Me lancé a esa tarea de forma encarnizada. Como no había sitio bastante en la SS-Haus, Brandt mandó que me dieran una serie de despachos en la última planta de la
Zentralabteilung
del Ministerio del Interior, en la Kónigsplatz y en un recodo del Spree; desde mis ventanas, me hallaba a espaldas del Reichstag, pero divisaba, de un lado, y por detrás de la Ópera Kroll, toda la extensión verde y apacible del Tiergarten, y, del otro lado, pasados el río y el puente Moltke, la estación de aduanas de Lehrter, con su extensa red de vías de estacionamiento por las que pasaba continuamente un tráfico lento, traqueteante, sedante, un perpetuo placer de niño. Mejor aún, el Reichsführer no venía nunca por aquí: por fin podía fumar en paz en mi despacho. Fräulein Praxa, quien, bien pensado, no me desagradaba del todo y por lo menos sabía coger el teléfono y tomar los recados, se mudó conmigo; conseguí también que me dejaran a Piontek. Brandt me puso además a un Hauptscharführer, Walser, para que se ocupara del archivo, y a dos taquimecanógrafas, y me dio permiso para coger un auxiliar administrativo con graduación de Untersturmführer; le pedí a Thomas que me recomendase a uno, Asbach, un joven que acababa de ingresar en la
Staatspolizei
después de haber cursado derecho y haber hecho un cursillo en la
Junkerschule
de Bad Tólz.
Los aviones británicos habían vuelto varias noches seguidas, pero cada vez en menor número: la
Wilde Sau,
que permitía a nuestros cazas derribar a los aparatos enemigos desde arriba y quedándose ellos por encima del nivel de la Flak, hacía estragos; y la Luftwaffe había empezado también a usar bengalas para iluminar los blancos como en pleno día; pasado el 3 de septiembre, los ataques aéreos cesaron por completo: se habían desanimado con nuestras nuevas tácticas. Fui a ver a Pohl a su sede de Lichterfelde para hablar de la composición del grupo de trabajo. Pohl parecía satisfechísimo de que, por fin, nos ocupásemos de forma sistemática del problema; estaba harto, me dijo con franqueza, de enviar a sus Kommandanten órdenes tras las que no había consecuencias. Nos pusimos de acuerdo en que el Amtsgruppe D enviaría tres representantes, uno por departamento; Pohl me propuso también a un administrador de la sede de la DWB, las Empresas Económicas Alemanas, para aconsejarnos acerca de los aspectos económicos y los impedimentos de las firmas que utilizaban mano de obra presa; y, por último, envió destacado al grupo a su inspector de Nutrición, el profesor Weinrowski, un hombre ya canoso y de ojos húmedos, con un profundo hoyuelo en la barbilla, en el que anidaban pelos ásperos que habían escapado de la cuchilla de afeitar. Weinrowski llevaba ya casi un año esforzándose por mejorar la alimentación de los
Haftlinge
sin éxito alguno, pero tenía experiencia con los obstáculos y Pohl quería que participase en los trabajos. Tras un intercambio de correspondencia con los departamentos afectados, convoqué una primera reunión para hacer balance de la situación. A petición mía, el profesor Weinrowski nos había preparado, junto con su ayudante, el Hauptsturmführer doctor Isenbeck, una breve memoria que se repartió a los participantes y que él nos expuso oralmente. Era un espléndido día de septiembre, estaba acabando el verano; el sol brillaba sobre los árboles del Tiergarten y dejaba caer anchos tramos de sol en nuestra sala de conferencias, convirtiendo en un nimbo el pelo del profesor. La situación nutritiva de los
Háftlinge,
nos explicó Weinrowski con su voz entrecortada y didáctica, era bastante confusa. Las directrices centrales establecían normas y presupuestos, pero los campos se abastecían in situ, como era lógico, lo que traía consigo diferencias a veces muy notables. Para la ración tipo puso como ejemplo la del KL Auschwitz, en donde un
Haftling
que realizaba un trabajo pesado debía recibir al día 350 gramos de pan, medio litro de sucedáneo de café y un litro de sopa con patatas o nabos, añadiendo a la sopa, cuatro veces por semana, 20 gramos de carne. Los presos a quienes se encomendaba un trabajo más liviano o que trabajaban en la enfermería tenían, lógicamente, una ración menor; también había todo tipo de raciones especiales, como las de los niños del campo familiar o de los presos seleccionados para experimentos médicos. En el supuesto de que fuera posible resumir la situación, grosso modo, un preso que hacía un trabajo pesado recibía, oficialmente, alrededor de 2.150 kilocalorías diarias, y quien hacía un trabajo liviano, 1.700. Ahora bien, incluso sin saber si se cumplían esas normas, ya resultaban, en sí, insuficientes: un hombre en estado de reposo precisa, según la estatura y el peso, y teniendo en cuenta el entorno, un mínimo de 2.100 kilocalorías diarias para conservar la salud; y un hombre que trabaja, 3.000. Los presos no podían, pues, sino consumirse, tanto más cuanto que el equilibrio entre lípidos, glúcidos y prótidos no se respetaba ni con mucho: el 6,4 por ciento de la ración, en el mejor de los casos, consistía en proteínas, mientras que habría hecho falta, por lo menos, un diez por ciento, e incluso un quince por ciento. Tras acabar la exposición, Weinrowski se sentó con expresión satisfecha y yo leí unos extractos de la serie de órdenes del Reichsführer a Pohl para la mejora de la alimentación en los campos, que había mandado analizar a Asbach, mi nuevo ayudante. La primera de esas órdenes, que se remontaba a marzo de 1942, no era muy concreta que digamos: el Reichsführer se limitaba a pedirle a Pohl, pocos días después de la incorporación de la IKL a la WVHA, que
desarrollara gradualmente un régimen que, como el de los soldados romanos o los esclavos egipcios, contuviera todas las vitaminas sin dejar de ser sencillo y barato.
Las siguientes cartas eran más concretas:
más vitaminas, verduras crudas en grandes cantidades y cebollas, zanahorias, colinabos, nabos,
y además
ajo,
mucho ajo,
sobre todo en invierno, para mejorar la salud.
«Conozco esas órdenes -dijo el profesor Weinrowski, cuando acabé-. Pero, en mi opinión, no es eso lo esencial». Para un hombre que trabaja, lo importante son las calorías y las proteínas; las vitaminas y los micronutrientes no dejan de ser secundarios. El Hauptsturmführer doctor Alicke, que representaba al D III, estaba de acuerdo con ese punto de vista; el joven Isenbeck, en cambio, tenía dudas: pensaba, al parecer, que las teorías clásicas de nutrición subestimaban las vitaminas, y aportaba en apoyo de esta opinión, como si con eso quedara todo zanjado, un artículo sacado de una publicación profesional británica de 1938, referencia que no pareció impresionar mucho a Weinrowski. El Hauptsturmführer Gorter, el representante de la
Arbeitseinsatz,
tomó a su vez la palabra: en lo referido a las estadísticas globales de los presos registrados, seguía notándose una mejora progresiva de la situación; de un 2,8 por ciento en abril, la tasa media de mortalidad había pasado a un 2,23 por ciento en julio y, luego, a un 2,09 por ciento en agosto. Incluso en Auschwitz rondaba el 3,6 por ciento, una disminución considerable desde el mes de marzo. «En este momento, el sistema de los KL cuenta con unos 160.000 presos: de esta cantidad, la
Arbeitseinsatz
tiene clasificados como no aptos para el trabajo sólo a 35.000, y 100.000, lo cual no es poco, trabajan fuera, en fábricas o en empresas». Con los programas de obras de construcción del Amtsgruppe C, la sobrepoblación, fuente de epidemias, iba a menos; si bien era cierto que la ropa seguía siendo un problema, pese a usar prendas de los judíos, el aspecto médico había progresado mucho; en resumidas cuentas, la situación parecía estarse estabilizando. El Obersturmführer Jedermann, de la administración, manifestó que estaba bastante de acuerdo y, recordó, a continuación, que el control de los costes seguía siendo un problema vital: las partidas presupuestarias eran muy rígidas. «Eso es completamente cierto -intervino entonces el Sturmbannführer Rizzi, el especialista económico que había elegido Pohl-, pero, pese a todo, hay que tener en cuenta muchos factores». Era un oficial de mi edad, con pelo ralo y nariz respingona, casi eslavo; cuando hablaba, apenas movía los labios finos y exangües, pero se expresaba con claridad y precisión. La productividad de un preso podía generalmente explicarse en términos de un porcentaje de la de un trabajador alemán o de un trabajador extranjero; ahora bien, esas dos categorías traían consigo costes mucho más considerables que los de un
Haftling,
por no mencionar el hecho de que su disponibilidad era cada día más limitada. Era cierto que, desde que las grandes empresas y el Ministerio de Armamento se habían quejado de la competencia desleal, las SS no podían ya proporcionar a sus propias empresas presos a coste real, sino que tenían que facturarlos con el mismo coste que para las empresas externas, es decir entre cuatro y seis reichsmarks diarios, aunque, por supuesto, el coste de mantenimiento de un preso era muy inferior a esa cantidad. Ahora bien, un leve aumento del coste real de mantenimiento, bien gestionado, podía traer consigo un aumento considerable de la ratio de productividad, en cuyo caso todo el mundo salía ganando. «Me explico: la WVHA se gasta actualmente digamos 1,5 reichsmarks diarios en un preso capaz de hacer el diez por ciento del trabajo de un trabajador alemán. Por lo tanto, se necesitan diez presos, es decir, 15 reichsmarks diarios para sustituir a un alemán. Pero ¿y si gastándonos dos reichsmarks diarios en un preso pudiéramos darle nuevas fuerzas, incrementar su tiempo de trabajo y, en consecuencia, formarlo como es debido? En tal caso, podría preverse que un preso pudiera, al cabo de unos meses, aportar el cincuenta por ciento del trabajo de su homólogo alemán: de esa forma sólo se necesitarían ya dos presos, es decir, cuatro reichsmarks diarios, para hacer la misma tarea que un alemán. ¿Me siguen? Por supuesto, estas cantidades no son sino aproximaciones. Habría que hacer un estudio».. —«¿Podría hacerlo usted?», pregunté interesado.. —«Espere, espere -me interrumpió Jedermann-. Si yo tengo que poner para cien mil presos dos reichsmarks y no 1,5, me encuentro con un sobrecoste de 50.000 reichsmarks netos diarios. Y eso no cambia por el hecho de que produzcan más o menos. Porque el presupuesto con el que yo cuento no varía».. —«Eso es cierto -respondí-. Pero veo adonde quiere llegar el Sturmbannführer Rizzi. Si su idea es válida, crecerán los beneficios globales de las SS, puesto que los presos producirán más sin que suban los costes de las empresas que los usan. Bastaría, si pudiéramos demostrar eso, con convencer al Obergruppenführer Pohl de adjudicar parte de esos beneficios mayores al presupuesto de mantenimiento del Amtsgruppe D».. —«Sí, no es ninguna tontería -opinó Gorter, el hombre de Maurer-. Y si los presos se agotan menos, al final los efectivos, de hecho, crecen más deprisa. De ahí la importancia de reducir la mortalidad, en último término».
Así acabó la reunión y propuse un reparto de tareas para preparar la reunión siguiente. Rizzi intentaría estudiar si su idea era válida; Jedermann nos expondría con todo detalle sus trabas presupuestarias; en cuanto a Isenbeck, le encargué, con el visto bueno de Weinrowski (quien estaba claro que no tenía demasiadas ganas de desplazarse), que hiciera una rápida inspección en cuatro campos: los KL Ravensbrück, Sachsenhausen, Gross-Rosen y Auschwitz, para traernos todas las tablas de las raciones y de los menús que se preparaban realmente, desde hacía un mes, para las principales categorías de presos y, sobre todo, unas muestras de las raciones, para analizarlas. Quería comparar los menús teóricos con las comidas que se servían de verdad.
Al oír este último comentario, Rizzi me lanzó una mirada de curiosidad; tras levantarse la sesión, me lo llevé a mi despacho. «¿Tiene razones para creer que a los
Haftlinge
no se les da lo que habría que darles?», me preguntó con su estilo seco y abrupto. Me parecía un hombre inteligente y su propuesta me había movido a pensar que nuestras ideas y nuestros objetivos podrían resultar coincidentes: decidí convertirlo en un aliado; en cualquier caso, no veía riesgo alguno en sincerarme con él. «Sí que lo tengo -le dije-. La corrupción es un problema de primera categoría en los campos. Buena parte de los alimentos que compra el D IV se desvía. Es difícil dar cifras, pero a los
Haftlinge
del final de la cadena -no me refiero ni a los kapos ni a los
Prominenten
se los priva al menos de entre un veinte y un treinta por ciento de su ración. Y como esa ración es insuficiente de por sí, sólo los presos que consiguen un suplemento de comida legal o ilegal tienen la oportunidad de seguir con vida más de unos pocos meses». —«Ya veo». Reflexionó, frotándose el puente de la nariz por debajo de las gafas. «Deberíamos calcular de forma exacta la esperanza de vida y adaptarla al grado de especialización». Hizo otra pausa y luego dijo, a modo de conclusión: «Bueno, voy a ver».
Por desdicha tardé muy poco en darme cuenta de que mi entusiasmo inicial iba a quedar un tanto frustrado. Las reuniones siguientes se quedaron atascadas en un montón de detalles técnicos tan voluminoso como contradictorio. Isenbeck había realizado un buen análisis de los menús, pero parecía incapaz de demostrar qué relación había entre ellos y las raciones que en realidad se distribuían; Rizzi parecía centrado en la idea de acentuar la división entre trabajadores especialistas y no especialistas y acumular los esfuerzos en los primeros; Weinrowski no conseguía ponerse de acuerdo con Isenbeck y Alicke en la cuestión de las vitaminas. Para intentar dar empuje a los debates, invité a un representante del ministerio de Speer. Schmelter, que estaba al frente del departamento para subsidios de la mano de obra del ministerio, me contestó que ya iba siendo hora de que las SS tuvieran en cuenta ese problema y me envió a un Oberregierungsrat con una larga lista de quejas. El ministerio de Speer acababa de absorber parte de las competencias del Ministerio de Economía y lo habían vuelto a bautizar con el nombre de Ministerio de Armamento y Producción de Guerra, es decir, con el bárbaro acrónimo RMfRuK, para dejar constancia de su ampliación de competencias en ese ámbito; y aquella reorganización parecía reflejarse en el aplomo inquebrantable del doctor Khüne, el enviado de Schmelter. «No hablo sólo en nombre del ministerio -empezó, cuando lo hube presentado a mis colegas-, sino también en nombre de las empresas que usan la mano de obra que proporcionan las SS, cuyas reiteradas quejas nos llegan a diario». Aquel Oberregierungsrat llevaba un traje marrón, corbata de pajarita y un bigote prusiano cortado a cepillo; se peinaba cuidadosamente el escaso pelo filamentoso hacia un lado, para que le tapara la oblonga cúpula de la cabeza. Pero la firmeza de las palabras desmentía la apariencia un tanto ridicula. Como no podíamos por menos de saber, los presos solían llegar a las fábricas en un estado de gran debilidad y era frecuente que al cabo de pocas semanas hubiera que devolverlos al campo. Ahora bien, formarlos requería un mínimo de varias semanas; los instructores escaseaban y no había medios para formar a grupos nuevos cada mes. Además, para cualquier trabajo, por pequeño que fuere, que requiriera una calificación mínima, se precisaban seis meses al menos antes de que el rendimiento alcanzara un nivel satisfactorio, y pocos presos duraban tanto. El Reichsminister Speer se sentía muy decepcionado ante tal estado de cosas y era de la opinión de que, en ese terreno, la contribución de las SS al esfuerzo de guerra debería mejorar. A modo de conclusión, nos entregó una memoria en que había extractos de cartas de las empresas. Cuando se fue, mientras yo hojeaba la memoria, Rizzi se encogió de hombros y se pasó la lengua por los labios finos: «Eso mismo es lo que llevo diciendo desde el principio. Los trabajadores cualificados». Yo le había pedido también a la oficina de Sauckel, el plenipotenciario general para la
Arbeitseinsatz
o GBA, que enviase a alguien que expusiera sus puntos de vista: un ayudante de Sauckel me contestó con no poca acritud que, en vista de que la SP estimaba oportuno buscar cualquier pretexto para detener a los trabajadores extranjeros y enviarlos a engrosar los efectivos de los campos, les correspondía a las SS hacerse cargo de su manutención y que la GBA se lavaba las manos. Brandt me había llamado por teléfono para recordarme que el Reichsführer daba mucha importancia a la opinión de la RSHA; por lo tanto, escribí también a Kaltenbrunner, quien me remitió a Müller; éste, a su vez, me respondió que entrara en contacto con el Obersturmbannführer Eichmann. Por mucho que protesté, alegando que el problema iba mucho más allá del caso exclusivo de los judíos, que era el único en que tenía competencia Eichmann, Müller siguió en sus trece; así que llamé por teléfono a la Kurfürstenstrasse y le pedí a Eichmann que enviara a algún colega; me contestó que prefería ir él. «Günther, mi adjunto, está en Dinamarca -me explicó cuando fui a recibirlo-. De todos modos, las cuestiones de esta importancia prefiero tratarlas personalmente». Ya en la mesa de la reunión, se embarcó en un alegato despiadado contra los presos judíos, quienes, según él, representaban una amenaza cada vez mayor; desde los episodios de Varsovia, los levantamientos iban a más; en una revuelta en un campo especial, en el Este (se trataba de Treblinka, pero Eichmann no lo especificó), habían muerto varios SS y se habían escapado varios cientos de presos; no habían podido volver a detenerlos a todos. La RSHA, al igual que el propio Reichsführer, temía que hubiera cada vez más incidentes de aquéllos, y eso era algo que, en vista de la situación tensa del frente, no nos podíamos permitir. Nos recordó, además, que los judíos que llegaban a los campos en convoyes de la RSHA estaban todos sentenciados a muerte: «Y eso es inamovible, incluso aunque quisiéramos cambiarlo. Como mucho, tenemos derecho a sacar de ellos, como quien dice, su capacidad de trabajo en provecho del Reich antes de que se mueran». Dicho de otro modo, incluso aunque quedasen aplazados algunos objetivos políticos por razones económicas, no por ello dejaban de seguir vigentes; así que no se trataba de distinguir entre presos especialistas o no -ya le había explicado yo brevemente de qué habíamos hablado-, sino entre las diversas categorías políticas y policíacas. A los trabajadores rusos o polacos detenidos por robo, por ejemplo, se los enviaba a un campo, pero no había más condena que ésa, así que la WVHA podía disponer de ellos como le conviniera. En cuanto a los condenados por «mácula racial», la cosa era ya más vidriosa. En lo tocante a los judíos y a los asocíales que enviaba el Ministerio de Justicia, todo el mundo debía decir las cosas bien claras: eran sólo un préstamo a la WVHA, porque la RSHA conservaba jurisdicción sobre ellos hasta que morían; a ellos había que aplicarles estrictamente la política del
Vernichtung durch Arbeit,
el exterminio por el trabajo; por lo tanto era inútil malgastar comida con ellos. Aquellas palabras impresionaron mucho a algunos de mis colegas y, cuando se fue Eichmann, empezamos a proponer raciones diferentes para los presos judíos y para los otros; llegué incluso a entrevistarme de nuevo con el Oberregierungsrat Khüne para comunicarle esa sugerencia; me respondió por escrito que, en tal caso, las empresas rechazarían seguramente a los presos judíos, lo que iba en contra del acuerdo entre el Reichsminister Speer y el Führer y también en contra del decreto de enero de 1943 sobre la movilización de la mano de obra. No obstante, mis colegas no descartaron del todo la idea. Rizzi preguntó a Weinrowski si era técnicamente posible calcular raciones que permitieran matar a un hombre en un plazo dado: una ración, por ejemplo, que le diera tres meses de vida a un judío sin especializar; otra que le diera nueve meses de vida a un obrero especialista asocial. Weinrowski tuvo que explicarle que no, que no lo era; por no mencionar los demás factores, tales como el frío y las enfermedades, todo dependía del peso y de la resistencia del individuo; con determinada ración, un hombre podía morir en tres semanas, mientras que otro podría durar indefinidamente, tanto más cuanto que el preso espabilado siempre se buscaría extras, mientras que el que ya estuviera débil y apático se dejaría morir más deprisa. Al oír ese razonamiento, al Hauptsturmführer doctor Alicke se le ocurrió una brillante idea: «Lo que dice usted -intervino, como si pensara en voz alta- es que los presos más fuertes se las apañarán siempre para quitarles parte de sus raciones a los más débiles y para durar más, en vista de eso. Pero, en cierto modo, ¿no nos interesa acaso a todos que los presos más débiles no reciban ni siquiera su ración completa? En cuanto hayan pasado determinado nivel de debilidad, les robarán la ración automáticamente como quien dice, comerán menos y se morirán más deprisa, y así nos ahorraremos su comida. En cuanto a la parte que les roban, dará más fuerzas a los presos en mejor estado, que trabajarán mejor. Es sencillamente el mecanismo de la ley de supervivencia del más fuerte; así es como un animal enfermo sucumbe rápidamente ante los predadores». La verdad es que aquello era ir demasiado lejos y reaccioné con acritud: «Hauptsturmführer, el Reichsführer no estableció el régimen de los campos de concentración para llevar a cabo experimentos a puerta cerrada basados en las teorías del darwinismo social. Así que su razonamiento no me parece demasiado pertinente que digamos». Me volví hacia los demás: «El auténtico problema es: ¿a qué queremos dar prioridad? ¿A los imperativos políticos o a las razones económicas?». —«Eso no es, desde luego, en este nivel en donde puede decidirse», dijo tranquilamente Weinrowski.. —«De acuerdo -intervino Gorter-, pero eso no quita para que, en lo que tiene que ver con la
Arbeitseinsatz,
las instrucciones estén claras: deben ponerse todos los medios para incrementar la producción de los
Haftlinge».