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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (37 page)

BOOK: Las benévolas
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En Piatigorsk empecé a establecer relaciones aceptables con algunos oficiales del Kommando. Hohenegg se había marchado y, dejando aparte a los oficiales del Abwehr, casi no veía sino a Voss. Por la noche, coincidía a veces con otros oficiales SS en el casino. Turek, por supuesto, no me hablaba; en cuanto al doctor Müller, desde que le había oído decir en público que no le gustaba el camión de gas, pero que la ejecución con pelotones le parecía mucho más
gemütlich,
había decidido que era más que probable que no tuviéramos gran cosa que decirnos. Una noche, cuando estaba tomando un coñac con Voss, el Obersturmführer doctor Kern se acercó, y lo invité a que se uniera a nosotros. Le presenté a Voss: «Ah, ¿es usted el lingüista del AOK?», dijo Kern.. —«Desde luego», contestó Voss, divertido.. —«Qué oportuno -dijo Kern-; precisamente quería hacerle una consulta. Me han dicho que conoce usted bien a los pueblos del Cáucaso».. —«Un poco», admitió Voss.. —«El profesor Kern da clase en Munich -interrumpí-. Está especializado en historia musulmana».. —«Es un tema de lo más interesante», asintió Voss.. —«Sí, he pasado siete años en Turquía y algo entiendo de eso», declaró Kern.. —«¿Y cómo es que ha venido usted a parar aquí?». —«Pues me movilizaron, como a todo el mundo. Era ya miembro de las SS y corresponsal del SD y he acabado en el Einsatz».. —«Ya veo. ¿Y qué consulta quería hacerme?». —«Me han traído a una joven. Pelirroja, muy guapa, encantadora. Sus vecinas la han denunciado por judía. Me ha enseñado un pasaporte soviético interno, expedido en Derbent, en donde consta como
tatka.
He comprobado el dato en nuestros ficheros; según nuestros expertos, los tats se asimilan a los
bergjuden,
los judíos de las montañas. Pero la muchacha ha afirmado que estaba en un error y que los tats eran un pueblo turco. Le hice hablar; usaba un dialecto curioso, algo difícil de entender, pero que, efectivamente, era turco. Así que la dejé que se fuera».. —«¿Recuerda alguna palabra o algún giro de los que empleaba?» Vino luego toda una conversación en turco: «No puede ser exactamente así -decía Voss-. ¿Está seguro?». Y seguían. Por fin, Voss declaró: «Por lo que me dice, se parece efectivamente en mayor o menor grado al turco vehicular que se hablaba en el Cáucaso antes de que los bolcheviques impusieran la enseñanza del ruso. He leído que aún se emplea en Daguestán, y más concretamente en Derbent. Pero todos los pueblos de por allí lo hablan. ¿Apuntó cómo se llamaba?». Kern sacó una libretita del bolsillo y la hojeó: «Aquí está. Tsokota, Nina Shaulovna».. —«¿Tsokota? -dijo Voss frunciendo las cejas-. ¡Qué curioso!». —«Es el apellido de su marido», explicó Kern.. —«Ah, ya veo. Y, dígame, si es judía, ¿qué hará usted con ella?» Kern puso cara de asombro: «Pues... pues..».. Titubeaba de manera evidente. Acudí en su ayuda: «La trasladarán... a otro sitio».. —«Ya veo», dijo Voss. Se quedó pensativo unos instantes y, luego, le dijo a Kern: «Que yo sepa, los tats tienen su propia lengua, que es un dialecto iranio que no tiene nada que ver con las lenguas caucásicas o con el turco. Al parecer, hay tats musulmanes; en Derbent, no lo sé. Pero ya me informaré».. —«Gracias -dijo Kern-. ¿Cree usted que no debería haberla soltado?». —«En absoluto. Estoy seguro de que ha hecho bien». Kern pareció tranquilizado; estaba claro que no había captado la ironía de las últimas palabras de Voss. Charlamos un poco más y se despidió. Voss lo siguió con la vista, con expresión pasmada. «Qué colegas más peculiares tiene usted», dijo por fin.. —«¿Cómo que peculiares?». —«Es que hacen a veces unas preguntas desconcertantes». Me encogí de hombros: «Hacen el trabajo que tienen que hacer». Voss negó con la cabeza: «Tienen ustedes unos métodos que me parecen un tanto arbitrarios. En fin, no es asunto mío». Parecía contrariado. «¿Cuándo vamos a ir al museo Lermontov?», pregunté para cambiar de conversación. «Cuando quiera. ¿Este domingo?». —«Si hace bueno, lléveme a ver el sitio del duelo».

Iban llegando las informaciones más variadas y, a veces, más contradictorias en lo referido a la nueva administración militar. El General Kóstring estaba montando su oficina en Voroshilovsk. Era un oficial de cierta edad que se había incorporado, aunque estaba retirado ya, pero mis interlocutores del Abwehr afirmaban que seguía siendo un hombre vigoroso y lo llamaban el Sabio Morabito. Había nacido en Moscú, estuvo al mando de la misión militar alemana en Kiev ante el Hetmán Skoropadsky en 1918 y se lo consideraba, por tanto, uno de los mejores expertos alemanes en cuestiones rusas. El Oberst Von Gilsa me concertó una entrevista con el nuevo representante ante Kóstring del
Ostministerium,
que había sido cónsul en Tiflis, el doctor Otto Bráutigam. Me pareció un tanto tieso, con las gafas redondas de montura metálica, el cuello almidonado y el uniforme marrón en que lucía la insignia de oro del Partido; era distante y casi frío, pero me dio mejor impresión que la mayoría de los
Goldfasanen.
Von Gilsa me había explicado que tenía un cargo importante en el departamento político del ministerio. «Me alegro mucho de conocerlo -le dije al estrecharle la mano-. Quizá pueda usted aclararnos por fin unas cuantas cosas».. —«He visto al Brigadeführer Korsemann en Voroshilovsk y hemos tenido una larga conversación. Doy por hecho que se ha informado al Einsatzgruppe».. —«Por supuesto. Pero si tiene unos minutos estaría encantado de hablar con usted, porque esas cuestiones me interesan mucho». Llevé a Bráutigam a mi despacho y le ofrecí algo de beber, que rechazó cortésmente. «Supongo que al
Ostministerium
ha debido decepcionarle la decisión de dejar en suspenso la implantación del Reichskommissariat», empecé a decir.. —«De ninguna manera. Antes bien, estimamos que la decisión del Führer es una oportunidad única para enderezar la política desastrosa que estamos llevando a cabo en este país».. —«¿Cómo es eso?». —«Sin duda se da cuenta de que a los dos Reichskommissare que existen en la actualidad los nombraron sin que se consultase al ministro Rosenberg y que el
Ostministerium
no ejerce control alguno sobre ellos, podríamos decir. No tenemos, pues, culpa alguna de que los Gauleiter Koch y Lohse hagan sólo lo que les viene en gana; esa responsabilidad incumbe a quienes los apoyan. Es a su política desconsiderada y aberrante a lo que debe el ministerio la reputación de
Chaostministerium
que tiene». Sonreí; pero él seguía serio. «Efectivamente -dije-, he pasado un año en Ucrania y la política del Reichskommissar Koch nos ha supuesto bastantes problemas. Puede decirse que ha sido un alistador estupendo por cuenta de los partisanos».. —«Exactamente igual que el Gauleiter Sauckel y sus cazadores de esclavos. Eso es lo que queremos evitar aquí. Mire, si se les da a las tribus caucásicas el trato que se les ha dado a los ucranianos, se sublevarán y se irán a las montañas. Y sería el cuento de nunca acabar. Los rusos tardaron, el siglo pasado, treinta años en someter al imán Shamil. Y eso que los rebeldes eran sólo unos cuantos miles; ¡y, para reducirlos, los rusos tuvieron que desplegar hasta trescientos cincuenta mil soldados!» Hizo una pausa y prosiguió: «El ministro Rosenberg y el departamento político del ministerio llevan desde el primer momento de la campaña abogando por una línea política clara: sólo una alianza con los pueblos del Este, a quienes oprimen los bolcheviques, permitirá a Alemania aplastar definitivamente al sistema de Stalin. Hasta ahora, esa estrategia, esa
Ostpolitik
si lo prefiere, no ha padecido sino fracasos; el Führer siempre ha apoyado a quienes opinan que Alemania puede cumplir sola con esa tarea, reprimiendo a los pueblos a los que debería liberar. El Reichskommissar titular Schickedanz, pese a la antigua amistad que tiene con el ministro, parece ser también de esa opinión. Pero unas cuantas cabezas que piensan fríamente en la Wehrmacht, y sobre todo el Generalquartiermeister Wagner, han querido evitar que se repitiera en el Cáucaso el desastre de Ucrania. La solución que proponen, que el terreno quede bajo control militar, nos parece buena, tanto más cuanto que el general Wagner ha querido de forma expresa que se implicasen en esto los elementos más clarividentes del ministerio, como lo demuestra mi presencia aquí. Para nosotros y para la Wehrmacht es una oportunidad única de demostrar que la
Ostpolitik
es lo único que vale; si el éxito nos acompaña aquí, quizá tengamos la posibilidad de remediar los daños de Ucrania y del Ostland».. —«Se trata, pues, de una apuesta considerable», comenté.. —«Sí».. —«¿Y no se ha ofendido mucho el Reichskommissar titular Schickedanz al verse desplazado de esa forma? El también cuenta con apoyos». Bráutigam hizo un ademán despectivo con la mano; le brillaban los ojos tras los cristales de las gafas: «Nadie le ha pedido opinión. En cualquier caso, el Reichskommissar titular Schickedanz tiene demasiado que hacer examinando los bocetos de su futuro palacio en Tiflis y discutiendo con sus ayudantes cuántas portaladas hacen falta y no le da tiempo a rebajarse, como nosotros, a detalles de gestión».— «Ya veo». Me quedé pensando un instante: «Una pregunta más. ¿Qué papel ve usted en esta combinación a las SS y la SP?».. —«La
Sicherheitspolizei
tiene, por supuesto, que llevar a cabo tareas importantes. Pero tendrán que ir coordinadas con el grupo de ejércitos y la administración militar, para que no interfieran en las iniciativas positivas. Dicho sea sin rodeos: como se lo he sugerido al Brigadeführer Korsemann, habrá que hacer gala de cierta delicadeza en las relaciones con las minorías montañesas y cosacas. Porque, efectivamente, hay en ellas elementos que han colaborado con los comunistas, pero por nacionalismo más que por convicción bolchevique, para defender los intereses de su pueblo. No es cosa de tratarlos de oficio como a comisarios o a funcionarios estalinistas».. —«¿Y qué opina del problema judío?» Alzó la mano: «Ésa es otra cuestión. Está claro que la población judía sigue siendo uno de los principales apoyos del sistema bolchevique». Se puso en pie para despedirse. «Le agradezco que haya sacado tiempo para conversar conmigo», dije mientras le estrechaba la mano en la escalera exterior.. —«No faltaba más. Me parece de gran importancia que estemos en buenas relaciones tanto con las SS como con la Wehrmacht. Cuanto mejor entiendan ustedes lo que queremos hacer aquí, mejor irán las cosas».. —«Puede tener la seguridad de que haré un informe en ese sentido para mis superiores».. —«¡Muy bien! Aquí tiene mi tarjeta. ¡Heil, Hitler!»

Cuando le conté esta conversación a Voss, le pareció de lo más gracioso. «¡Ya era hora! No hay nada como el fracaso para aguzar el ingenio». Tal y como habíamos quedado, nos encontramos el domingo, a última hora de la mañana, delante de la Feldkommandantur. Un tropel de chiquillos se apiñaba en las barricadas, fascinados ante las motocicletas y un
Schwimmwagen
anfibio que estaba aparcado allí. «¡Partisanos!», berreaba un miembro del servicio territorial que intentaba en vano dispersarlos a golpes de bastón de paseo; en cuanto los echaba de un lado, volvían por otro, y el reservista estaba ya sin resuello. íbamos subiendo la empinada cuesta de la calle Karl Marx, camino del museo, mientras yo acababa de resumir las palabras de Bráutigam: «Más vale tarde que nunca -comentó Voss-, pero me parece que no va a funcionar. Nos hemos acostumbrado demasiado mal. Esta historia de administración militar no es más que un plazo de gracia. Dentro de seis meses o de diez no les quedará más remedio que ceder la vez y, entonces, todos los chacales que todavía están con la correa puesta llegarán a raudales, la gente como Schickedanz, como Kórner, como Sauckel-Einsatz, y otra vez volverá a ser todo una casa de putas. El problema, sabe usted, es que no tenemos ninguna tradición colonial. Antes de la Gran Guerra ya administrábamos muy mal nuestras posesiones africanas. Y, después, ya no teníamos posesiones y se perdió la escasa experiencia acumulada en las Administraciones coloniales. Basta con que compare con los ingleses: fíjese en la sutileza y el tacto con que gobiernan y explotan su Imperio. Saben manejar el bastón estupendamente, cuando hace falta, pero antes siempre ofrecen zanahorias y, después del bastonazo, vuelven enseguida a las zanahorias. Incluso los soviéticos, en el fondo, lo hicieron mejor que nosotros: aunque se comportan con brutalidad, supieron crear un sentimiento de identidad común, y su Imperio se mantiene en pie. Las tropas que nos han tenido en jaque en el Terek se componían sobre todo de georgianos y de armenios. Hablé con prisioneros armenios; se sienten soviéticos y pelean por la URSS, sin complejos. No hemos sabido proponerles algo mejor». Estábamos ya ante la puerta verde del museo y llamé. Pasados unos minutos, el portalón para vehículos, que estaba algo más allá, se abrió a medias y asomó por él un campesino viejo y arrugado tocado con una gorra y con la barba y los dedos callosos amarillos por el
majorka.
Cruzó unas palabras con Voss y abrió algo más el portalón. «Dice que el museo está cerrado, pero que, si queremos, podemos entrar a mirar. Viven aquí unos cuantos oficiales alemanes, en la biblioteca». El portalón daba a un patinillo de adoquines, que rodeaban coquetones edificios encalados; a la derecha, había unas cocheras con un piso encima y una escalera exterior y allí estaba la biblioteca. Detrás, se alzaba el Mashuk, omnipresente y compacto, con jirones de nubes pegados a la ladera oriental. A la izquierda, algo más allá, se veía un jardincillo con una parra y más edificios techados de paja. Voss estaba subiendo por las escaleras de la biblioteca. Dentro, las estanterías de madera barnizada abultaban tanto que apenas si quedaba sitio para deslizarse entre ellas. El viejo nos había seguido; le di tres cigarrillos y se le iluminó la cara, pero nos siguió vigilando desde la puerta. Voss miraba los libros a través de las puertas acristaladas, pero no tocaba nada. Me llamó la atención un retrato al óleo de Lermontov, de reducidas dimensiones y factura bastante delicada: lo habían pintado con un dolmán abigarradamente repleto de hombreras y alamares dorados, los labios húmedos y unos ojos pasmosamente inquietos, que no sabían si optar por la rabia, el miedo o una burla fiera. En otra esquina, estaba colgado un grabado al pie del cual leí trabajosamente una inscripción en cirílico: era el retrato del hombre que había asesinado a Lermontov. Voss intentó abrir una de las estanterías, pero no se podía. El viejo le dijo algo y estuvieron parlamentando un ratito. «El conservador ha huido -me tradujo Voss-. Una de las empleadas tiene las llaves, pero hoy no ha venido. Una pena, porque tienen cosas espléndidas».. —«Ya volverá otro día».. —«Desde luego. Venga, va a abrirnos la casa de Lermontov». Cruzamos el patio y el jardincillo para llegar a una de las casas bajas. El viejo empujó la puerta: dentro, estaba a oscuras, pero la luz que entraba por el vano permitía ver algo. Las paredes estaban encaladas y los muebles eran sencillos; había hermosas alfombras orientales y de unos clavos colgaban unos sables caucásicos. Había también un sofá estrecho que parecía muy incómodo. Voss se detuvo delante de un escritorio y lo acarició con los dedos. El viejo volvió a explicarle algo. «En esta mesa escribió
Un héroe de nuestro tiempo»,
tradujo Voss, ensimismado.. —«¿Aquí?». —«No, en San Petersburgo. Cuando crearon el museo, el gobierno hizo que trajeran la mesa aquí». No había nada más que ver. Fuera, las nubes velaban el sol. Voss le dio las gracias al viejo, y yo, unos cuantos cigarrillos más. «Tendremos que volver cuando haya alguien que pueda explicarlo todo -dijo Voss-. Por cierto -añadió ya en la portalada se me había olvidado decirle que está aquí el profesor Oberlánder».. —«¿Oberlánder? Pero si lo conozco. Coincidí con él en Lemberg, al principio de la campaña».— «Pues mucho mejor. Iba a proponerle que cenásemos con él». Ya en la calle, Voss tiró hacia la izquierda, hacia la ancha avenida enlosada que arrancaba de la estatua de Lenin. El camino seguía siendo cuesta arriba y yo me estaba quedando ya sin resuello. En vez de dejar la avenida para ir hacia el Arpa Eólica y la galería Académica, Voss siguió andando recto, bordeando el Mashuk, por una carretera asfaltada por la que yo no había pasado nunca aún. El cielo estaba cada vez más oscuro y temí que empezase a llover. Dejamos atrás unos cuantos sanatorios y, luego, se acabó el asfalto y seguimos por un ancho camino de tierra batida. Era un sitio poco frecuentado: nos cruzamos, entre el tintineo de los arneses que interrumpían los mugidos del buey y el chirriar de las ruedas mal encajadas, con un campesino sentado en una carreta; luego, la carretera seguía, desierta. Algo más allá, a la izquierda, se abría un arco de ladrillos en la ladera de la montaña. Nos acercamos, guiñando los ojos para ver algo entre las tinieblas; una verja forjada y cerrada con un candado impedía entrar en el estrecho paso. «Es el Proval -indicó Voss-. Al fondo, hay una gruta a cielo abierto con un manantial sulfuroso».. —«¿No es aquí donde Pechorin se encuentra con Vera?». —«No estoy seguro. ¿No fue más bien en la gruta que está debajo del Arpa Eólica?». —«Habrá que comprobarlo». Las nubes nos pasaban muy bajas por encima de la cabeza: me daba la impresión de que, si alzaba el brazo, podría acariciar las volutas de vapor. Ya no se veía el cielo en absoluto y el ambiente se había vuelto sordo y callado. Crujían las pisadas por la tierra arenosa; el camino subía en pendiente suave y pronto nos rodearon las nubes. Apenas si veíamos los elevados árboles que flanqueaban el camino; el aire parecía ahogado y el mundo había desaparecido. A lo lejos, sonó en los bosques el canto de un cuco, una llamada inquieta y desconsolada. Caminábamos en silencio. Y anduvimos mucho rato. Acá y acullá, divisaba bultos grandes y oscuros, algunos edificios sin duda; luego, otra vez el bosque. Las nubes se iban disipando, relucía su neblina gris con resplandor turbio y, de pronto, se deshilacharon y se dispersaron y nos encontramos a pleno sol. No había llovido. A la derecha, más allá de los árboles, se perfilaban las serradas formas del Beshtau; anduvimos otros veinte minutos más o menos y llegamos al monumento. «Hemos venido por el camino más largo -dijo Voss-. Por el otro lado se llega antes».. —«Sí, pero merecía la pena». El monumento, un obelisco blanco que se erguía en el centro de prados de césped desatendidos, no tenía gran interés: costaba imaginarse, en aquel decorado que con tanto primor había preparado la devoción burguesa, los disparos, la sangre, los gritos roncos, la rabia del poeta herido. En la explanada estaban aparcados unos vehículos alemanes; a un nivel más bajo, delante del bosque, habían puesto mesas y bancos, en donde estaban comiendo unos soldados. Me acerqué al monumento, por cumplir, a mirar el medallón de bronce y la inscripción. «Vi la foto de un monumento provisional que construyeron en 1901 -me contó Voss-. Algo así como una semirrotonda, fantasiosa de madera y escayola, con un busto arriba del todo, encaramado en las alturas. Era mucho más divertido».. —«Debieron de tener problemas de dinero. ¿Y si comiéramos?». —«Sí, aquí hacen unos
sbashliks
muy ricos». Cruzamos la explanada y bajamos hacia las mesas. Dos de los vehículos llevaban las señales tácticas del Einsatzkommando; reconocí, en una de las mesas, a varios oficiales. Kern nos hizo una seña con la mano y le contesté, pero no fui a saludarlo. También estaban Turek, Bolte y Pfeiffer. Escogí una mesa algo retirada, próxima al bosque, con unos taburetes muy bastos. Se acercó un montañés con casquete y un frondoso bigote enmarcado por las mejillas mal afeitadas. «No tiene cerdo -tradujo Voss-. Sólo cordero. Pero hay vodka y
kompot».«Khleb! Khleb»,
canturreaba tendiendo una mano negra de mugre. El montañés nos había traído varias rebanadas de pan y le di una, que se metió entera en la boca en el acto. Luego señaló el bosque:
«Sestra, sestra, dyev. Krasivaia».
Esbozó un gesto obsceno. Voss soltó la carcajada y le espetó una frase que lo ahuyentó. Fue hacia los oficiales SS y repitió la mímica. «¿Cree que van a irse con él?», preguntó Voss.. —«No si los está viendo todo el mundo», afirmé. Efectivamente, Turek le arreó al niño un cachete que lo hizo rodar por la hierba. Vi que hacía ademán de sacar el arma; el chiquillo salió corriendo entre los árboles. El montañés, que oficiaba detrás de un cajón de metal alargado y con patas, volvió con dos pinchos, que colocó encima de unas rebanadas de pan; después nos trajo la bebida y los vasos. El vodka entonaba de maravilla con la carne, que chorreaba jugo, y vaciamos ambos el vaso varias veces; luego, para desengrasar, tomamos
kompot,
un zumo de bayas maceradas. El sol brillaba sobre la hierba, los pinos esbeltos, el monumento y la ladera empinada del Mashuk, que hacía de telón de fondo; las nubes habían desaparecido por completo del otro lado de la montaña. Volví a acordarme de Lermontov, agonizando en la hierba a pocos pasos de allí, con el pecho destrozado, y todo por un comentario intrascendente sobre el atuendo de Martynov. A diferencia de su personaje, Pechorin, Lermontov disparó al aire; pero su adversario, no. ¿Es qué pensaría Martynov mientras contemplaba el cadáver de su enemigo? Pretendía que era poeta y, probablemente, había leído
Un héroe de nuestro tiempo;
podía, pues, paladear los ecos amargos y las lentas oleadas de la leyenda en ciernes; sabía también que su apellido sólo perduraría como el del asesino de Lermontov, otro D'Anthés, otra remora para la literatura rusa. Y, no obstante, cuando se lanzó a vivir tenía seguramente otras ambiciones; él también debía de haber querido actuar, y actuar bien. ¿Quizá fue sencillamente que envidiaba a Lermontov su talento? ¿O quizá prefería que lo recordasen por el mal que hizo antes de que no lo recordasen en absoluto? Intenté acordarme de su retrato, pero no lo conseguí. ¿Y Lermontov? ¿Lo último que pensó cuando, tras vaciar el cargador de la pistola disparando al aire, vio que Martynov sí le estaba apuntando, fue algo amargo, desesperado, rabioso, irónico? ¿O se limitó a encogerse de hombros y mirar la luz del sol en los pinos? Como en el caso de Pushkin, decían que su muerte fue una conspiración, un asesinato por encargo; si tal fue el caso, se encaminó hacia ella con los ojos abiertos y de buen grado, dejando claro así en qué se diferenciaba de Pechorin. No cabe duda de que lo que escribió Block de Pushkin encajaba mejor aún con él:
No fue la bala de D'Anthés lo que lo mató, fue la falta de aire.
A mí también me faltaba el aire, pero el sol y los
shashliks
y la risueña bondad de Voss me permitían recobrar el aliento a ratos. Pagamos la cuenta al montañés con
carbovanets
de ocupación y seguimos, camino del Mashuk. «Le propongo que pasemos por el cementerio viejo -sugirió Voss-. Hay una estela en el lugar en que enterraron a Lermontov». Tras el duelo, los amigos inhumaron al poeta in situ; un año después, cien años antes de que llegásemos nosotros a Piatigorsk, su abuela materna vino por sus restos y se los llevó a donde ella vivía, cerca de Penza, para enterrarlos junto a su madre. Acepté gustoso la propuesta de Voss. Nos adelantaron dos coches entre una tromba de polvo: los oficiales del Kommando regresaban. Turek conducía personalmente el primer vehículo; la mirada cargada de odio que le vi por la ventanilla le daba en verdad una pinta judía por completo. El breve convoy siguió recto, pero nosotros giramos a la izquierda y nos internamos en un largo camino a monte través que ascendía por la ladera del Mashuk. Entre la comida, el vodka y el sol, me sentía pesado; luego, me entró hipo y me salí del camino para meterme en el bosque. «¿Se encuentra bien?», me preguntó Voss cuando regresé. Hice un ademán evasivo y encendí un cigarrillo. «No pasa nada. Son las secuelas de una enfermedad que cogí en Ucrania. Me da de vez en cuando».. —«Debería decírselo a un médico».. —«Es posible. El doctor Hohenegg no tardará mucho en volver. Ya veremos». Voss me esperó hasta que acabé de fumarme el cigarrillo y, luego, me siguió. Tenía calor y me quité el gorro y la guerrera. En lo alto del cerro, el camino trazaba una curva ancha desde donde se tenía una hermosa vista de la ciudad y de la llanura que había más allá. «Si seguimos recto, volvemos a encontrarnos con los sanatorios -dijo Voss-. Para ir al cementerio, podemos tirar por esos huertos de frutales». La pendiente empinada y de hierba mustia estaba plantada de árboles frutales; una mula atada a un ramal hociqueaba en el suelo buscando manzanas caídas. Bajamos, escurriéndonos un tanto, y atajamos, luego, por un bosque bastante cerrado en donde no tardamos en perder de vista el camino. Volví a ponerme la guerrera, porque las ramas y las zarzas me arañaban los brazos. Por fin, pisándole los talones a Voss, desemboqué en un hoyo pequeño y terroso, que bordeaba un muro de piedras unidas con cemento. «Debe de ser esto -dijo Voss-. Vamos a dar la vuelta». Desde que nos habían adelantado los coches, no habíamos visto a nadie y me daba la impresión de que íbamos por pleno campo; pero, pocos pasos más allá, se cruzó con nosotros sin decirnos palabra un muchacho que guiaba un burro. Siguiendo el muro, se llegaba por fin a una plazuela, delante de una iglesia ortodoxa. Una vieja vestida de negro, sentada en un cajón, vendía unas cuantas flores; otras salían de la iglesia. Tras la verja, las sepulturas se desperdigaban bajo árboles elevados que sumían en sombras el empinado cementerio. Tiramos, cuesta arriba, por un camino pavimentado con piedras toscamente hundidas en el suelo, entre tumbas antiguas perdidas en las hierbas crecidas, los heléchos y los matorrales de espinas. Mantos de luz caían a trechos entre los árboles y en esos islotes de sol bailaban unas maripositas blancas y negras alrededor de las flores lacias. Luego, el camino torcía y los árboles se apartaban a medias para mostrar la llanura del sudeste. En un cercado habían plantado dos arbolitos para que dieran sombra a la estela que señala el emplazamiento de la primitiva sepultura de Lermontov. No se oían más que el chirriar de las cigarras y el vientecillo que susurraba entre las hojas. Cerca de la estela estaban las tumbas de los conocidos de Lermontov, los Shan-Girei. Me volví: en la distancia, las alargadas

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