK para celebrar la toma de Sebastopol: estaba con los oficiales del ejército y pasó mucho rato charlando con Von Manstein; pero me deseó buena suerte y me invitó a que fuera a verlo cuando pasara por Berlín.

También Voss se había ido; lo habían trasladado de golpe al APK del Generaloberst Von Kleist, cuyos panzers habían cruzado ya la frontera de Ucrania e iban hacia Millerovo. Me sentía un poco solo. A Bierkamp lo tenía absorbido la reorganización de los Kommandos, algunos de los cuales habían quedado disueltos para crear en Crimea unas estructuras permanentes de la SP y del SD; y Seibert también estaba preparando su marcha. Con la llegada del verano, en el interior de Crimea hacía un calor asfixiante y yo seguía aprovechando las playas cuanto podía. Fui a ver Sebastopol, en donde uno de nuestros Kommandos se había puesto manos a la obra: en torno al largo puerto del sur de la bahía se extendía un amasijo de ruinas, humeantes aún, por las que vagaban unos civiles exhaustos y en estado de shock a los que ya estaban evacuando. Unos chiquillos demacrados y mugrientos se escabullían entre las piernas de los soldados mendigando pan: los rumanos sobre todo les contestaban con cachetes o con patadas en el culo. Fui a visitar las casamatas subterráneas del puerto, en donde el Ejército Rojo había organizado fábricas de armas y de municiones; la mayoría estaban saqueadas o incendiadas con los lanzallamas; a veces, también, durante la batalla final, algunos comisarios, que se habían retirado allí o a los subterráneos que había bajo los acantilados, habían provocado explosiones que los hicieron saltar por los aires junto con sus hombres y los civiles a los que daban cobijo, y también con soldados alemanes de vanguardia. Pero a todos los oficiales y funcionarios soviéticos de alto rango los evacuaron en submarino antes de la caída de la ciudad; sólo hicimos prisioneros a soldados y subalternos. Las elevaciones peladas que dominaban la inmensa zona del norte de la bahía, en torno a la ciudad, estaban cubiertas de fortificaciones en ruinas; nuestros proyectiles de 80, disparados desde morteros gigantes montados en raíles, habían machacado las cúpulas de acero de las baterías de 30,5 centímetros; sus largos cañones retorcidos estaban caídos de lado o se erguían hacia el cielo. En Simferopol, el AOK 11 estaba recogiendo; Von Manstein, ascendido a Generalfeldmarschall, se iba con su ejército a someter Leningrado. De Stalingrado, como es lógico, nadie hablaba por entonces: era aún un objetivo secundario.

A principios de agosto, el Einsatzgruppe se puso en marcha. Nuestras fuerzas, reorganizadas en dos grupos de ejército, B y A, acababan de recuperar Rostov después de combatir por las calles, y como los panzers, que habían cruzado el Don, avanzaban por la estepa de Kuban, Bierkamp me destinó al Vorkommando del Gruppenstab y nos envió, por Melitopol y, después, Rostov, a reunimos con el 1er Ejército blindado. Nuestro reducido convoy cruzó rápidamente el istmo y la gigantesca Tumba de los Tártaros, que los soviéticos habían convertido en zanja anticarros: luego, torció, pasada Perekop, para emprender la travesía de la estepa de los nogai. Hacía un calor espantoso y yo sudaba a mares; el polvo se me pegaba a la cara como una máscara gris; pero, al amanecer, poco después de habernos puesto en camino, unos tonos sutiles y espléndidos habían transformado el cielo, que se iba poniendo azul, y no me sentía desdichado. Nuestro guía, un tártaro, mandaba detener los vehículos a intervalos regulares para rezar; entonces yo dejaba que refunfuñasen los demás oficiales y me bajaba para estirar las piernas y fumar. A ambos lados de la carretera, los ríos y los arroyos estaban secos y dibujaban una red de
balki,
profundas torrenteras que hendían la estepa. En torno no se veían ni árboles ni colinas; sólo los postes regularmente espaciados del telégrafo angloiranio, que Siemens construyó a principios de siglo, balizaban la adusta extensión. El agua de los pozos era salada, el café estaba salado, la sopa parecía cargada de sal; algunos oficiales que se habían atracado de melones tenían diarrea, con lo que avanzábamos aún más despacio. Pasada Mariupol, se iba costeando por una carretera mala, hasta Taganrog y, luego, Rostov. El Hauptsturmführer Remmer, un oficial de la
Staatspolizei
que mandaba el Vorkommando, dio orden de detener el convoy dos veces junto a gigantescas playas de cantos rodados y hierba amarillenta, para que los hombres pudieran meterse ansiosamente en el agua; sentados en los guijarros ardientes, nos secábamos en pocos minutos; luego había que volver a vestirse y seguir la marcha. En Rostov, el Sturmbannführer doctor Christmann, que sustituía a Seetzen al frente del Sonderkommando 10ª, recibió a nuestra columna. Acababa de consumar la ejecución de la población judía, en un barranco al que llamaban de las Serpientes, en la otra orilla del Don; también había enviado un Vonderkommando a Krasnodar, que había caído dos días antes, en donde el V Cuerpo de Ejército se había incautado de un montón de documentos soviéticos. Pedí que se examinaran lo antes posible y que me enviasen todas las informaciones referidas a los funcionarios y los miembros del Partido, para completar el cuadernillo confidencial que me había entregado Seibert en Simferopol para su sustituto; impresos en letra pequeña y en papel biblia había nombres, direcciones y, con frecuencia, números de teléfono de los comunistas activos o de los intelectuales que no pertenecían a ningún partido, investigadores, profesores, escritores y periodistas destacados, funcionarios, directores de empresas estatales de koljoses o de sovjoses en toda la región de Kuban-Cáucaso; había incluso listas de amigos y conocidos de las familias, descripciones físicas y unas cuantas fotos. Christmann nos informó también del avance de los Kommandos; el Sk 11, aún al mando del doctor Braune, un amigo íntimo de Ohlendorf, acababa de entrar en Maikop con la 13ª División blindada; Persterer, con su Sk 10b , seguía esperando en Taman, pero un Vorkommando del Ek 12 estaba ya en Voroshilovsk, en donde tenía que instalarse el Gruppenstab hasta la toma de Grozny; el propio Christmann se estaba disponiendo, según nuestro plan preestablecido, a llevarse su Hauptkommando a Krasnodar. No vi casi nada de Rostov; Remmer quería seguir avanzando y dio la orden de partida al acabar de comer. Tras cruzar el Don, inmenso, por un puente flotante que había hecho el cuerpo de ingenieros, se extendían kilómetros de campos de maíz maduro que iban desperdigándose poco a poco por la ancha estepa desértica de Kuban; más allá, al este, corría la prolongada línea irregular de los lagos y los pantanos del Manych, que interrumpían depósitos que se nutrían de presas colosales, línea esta que para algunos geógrafos es la frontera entre Europa y Asia. Las columnas de vanguardia del 1er Ejército blindado, que avanzaban en cuadros motorizados, con los panzers alrededor de los camiones y de la artillería, se veían a cincuenta kilómetros: gigantescas pilastras de polvo en el cielo azul, a las que seguían las perezosas cortinas de humo de los pueblos incendiados. En la estela que iban dejando, no nos cruzábamos sino con los escasos convoyes de la
Rollbahn
o con refuerzos. En Rostov, Christmann nos había enseñado una copia del despacho de Von Kleist, ya célebre:
Sin enemigos al frente, sin reservas a la espalda.
Y desde luego que el vacío de aquella estepa interminable era como para meterle miedo a cualquiera. Avanzábamos con dificultad; los carros de combate habían convertido las carreteras en mares de arena fina; los vehículos se hundían en ella con frecuencia y, si nos bajábamos, nos podíamos quedar metidos hasta las rodillas, como si fuera barro. Por fin, antes de Tijoretsk, aparecían los primeros campos de girasoles, extensiones amarillas que miraban al cielo, presagio de agua. Empezaba luego el paraíso de los cosacos de Kuban. La carretera discurría ahora entre campos de maíz, de trigo, de mijo, de cebada, de tabaco, de melones; había también extensiones de cardos altos como caballos, coronados de rosa y de violeta; y, cubriéndolo todo, un anchuroso cielo suave y pálido, sin nubes. Los pueblos cosacos eran ricos; todas las isbas tenían ciruelos, albaricoques, manzanos, perales, tomates, melones, uvas, muchas aves de corral y unos cuantos cerdos. Cuando nos deteníamos para comer, nos acogían con entusiasmo, nos traían pan tierno, tortillas, chuletas de cerdo a la parrilla, cebollas verdes y agua fresca de los pozos. Apareció luego Krasnodar, donde nos reunimos con Lothar Heimbach, el Vorkornmandoführer. Remmer nos ordenó un alto de tres días, para hablar y revisar por encima los documentos incautados, que Christmann mandaría traducir cuando llegase. Vino también el doctor Braune desde Maikop, para celebrar unas cuantas reuniones. Y, luego, nuestro Vorkommando se dirigió hacia Voroshilovsk.

BOOK: Las benévolas
5.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stay With Me by Maya Banks
Octavia's War by Beryl Kingston
A History Maker by Alasdair Gray
Haunted by Melinda Metz - Fingerprints - 2
Assignment - Lowlands by Edward S. Aarons
Bitter Root by Laydin Michaels


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024