Al citado Horn me lo encontré nervioso, frenético, rebosante de celo, pero también de frustración. Era un contable formado en la Universidad Politécnica de Stuttgart; al llegar la guerra, lo habían movilizado las Waffen-SS, pero en vez de mandarlo al frente lo destinaron a la WVHA. Pohl lo escogió para que organizara Ostindustrie, una filial de las Empresas Económicas Alemanas, el holding que creó la WVHA para reagrupar las compañías SS. Tenía mucho interés en el asunto, pero frente a un hombre como Globocnik estaba en inferioridad de condiciones y lo sabía. «Cuando llegué esto era un caos... inconcebible -me explicaba-. Había de todo: una fábrica de cestos y talleres de ebanistería en Radom, una fábrica de cepillos en Lublin, una fábrica de vidrio. Ya desde el principio el Gruppenführer se empeñó en quedarse con un campo de trabajo, para autoabastecerse, como él decía. Muy bien, de todas formas había tajo. Todo se gestionaba de cualquier manera. Las cuentas no estaban al día. Y la producción rozaba el cero. Algo totalmente comprensible en vista del estado de los trabajadores. Así que me puse manos a la obra: pero aquí hicieron cuanto pudieron para complicarme la vida. Formo especialistas, me los quitan y desaparecen Dios sabe dónde. Pido que mejore la alimentación de los trabajadores y me contestan que no se les puede dar más de comer a los judíos. Pido que, por lo menos, dejen de pegarles palizas continuamente y me dan a entender que no debo meterme en lo que no me importa. ¿Se puede trabajar como es debido en condiciones semejantes?» Me daba cuenta de por qué Höfle no le tenía gran simpatía a Horn: pocas veces se llega a algo con quejas. Y, sin embargo, Horn analizaba bien los dilemas: «Otro problema es que la WVHA no me apoya. Envío informe tras informe al Obergruppenführer. Me paso la vida preguntándole: "¿Qué factor debe primar? ¿El factor político-policíaco? En tal caso, sí, concentrar a los judíos es el objetivo principal y los factores económicos pasan a segundo plano. ¿O es el factor económico? Porque si es ése, hay que racionalizar la producción, organizar los campos de forma flexible para poder atender un abanico de pedidos según llegan y, sobre todo, asegurarles unos mínimos vitales de subsistencia a los trabajadores". Y el Obergruppenführer Pohl me contesta: las dos cosas. Es para tirarse de los pelos».. —«¿Y usted cree que si le dieran medios podría crear empresas modernas y rentables con trabajo forzado judío?». —«Claro que sí. Ni que decir tiene que los judíos son seres inferiores y sus sistemas de trabajo, completamente arcaicos. Estudié la organización del trabajo en el gueto de Litzmannstadt y es una catástrofe. Toda la supervisión, desde la recepción de materias primas hasta la entrega del producto acabado está a cargo de judíos. Por supuesto que no hay control alguno de calidad. Pero con supervisores arios bien formados y una división y una organización del trabajo racionales y modernas se podrían conseguir muy buenos resultados. Hay que tomar alguna decisión en ese sentido. Aquí sólo me topo con obstáculos y noto perfectamente que no cuento con ningún apoyo».
Estaba claro que buscaba uno. Me llevó a ver varias de sus empresas y me enseñó con total franqueza el estado de desnutrición y de falta de higiene de los presos que estaban bajo su responsabilidad, pero también me enseñó las mejoras que había podido implantar: mayor calidad de los artículos, que sobre todo abastecían a la Wehrmacht, y también un crecimiento cuantitativo. Tuve que admitir que sus explicaciones eran por completo convincentes: parecía estar claro que en ese terreno existía un medio de armonizar las exigencias de la guerra con un incremento de la productividad. Horn, por supuesto, no estaba al tanto de la Einsatz o, al menos, no lo estaba del alcance que ésta tenía, y me guardé muy mucho de contárselo; era, en consecuencia, difícil hacerle entender las causas de la obstrucción de Globocnik, a quien debía costarle conciliar las peticiones de Horn con lo que consideraba su misión principal. Sin embargo, Horn tenía razón en cuanto al fondo del asunto: al seleccionar a los judíos más vigorosos, al concentrarlos y al vigilarlos de una forma adecuada era cierto que se podía contribuir de forma no desdeñable a la economía de guerra.
Fui a visitar el KL. Se extendía por las ondulaciones de una colina, nada más salir de la ciudad, al oeste de la carretera de Zamosc. Era una instalación gigantesca, con largas secciones de barracones de madera, que llegaban hasta el fondo, puestos en fila, entre alambradas y rodeados de torres de vigilancia. La Kommandantur estaba fuera del campo, cerca de la carretera, al pie de la colina. Me recibió Florstedt, el Kommandant, un Sturmbannführer de rostro anómalamente estrecho y largo que revisó con todo detalle y evidente suspicacia mis órdenes de misión: «Aquí no se especifica que pueda usted entrar en el campo».. —«Mis órdenes me permiten entrar en todas las instalaciones que dependan del control de la WVHA. Si no me cree, pregúntele al Gruppenführer y él se lo confirmará». Siguió hojeando mi documentación. «¿Qué quiere ver?». —«Todo», dije con amable sonrisa. Acabó por ponerme en manos de un Untersturmführer. Era la primera vez que visitaba un campo de concentración e hice que me lo enseñaran todo. Entre los presos, o
Haftlinge,
había todo tipo de nacionalidades: rusos, polacos por supuesto, y judíos; pero también presos políticos y criminales alemanes; franceses, holandeses y a saber qué más. Los barracones alargados, cuadras de campaña de la Wehrmacht que habían modificado unos arquitectos SS, eran oscuros y hediondos y estaban atestados; los presos, cubiertos de harapos la mayoría, se apiñaban de tres en tres o de cuatro en cuatro en cada nivel de las literas. Hablé de los problemas sanitarios y de higiene con el médico jefe: fue él, sin que el Untersturmführer dejara de pisarme los talones, quien me enseñó el barracón de Baño y Desinfección, en donde, por un lado, duchaban a los recién llegados y, por el otro, gaseaban a los que no eran aptos para el trabajo. «Hasta esta primavera -especificó el Untersturmführer- sólo
actualizábamos.
Pero desde que la Einsatz nos ha pasado parte de su tarea estamos desbordados». El campo no sabía ya qué hacer con los cadáveres y había encargado un crematorio con cinco hornos de monomufla, creación de Kori, una empresa especializada de Berlín. «Compiten en el mercado con Topf und Sóhne, de Erfurt -añadió-. En Auschwitz sólo trabajan ya con Topf, pero las condiciones de Kori nos han parecido más interesantes». Curiosamente, no gaseaban con monóxido de carbono, como en los furgones que usábamos en Rusia o, por lo que había leído, en las instalaciones fijas de la Einsatz Reinhard; aquí usaban ácido cianhídrico en forma de pastillas que soltaban el gas al entrar en contacto con el aire. «Es mucho más eficaz que el monóxido de carbono -me aseguró el médico jefe-. Es rápido, los pacientes sufren menos y nunca hay fallos del motor».. —«¿De dónde sale el producto?». —«En realidad, es un desinfectante industrial que se usa para fumigar piojos y otros parásitos. Por lo visto fue en Auschwitz donde se les ocurrió la idea de probarlo para el tratamiento especial. Da muy buenos resultados». También pasé revista a la cocina y a los almacenes de avituallamiento; pese a las seguridades que daban los SS-Führer e incluso los presos funcionarios que repartían el rancho, las raciones me parecieron escasas, impresión que, por lo demás, me confirmó bajo cuerda el médico jefe. Volví varios días seguidos para estudiar los expedientes de la
Arbeitseinsatz;
todos los
Háftling
tenían una ficha personal, clasificada en lo que se llamaba la
Arbeitstatistik,
y lo destinaban, si no estaba enfermo, a un Kommando de trabajo, algunos dentro del campo, para el mantenimiento, y otros en el exterior; los Kommandos más importantes vivían en el lugar de trabajo, como el del DAW, las empresas de armamento alemanas, en Lipowa. Sobre el papel, el sistema parecía sólido; pero las bajas de los efectivos seguían siendo muchas, y las críticas de Horn me ayudaban a darme cuenta de que la mayoría de los presos a los que empleaban, mal alimentados, sucios y víctimas de numerosas palizas, eran incapaces de llevar a cabo un trabajo de fiar y productivo.
Pasé varias semanas en Lublin y también recorrí la comarca. Fui a Himmlerstadt, la antigua Zamosc, una joya excéntrica del Renacimiento, que edificó
ex nihilo,
a finales del siglo XVI, un canciller polaco un tanto megalómano. La ciudad prosperó debido a su ventajoso emplazamiento en las rutas comerciales entre Lublin y Lemberg y también Cracovia y Kiev. Ahora se había convertido en el núcleo del proyecto más ambicioso del RKF, el organismo SS que tenía a su cargo desde 1939 la repatriación de los
Volksdeutschen
de la URSS y del Bánato para proceder luego a la germanización del Este: la creación de un estrato germánico en las marcas de las regiones eslavas que preceden a Galitzia oriental y a Volinia. Comenté los detalles con el delegado de Globocnik, un burócrata del RKF que tenía el despacho en el ayuntamiento, una elevada torre barroca en un lateral de la plaza cuadrada, con una entrada en la primera planta a la que se llegaba por una majestuosa escalinata doble con forma de cuarto creciente. De noviembre a marzo, me explicó, habían expulsado a más de cien mil personas -a los polacos aprovechables los habían mandado a las fábricas alemanas mediante la
Aktion Sauckel;
los demás habían ido a Auschwitz, y todos los judíos a Belzec-. El RKF pretendía traer en su lugar a los
Volksdeutschen;
ahora bien, pese a todos los atractivos y las riquezas naturales de la comarca, les estaba costando trabajo atraer a colonos en cantidad suficiente. Cuando le pregunté si no los habrían desanimado nuestros reveses en el Este -esta conversación transcurría a principios de julio, cuando acababa de empezar la gran batalla de Kurskaquel concienzudo administrador me miró con asombro y me aseguró que ni siquiera los
Volksdeutschen
eran así de derrotistas y que, en cualquier caso, nuestra brillante ofensiva no tardaría en enderezar la situación y poner de rodillas a Stalin. Aquel hombre tan optimista se permitía no obstante hablar de la economía local con desaliento: pese a los subsidios, la comarca distaba aún mucho de alcanzar la autosuficiencia y dependía por completo de las transferencias financieras y de alimentos del RKF; la mayoría de los colonos, incluso los que se habían hecho cargo, llave en mano, de casas de labor en funcionamiento, no conseguían dar de comer a sus familias; y en cuanto a los que ambicionaban crear empresas, iban a tardar años en salir a flote. Después de esta visita, le dije a Piontek que me llevara al sur de Himmlerstadt: era, efectivamente, una hermosísima región, de colinas suaves con prados y bosques, salpicadas de árboles frutales, y con un aspecto más propio ya de Galitzia que de Polonia; bajo un cielo de claro azul, cuya monotonía sólo aliviaban algunas nubéculas blancas y redondas, se extendían fértiles campos. Llegué, por curiosidad, hasta Belzec, una de las últimas ciudades antes de alcanzar los límites del distrito. Me detuve cerca de la estación, en donde reinaba cierto bullicio: coches y carretas circulaban por la calle mayor; oficiales de diversos cuerpos así como colonos con trajes raídos esperaban un tren; unas granjeras de apariencia más rumana que alemana vendían, a la orilla de la carretera, manzanas colocadas encima de cajones puestos del revés. Más allá de las vías, había unos almacenes de ladrillo, algo así como una fábrica pequeña; e inmediatamente detrás, a unos cientos de metros, se alzaba, desde un bosque de abedules, un denso humo negro. Le enseñé la documentación a un suboficial SS que estaba allí y le pregunté por el campo: me indicó el bosque. Volví a subir al coche y recorrí unos trescientos metros por la carretera que iba siguiendo la vía férrea en dirección a Rawa Ruska y Lemberg; el campo se alzaba al otro lado de la vía y lo rodeaba un bosquecillo de pinos y abedules. Habían metido ramas de árbol por las alambradas para ocultar el interior, pero algunas las habían quitado ya y había agujeros por los que se veía a cuadrillas de presos, atareados como hormigas, que estaban desmontando unos barracones y, en algunas zonas, las propias alambradas; el humo salía de una zona invisible y algo más elevada, al fondo del campo; aunque no hacía viento, el aire apestaba a un olor dulzón y nauseabundo que se metía incluso en el coche. Después de todo cuanto me habían dicho y enseñado, creía que los campos de la Einsatz estaban en lugares deshabitados y de difícil acceso, pero éste estaba cerca de una ciudad pequeña repleta de colonos alemanes con sus familias; la principal vía férrea que unía Galitzia con el resto del GG, y por la que pasaban a diario civiles y militares, iba pegada a las alambradas, cruzando entre el olor espantoso y el humo; y toda aquella gente, que comerciaba y viajaba, se desperdigaba en esta o aquella dirección, charlaba, comentaba, escribía cartas, hacía correr rumores o chistes.
Pero, en cualquier caso, pese a las prohibiciones, las promesas de guardar el secreto y las amenazas de Globocnik, los hombres de la Einsatz seguían siendo charlatanes. Bastaba con vestir un uniforme SS y con frecuentar el bar de la
Deutsche Haus,
invitando de vez en cuando a una ronda, para estar enseguida al tanto de todo. El perceptible desaliento que provocaban las noticias militares que se podían deducir claramente del radiante optimismo de los comunicados contribuía a soltar las lenguas. Cuando proclamaban que en Sicilia
nuestros valerosos aliados italianos resisten, con el apoyo de nuestras fuerzas,
todo el mundo entendía que había sido imposible echar al mar al enemigo y que se había abierto por fin otro frente en Europa; en cuanto a Kursk, la intranquilidad iba en aumento con el paso de los días, pues la Wehrmacht, tras las primeras victorias, seguía obstinada y anómalamente muda, y cuando al fin empezaron a mencionar
el comportamiento planificado de tácticas elásticas
en torno a Orel, incluso los más lerdos llevaban ya tiempo al cabo de la calle de todo cuanto sucedía. Muchos eran los que andaban rumiando esas deducciones y, entre los escandalosos que se desbocaban todas las noches, nunca costaba dar con un hombre que estuviera bebiendo solo y en silencio y trabar conversación con él. Así fue como empecé a charlar un día con un hombre con uniforme de Untersturmführer acodado en la barra frente a una jarra de cerveza. Dóll, pues así se llamaba, pareció halagado de que un superior lo tratara con tanta confianza, y eso que me llevaba por lo menos diez años. Señaló mi «Orden de la Carne Congelada» y me preguntó dónde había pasado aquel invierno; cuando le contesté que en Jarkov se relajó por completo. «Yo también andaba por allí, entre Jarkov y Kursk. Operaciones especiales».. —«Pero no estaba usted con el Einsatzgruppe».. —«No, se trataba de otra cosa. En realidad, no estoy en las SS». Era uno de aquellos famosos funcionarios de la cancillería del Führer. «De usted para mí, se dice T-4 . Así es como se llama».. —«¿Y qué hacía usted por la zona de Jarkov?». —«Estaba en Sonnenstein, ¿sabe? Uno de esos centros para enfermos». Asentí con la cabeza para indicarle que sabía a qué se refería, y siguió diciendo: «En el verano del 41 , lo cerraron. Quisieron quedarse con parte de nosotros, porque nos consideraban especialistas, y nos mandaron a Rusia. Eramos toda una delegación; al mando iba el propio Oberdienstleiter Brack, y había médicos del hospital y todo; así que eso, que hacíamos acciones especiales. Con camiones de gas. Teníamos todos una nota especial en el libro de paga, un papel rojo con firma del OKW que prohibía que nos mandasen demasiado cerca del frente: tenían miedo de que nos cogieran los rusos».. —«No lo acabo de entender. Las medidas especiales en aquella zona, todas las medidas de la SP, eran responsabilidad de mi Kommando. Dice que tenían camiones de gas, pero ¿cómo podían estar encargados de las mismas tareas que nosotros sin que lo supiéramos?» Se le puso una expresión agria y casi cínica: «No estábamos encargados de las mismas tareas. A los judíos y a los bolcheviques allí ni los tocábamos».. —«¿Y entonces?» Titubeó y volvió a beber, a sorbos largos; luego se limpió, con el dorso de los dedos, la espuma que se le había quedado en el labio. «Nosotros nos ocupábamos de los heridos».. —«¿De los heridos rusos?». —«No me entiende. De nuestros heridos. A los que estaban demasiado averiados para tener una vida provechosa nos los mandaban». Lo entendí, y sonrió cuando vio que lo había entendido: ya había causado el efecto que quería causar. Me volví hacia la barra y pedí otra ronda. «Se está refiriendo a heridos alemanes», dije por fin, despacio.. —«Como lo oye. Una auténtica cabronada. Tipos como usted y como yo, que habían aportado algo todos para la
Heimat.
¡Y crac! Ése era el agradecimiento que se encontraban. Le puedo asegurar que bien que me alegré cuando me mandaron aquí. No es que tenga nada de alegre, pero al menos no es lo otro». Nos trajeron la bebida. Me habló de su juventud: había ido a una escuela técnica y quería ser granjero; pero, con la crisis, se metió en la policía: «Mis hijos pasaban hambre y era la única forma de ponerles encima de la mesa un plato caliente a diario». A finales de 1939, lo destinaron a Sonnenstein, para la Einsatz Euthanasie. No sabía cómo lo habían seleccionado. «Por una parte, no era muy agradable que digamos. Pero, por otra, me evitaba ir al frente y no pagaban mal. Mi mujer estaba contenta. Así que no dije nada».. —«¿Y Sobibor?» Ya me había dicho que ahora trabajaban ahí. Se encogió de hombros: «¿Sobibor? Es como todo; uno se acostumbra». Hizo un gesto curioso que me impresionó mucho: con la punta de la bota restregó el suelo, como si aplastara algo: «Hombrecillos y mujercillas, todos iguales. Es como pisar una cucaracha».