Si he descrito tan prolijamenté estos encuentros con Eichmann no es porque los recuerde mejor que otras cosas: pero este Obersturmführer anodino se convirtió, con el paso del tiempo, en algo así como una celebridad y pensé que estos recuerdos míos que aportan luz al personaje podrían interesar al público. Se han escrito muchas bobadas acerca de él: no era, desde luego,
el enemigo del género humano
que describieron en Núremberg (como no estaba presente, era fácil encasquetarle todo a él, y más aún dado que los jueces no entendían gran cosa de cómo funcionaban nuestros servicios); no era tampoco una encarnación del
mal vulgar,
un robot sin alma ni rostro, como quisieron hacer creer durante el juicio. Era un burócrata con mucho talento y muy competente en el desempeño de sus funciones, de una categoría indiscutible y con apreciable sentido de la iniciativa personal, pero sólo dentro de unas tareas concretas: en un puesto de responsabilidad en el que hubiera tenido que tomar decisiones en lugar de su Amtchef Müller, por ejemplo, se habría visto perdido; pero como directivo de un escalón intermedio habría sido el orgullo de cualquier empresa europea. Nunca vi que sintiera un odio especial hacia los judíos; sencillamente, en ello se asentaba su carrera, se había convertido no sólo en su especialidad, sino en su fondo de comercio y, más adelante, cuando se lo quisieron quitar, lo defendió celosamente, cosa comprensible. Pero habría podido dedicarse a cualquier otra cosa; y cuando dijo a sus jueces que opinaba que el exterminio de los judíos era una equivocación, podemos creerlo; había muchos, en la RSHA y, sobre todo, en el SD, que opinaban otro tanto, ya lo he explicado; pero, una vez tomada la decisión, había que ejecutarla, de eso era muy consciente y, además, su carrera dependía de ello. No era desde luego el tipo de personas con las que me gustaba tratarme; su capacidad para pensar por sí mismo era limitadísima y, mientras volvía a casa aquella noche, me preguntaba por qué me había mostrado tan abierto, por qué me había metido con tamaña facilidad en aquel ambiente confianzudo y sensiblero que solía repugnarme tanto. Era posible que también yo sintiera la necesidad de notar que pertenecía a algo. El interés que sentía él estaba claro; yo era un aliado potencial que se movía en una esfera elevada a la que, en circunstancias normales, no habría podido acceder. Pero, pese a toda aquella cordialidad, sabía que yo seguía siendo alguien ajeno a su departamento y, por lo tanto, una amenaza en potencia para sus competencias. Y yo presentía que le plantaría cara de forma astuta y obstinada a cualquier obstáculo que estorbase lo que él consideraba su objetivo, y que no era hombre al que fuera fácil oponerse. Me hacía cargo de sus aprensiones ante el peligro que suponía concentrar a los judíos: pero yo opinaba que aquel peligro podía minimizarse si era necesario; bastaría con pensar y tomar las medidas adecuadas. Por el momento, seguía con la mente abierta y no había llegado a ninguna conclusión; me reservaba mis opiniones para cuando hubiera acabado de analizar las cosas.
¿Y el Imperativo kantiano? A decir verdad, no estaba yo muy enterado; le había dicho lo primero que se me había ocurrido al pobre Eichmann. En Ucrania o en el Cáucaso las cuestiones así todavía me importaban, me atormentaban las dificultades y hablaba de todo ello con seriedad y con la sensación de que se trataba de problemas vitales. Pero al parecer, me había quedado sin aquella sensación. ¿Dónde y cuándo? ¿En Stalingrado? ¿O después? Hubo un momento en que creí que me iba a ir a pique, que me hundirían las historias que volvían a flote desde lo hondo de mi pasado. Y, luego, con la muerte estúpida e incomprensible de mi madre, también desaparecieron esas angustias; la sensación predominante ahora era la de una gigantesca indiferencia, no adusta, sino liviana y concreta. No tenía más compromiso que mi trabajo; me daba cuenta de que me habían puesto ante un reto estimulante que iba a obligarme a recurrir a todas mis capacidades y quería tener éxito, no pensando en un ascenso, o por ambiciones ulteriores, pues no las tenía, sino, sencillamente, para disfrutar de la satisfacción del trabajo bien hecho. En ese estado de ánimo me fui a Polonia y dejé en Berlín a Fräulein Praxa para que se ocupara de mi correspondencia, de mi alquiler y de sus uñas. Había escogido un momento oportuno para comenzar el viaje: mi ex superior en el Cáucaso, Walter Bierkamp, tomaba el relevo del Oberführer Schóngarth como BdS del General-Gouvernement; me enteré por Brandt e hice que me invitaran a su presentación. Sucedía esto a mediados de junio de 1943. La ceremonia transcurrió en Cracovia, en el patio interior del Wawel, un edificio espléndido incluso aunque las banderas ocultasen las elevadas y esbeltas hileras de columnas. Hans Frank, el gobernador general, pronunció un largo discurso desde un estrado construido al fondo del patio, rodeado de dignatarios y de una guardia de honor, un tanto ridículo con su uniforme pardo de la SA y aquella gorra alta, en forma de tubo de estufa, cuyo barboquejo se le clavaba en las gruesas mejillas. Me sorprendió la cruda franqueza del discurso; aún lo recuerdo, porque el auditorio era muy nutrido, no sólo representantes de la SP o del SD, sino también Waffen-SS, funcionarios del GG y oficiales de la Wehrmacht. Frank daba la enhorabuena a Schóngarth, que estaba de pie detrás de él, muy tieso, y le sacaba una cabeza de estatura a Bierkamp, por sus
éxitos en la ejecución de aspectos difíciles del nacionalsocialismo.
Aquel discurso sobrevivió en los archivos; he aquí un extracto que proporciona una idea del tono que tuvo:
En estado de guerra, cuando la victoria está en juego, cuando miramos a la eternidad a los ojos, es éste un problema de extremada dificultad. ¿Cómo, suelen preguntar, la necesidad de cooperar con una cultura extranjera puede compaginarse con el objetivo ideológico -por llamarlo así- de eliminar el
Volkstum
polaco? ¿Cómo es compatible la necesidad de mantener una producción industrial con la necesidad, por ejemplo, de exterminar a los judíos?
Las preguntas eran buenas, pero me asombraba que las hiciera tan abiertamente. Un funcionario del GG me aseguró luego que Frank siempre hablaba así y que, en cualquier caso, el exterminio de los judíos en Polonia no era un secreto para nadie. Frank, que debía de haber sido un hombre apuesto antes de que la grasa le invadiera los rasgos, hablaba con voz fuerte, aunque chillona, un poco histérica; se ponía continuamente de puntillas, asomando la tripa por encima del podio, y no paraba de mover la mano. Schóngarth, un hombre de frente despejada y cuadrada, que hablaba con voz sosegada y con cierta pedantería, pronunció también un discurso; luego, habló Bierkamp, cuyas proclamaciones de fe nacionalsocialista no podían por menos de parecerme un tanto hipócritas (pero probablemente era que me costaba perdonarle la mala pasada que me había jugado). Cuando fui a felicitarlo, durante la recepción, puso cara de que estaba encantado de verme: «¡Sturmbannführer Aue! He oído decir que tuvo un comportamiento heroico en Stalingrado. ¡Enhorabuena! Nunca dudé de usted». En aquella cara menuda, de nutria, la sonrisita parecía una mueca; pero era perfectamente posible que se le hubieran olvidado de verdad las últimas palabras que me dijo en Voroshilovsk, poco compatibles con mi nueva situación. Me hizo unas cuantas preguntas acerca de mi cometido y me garantizó que sus servicios cooperarían siempre por completo, además de prometerme una carta de recomendación para sus subordinados de Lublin, por donde contaba yo empezar la inspección; me contó también, entre una copa y otra, cómo había traído de vuelta al grupo D por Bielorrusia, en donde, tras volverlo a bautizar como
Kampfgruppe Bierkamp,
le encomendaron la lucha contra los partisanos, sobre todo al norte de los pantanos del Pripet, y participó en las amplias operaciones de rastreo, como aquella a la que llamaron «Cottbus» que acababa de concluir por la época en que lo trasladaban a Polonia. De Korsemann me dijo, entre susurros y con un tono confidencial, que había obrado mal y estaba a punto de perder el cargo; estaban hablando de juzgarlo por cobardía ante el enemigo; lo menos que podía pasarle era que lo degradasen y lo mandaran al frente a pagar sus culpas. «Debería haber tomado ejemplo de alguien como usted. Pero eso de ser tan complaciente con la Wehrmacht le ha costado caro». Estas palabras me hicieron sonreír: para un hombre como Bierkamp estaba claro que el éxito lo era todo. Él no se las había apañado mal; el puesto de BdS era un puesto importante, sobre todo en el General-Gouvernement. Yo tampoco aludí al pasado. Lo que importaba era el presente, y si Bierkamp podía ayudarme, tanto mejor.
Pasé unos cuantos días en Cracovia, para asistir a algunas reuniones y también para disfrutar un poco de esa hermosa ciudad. Visité la antigua judería, el Kasimierz, en donde ahora vivían unos polacos desmejorados, enfermizos y sarnosos, que la germanización había desplazado desde los «territorios incorporados». Nadie había destruido las sinagogas: se decía que Frank tenía empeño en que subsistieran algunas trazas materiales del judaismo polaco para edificación de generaciones futuras. Algunas se usaban de almacén y otras estaban cerradas; hice que me abrieran las dos más antiguas, que bordeaban la larga plaza Szeroka. La que llamaban «la Antigua» databa del siglo XV, y tenía un edificio anejo, alargado, de tejado almenado, que añadieron para las mujeres en el siglo XVI o a principios del XVII; la usaba la Wehrmacht para almacenar víveres y piezas sueltas; la fachada de ladrillos, remodelada en varias ocasiones, con ventanas ciegas, arcos de piedra caliza blanca y piedras de gres engastadas un tanto al azar, tenía un encanto casi veneciano y debía, por lo demás, mucho a los arquitectos italianos que habían trabajado en Polonia y en Galitzia. La sinagoga Remuh, en el otro extremo de la plaza, era una edificación exigua y ahumada, sin interés arquitectónico; del gran cementerio judío que la rodeaba y que, seguramente, habría merecido la pena visitar, no quedaba sino un solar devastado; se habían llevado las antiguas piedras sepulcrales para usarlas como material de construcción. El joven oficial de la
Gestapostelle
que me acompañaba conocía muy bien la historia del judaismo polaco y me indicó el emplazamiento de la tumba del rabino Moses Isserles, un famoso talmudista. «En cuanto el príncipe Mieszko empezó, en el siglo X, a implantar la fe católica en Polonia, -me explicó-, los judíos se presentaron para hacerse cargo del comercio de la sal, del trigo, de las pieles y del vino. Como enriquecían a los reyes, les concedían franquicia tras franquicia. El pueblo, por entonces, era aún pagano, sano y sin malear, si dejamos de lado a unos cuantos ortodoxos que había en el Este. Así fue como los judíos colaboraron con la implantación del catolicismo en tierra polaca y, a cambio, el catolicismo protegía a los judíos. Cuando el pueblo ya se había convertido hacía mucho, los judíos seguían teniendo esa posición de agentes de los poderosos, y ayudaban a los
pan
a sangrar a los campesinos de todas las formas posibles, ejerciendo de intendentes, de usureros y conservando firmemente en sus manos todo el comercio. De ahí la persistencia y la fuerza del antisemitismo polaco: para el pueblo polaco los judíos siempre fueron unos explotadores; e incluso, aunque sientan un odio profundo por nosotros, por otra parte aprueban de todo corazón nuestra solución al problema judío. Esto también es cierto para los partisanos del
Armia Krajova,
que son todos católicos y meapilas, pero lo es algo menos en el caso de los partisanos comunistas, que, a veces, se ven en la obligación de obedecer de mala gana, de seguir la línea del Partido y de Moscú». —«Sin embargo, el AK les ha vendido armas a los judíos de Varsovia». —«Las peores que tienen, y en cantidades ridiculas y a precios exorbitantes. Según las informaciones que tenemos, sólo aceptaron vendérselas porque fue una orden directa de Londres, en donde los judíos manipulan a su supuesto gobierno en el exilio».. —«¿Y cuántos judíos quedan ahora?». —«No sé la cantidad exacta. Pero puedo asegurarle que, antes de que acabe el año, habremos liquidado todos los guetos. Salvo en nuestros campos y salvo un puñado de partisanos, no quedarán ya judíos en Polonia. Y entonces habrá llegado por fin la hora de ocuparse en serio de la cuestión polaca. Ellos también tendrán que someterse a una merma demográfica considerable».. —«¿Total?». —«No sé si total. Las oficinas económicas lo están pensando y echando cuentas. Pero será grande. Están muy superpoblados y, sin eso, esta comarca nunca podrá prosperar ni desarrollarse».
Polonia no será nunca un país bonito, pero algunos de sus paisajes tienen un encanto melancólico. Se necesitaba alrededor de medio día para ir de Cracovia a Lublin. Bordeaban la carretera patatares extensos y lúgubres, que interrumpían regueras; alternaban con bosques de pinos silvestres y de chopos de suelo pelado, sin matorrales, sombríos y mudos y como clausurados a la luz hermosa de junio. Piontek conducía con mano firme y a velocidad regular. Aquel padre de familia taciturno era un estupendo compañero de viaje; sólo hablaba cuando le dirigían la palabra y cumplía con sus tareas de forma tranquila y metódica. Todas las mañanas, me encontraba las botas lustradas y el uniforme cepillado y planchado; cuando salía, el Opel me estaba esperando, limpio del polvo y el barro de la víspera. Durante las comidas, Piontek comía con apetito y bebía poco. Y no pedía nunca nada entre comidas. Le entregué desde el principio la asignación en metálico para el viaje y llevaba meticulosamente al día el cuaderno de contabilidad en donde anotaba cada pfennig que nos gastábamos con un trozo de lápiz que humedecía con los labios. Hablaba un alemán áspero y con mucho acento, pero correcto, y también se entendía en polaco. Había nacido cerca de Tarnowitz; en 1919, después de la partición, su familia y él se convirtieron de pronto en ciudadanos polacos, pero decidieron quedarse para no perder la poca tierra que tenían; luego, mataron a su padre en una algarada, durante los días revueltos anteriores a la guerra: Piontek me aseguraba que había sido un accidente y no se lo reprochaba a sus ex vecinos polacos, a la mayoría de los cuales habían expulsado o detenido cuando esa zona de Alta Silesia volvió a incorporarse a Alemania. Otra vez ciudadano del Reich, lo movilizaron y fue a dar a la policía; desde allí, sin saber muy bien cómo, se encontró con que lo destinaban al servicio del
Persónlicher Stab,
en Berlín. Su mujer, sus dos hijas pequeñas y su anciana madre seguían viviendo en la casa de labor y las veía muy pocas veces, pero les enviaba casi todo el sueldo; y ellas le mandaban a cambio algo para suplir el cotidiano rancho, un pollo, media oca, lo suficiente para invitar a unos cuantos compañeros. Una vez le pregunté si no echaba de menos a su familia: sobre todo a las niñas, me contestó; le dolía no verlas crecer; pero no se quejaba; sabía que tenía suerte y que era mil veces preferible aquello que congelarse el culo en Rusia. «Con el permiso de usted, Herr Sturmbannführer».