Volví a Piatigorsk tras haber comido y bebido con agrado. Durante la cena, Hohenegg estuvo cetrino: me daba cuenta de que desaprobaba mi iniciativa y todo aquello. Yo seguía curiosamente exaltado; era como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Iba a cargarme a Turek con mucho gusto, pero tenía que pensar en neutralizar la trampa que él y Pfeiffer querían tenderme. Llevaba una hora en mi habitación cuando llamaron a la puerta. Era un ordenanza del Kommando que me tendió un papel: «Siento molestarlo tan tarde, Herr Hauptsturmführer. Es una orden urgente del Gruppenstab». Rasgué el sobre: Bierkamp me citaba a las ocho, y también a Turek. Alguien se había chivado. Despedí al ordenanza y me desplomé en el sofá. Sentía como si me persiguiera una maldición: ¡así que, hiciera lo que hiciera, siempre me serían vedadas las acciones puras! Me parecía ver al judío anciano, en su tumba del Mashuk, riéndose de mí. Me notaba vacío; me eché a llorar y me dormí entre lágrimas y vestido.
A la mañana siguiente me presenté en Voroshilovsk a la hora indicada. Turek había venido por su cuenta. Nos cuadramos ante el escritorio de Bierkamp, juntos, sin más testigos. Bierkamp no se anduvo con rodeos. «Meine Herrén, me ha llegado la información de que, al parecer, se han dirigido ustedes en público palabras indignas de unos oficiales SS y que, para zanjar el litigio, tenían pensado recurrir a una acción que el reglamento prohibe expresamente y que, además, habría dejado al grupo sin dos elementos válidos y difícilmente sustituibles. Ya que pueden tener la seguridad de que el superviviente habría comparecido acto seguido ante un tribunal SS y de la policía y lo habrían condenado a la pena capital o a un campo de concentración. Les recuerdo que están aquí para servir a su Führer y a su
Volk
y no para satisfacer sus pasiones personales: si se juegan la vida, será por el Reich. Por lo tanto los he convocado aquí a ambos para que se disculpen mutuamente y se reconcilien. Y añado que es una orden». Ni Turek ni yo contestamos. Bierkamp miró a Turek: «¿Hauptsturmführer?». Turek seguía mudo. Bierkamp se volvió hacia mí: «¿Y usted, Hauptsturmführer Aue?».— «Con el debido respeto, Herr Oberführer, las palabras insultantes que dije fueron en respuesta a las del Hauptsturmführer Turek. Considero, pues, que es él quien debe disculparse en primer lugar; en caso contrario, me veré en la obligación de defender mi honor, cualesquiera que sean las consecuencias». Bierkamp volvió a mirar a Turek. «Hauptsturmführer, ¿es cierto que fue usted quien pronunció las primeras palabras ofensivas?» Turek tenía tan apretadas las mandíbulas que le temblaban los músculos: «Sí, Herr Oberführer -dijo por fin-; es exacto».. —«En tal caso, le ordeno que se disculpe con el Hauptsturmführer doctor Aue». Turek giró un cuarto de vuelta con un taconazo y me dio la cara, siempre en posición de firmes. Yo hice otro tanto. «Hauptsturmführer Aue -dijo despacio y con voz ronca-, le ruego que acepte mis disculpas por las palabras insultantes que haya podido decirle. Estaba bebido y no me controlé».. —«Hauptsturmführer Turek -respondí con el corazón palpitante-, acepto sus excusas y le presento las mías, con idéntico ánimo, por mi reacción ofensiva».. —«Muy bien -dijo secamente Bierkamp-. Ahora dense la mano». Le cogí la mano a Turek y se la noté sudorosa. Volvimos a ponernos de cara a Bierkamp. «Meine Herré, no sé qué se dijeron ustedes, ni lo quiero saber. Me satisface que se hayan reconciliado. Si se reproduce un incidente así haré que los envíen a ambos a un batallón disciplinario de las Waffen-SS. ¿Está claro? Pueden retirarse».
Al salir de su despacho, todavía trastornado, me fui al del doctor Leetsch. Von Gilsa me había informado de que un avión de reconocimiento de la Wehrmacht había sobrevolado la región de Shatoi y tomado fotos de muchos pueblos bombardeados; ahora bien, el IV Cuerpo aéreo insistía en que sus aparatos no habían llevado a cabo ataque alguno en Chechenia, y aquellas destrucciones se atribuían a la aviación soviética, lo que parecía confirmar los rumores de una insurrección bastante extendida. «Kurreck ya ordenó que se tirasen en paracaídas varios hombres en las montañas -me contó Leetsch-. Pero desde ese momento no hemos tenido ningún contacto con ellos. O desertaron acto seguido, o los mataron, o los hicieron prisioneros».. —«La "wehrmacht opina que una rebelión en la retaguardia soviética podría facilitar la ofensiva contra Oryonikidze».. —«Es posible, pero opino que ya la han reducido, si es que alguna vez existió. Stalin no correría ese riesgo».. —«No me cabe duda. Pero si en algún momento el Hauptsturmführer Kurreck le dice algo nuevo, le ruego que me informe de ello». Al salir, sorprendí a Turek, apoyado en el quicio de una puerta, diciéndole algo a Prill. Se interrumpieron y se me quedaron mirando mientras pasaba delante de ellos. Saludé cortésmente a Prill y me volví a Piatigorsk.
Hohenegg, a quien volví a ver esa misma noche, no parecía excesivamente decepcionado. «Es el principio de realidad, mi querido amigo -manifestó-. Eso le enseñará a querer jugar a los héroes románticos. Venga, vamos a beber algo». Pero yo no dejaba de darle vueltas. ¿Quién había podido denunciarnos a Bierkamp? Seguramente un compañero de Turek, que se había asustado del escándalo. ¿O, quizá, alguno de ellos, enterado de la trampa que estaban fraguando, había querido impedirla? Era casi inconcebible que al propio Turek le hubieran entrado remordimientos. Me preguntaba qué andaba tramando con Prill; nada bueno, seguramente.
Un recrudecimiento de la actividad hizo pasar este asunto a segundo plano. El III Cuerpo blindado de Von Mackensen, al que apoyaba la Luftwaffe, lanzaba una ofensiva contra Oryonikidze; la defensa soviética ante Nalchik se vino abajo en dos días y a finales de octubre nuestras tropas tomaron la ciudad mientras los panzers seguían avanzando hacia el este. Pedí un coche y fui, primero, a Projladny, en donde vi a Persterer, y luego a Nalchik. Estaba lloviendo, pero la lluvia no entorpecía demasiado la circulación; pasado Projladny, unas columnas de la
Rollbahn
llevaban el suministro. Persterer se disponía a trasladar su Kommandostab a Nalchik y ya había enviado allí un Vorkommando para preparar el acuartelamiento. La ciudad había caído tan deprisa que había sido posible detener a muchos funcionarios bolcheviques y a otros sospechosos; también había muchos judíos, burócratas procedentes de Rusia, así como una nutrida comunidad autóctona. Le recordé a Persterer las consignas de la Wehrmacht referidas al comportamiento con las poblaciones locales: estaba previsto constituir enseguida un distrito autónomo kabardino-balkario y en ningún caso debían entorpecerse las buenas relaciones. En Nalchik, fui a la Ortskommandantur, que seguía en plena instalación. La Luftwaffe había bombardeado la ciudad y muchas casas o edificios despanzurrados humeaban aún bajo la lluvia. Allí encontré a Voss, que ordenaba pilas de libros en una habitación vacía; parecía encantado de los hallazgos que estaba haciendo. «Mire esto», dijo, alargándome un libro antiguo en francés. Miré la portada:
Des peuples du Caucase et des pays au nord de la mer Noire et la mer Caspienne dans le Xe siécle, ou Voy age d'Abou-el-Cassim,
editado en París en 1828 por un tal Constantin Mouradgea d'Ohsson. Se lo devolví con una mueca de ponderación: «¿Ha encontrado muchos?».. —«Bastantes. Cayó una bomba en la biblioteca, pero no hubo demasiados daños. En cambio, sus colegas querían requisar parte de los fondos para las SS. Les pregunté qué les interesaba pero, como no cuentan con expertos, no lo tenían nada claro. Les propuse la sección de economía política marxista. Me contestaron que tenían que consultar con Berlín. De aquí a entonces, ya habré terminado». Me reí: «Yo debería ponerle trabas a usted».. —«Es posible, pero no lo hará». Le conté la algarada con Turek, que le pareció divertidísima: «¿Quería batirse en duelo por causa mía? Doktor Aue, es usted incorregible. Es absurdo».. —«No iba a batirme por causa suya. Me estaba insultando a mí».. —«¿Y dice que el doctor Hohenegg estaba dispuesto a hacerle de testigo?». —«Un tanto de mala gana».. —«Me sorprende. Lo tenía por hombre inteligente». La actitud de Voss me parecía un poco ofensiva; debió de notarme la expresión de disgusto, porque se echó a reír. «¡No ponga esa cara! Dígase que los hombres zafios e ignorantes se castigan a sí mismos».
No podía pasar la velada en Nalchik; tenía que volver a Piatigorsk para redactar el parte. Por la mañana, me convocó Von Gilsa. «Hauptsturmführer, tenemos un problemilla en Nalchik que también afecta a la
Sicherbeitspolizei».
El Sonderkommando, me explicó, había empezado ya a fusilar a judíos junto al hipódromo: judíos rusos y casi todos miembros del Partido o funcionarios; pero también a algunos judíos locales que parecían pertenecer a los famosos «judíos de las montañas», o judíos del Cáucaso. Uno de sus ancianos había ido a ver a Selim Shadov, el abogado kabardino que había nombrado la administración militar para dirigir el futuro distrito autónomo; y éste, a su vez, había mantenido una audiencia, en Kislovodsk, con el Generaloberst Von Kleist, a quien había explicado que los
Gorski Evrei
no eran de raza judía, sino un pueblo montañés que se había convertido al judaismo igual que los kabardinos se habían convertido al islamismo. «Según él, esos
Bergjuden
comen lo mismo que los demás montañeses, se visten como ellos, se casan como ellos y no hablan ni hebreo ni yiddish. Llevan más de ciento cincuenta años viviendo en Nalchik y hablan todos, además de su propia lengua, el kabardino y el turco balkario. Herr Shadov le ha dicho al Generaloberst que los kabardinos no tolerarían que matasen a sus hermanos montañeses y que las medidas represivas no deben afectarlos e incluso que hay que dispensarlos de llevar la estrella amarilla».. —«¿Y qué dice el Generaloberst?». —«Como bien sabe, la Wehrmacht aplica aquí una política que pretende entablar buenas relaciones con las minorías antibolcheviques. No deben hacerse peligrar a la ligera esas buenas relaciones. Por supuesto que la seguridad de las tropas es también una consideración vital. Pero si esas personas no son de raza judía, es posible que no supongan riesgo alguno. Es una cuestión delicada y hay que estudiarla. La Wehrmacht, por lo tanto, va a constituir una comisión de especialistas y a realizar unos exámenes periciales. Entretanto, el Generaloberst solicita que la
Sicherheitspolizei
no tome ninguna medida contra este grupo. Por supuesto que la
Sicherheitspolizei
es muy dueña de presentar su propia opinión acerca del asunto, que el grupo de ejércitos tomará en consideración. Supongo que el OKHG delegará para este caso en el General Kóstring. A fin de cuentas, afecta a una zona que tiene previsto un gobierno autónomo».. —«Muy bien, Herr Oberst. He tomado nota y enviaré un informe».. —«Se lo agradezco. Le agradecería también que pidiera al Oberführer Bierkamp que nos confirmase por escrito que la
Sicherheitspolizei
no emprenderá acción alguna sin una decisión de la Wehrmacht».—
«Zu Befehl,
Herr Oberst».
Llamé al Obersturmführer Hermann, el sustituto del doctor Müller, que se había ido la semana anterior, y le expliqué la cuestión: Bierkamp estaba precisamente a punto de llegar, me contestó, al tiempo que me instaba a ir al Kommando. Bierkamp ya estaba enterado: «¡Es completamente inadmisible! -decía recalcando las palabras-. La Wehrmacht va más allá de todo lo tolerable, la verdad. Proteger a unos judíos es un vulneración directa de la voluntad del Führer».. —«Si me permite, Herr Oberführer, he creído comprender que la Wehrmacht no estaba convencida de que hubiera que considerar judías a esas personas. Si queda demostrado que lo son, el OKHG no debería tener objeciones para que la SP tomase las medidas necesarias». Bierkamp se encogió de hombros: «Es usted un ingenuo, Hauptsturmführer. La Wehrmacht demostrará lo que quiera demostrar. Esto no es sino un pretexto más para oponerse al trabajo de la
Sicherbeitspolizei».
. —«Discúlpeme -intervino Hermann, un hombre de rasgos finos y expresión severa, pero también un tanto soñadora-, ¿se han dado ya casos semejantes?». —«Sólo casos individuales, que yo sepa, dije. Habría que comprobarlo».. —«Y eso no es todo -añadió Bierkamp-. El OKHG me ha escrito que, según Shadov, liquidamos por lo visto un pueblo entero de esos
Bergjuden
cerca de Mozdok. Me piden que les mande un informe justificativo». Parecía que a Hermann le costaba enterarse bien. «¿Y es cierto?», pregunté.— «Mire, si cree que me sé de memoria la lista de nuestras acciones... Se lo preguntaré al Sturmbannführer Persterer; debe de ser su sector».— «En cualquier caso -opinó Hermann-, si eran judíos no se le puede reprochar nada».. —«Todavía no conoce usted a la Wehrmacht aquí, Obersturmbannführer. Aprovechan todas las ocasiones para buscarnos las cosquillas».. —«¿Qué le parece al Brigadeführer Korsemann?», me arriesgué a preguntar. Bierkamp volvió a encogerse de hombros. «El Brigadeführer dice que no hay que causar roces inútiles con la Wehrmacht. Es su última obsesión».. —«Podríamos hacer un contrainforme pericial», sugirió Hermann.. —«Buena idea -afirmó Bierkamp-. ¿Qué le parece, Hauptsturmführer?». —«Las SS disponen de mucha documentación al respecto -respondí-. Y, por supuesto, podemos traer a nuestros propios expertos si es necesario». Bierkamp asintió con la cabeza. «Si no estoy confundido, Hauptsturmführer, hizo usted investigaciones sobre el Cáucaso para mi antecesor».. —«Es cierto, Herr Oberführer. Pero no se referían precisamente a esos
Bergjuden».«Zu Befehl,
Herr Oberführer. Lo haré lo mejor que sepa».— «Bien. Y oiga, Hauptsturmführer.»... —«¿Sí, Herr Oberführer?». —«No meta mucha teoría en sus investigaciones, ¿eh? Intente no perder de vista los intereses de la SP».—
«Zu Befehl,
Herr Oberführer».
El Gruppenstab conservaba todos nuestros materiales de investigación en Voroshilovsk. Recopilé lo que encontré en ellos en un informe breve para Bierkamp y Leetsch: los resultados eran poca cosa. Según un folleto de 1941 del Instituto para el Estudio de los Países Extranjeros, llamado
Lista de las nacionalidades que viven en la URSS,
los
Bergjuden era
efectivamente judíos. Un folleto de las SS, más reciente, añadía unas cuantas especificaciones:
En el siglo VIII llegaron al Cáucaso combinaciones de pueblos orientales, de descendencia india, o de otra descendencia, pero de origen judío.
Por fin di con un informe pericial más detallado, que habían encargado las SS al Instituto de Wannsee:
Los judíos del Cáucaso no están integrados,
afirmaba el texto, refiriéndose tanto a los judíos rusos cuanto a los
Bergjuden.
Según el autor, los judíos de las montañas, o judíos de Daguestán
(Dagh-Chufuti),
lo mismo que los judíos de Georgia
(Kartveli Ebraelebi)
llegaron, posiblemente, más o menos por la época del nacimiento de Jesús, desde Media, Palestina o Babilonia. Y, sin citar fuentes, llegaba a esta conclusión:
Dejando aparte la exactitud de tal o cual opinión, los judíos, en conjunto, tanto los recién llegados cuanto los Bergjuden, son unos Fremdkórper, unos elementos extraños en la región del Cáucaso.
Una nota de portada de la Amt IV especificaba que aquel informe debía bastar para proporcionar al Einsatzgruppe las aclaraciones necesarias para identificar a los
Weltanschauungsgegner,
los «adversarios ideológicos», en la zona de operaciones. A la mañana siguiente, cuando regresó Bierkamp, le presenté el informe, que leyó por encima. «Muy bien, muy bien. Aquí tiene su orden de misión para la Wehrmacht».. —«¿Qué dice el Sturmbannführer Persterer del pueblo que menciona Shadov?». —«Dice que efectivamente liquidaron un koljós judío en esa región el 20 de septiembre. Pero no sabía si eran
Bergjuden o
no. Y, entretanto, uno de los ancianos de esos judíos fue al Kommando en Nalchik. Le he hecho un resumen de la conversación». Examiné el documento que me tendía: el anciano, un tal Markel Shabaev, se había presentado vistiendo una
cherkesska
y un gorro alto de astracán; había explicado en ruso que en Nalchik vivían unos cuantos miles de tats, un pueblo iranio a quienes los rusos llamaban equivocadamente
Gorski Evrei.
«Por lo que dice Persterer -añadió Bierkamp, visiblemente contrariado-, debe de ser ese mismo Shabaev quien ha ido a hablar con Shadov. Supongo que debería usted verlo». Von Gilsa, cuando me llamó a su despacho dos días después, parecía muy preocupado: «¿Qué sucede, Herr Oberst?», le pregunté. Me señaló una línea en el gran mapa mural: «Los panzers del Generaloberst Von Mackensen han dejado de avanzar. La resistencia soviética se ha plantado delante de Oryonikidze y por allí ya está nevando. Y eso que sólo les faltan ya siete kilómetros para la ciudad». Seguía con la vista la larga línea azul que serpenteaba y subía, luego, hasta perderse entre las arenas de la estepa calmuca. «También en Stalingrado están empantanados. Nuestras tropas están exhaustas. Si el OKH no envía rápidamente refuerzos, pasaremos el invierno aquí». Yo no decía nada y él cambió de tema. «¿Ha podido ocuparse del problema de esos
Bergjuden?»
Le expliqué que, según la documentación que teníamos, debíamos considerarlos judíos. «Nuestros expertos parecen pensar lo contrario -replicó-. Y el doctor Bráutigam también. El General Kóstring propone convocar una reunión mañana en Voroshilovsk para tratar el tema; tiene mucho empeño en que estén representadas las SS y la SP».. —«Muy bien. Se lo comunicaré al Oberführer». Llamé por teléfono a Bierkamp, que me dijo que asistiera a la reunión; él también iría. Subí a Voroshilovsk con Von Gilsa. El cielo estaba nublado y gris, pero el tiempo estaba seco; las cimas de los volcanes se perdían de vista entre volutas de nubes retorcidas, endemoniadas, caprichosas.