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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (84 page)

BOOK: Las benévolas
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Höss me adjudicó un despacho vacío en la Kommandantur del
Stammlager.
Tenía vistas al Sola y a un casa muy coquetona, cuadrada y rodeada de árboles, en la acera de enfrente de la Kasernestrasse, que no era otra que la vivienda del Kommandant y de su familia. La
Haus
en donde me alojaba resultó mucho más tranquila que la de Lublin: los hombres que tenían allí habitación eran profesionales sobrios que estaban de paso por diversos motivos; por la noche, algunos oficiales del campo iban a beber algo y a jugar al billar, pero se comportaban siempre con mucha corrección. Se comía muy bien: raciones abundantes acompañadas de vino búlgaro, y para la digestión
slivovitz
croata y, a veces, hasta helado de vainilla. La persona con quien más trato tenía, aparte de con Höss, era con el médico jefe de la guarnición, el Sturmbannführer doctor Eduard Wirths. Tenía las oficinas en el hospital SS del
Stammlager,
al final de la Kasernestrasse, enfrente de los locales de la
Politische Abteilung
y de un crematorio que estaban a punto de dejar fuera de servicio. Avispado, inteligente, de rasgos finos, ojos pálidos y pelo ralo, Wirths parecía agotado bajo el peso de sus cometidos, pero lo bastante interesado en ellos para sobreponerse a todas las dificultades. Su obsesión era luchar contra el tifus: el campo estaba pasando por la segunda epidemia del año, que había diezmado el campo gitano y se había cebado mortalmente también en algunos guardias SS o sus familias. Pasé largas horas charlando con él. Dependía de Oranienburg, del doctor Lolling, y se quejaba de que no contaba con apoyo alguno; cuando le di a entender que compartía sus puntos de vista, se sinceró conmigo y me contó que era incapaz de trabajar de forma constructiva con aquel hombre incompetente a quien los estupefacientes tenían embrutecido. Él, por su parte, no era un profesional de la IKL; sirvió en el frente desde 1939, en las Waffen-SS, y le dieron una Cruz de Hierro de segunda clase; pero lo licenciaron por una enfermedad grave y lo destinaron al servicio de los campos. Encontró Auschwitz en un estado catastrófico; desde hacía casi un año, le tenía obsesionado el deseo de mejorar las cosas.

Wirths me enseñó los informes que enviaba mensualmente a Lolling: la situación de las diferentes partes del campo, la incompetencia de algunos médicos y oficiales, la brutalidad de los subalternos y de los kapos, las continuas trabas con las que se topaba en el trabajo; todo lo describía en un lenguaje crudo y sin tapujos. Prometió que me harían copias a máquina de los seis últimos informes. Le indignaba especialmente que pusieran a criminales en puestos de responsabilidad del campo: «He hablado de ello montones de veces con el Obersturmbannführer Höss. Esos "verdes" son unos animales y, a veces, son además unos psicópatas, y unos corruptos; se imponen por el terror a los demás presos, y todo con el visto bueno de las SS. Es inadmisible; por no mencionar el hecho de que da unos resultados lamentables».. —«¿Y a usted qué le parecería preferible? ¿Poner a presos políticos? ¿A comunistas?. —«¡Desde luego!» Y empezó a contar con los dedos: «Primero: son por definición hombres con conciencia social. Incluso aunque se dejaran corromper, nunca cometerían las atrocidades que cometen los presos de derecho común. Dése cuenta de que en el campo de las mujeres las
Blockaltesten
son prostitutas. ¡Unas degeneradas! Y los jefes de los bloques masculinos se quedan casi todos con lo que aquí llaman un
Pipel,
un chico joven al que tienen de esclavo sexual. ¡Esos apoyos tenemos! Mientras que los "rojos" se niegan todos a ir al burdel para funcionarios presos. Y eso que algunos llevan en el campo diez años. Tienen una disciplina impresionante. Segundo: la prioridad es ahora la organización del trabajo. Ahora bien, ¿qué mejor organizador que un comunista o un militante SD? Los "verdes" no saben más que pegar palizas y más palizas. Tercero: me ponen la objeción de que los "rojos" sabotearán deliberadamente la producción. A lo que yo contesto que peor de lo que está ahora es imposible que esté y que, además, hay formas de controlarlos: los presos políticos no son idiotas, entenderían a la perfección que, en cuanto hubiera un problema, los largarían y volverían los de derecho común. Así que tendrían mucho interés, en provecho propio y en el de todos los
Haftlinge,
en garantizar una producción buena. Puedo incluso poner un ejemplo, el de Dachau, en donde trabajé una temporada corta: ahí, los "rojos" lo controlan todo y puedo asegurar que las condiciones son incomparablemente mejores que en Auschwitz. Aquí, en mi servicio, sólo tengo a políticos, y no tengo queja. Mi secretario particular es un comunista austríaco, un joven serio, sereno y eficaz. A veces charlamos con toda franqueza y me resulta muy útil porque sabe, por los demás detenidos, cosas que a mí me ocultan, y me las cuenta. Me fío de él mucho más que de algunos de mis colegas SS». Charlamos también de la selección. «Me parece que el principio en sí es odioso -me confesó francamente-. Pero si hay que hacerla, más vale que la hagan los médicos. Antes estaba a cargo del Lagerführer y de sus hombres. Lo hacían de cualquier manera y con una brutalidad inconcebible. Ahora por lo menos se hace de forma ordenada y según criterios sensatos». Wirths había ordenado que todos los médicos del campo pasaran por turno por la rampa. «Voy incluso yo, aunque me parece espantoso. Pero tengo que dar ejemplo». Tenía expresión de andar perdido. No era la primera vez que alguien se sinceraba así conmigo: desde que había empezado con aquella misión, algunos, bien porque comprendían de forma instintiva que sus problemas me interesaban, bien porque tenían la esperanza de hallar en mí un canal de transmisión de sus quejas, me hacían confidencias que iban mucho más allá del cumplimiento del deber. Cierto es que a Wirths debía de costarle encontrar aquí quien lo escuchara con simpatía: Höss era un buen profesional, pero carecía por completo de sensibilidad, y lo mismo debía de sucederle con la mayoría de sus subordinados.

Pasé revista detallada a las diversas partes del campo. Volví varias veces a Birkenau y pedí que me explicaran cómo se inventariaban en «el Canadá» los bienes incautados. Había un desorden increíble; podían verse cajones llenos de divisas sin contabilizar y pisábamos billetes de banco rotos y revueltos con el fango de los paseos. En principio, registraban a los detenidos a la salida de la zona, pero yo suponía que con un reloj o unos pocos reichsmarks no debía de ser difícil sobornar a un guardia. El kapo «verde» que llevaba los libros me lo confirmó de forma indirecta, por lo demás: tras haberme enseñado aquel batiburrillo -las montañas mudables de ropa usada, de la que unos equipos descosían las estrellas amarillas antes de arreglarla, seleccionarla y volverla a amontonar; los cajones de gafas, de relojes, de estilográficas, todos revueltos; las hileras bien ordenadas de sillitas y cochecitos de niño; manojos de cabellos femeninos, de los que se enviaban fardos a algunas industrias alemanas que los convertían en calcetines para la dotación de nuestros submarinos, en relleno para colchones y en materiales aislantes; y los montones heteróclitos de objetos de culto, con los que nadie sabía muy bien qué hacer, aquel preso funcionario, cuando estaba a punto de irse, me soltó al desgaire, en su jerga guasona de Hamburgo: «Si necesita algo, dígalo, que yo me ocupo».. —«¿Qué quiere decir?». —«Ah, pues que a veces no cuesta nada hacer un favor; somos muy serviciales». A eso era a lo que se refería Morgen: los SS del campo, con la complicidad de los presos, habían acabado por considerar aquel «Canadá» como su reserva particular. Morgen me había aconsejado que fuera a ver los alojamientos de los guardias: encontré allí a los SS repantigados en unos sofás lujosamente tapizados, medio borrachos, con la mirada perdida en el vacío; algunas presas judías, vestidas no con el uniforme de rayas reglamentario sino con vestidos vaporosos, estaban cocinando salchichas y tortas de patatas en un fogón grande de hierro; eran todas unas auténticas bellezas y seguían teniendo pelo; cuando atendían a los guardias, les traían la comida o les servían bebida de unas jarras de cristal, se dirigían a ellos con confianza y llamándolos con diminutivos. Ningún guardia se levantó para saludarme. Le lancé una mirada interrogativa al Spiess que me acompañaba en los desplazamientos; se encogió de hombros: «Están cansados, Herr Sturmbannführer. Han tenido un día duro, ¿sabe? Llevan dos transportes ya». Habría querido mandarles que abrieran las taquillas, pero mi condición no me autorizaba a ello: no tenía la menor duda de que habría encontrado en ellas todo tipo de valores y divisas. Por lo demás aquella corrupción generalizada me parecía que llegaba a los niveles más altos, como lo daban a entender algunos comentarios oídos por casualidad. En el bar de la
Haus der Waffen-SS
sorprendí una conversación entre un Oberscharführer del campo y un civil; el suboficial contaba, riendo con sarcasmo, que le había mandado a Frau Höss «una cesta llena de bragas, y de la mejor calidad, de seda y de encaje. Ya ve, quería recambios para sus bragas viejas». No especificó la procedencia, pero no me costó adivinarla. A mí también me hacían propuestas, intentaban regalarme botellas de coñac o cosas de comer para
mejorar el menú diario.
Yo lo rechazaba, pero cortésmente: no quería que aquellos oficiales desconfiasen de mí; habría entorpecido mi labor.

Como estaba acordado, fui a ver la gran fábrica de la IG Farben, que se llamaba Bun; es decir, el nombre del caucho sintético que, supuestamente, produciría algún día. Por lo que se podía ver, la construcción iba a trancas y barrancas. Como Faust estaba ocupado, delegó para la visita a uno de sus asistentes, el ingeniero Schenke, un hombre de unos treinta años con traje gris y la insignia del Partido. Al Schenke aquel parecía fascinarle mi Cruz de Hierro; mientras hablaba conmigo se le iban continuamente los ojos hacia ella; por fin, me preguntó tímidamente en qué circunstancias me la habían concedido. «Estuve en Stalingrado».. —«Ah, qué suerte tuvo usted».. —«¿Por haber salido con vida? -pregunté riéndome-. Sí, yo opino lo mismo». A Schenke se le puso cara de confusión: «No, no era eso lo que quería decir. Suerte por haber estado allí, por haber podido luchar así por la
Heimat
contra los bolcheviques». Lo miré con curiosidad y se sonrojó: «Tengo una deformidad desde niño, en la pierna. Un hueso que me rompí y se soldó mal. Y eso me impidió ir al frente. Pero me habría gustado servir yo también al Reich».. —«Lo sirve aquí», comenté.. —«Sí, claro, pero no es lo mismo. Todos mis amigos de la infancia están en el frente. Se siente uno... excluido». Schenke cojeaba, efectivamente, pero eso no le impedía brincar con paso nervioso y rápido, tanto que yo tenía que apretar el paso para seguirlo. Mientras andaba, me explicaba la historia de la fábrica: la dirección del Reich había insistido, por los bombardeos que estaban ya asolando el Rhur, en que Farben construyera en el Este una fábrica de buna -un producto vital para el armamento-. El emplazamiento lo había escogido uno de los directivos de la IG, el doctor Ambros, y atendía a la conjunción de muchos criterios favorables: la confluencia de tres ríos, que aportaban las cantidades considerables de agua que exigía la fabricación de buna; la existencia de una extensa meseta casi desierta (con la excepción de un pueblo polaco que habían arrasado) y con la altura perfecta desde el punto de vista geológico, el cruce de varias líneas ferroviarias y la proximidad de muchas minas de carbón. La presencia del campo fue también un factor positivo: las SS declararon que estaban encantadas de apoyar el proyecto y prometieron proporcionar presos. Pero la construcción de la fábrica iba despacio, en parte por los problemas de abastecimiento y en parte porque el rendimiento de los
Háftlinge
había resultado malo y la dirección estaba furiosa. Por más que la fábrica devolviera con regularidad al campo a los presos que ya no eran capaces de trabajar y exigiera, como lo estipulaba el contrato, que los sustituyesen, el estado en que llegaban los nuevos era apenas mejor. «¿Y qué les pasa a los que ustedes devuelven?», pregunté con tono neutro. Schenke me miró sorprendido: «No tengo ni idea. No es asunto mío. Supongo que les dan un repaso en el hospital. ¿Usted no lo sabe?». Miré, pensativo, a aquel joven ingeniero que tanto interés ponía en todo: ¿sería posible que no lo supiera? Las chimeneas de Birkenau soltaban humo a diario a ocho kilómetros de allí y yo sabía tan bien como cualquiera de qué forma corren los rumores. Pero, bien pensado, si no quería saber, tenía la oportunidad de no saber. Las normas del secreto y del camuflaje también valían para eso.

No obstante, sólo con ver el trato que recibían los trabajadores presos no parecía que su suerte última fuera una preocupación mayor para Schenke y sus colegas. En medio del gigantesco solar en obras y lleno de fango que era la fábrica, una columnas de
Haftlinge
raquíticos y andrajosos cargaban a la carrera, con el acoso de las voces y los bastonazos de los kapos, una vigas o unos sacos de cemento excesivamente pesados para ellos. Si un trabajador, calzado con bastos zuecos, tropezaba y soltaba la carga o caía desplomado, le llovían golpes redoblados, y la sangre, fresca, roja, salpicaba el barro aceitoso. Algunos no volvían a levantarse. El estrépito era infernal, todo el mundo vociferaba, los suboficiales SS y los kapos, y los presos apaleados lanzaban gritos que movían a compasión. Schenke me guiaba por aquellas gehenas sin hacer ni caso. Acá y acullá se detenía y hablaba con otros ingenieros, de trajes bien planchados y provistos de metros de carpintero amarillos y libretitas de cuero de imitación en donde apuntaban números; comentaban el progreso de la construcción de un muro; luego, uno de ellos le susurraba unas palabras a un Rottenführer, que empezaba a soltar alaridos y a darle patadas o culatazos brutales al kapo; el kapo, a su vez, se metía entre los presos y repartía a mansalva golpes feroces a grito limpio, y los
Haftlinge
se esforzaban entonces en tener un arranque, que cedía espontáneamente porque apenas si se tenían en pie. Aquel sistema me parecía de lo más ineficaz y se lo comenté a Schenke; se encogió de hombros y miró lo que le rodeaba como si viera aquella escena por primera vez: «De todas formas, sólo entienden los golpes. ¿Y qué otra cosa quiere usted que haga con una mano de obra así?». Volví a mirar a los
Háftlinge
subalimentados, miré los harapos sucios de barro, la grasa negra, la disentería. Un polaco «rojo» se detuvo un momento delante de mí y vi como le aparecía una mancha parda en el fondillo del pantalón y en la parte de atrás de la pernera; luego, siguió corriendo con frenesí antes de que se le pudiera acercar un kapo. Lo señalé con la mano y le dije a Schenke: «¿No cree que sería importante velar más por su higiene? No me refiero sólo al olor, pero es peligroso; así es como surgen las epidemias». Schenke respondió con una expresión un tanto altanera: «Todo eso es responsabilidad de las SS. Nosotros pagamos al campo para que nos mande presos capaces de trabajar. Pero es el campo el que tiene que lavarlos, alimentarlos y atender sus enfermedades. Va incluido en el presupuesto». Otro ingeniero, un suabo grueso y con una chaqueta cruzada que lo hacía sudar, soltó una risotada: «De todas maneras, a los judíos les pasa lo que a la caza, son mejores cuando la carne está ya un poco pasada». Schenke sonrió sin ganas; yo repliqué, muy seco: «No todos sus trabajadores son judíos».. —«Huy, los otros no valen mucho más». Schenke estaba empezando a irritarse: «Sturmbannführer, si no le parecen satisfactorias las condiciones en que están los
Háftlinge,
debería quejarse en el campo y no aquí. El campo es responsable de su estado físico, ya se lo he dicho. Todo eso está especificado en el contrato». —«Lo entiendo perfectamente, créame». Schenke tenía razón: incluso los golpes los daban los guardias SS y sus kapos. «Pero, sin embargo, me parece que se podría lograr un rendimiento mejor si se los tratara un poco menos mal. ¿No le parece?» Schenke se encogió de hombros: «En teoría, a lo mejor. Y con frecuencia nos quejamos al campo del estado de los trabajadores. Pero tenemos prioridades más importantes que andar protestando todo el día». A su espalda, derribado a bastonazos, agonizaba un preso; la cabeza ensangrentada se le hundía en la gruesa capa de barro; sólo se notaba que aún estaba vivo en el temblor automático de las piernas. Schenke, para irse, saltó el cuerpo de una zancada, sin mirarlo. Seguía pensando con irritación en lo que le había dicho: «No se puede tener una postura sentimental, Sturmbannführer. Estamos en guerra. La producción está por encima de todo».. —«No digo lo contrario. Lo que pretendo es, precisamente, sugerir medios para incrementar la producción. Es algo que debería importarle. Bien pensado, ¿cuánto llevan con estas obras? ¿Dos años? Y siguen sin producir ni un kilo de buna».. —«Sí, pero le haré notar que la fábrica de metanol lleva un mes funcionando».

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