Cuando cogía un coche en vez de un caballo, a Höss le gustaba conducir personalmente, y, a la mañana siguiente, vino a buscarme a la puerta de la
Haus.
Piontek, al ver que no iba a necesitarlo, me pidió el día libre; quería ir en tren a ver a su familia a Tarnowitz; le dije que se tomara también la noche libre. Höss me proponía empezar por Auschwitz II: llegaba de Francia un convoy RSHA y quería enseñarme el proceso de selección. Lo realizaban en una rampa de la estación de mercancías, a medio camino entre los dos campos, y lo dirigía un médico de la guarnición, el doctor Thilo. Cuando llegamos, estaba esperando, en la cabeza del andén, con unos guardianes Waffen-SS, unos perros y cuadrillas de presos con uniforme de rayas que, al vernos, se quitaron precipitadamente los gorros de las cabezas afeitadas. Hacía aún mejor tiempo que el día anterior; las montañas, al sur, brillaban al sol; de esa dirección llegaba el tren, después de haber cruzado por el Protektorat y Eslovaquia. Mientras esperábamos, Höss me explicó el procedimiento. Trajeron, luego, el tren y abrieron las puertas de los vagones de mercancías. Yo me esperaba una irrupción caótica: pese a los gritos y a los ladridos de los perros, todo transcurrió de forma relativamente ordenada. Los recién llegados, visiblemente desorientados y exhaustos, asomaban de los vagones entre un hedor abominable a excrementos; los
Haftlinge
del Kommando de trabajo, dando berridos en una jerigonza mezcla de polaco, yiddish y alemán, los obligaban a dejar los equipajes y a ponerse en fila, los hombres de un lado y las mujeres y los niños de otro; y mientras las filas avanzaban, arrastrando los pies, hacia Thilo y éste separaba a los aptos para el trabajo de los que no valían y mandaba a las madres en la misma dirección que a los niños, hacia unos camiones que estaban esperando algo más allá -«Sé que podrían trabajar -me había explicado Höss-, pero intentar separarlas de sus crios sería exponerse a todo tipo de desórdenes»-, yo recorría las filas con paso lento. La mayoría hablaba en voz baja en francés; otros, sin duda unos judíos nacionalizados o extranjeros, en varias lenguas: escuchaba las frases que entendía, las preguntas, los comentarios; aquelias personas no tenían la menor idea de en dónde estaban ni de qué les esperaba. Los
Háftlinge
del Kommando los tranquilizaban, obedeciendo las consignas: «No os preocupéis, que luego os volveréis a reunir y os devolverán el equipaje; os están esperando la sopa y el té después de la ducha». Las columnas avanzaban a pasitos cortos. Un mujer, al verme, me preguntó en mal alemán, señalando a su hijo: «¡Herr Offizier! ¿Nos dejarán quedarnos juntos?».. —«No se preocupe, señora -contesté en francés, muy educado-, que no los van a separar». En el acto brotaron preguntas de todos lados: «¿Vamos a trabajar? ¿Las familias podrán estar juntas? ¿Qué van a hacer con los viejos?». Antes de que yo pudiera contestar, ya se había abalanzado un suboficial y estaba repartiendo palos. «¡Basta, Rottenführer!», exclamé. Puso expresión contrita: «Es que no hay que dejar que se desmanden, Herr Sturmbannführer». Algunas personas sangraban, unos niños lloraban. El olor a inmundicias que salía de los vagones, y también de las ropas de los judíos, me asfixiaba, notaba que me volvía la antigua y familiar arcada y respiré hondo, por la boca, para controlarla. En los vagones, unas cuadrillas de presos tiraban a voleo a la rampa los equipajes abandonados, y otro tanto hacían con los cadáveres de quienes habían muerto durante el viaje. Algunos niños jugaban al escondite; los Waffen-SS no les decían nada, pero les pegaban voces si se acercaban al tren, por miedo a que se largasen por debajo de los vagones. Detrás de Thilo y de Höss, ya estaban arrancando los primeros camiones. Me acerqué a ellos y miré a Thilo manos a la obra: en algunos casos, le bastaba con una ojeada; a otros, les hacía unas cuantas preguntas, que traducía un
Dolmetscher,
les miraba los dientes, les palpaba los brazos, les mandaba que se desabrochasen las camisas. «Ya verá que en Birkenau -me comentaba Höss sólo tenemos dos instalaciones ridiculas para despiojar. Los días cargados, es algo que nos limita mucho la capacidad de recepción. Pero para un convoy solo, nos apañamos más o menos». —«¿Y qué hacen cuando hay varios convoyes?». —«Depende. Podemos mandar a algunos al centro de recepción del
Stammlager.
Y, si no, no nos queda más remedio que reducir la cantidad. Tenemos previsto construir una sauna central nueva para solucionar el problema. Ya están listos los planos y estoy esperando a que apruebe el presupuesto el Amtsgruppe C. Pero tenemos continuamente problemas económicos. Quieren que amplíe el campo, que acoja a más presos y que seleccione a más, pero a la hora de darme medios refunfuñan. Muchas veces no me queda más remedio que improvisar». Fruncí el ceño: «¿A qué llama improvisar?». Me miró con aquellos ojos apagados: «A muchísimas cosas. Firmo tratos con empresas a las que proporcionamos trabajadores: hay ocasiones en que me pagan en especies, con materiales de construcción o con otra cosa. Hasta camiones he conseguido por ese sistema. Me los mandó una empresa, para transportar a sus trabajadores, pero nunca me pidió que se los devolviera». Estaba concluyendo la selección: en total había durado menos de una hora. Cuando ya estuvieron cargados los últimos camiones, Thilo sumó rápidamente las cantidades y nos enseñó el resultado: de mil recién llegados, había seleccionado a 369 hombres y a 191 mujeres. «El cincuenta y cinco por ciento -comentó-. A los convoyes del oeste siempre se les saca buenas medias. En cambio, los convoyes polacos son una catástrofe. Con ellos nunca se va más allá del veinticinco por ciento y, a veces, si descontamos un dos o un tres por ciento, la verdad es que no hay nada con lo que nos podamos quedar».. —«¿Y eso a qué lo atribuye?». —«Llegan en un estado deplorable. Los judíos del GG llevan años viviendo en guetos, están mal alimentados y son portadores de todo tipo de enfermedades. Incluso de entre los que seleccionamos se mueren muchos durante la cuarentena, y eso que intentamos fijarnos bien». Me volví hacia Höss: «¿Les llegan muchos convoyes del oeste?». —«¿De Francia? Este ha hecho el número cincuenta y siete. Nos han llegado veinte de Bélgica. De Holanda, ya no me acuerdo. Pero en estos últimos meses nos han llegado sobre todo convoyes de Grecia. No son nada del otro mundo. Venga, voy a enseñarle el proceso de recepción». Saludé a Thilo y volví a subirme al coche. Höss conducía deprisa. Por el camino me siguió explicando las dificultades con las que se topaba: «Desde que el Reichsführer decidió dedicar Auschwitz al exterminio de los judíos sólo tenemos problemas. Durante todo el año pasado tuvimos que trabajar con instalaciones provisionales. Una auténtica chapuza. Hasta enero de este año no pude empezar a construir instalaciones permanentes con una capacidad de recepción adecuada. Y no todo está acabado aún. Hubo retrasos, sobre todo en el transporte de los materiales de construcción. Y además hubo defectos de fabricación por culpa de las prisas: el horno del crematorio III se estropeó dos semanas después de entrar en servicio; lo pusieron a demasiada temperatura. Tuve que cerrarlo para que lo arreglaran. Pero no se pueden perder los nervios, hay que tener paciencia. Nos vimos tan desbordados que no nos quedó más remedio que desviar muchos convoyes hacia los campos del Gruppenführer Globocnik, en donde, por supuesto, no hicieron selección. Ahora está la cosa más tranquila, pero dentro de diez días volveremos a las andadas: el GG quiere vaciar los últimos guetos». Delante de nosotros, en la parte de abajo de la carretera, había un edificio alargado de ladrillo rojo, que se abría con un arco en una de las extremidades y que coronaba una torre de guardia puntiaguda; de los costados salían los postes de hormigón de las alambradas y, a intervalos regulares, una serie de torres de vigilancia; detrás, hasta perderse de vista, se escalonaban filas de barracones de madera idénticos. El campo era gigantesco. Grupos de presos vestidos con uniformes a rayas andaban por los paseos; diminutos, como insectos en una colonia. Bajo la torre y delante de la verja del arco, Höss giró a la derecha. «Los camiones siguen todo recto. Los Kremas y las instalaciones de despioje están al fondo. Pero vamos a pasar primero por la Kommandantur». El coche iba siguiendo los postes encalados y las torres de vigilancia; desfilaban los barracones y aquellas hileras impecables abrían amplias perspectivas pardas. Diagonales que se perdían en lontananza se abrían y, luego, se confundían con la siguiente. «¿Las alambradas están electrificadas?» —«Desde hace poco. Ese era otro de los problemas, pero lo resolvimos». Al fondo, Höss estaba preparando un sector nuevo. «Va a ser el
Háftlingskrankenbau,
un hospital enorme que atenderá a todos los campos de la comarca». Acababa de detenerse delante de la Kommandantur e indicaba con la mano un amplio solar vacío rodeado de alambradas. «¿Le importa esperarme cinco minutos? Tengo que decirle dos palabras al Lagerführer». Salí del coche y me fumé un cigarrillo. El edificio en el que acababa de entrar Höss era también de ladrillo rojo con tejado en pendiente y una torre de tres pisos en el centro; arrancaba de allí una carretera larga que pasaba delante del sector nuevo y desaparecía en dirección a un bosque de abedules que asomaba detrás de los barracones. Había muy poco ruido; sólo, de vez en cuando, una orden breve o un grito ronco. Un Waffen-SS salió, en bicicleta, de una de las secciones del sector central y vino hacia mí; al llegar a mi altura, saludó sin detenerse y giró hacia la entrada del campo, pedaleando con calma, sin apresurarse, a lo largo de las alambradas. No había nadie en las torres de vigilancia: los centinelas, durante el día, se apostaban en una «gran cadena» alrededor de ambos campos. Miré distraídamente el coche polvoriento de Höss: ¿no tenía nada mejor que hacer que pasear a un visitante? Habría valido igual un subalterno, como en el KL Lublin. Pero Höss sabía que mi informe iría a manos del Reichsführer y a lo mejor tenía empeño en que me enterara bien del alcance de las cosas que había hecho. Cuando volvió, tiré la colilla y me metí en el coche, a su lado; tomó por la carretera que iba hacia los abedules y me fue señalando, a medida que pasábamos por ellos, los «campos» o subcampos del sector central: «Lo estamos reorganizando todo con vistas a un aprovechamiento máximo para el trabajo. Cuando acabemos, todo este campo servirá exclusivamente para abastecer de obreros a las industrias de la región e incluso del
Altreich.
Los únicos presos fijos serán los que atiendan el mantenimiento y la gestión del campo. Todos los presos políticos, sobre todo los polacos, se quedarán en el
Stammlager.
Desde febrero, tengo también un campo familiar para gitanos».. —«¿Un campo familiar?». —«Sí. Es una orden del Reichsführer. Cuando decidió que había que deportar del Reich a los gitanos, no quiso que los seleccionaran, sino que pudieran quedarse juntos, en familia, y que no trabajasen. Pero muchos se mueren de enfermedades. No lo resisten». Habíamos llegado a una barrera. Detrás, una larga fila de árboles y matorrales ocultaba una alambrada que aislaba dos largos edificios de obra, idénticos, y ambos con dos elevadas chimeneas. Höss aparcó cerca del edificio de la derecha, en un pinar ralo. Delante, en una extensión de césped bien cuidado, había mujeres y niños judíos que estaban acabando de desnudarse; los vigilaban unos guardianes y unos presos con uniforme de rayas. Había montones de ropa por todas partes, primorosamente separados; y, encima de cada montón, una ficha de madera con un número. Uno de los presos gritaba: «Venga, deprisa, deprisa, a la ducha». Los últimos judíos ya estaban entrando en el edificio; dos chiquillos traviesos se entretenían en cambiar los números de los montones; salieron corriendo cuando un Waffen-SS alzó la porra. «Aquí sucede como en Treblinka y en Sobibor -comentó Höss-. Les hacemos creer hasta el último momento que van a que los despiojen. La mayoría de las veces todo transcurre con mucha tranquilidad». Se puso a explicarme las reformas: «Allí tenemos otros dos crematorios, pero mucho mayores: las cámaras de gas son subterráneas y caben hasta dos mil personas. Aquí, las cámaras son más pequeñas, y tenemos dos por Krema: resulta mucho más práctico para los convoyes pequeños».. —«¿Cuál es la capacidad máxima?». —«En términos de gaseo, prácticamente ilimitada; la mayor limitación es la capacidad de los hornos. Los hizo especialmente para nosotros la casa Topf. Éstos tienen una capacidad oficial de 768 cuerpos en cada instalación en un período de veinticuatro horas. Pero, si es necesario, se puede forzar hasta mil o incluso hasta mil quinientos». Llegaba una ambulancia con una cruz roja y aparcó junto al coche de Höss; vino a saludarnos un médico SS con bata blanca por encima del uniforme. «Le presento al Hauptsturmführer doctor Mengele -dijo Höss-. Lleva dos meses con nosotros. Es el médico jefe del campo gitano». Le estreché la mano. «¿Le toca a usted supervisar hoy?», le preguntó Höss. Mengele asintió con la cabeza. Höss se volvió hacia mí: «¿Quiere venir a observar?».. —«No merece la pena -dije-. Ya lo conozco».. —«Y, sin embargo, resulta mucho más eficiente que el sistema de Wirth».. —«Sí, lo sé. Me lo explicaron en el KL Lublin. Han adoptado el sistema de ustedes». Al ver que Höss parecía de mal humor, le pregunté, por cortesía: «¿Cuánto tiempo tarda en total?». Mengele respondió con su voz melodiosa y suave: «El Sonderkommando abre las puertas al cabo de media hora. Pero dejamos pasar un rato para que se vaya el gas. En principio, la muerte sobreviene en menos de diez minutos. Quince, si el tiempo está húmedo».
Estábamos ya en «el Canadá», en donde los bienes incautados se clasificaban y almacenaban antes de repartirlos, cuando las chimeneas del crematorio del que nos habíamos apartado empezaron a echar humo y se extendió el mismo olor dulzón y repulsivo que noté en Belzec. Höss, al darse cuenta de mi desagrado, comentó: «Yo estoy acostumbrado a este olor desde que era muy pequeño. Es el olor de las velas de iglesia de mala calidad. Mi padre era muy piadoso y me llevaba con frecuencia a la iglesia. Quería que fuera cura. Como el dinero no llegaba para cera, hacían las velas de sebo, y soltaban este mismo olor. Es por un componente químico que llevan, pero se me ha olvidado cómo se llama; fue Wirths, nuestro médico jefe, quien me lo explicó». Insistió en enseñarme los otros dos crematorios, unas estructuras colosales que en aquel momento no estaban funcionando, el
Frauenlager,
o campo de las mujeres, y la estación de tratamiento de aguas residuales, que habían construido tras las reiteradas quejas del distrito, que alegaba que el campo contaminaba el Vístula y la capa freática de las inmediaciones. Volvió a llevarme luego al
Stammlager,
que también me hizo visitar a fondo; por fin, me condujo a la otra punta de la ciudad para enseñarme rápidamente el campo Auschwitz III, en donde vivían los presos que trabajaban para la IG Farben: me presentó a Max Faust, uno de los ingenieros de la fábrica, con quien me puse de acuerdo para volver otro día. No voy a describir todas esas instalaciones: son archiconocidas y están explicadas con todo detalle en muchos libros; no tengo nada que añadir. Al regresar al campo, Höss quiso invitarme a montar un rato a caballo, pero yo apenas si me tenía de pie y soñaba, sobre todo, con darme un baño; conseguí convencerlo para que me dejara en mi alojamiento.