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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (43 page)

BOOK: Las benévolas
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No me dejaban indiferente algunos de los argumentos de Voss; si los
Bergjuden
se consideraban a sí mismos efectivamente montañeses auténticos y sus vecinos los consideraban también así, su actitud para con nosotros podría muy bien ser de lealtad, viniere de donde viniere su sangre. Los factores culturales y sociales podían tener también su importancia; había que tomar en cuenta, por ejemplo, las relaciones de aquel pueblo con el poder bolchevique. Lo que me dijo el anciano tat en Piatigorsk me sugirió que los
Bergjuden
no tenían demasiado cariño que digamos a los judíos de Rusia y quizá les sucedía otro tanto con todo el sistema estalinista. También tenía mucha importancia la actitud que tenían las demás tribus con ellos; no podíamos depender sólo de la palabra de Shadov: era posible que también aquí vivieran los judíos como parásitos. Mientras regresaba a Piatigorsk, iba pensando en los demás argumentos de Voss. Negar en bloque de esa manera la antropología racial me parecía exagerado; por supuesto que podía afinarse más en los sistemas y no dudaba de que personas de escaso talento hubieran podido aprovecharse de sus conexiones en el Partido para labrarse una carrera que no se merecían: en Alemania pululaban los parásitos así (y combatir eso era otra de las tareas del SD, o al menos ésa era la creencia de unos cuantos). Pero Voss, pese a todo el talento que tenía, era de opiniones tajantes, como todos los jóvenes. Seguro que las cosas eran más complejas de lo que él pensaba. Yo no tenía conocimientos suficientes para hacerle una crítica, pero me parecía que, cuando se creía en determinada idea de Alemania y del
Volk
alemán, lo demás debía caer por su propio peso. Había cosas que podían demostrarse, pero otras había que entenderlas, sin más; seguramente era también una cuestión de fe.

En Piatigorsk me estaba esperando una primera respuesta de Berlín, que habían mandado por télex. La Amt VII había pedido opinión a un tal profesor Kittel, quien declaraba:
Cuestión dificultosa que hay que estudiar in situ.
No es que resultara muy alentador. El departamento VII B1, en cambio, había preparado una documentación que debía llegar en fecha próxima por correo aéreo. El especialista de la Wehrmacht, me comunicó Von Gilsa, estaba en camino y el de Rosenberg llegaría poco después. Mientras esperábamos al nuestro, solucioné el problema de la ropa de invierno. Reuter puso amablemente a mi disposición a uno de los artesanos judíos de la Wehrmacht: era un anciano de barba larga y bastante flaco, que vino a tomarme medidas; y le encargué un abrigo gris, largo, con cuello de astracán y forrado de mouton, que los rusos llaman
chuba,
y un par de botas forradas de piel; en lo referido a la chapka (la del año anterior la había perdido hacía mucho) fui personalmente a buscar una, de zorro plateado, al
Verjnii rynok.
Muchos oficiales de las Waffen-SS habían tomado la costumbre de mandar que les cosieran una insignia con una calavera en la chapka no reglamentaria; a mí me parecía un tanto afectado, pero, en cambio, quité las hombreras y una insignia SD de una de las guerreras para que me las cosieran en el abrigo.

Me volvían a intervalos irregulares las náuseas y los vómitos, y unos sueños angustiosos empezaban a enturbiarme más aún el malestar. Con frecuencia era sólo algo negro y opaco, y la mañana borraba todas las imágenes y sólo me dejaba su lastre. Pero también podía suceder que la oscuridad se desgarrase de golpe, desvelando visiones fulgurantes por su claridad y su espanto. Dos o tres noches después de volver de Nalchik, abrí así, desafortunadamente, una puerta: Voss, en una habitación oscura y vacía estaba a gatas y con el trasero al aire; y del ano le corría mierda líquida. A mí me entraba una gran preocupación, cogía papel, una páginas de unos números de
Izvestia,
e intentaba recoger ese líquido marrón que se volvía cada vez más pardo y más espeso. Intentaba no mancharme las manos, pero era imposible; la plasta aquella, casi negra, cubría las hojas y me cubría los dedos y, luego, la mano entera. Enfermo de asco, iba corriendo a lavarme las manos en una bañera que había cerca; mientras tanto, la mierda seguía corriendo. Al despertarme, intenté entender esas imágenes espantosas, pero no debía de estar despierto del todo, porque mis pensamientos, que en aquel momento me parecían totalmente lúcidos, seguían tan enredados como el sentido de la imagen en sí; me parecía claro, efectivamente, por ciertos indicios, que aquellos personajes representaban a otros, que el hombre a gatas debía de ser yo y que el que limpiaba era mi padre. ¿Y de qué hablarían las páginas de los
Izvestia?
¿Acaso se habría publicado en ellas algún escrito, definitivo quizá, acerca de la cuestión tat? Cuando llegó el correo del VII B1, que enviaba un tal Oberkriegsverwaltungsrat doctor Füsslein, en nada contribuyó a que me desapareciera el pesimismo, pues el celoso Oberkriegsverwaltungsrat se había contentado con recopilar fragmentos de la
Enciclopedia judía.
Había allí cosas muy eruditas, pero de las opiniones, contradictorias por desdicha, no se derivaba conclusión alguna. Me enteré así de que a los judíos del Cáucaso los mencionaban por vez primera Benjamín de Tudela, que viajó por aquellas regiones allá por 1170, y Pethaniah de Ratisbona, que afirmaba que eran de origen persa y llegaron al Cáucaso en el siglo XII. Guillermo de Ruysbroek, en 1254, se encontró con una nutrida población judía al este del macizo, antes de llegar a Astracán. Pero un texto georgiano de 314, por su parte, mencionaba a unos judíos que hablaban hebreo y que, al parecer, adoptaron la antigua lengua irania («parsi» o «tat») cuando los persas ocuparon Transcaucasia, aliñándola con hebreo y con lenguas locales. Ahora bien, los judíos de Georgia, a quienes llaman, según Koch,
burla
(que quizá se deriva de
Iberia),
no hablan tat, sino un dialecto kartveliano. En cuanto a Daguestán, según el
Derbent-Nameh,
los árabes, cuando lo conquistaron allá por el siglo VIII, ya encontraron allí judíos. Lo que hacían los investigadores contemporáneos era complicar más el asunto. Era para desesperarse: resolví mandárselo todo a Bierkamp y a Leetsch sin comentarios, insistiendo en que se llamara lo antes posible a un especialista.

Dejó de nevar unos cuantos días, y luego siguió nevando. En el comedor, los oficiales hablaban en voz baja, preocupados: los ingleses habían derrotado a Rommel en El Alamein; pocos días después, los angloamericanos desembarcaron en el norte de África; nuestras fuerzas, en represalia, acababan de ocupar la zona libre de Francia, pero eso había incitado a las tropas de Vichy en África a pasarse a los Aliados. «Si por lo menos mejorasen aquí las cosas», decía Von Gilsa. Pero ante Oryonikidze nuestras divisiones habían pasado a la defensiva; el frente iba desde el sur de Cheguem y de Nalchik hacia Chikola y Gizel, luego subía, siguiendo el Terek, hasta el norte de Malgobek; no tardó un contraataque soviético en volver a tomar Gizel. Luego vino el vuelco aparatoso. Tardé en saberlo porque los oficiales del Abwehr me impidieron el paso a la sala de mapas y se negaron a entrar en detalles. «Lo siento muchísimo -se disculpó Reuter-. Su Kommandant tendrá que hablarlo con el OKHG». Al final del día conseguí enterarme de que los soviéticos habían lanzado una contraofensiva en el frente de Stalingrado; pero en qué lugar y de qué alcance, no había forma de saberlo: los oficiales del AOK, con expresión sombría y tensa, se negaban obstinadamente a decirme nada. Leetsch me afirmó por teléfono que el OKHG había reaccionado igual; el Gruppenstab no tenía más información que yo y me pedía que transmitiera de forma urgente cualquier noticia. Siguieron con la misma actitud a la mañana siguiente y me enfadé con Reuter, que me respondió, muy seco, que el AOK no tenía obligación alguna de informar a las SS de las operaciones que estaban en marcha fuera de su propia zona. Pero iban saltando las noticias; los oficiales no podían controlar ya las
Latrinenparolen;
me dediqué a los conductores, los enlaces y los suboficiales y, en pocas horas, sumando unas cosas con otras, pude hacerme una idea de la amplitud del peligro. Volví a llamar a Leetsch, que parecía disponer de las mismas informaciones que yo, pero nadie podía decir cuál iba a ser la respuesta de la Wehrmacht. Se hundían los dos frentes rumanos, al oeste de Stalingrado, junto al Don, y al sur, en la estepa calmuca, y estaba claro que los rojos pretendían coger al 6° Ejército por la espalda. ¿De dónde habían sacado las fuerzas necesarias? No conseguía saber en qué punto estábamos, la situación evolucionaba a una velocidad excesiva, incluso para los cocineros, pero parecía urgente que el 6° Ejército comenzara a retirarse en prevención de que pudieran rodearlo; ahora bien, el 6° Ejército no se movía. El 21 de noviembre, ascendieron al Generaloberst Von Kleist a Generalfeldmarschall y lo nombraron comandante en jefe del grupo de ejércitos A: el Führer debía de sentirse desbordado. Al mando del 1.er Ejército blindado, en el puesto de Von Kleist, estaba ahora el Generaloberst Von Mackensen. Von Gilsa me dio la noticia de forma oficial: parecía desesperado y me dio a entender con medias palabras que la situación era cada vez más catastrófica. Al día siguiente, que era domingo, los dos brazos de la tenaza soviética se juntaron en Kalach-na-Donu y el 6° Ejército, así como parte del 4º Ejército blindado, quedaron embolsados. Los rumores hablaban de desastre militar, de pérdidas masivas, de caos; pero todas y cada una de las informaciones un poco concretas contradecían la anterior. Por fin, a última hora del día, Reuter me llevó al despacho de Von Gilsa, quien me hizo una rápida exposición, con los mapas delante. «La decisión de no intentar la evacuación del 6° Ejército la tomó el propio Führer», me comunicó. Las divisiones embolsadas formaban ahora un gigantesco
Kessel,
un «caldero» como se decía, aislado de nuestras líneas, por supuesto, pero que llegaba desde Stalingrado casi hasta el Don, cruzando por la estepa. La situación era preocupante, pero los rumores la exageraban muchísimo: las fuerzas alemanas habían perdido pocos hombres y poco material y seguían cohesionadas; además la experiencia de Demiansk, el año anterior, demostraba que un
Kessel
abastecido por vía aérea podía aguantar por tiempo indefinido. «Pronto lanzaremos una operación de desbloqueo», dijo Von Gilsa, a modo de conclusión. Bierkamp convocó al día siguiente una conferencia que me confirmó esa interpretación optimista: el Reichsmarschall Góring, anunció Korsemann, había asegurado al Führer que la Luftwaffe estaba en condiciones de abastecer al 6° Ejército; el General Paulus se había reunido con su estado mayor en Gumrak para dirigir las operaciones desde dentro del
Kessel;
y desde Vitebsk llamaban al Generalfeldmarschall Von Manstein para formar un nuevo grupo de ejércitos del Don y lanzar un ataque que abriera camino hacia las fuerzas embolsadas. Esta noticia, más que ninguna otra, causó gran alivio: desde la toma de Sebastopol, se consideraba a Von Manstein el mejor estratega de la Wehrmacht; si alguien podía salir del atolladero, ése era él.

Mientras tanto, llegó el experto que precisábamos. Como el Reichsführer se había ido de Vinnitsa antes que el Führer, a finales de octubre, para regresar a Prusia oriental, Korsemann se dirigió directamente a Berlín y a la RuSHA le pareció oportuno enviar a una mujer, la doctora Weseloh, especialista en lenguas iranias. Bierkamp se disgustó muchísimo al enterarse de esa noticia: quería un experto en razas de la Amt IV, pero no había ninguno disponible. Lo calmé explicándole que un enfoque lingüístico debería resultar provechoso. La doctora Weseloh había podido coger un avión correo hasta Rostov, pasando por Kiev, pero luego no le había quedado más remedio que seguir viaje en tren. Fui a buscarla a la estación de Voroshilovsk, en donde la encontré en compañía del célebre escritor Ernst Jünger, con quien mantenía una animada conversación. Jünger, un tanto cansado pero aún pimpante, vestía uniforme de campaña de Hauptmann de la Wehrmacht; Weseloh iba de paisano, con chaqueta y una falda larga de gruesa lana gris. Me presentó a Jünger, muy ufana, visiblemente, de su reciente relación: había coincidido con él casualmente en el compartimento de tren, en Krapotkin, y lo había reconocido en el acto. Le di un apretón de manos e intenté decirle unas pocas palabras acerca de cuan importantes habían sido para mí sus libros, sobre todo
El trabajador,
pero ya estaba rodeado de oficiales del OKHG que se lo llevaban. Weseloh lo vio marchar con expresión emocionada y lo despidió con la mano. Era una mujer más bien flaca, a quien apenas si se le notaban los pechos, aunque era exageradamente ancha de caderas; tenía una cara alargada y caballuna y llevaba el pelo rubio recogido en un moño con postizo, y gafas, que dejaban ver unos ojos un tanto aturdidos, pero ávidos. «Siento mucho no ir de uniforme -dijo, tras hacer ambos el saludo alemán-, pero me pidieron que saliera tan deprisa que no me dio tiempo a hacerme uno».. —«No tiene importancia -respondí, muy amable-. Pero, eso sí, va a tener frío. Le conseguiré un abrigo». Llovía y las calles estaban llenas de barro; de camino se explayó sobre Jünger, que llegaba de Francia en misión de inspección; habían hablado de epígrafes persas y Jünger la había felicitado por su erudición. En el grupo, se la presenté al doctor Leetsch, quien le explicó en qué consistía su cometido; después del almuerzo, la dejó en mis manos y me pidió que le buscase alojamiento en Piatigorsk, la ayudase en su trabajo y me ocupase de ella. Mientras íbamos carretera adelante, volvió a hablarme de Jünger y, después, me preguntó por la situación en Stalingrado: «He oído muchos rumores. ¿Qué sucede exactamente?». Le conté lo poco que sabía. Me escuchó atentamente y dijo, por fin, con tono convencido: «Estoy segura de que se trata de un plan brillante de nuestro Führer para hacer caer a las fuerzas enemigas en una trampa y destruirlas de una vez por todas».. —«Seguramente está usted en lo cierto». En Piatigorsk, hice que la acomodasen en uno de los sanatorios; luego, le enseñé la documentación con la que contaba y mis informes. «También tenemos muchas fuentes rusas», expliqué.. —«Por desgracia no leo el ruso -me contestó, muy seca-. Pero con lo que tiene usted aquí debería bastarnos».. —«Todo en orden, entonces. Cuando acabe, iremos los dos a Nalchik».

La doctora Weseloh no llevaba alianza, pero no parecía hacer ningún caso a los apuestos militares que la rodeaban. No obstante, pese a que no tenía un físico demasiado atractivo y era de ademanes torpes, tuve, en los dos días siguientes, muchas más visitas que de costumbre: no sólo oficiales del Abwehr, sino también otros de Operaciones, que normalmente ni se dignaban dirigirme la palabra, tenían de pronto apremiantes motivos para venir a verme. Ni uno dejó de saludar a nuestra especialista, que se había instalado en un escritorio y, sumida en sus papeles, apenas si les devolvía el saludo con una palabra distraída o un gesto de la cabeza, a menos que se tratase de un oficial superior, a quien hubiera que hacer el saludo reglamentario. Sólo reaccionó de verdad una vez, cuando el joven teniente Von Open dio un taconazo ante su mesa y se dirigió a ella de la siguiente forma: «Permítame, Fräulein Weseloh, que le dé la bienvenida a nuestro Cáucaso..».. Alzó la cabeza y lo interrumpió: «Fräulein Doktor Weseloh, tenga la bondad». Von Open, desconcertado, se ruborizó y masculló unas disculpas; pero la Fräulein Doktor ya había vuelto a sumirse en la lectura. Me costaba contener la risa ante aquella solterona estirada y puritana, pero que no carecía de inteligencia ni de vertientes humanas. También a mí me llegó la oportunidad de padecer su forma de ser tajante cuando quise comentar con ella el resultado de sus lecturas. «No veo por qué me han hecho venir hasta aquí -dijo, sorbiendo con expresión severa-. El caso me parece claro». La animé a que siguiera hablando: «La cuestión de la lengua no tiene importancia alguna. La de las costumbres tiene alguna más, pero no demasiada. Si son judíos, habrán seguido siéndolo pese a cuantos intentos de asimilación hayan hecho; exactamente igual que los judíos de Alemania, que hablaban alemán y vestían como burgueses occidentales, pero, bajo la pechera almidonada, seguían siendo judíos y no le daban el pego a nadie. Ábrale los pantalones de rayas a un industrial judío -siguió diciendo con toda crudeza-, y se encontrará con un circunciso. Y aquí pasará otro tanto. No sé por qué tanto quebradero de cabeza». No me di por enterado de esa inconveniencia en el lenguaje que me hizo sospechar, en aquella doctora de apariencia tan glacial, honduras turbias que perturbaban fangosos remolinos, pero me permití hacerle notar que, en vista de las costumbres musulmanas, aquel indicio, al menos, no me parecía demasiado revelador. Me miró de forma aún más despectiva: «Hablaba de forma metafórica, Hauptsturmführer. ¿Por quién me toma? Lo que quiero decir es que los
Fremdkórper
nunca dejan de serlo, fuere cual fuere el entorno. Ya le explicaré lo que quiero decir in situ». La temperatura bajaba a ojos vistas y mi pelliza seguía sin estar lista. Weseloh tenía un abrigo que le estaba un poco grande, pero iba forrado de piel; se lo había conseguido Reuter. Yo, al menos, para las visitas sobre el terreno tenía la chapka, pero incluso eso desagradaba a Weseloh: «El caso es que esa indumentaria no se atiene al reglamento, Hauptsturmführer», dijo al ver como me ponía el gorro.. —«El reglamento lo redactaron antes de que viniéramos a Rusia -le expliqué, cortesmente-. Todavía no lo han actualizado. Pongo en su conocimiento que su abrigo de la Wehrmacht no es reglamentario tampoco». Se encogió de hombros. Mientras ella estudiaba la documentación, yo había intentado subir a Voroshilovsk, con la esperanza de dar con una ocasión de ver a Jünger, pero no había sido posible, y tenía que contentarme con los comentarios de Weseloh, por la noche, en el comedor de oficiales. Ahora tenía que llevarla a Nalchik. De camino, le mencioné la presencia de Voss y su participación en la comisión de la Wehrmacht. «¿El doctor Voss? -dijo pensativa-. Es un especialista bastante conocido, desde luego. Pero en Alemania se critican mucho sus trabajos. En fin, será interesante conocerlo». Yo también tenía mucho interés en volver a ver a Voss, pero a solas o, en cualquier caso, no en presencia de aquella arpía nórdica; quería seguir con la conversación anterior y, además, no me quedaba más remedio que admitir que el sueño que tuve me había alterado, y creía que una conversación con Voss, sin mencionar, por descontado, esas imágenes espantosas, me ayudaría a aclarar unos cuantos puntos. Ya en Nalchik, fui primero a las oficinas del Sonderkommando. Persterer no estaba, pero presenté a Weseloh a Wolfgang Reinholz, un oficial del Kommando que también se ocupaba del asunto de los
Bergjuden.
Reinholz nos explicó que ya habían estado allí los expertos de la Wehrmacht y del
Ostministerium.
«Se han entrevistado con Shabaev, el viejo que representa más o menos a los
Bergjuden,
quien les ha soltado largos discursos y les ha enseñado la
kolonka».kolonka
-preguntó Weseloh-. ¿Y eso qué es?». —«La judería. Está algo más al sur que el centro de la ciudad, entre la estación y el río. Ya la llevaremos a usted. Según las informaciones que tengo -añadió, volviéndose hacia mí-, Shabaev mandó sacar todas las alfombras, las camas y los sillones de las casas para ocultar que son ricos, e invitó a
shashliks
a los expertos, que se lo tragaron todo».. —«¿Por qué no intervinieron ustedes?», preguntó Weseloh.. —«Es algo complicado, Fräulein Doktor -contestó Reinholz. Hay cuestiones de jurisdicción. De momento, a nosotros nos han prohibido que nos metamos en los asuntos de esos judíos».. —«En cualquier caso -respondió ella, muy estirada-, puedo asegurarle que a mí no me pillarán con manipulaciones de ésas».

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