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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (86 page)

BOOK: Las benévolas
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Dejé a Wirths y fui por la Kasernestrasse arriba, hacia la Kommandantur. Poco antes del puesto de control de barrera roja y blanca, vi a uno de los hijos de Höss, el mayor, en cuclillas en la calle, ante la entrada de su casa. Me acerqué y lo saludé: «¡Hola!». El niño alzó hacia mí unos ojos francos e inteligentes y se incorporó: «Hola, Herr Sturmbannführer». —«¿Cómo te llamas?». —«Klaus».. —«¿Qué estás mirando, Klaus?» Klaus señaló la portalada con el dedo: «Fíjese». La tierra pisada que había delante del umbral estaba negra de hormigas, un pulular increíblemente denso. Klaus volvió a ponerse en cuclillas para observarlas y me agaché, junto a él. A primera vista, aquellas miles de hormigas parecían correr con el desorden más frenético y total, sin meta alguna. Pero las miré de más cerca, intenté ver dónde iba una, y luego otra. Caí en la cuenta entonces de que si aquel hormigueo parecía ir a trompicones era porque todos y cada uno de los insectos se detenían continuamente para tocar con las antenas a los demás con los que se cruzaban. Fui viendo poco a poco que parte de las hormigas tiraba hacia la izquierda mientras acudían otras, que llevaban restos de comida; una tarea agotadora, desmedida. Era probable que las recién llegadas informasen a las demás con las antenas de la procedencia de los alimentos. Se abrió la portalada y salió un
Haftling,
el jardinero al que había visto ya anteriormente. Al verme, se puso tenso y se quitó el gorro. Era un hombre mayor que yo y, por el triángulo que llevaba, un preso político polaco. Se fijó en el hormiguero y dijo: «Ahora lo destruyo, Herr Offizier».. —«¡De ninguna manera! Ni se le ocurra tocarlo».. —«Ay, sí, Stani -insistió Klaus-, déjalas. No te han hecho nada». Se volvió hacia mí: «¿Dónde van?».. —«No lo sé. Vamos a verlo». Las hormigas iban siguiendo la tapia del jardín y bordeaban luego la calle, metiéndose por detrás de los vehículos y de las motos aparcadas frente a la Kommandantur; luego, seguían recto, una fila larga que ondulaba con sobresaltos, más allá del edificio administrativo del campo. íbamos siguiéndolas paso a paso, admirando su determinación infatigable. Al llegar a la altura de la
Politische Abteilung,
Klaus me miró, nervioso: «Perdone, Herr Sturmbannführer, mi padre no quiere que venga por aquí».. —«Pues entonces espérame y yo te lo cuento». Detrás del barracón del departamento político se alzaba el bulto achaparrado del crematorio, un antiguo bunker de municiones enterrado y que tenía un remoto parecido, salvo por la chimenea, a un
kurgan
aplastado. Las hormigas seguían hacia el sombrío bulto; subían por la ladera en pendiente, se deslizaban entre la hierba y, luego, giraban y volvían a bajar por una cara del muro de hormigón hasta el lugar en donde la entrada del bunker se retranqueaba entre los taludes de tierra. Seguí tras ellas y vi que se metían por la puerta entornada y entraban en el crematorio. Miré alrededor: salvo un guardia que no me quitaba ojo con curiosidad y de una columna de presos que empujaban unas carretillas algo más allá, por el lado de la ampliación del campo, no había nadie. Me acerqué a la puerta, que enmarcaban dos huecos semejantes a los de las ventanas; dentro, todo estaba oscuro y en silencio. Las hormigas se colaban por la esquina del umbral. Di media vuelta y volví con Klaus. «Van por allí -dije con vaguedad-. Han encontrado comida». Con el niño pisándome los talones, volví a la Kommandantur. Nos separamos en la entrada. «¿Viene esta noche, Herr Sturmbannführer?», me preguntó Klaus. Höss daba una fiestecita y me había invitado. «Sí».. —«¡Hasta la noche entonces!» Salvando de una zancada el hormiguero, se metió en el jardín.

Al final del día, tras pasar por la
Haus der Waffen-SS
para asearme y cambiarme, volví a casa de los Höss. Delante de la portalada no quedaban ya sino unas cuantas decenas de hormigas que surcaban velozmente el suelo. Los otros miles debían de estar ahora bajo tierra, excavando, desescombrando, apuntalando, invisibles, pero prosiguiendo sin parar con su tarea encarnizada. Höss me recibió en las escaleras de la entrada, con una copa de coñac en la mano. Me presentó a su mujer, Hedwig, una mujer rubia de sonrisa congelada y ojos duros, que llevaba un favorecedor vestido de cóctel con cuello y puños de encaje, y a sus dos hijas mayores, Kindi y Püppi, ataviadas con no menos gusto. Klaus me estrechó la mano amistosamente; llevaba una chaqueta de
tweed
de corte inglés con coderas de ante y grandes botones de asta. «Bonita chaqueta -comenté-. ¿De dónde la has sacado?». —«Me la trajo papá del campo -contestó radiante de gozo-. Y los zapatos también». Eran unos botines de cuero marrón, lustrosos y abotonados al costado. «Muy elegantes», dije. Wirths estaba allí y me presentó a su mujer; los demás comensales eran todos oficiales del campo: estaban Hartjenstein, el comandante de la guarnición; Grabner, el jefe del departamento político; el Lagerführer Aumeier; el doctor Caesar, y unos cuantos más. El ambiente era bastante estirado, más que en casa de Eichmann, en cualquier caso, pero seguía siendo cordial. La mujer de Caesar, joven aún, se reía mucho; Wirths me explicó que era una de sus asistentes a quien propuso matrimonio poco después de que muriera de tifus su segunda mujer. La conversación giraba en torno a la reciente caída de Mussolini y a su detención, que habían impresionado a la gente; las protestas de lealtad de Badoglio, el nuevo primer ministro, parecían poco de fiar. Se habló luego de los proyectos de desarrollo del Este alemán del Reichsführer. Circulaban por entre los comensales las ideas más contradictorias; Grabner intentó meterme en una conversación acerca del proyecto de colonización de Himmlerstadt, pero respondí con evasivas. Algo estaba claro: fueren cuales fueren los puntos de vista de unos y otros acerca del porvenir de la zona, el campo era parte integrante de ella. Höss pensaba que iba a durar al menos diez o veinte años. «Desde esa óptica está planeada la ampliación del
Stammlager
-explicaba-. Cuando hayamos acabado con los judíos y con la guerra, Birkenau desaparecerá y la tierra volverá a un uso agrario. Pero la industria de Alta Silesia, sobre todo con las pérdidas alemanas del Este, no podrá prescindir de la mano de obra polaca; el campo seguirá siendo vital durante mucho tiempo para controlar a la población». Dos presas, con vestidos sencillos pero limpios y de buena tela, pasaban con bandejas entre los invitados; llevaban el triángulo violeta de los IBV, esos a los que llaman «testigos de Jehová». Las habitaciones estaban muy bien amuebladas, con alfombras, sofás y sillones de cuero, muebles de maderas suntuosas y obra de un buen ebanista, jarrones de flores frescas colocados encima de pañitos redondos de encaje. Las lámparas daban una luz amarilla, discreta, casi tamizada. Adornaban las paredes unas ampliaciones fotográficas dedicadas del Reichsführer, visitando el campo con Höss o con los hijos de éste sentados en las rodillas. El coñac y los vinos eran de calidad; Höss ofrecía también a sus invitados excelentes cigarrillos yugoslavos de marca Ibar. Miré con curiosidad a aquel hombre tan rígido y concienzudo que vestía a sus hijos con ropa de niños judíos muertos bajo su responsabilidad. ¿Se le ocurría pensar en eso cuando los miraba? Lo más seguro era que ni se le pasara por las mientes. Su mujer lo tenía cogido por el codo y soltaba carcajadas secas y chillonas. La miré y pensé en su cono, bajo el vestido, anidado en la braga de encaje de una judía joven y bonita a quien había gaseado su marido. La judía y su coño llevaban mucho tiempo incinerados y se habían ido como humo a reunirse con las nubes; y sus bragas caras, que seguramente se había puesto especialmente para la deportación, ornaban y guardaban ahora el coño de Hedwig Höss. ¿Se acordaba Höss de esa judía cuando le quitaba las bragas a su mujer para echarle un polvo? Pero a lo mejor no le interesaba ya mucho el coño de Frau Höss, por muy exquisitamente envuelto que estuviera: trabajar en los campos, cuando no trastornaba a los hombres, con frecuencia los volvía impotentes. A lo mejor tenía apartada a su judía personal en algún lugar del campo, limpia, bien alimentada, una con suerte, la puta del Kommandant. No, él no: si Höss escogiera una amante entre las presas sería alemana, no judía.

Sé perfectamente que pensamientos así nunca convienen. Aquella noche, mi sueño recurrente tuvo una intensificación final. Llegué a la ciudad inmensa por una vía férrea fuera de uso; a lo lejos, la hilera de chimeneas humeaba en paz, y yo me sentía perdido, aislado como un perrillo, y me acuciaba la necesidad de hallarme en compañía humana. Me mezclé con el gentío y vagabundeé mucho rato; me atraían irresistiblemente los crematorios que vomitaban en el cielo volutas de humo y nubes de chispas...
like a dog, both attracted and repelí'd / By the stench o f bis own kind I Burning.
Pero no podía llegar hasta ellos y entré en uno de los gigantescos edificios-barracones en donde ocupé una litera, rechazando a una desconocida que quería unirse a mí. Me dormí enseguida. Cuando me desperté me fijé en que había un poco de sangre en la almohada. Miré de más cerca y vi que también había sangre en las sábanas. Las alcé; por debajo estaban empapadas de sangre mezclada con esperma; gruesas mucosidades de esperma demasiado densas para calar la tela. Estaba durmiendo en una habitación de casa de Höss, en el primer piso, junto al cuarto de los niños y no tenía ni idea de cómo llevar esas sábanas sucias al cuarto de baño para lavarlas antes de que Höss las viera. Aquel problema me causaba un apuro horrible, angustioso. Luego entró Höss en mi cuarto con otro oficial. Se bajaron los pantalones, se sentaron, cruzados de piernas, junto a mi cama, y empezaron a masturbarse vigorosamente; los glandes, como la grana, desaparecían y volvían a asomar por la piel de los prepucios hasta que lanzaron abundantes chorros de esperma encima de mi cama y de la alfombra. Querían que yo hiciera otro tanto, pero me negué: aparentemente aquella ceremonia tenía un significado concreto, pero no sé cuál.

Aquel sueño brutal y obsceno puso punto final a mi primera estancia en el KL Auschwitz: había concluido el trabajo. Regresé a Berlín y, desde allí, fui a visitar algunos campos del
Altreich,
los KL Sachsenhausen, Buchenwald y Neuengamme, así como varios de sus campos anejos. No me extenderé más acerca de esas visitas: los libros históricos han descrito ya ampliamente esos campos, y mejor de lo que podría hacerlo yo; y además, es completamente cierto que, cuando se ha visto un campo, ya están todos vistos: sabido es que todos los campos se parecen. Pese a variantes locales, nada de lo que veía modificaba de forma sensible ni mi opinión ni mis conclusiones. Volví definitivamente a Berlín a mediados de agosto, más o menos entre la fecha en que los soviéticos recuperaron Orel y la fecha en que los angloamericanos conquistaron del todo Sicilia. Tardé poco en redactar el informe; había hecho ya una síntesis de mis notas durante el viaje y sólo me faltaba organizar los capítulos y pasarlo todo a máquina, cosa de pocos días. Cuidé mucho el estilo y también la lógica de los argumentos: el informe iba dirigido al Reichsführer y ya me había avisado Brandt de que seguramente tendría que exponerlo de palabra. Cuando corregí y pasé a máquina la última versión, lo envié y esperé.

Debo decir que había vuelto a ver sin gran entusiasmo a mi patrona, Frau Gutknetch. Estaba encantada de la vida y se empeñó a toda costa en prepararme un té, pero no conseguía entender cómo, ya que volvía del Este,
en donde hay de todo para comer,
no se me había ocurrido traer un par de ocas, para la casa, claro. (A decir verdad, no era la única en opinar así: Piontek había vuelto de su estancia en Tarnowitz con un baúl repleto de comida y, por cierto, me había ofrecido venderme parte sin cupones.) Me daba además la impresión de que había aprovechado mi ausencia para hurgar en mis cosas. Por desgracia, mi indiferencia ante sus peloteras y sus puerilidades se estaba empezando a agotar. Por su parte, Fräulein Praxa había cambiado de peinado, pero no de color de esmalte de uñas. Thomas se alegró de volver a verme; se estaban preparando grandes cambios, aseguraba, y era bueno que estuviera en Berlín, tenía que estar preparado.

¡Qué sensación tan curiosa encontrarse de pronto, tras un viaje como el mío, sin nada que hacer! Hacía mucho que había acabado de leer el libro de Blanchot; abrí el tratado sobre el crimen ritual y lo volví a cerrar en el acto, pasmado de que al Reichsführer pudieran interesarle aquellas sandeces. No tenía asuntos personales y tenía todas las carpetas en orden. Con la ventana del despacho abierta al parque del Prinz-Albrecht Palais, luminoso, aunque ya un poco agostado, con los pies cruzados encima del sofá, o asomado para fumar un cigarrillo, meditaba; y cuando estarme tan quieto empezaba a hacérseme agobiante, bajaba a dar una vuelta por el jardín, deambulaba por los paseos de polvorienta grava y me tentaban mucho los rincones umbrosos de césped. Recordaba lo que había visto en Polonia, pero, por alguna razón que no sabría explicar, el pensamiento se deslizaba por las imágenes y se aferraba a las palabras. Las palabras me preocupaban. Ya me había preguntado en qué medida las diferencias entre alemanes y rusos -en lo tocante a las reacciones ante las matanzas masivas, que habían acabado por obligarnos a cambiar de sistema para atenuar los efectos, por así decirlo, mientras que a los rusos, incluso después de un cuarto de siglo, no parecían afectarles en absoluto, podían depender de las diferencias de vocabulario: a fin de cuentas, la palabra
Tod
tiene la rigidez de un cadáver ya frío, limpio, casi abstracto, y apunta, en cualquier caso, a lo posterior a la muerte, mientras que
smiert,
la palabra rusa, es pesada y sebosa como el hecho mismo.
¿Y
qué pasa con el francés? Esa lengua, para mí, seguía pagando el tributo de la feminización latina de la muerte: ¡qué diferencia, bien pensado, entre
la Mort
y todas las imágenes casi cálidas y tiernas que evoca y la terrible Thanatos de los griegos! Los alemanes al menos habían preservado el masculino
(smiert,
dicho sea de paso, es también un femenino). Allí, bajo la luz del verano, pensaba en aquella decisión que habíamos tomado, en aquella idea extraordinaria de matar a todos los judíos, fueren quienes fueren, jóvenes o viejos, buenos o malos, de destruir el judaismo destruyendo a quienes lo portaban en sí, una decisión bautizada con el nombre, bien conocido ya, de
Endlósung:
la «Solución Final». ¡Pero qué hermosa palabra! No obstante, no siempre había sido sinónimo de exterminio; desde el primer momento se pedía para los judíos una
Endlósung
o una
vóllige Lósung
(una solución completa) o también una
allgemeine Lósung
(una solución general) y, según las épocas, aquello quería decir exclusión de la vida pública, exclusión de la vida económica y, por fin, emigración. Y, poco a poco, el significado se había ido deslizando hacia el abismo, pero sin que cambiara el significante, y era casi como si aquel significado definitivo hubiera estado vivo siempre en el corazón de la palabra y su peso, su densidad desmesurada, hubiera atrapado y atraído el hecho hasta aquel agujero negro de la mente, hasta la singularidad: y entonces habíamos cruzado el horizonte de los acontecimientos a partir del cual está el punto de no retorno. Aún creemos en las ideas, aún creemos en los conceptos, aún creemos que las palabras se refieren a ideas, pero no es forzosamente cierto, quizá no hay ideas en realidad, quizá en realidad no hay más que palabras, y el peso propio de las palabras. Y quizá era así como habíamos dejado que nos arrastrara una palabra y su condición de inevitable. ¿No hubo, pues, en nosotros idea alguna, lógica alguna, coherencia alguna? ¿No hubo, pues, sino palabras en aquella lengua nuestra tan peculiar, sólo esa palabra,
Endlósung,
y su catarata de hermosura? Pues, en verdad, ¿cómo resistirse a la seducción de esa palabra? Hubiera sido tan inconcebible como resistirse a la palabra
obedecer,
a la palabra
servir
, a la palabra
ley.
Y ésa era quizá, en el fondo, la razón de ser de nuestras
Sprachregelungen,
bastante transparentes, por cierto, desde el punto de vista del camuflaje
(Tarnjargon),
pero útiles para mantener a quienes usaban esas palabras y esas expresiones -Sonderbebandlung (tratamiento especial),
abtransportiert
(trasladado más allá),
entsprechend behandelt
(con el trato adecuado), Wohnsitzverlegung (cambio de domicilio), o
Executivmassnabmen
(medidas ejecutivas) entre las aceradas púas de su abstracción. Aquella tendencia se extendía a toda nuestra lengua burocrática, nuestra
bürokratisches Amtsdeutsch,
como decía mi colega Eichmann: en la correspondencia, en los discursos también, predominaban las voces pasivas, «ha quedado determinado que..»., «los judíos han sido trasladados a las medidas especiales», «ha sido cumplida esta difícil tarea», y, de esta forma, las cosas se hacían solas, nadie hacía nunca nada, nadie actuaba, eran actos sin actores, algo que siempre resulta tranquilizador, y, visto de cierta forma, no eran ni siquiera actos pues, por el uso que nuestra lengua nacionalsocialista daba a ciertos sustantivos, conseguíamos, si no eliminar por completo los verbos, al menos reducirlos al estado de apéndices inútiles (aunque decorativos sin embargo) y así era posible incluso prescindir de la acción; sólo había hechos, realidades en estado bruto, ora presentes ya, ora a la espera de la inevitable consumación, tales como
Einsatz
, o
Einbruch
(el avance),
Verwertung
(la utilización),
Entpolonisierung
(la despolonización),
Ausrottung
(el exterminio), pero también, en sentido contrario,
Versteppung,
la «estepización» de Europa por obra de las hordas bolcheviques que, en oposición a Atila, arrasaban la civilización para que volvieran a crecer rábanos picantes.
Man lebt in seiner Sprache,
escribió Hanns Johst, uno de nuestros mejores poetas nacionalsocialistas: «El hombre mora en su lengua». Tengo la seguridad de que Voss no habría dicho lo contrario.

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