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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (47 page)

BOOK: Las benévolas
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La entrevista fue breve. Bierkamp no me dijo que me sentara y me quedé en posición de firmes mientras me tendía una hoja. La miré sin entender gran cosa. «¿Qué es?», pregunté.. —«Su traslado. El encargado de las estructuras policiales en Stalingrado ha pedido urgentemente un oficial SD. Al suyo lo mataron hace dos semanas. He comunicado a Berlín que el Gruppenstab podía hacer frente a una reducción de personal y han dado el visto bueno a su cambio de destino. Enhorabuena, Hauptsturmführer. Es una oportunidad para usted». Seguí tieso. «¿Puedo preguntarle por qué me propuso, Herr Oberführer?» Bierkamp seguía con expresión desagradable, pero sonrió levemente: «Me gusta contar en mi estado mayor con oficiales que entienden lo que se espera de ellos sin tener que entrar en detalles; en caso contrario, más le valdría a uno hacer el trabajo personalmente. Espero que el trabajo SD en Stalingrado sea para usted un aprendizaje provechoso. Permítame además que le comente que su conducta personal ha sido lo bastante equívoca como para dar lugar a rumores desagradables dentro del grupo. Hay quien ha llegado incluso a mencionar una intervención de la
SS-Gericht.
Por principio, me niego a creer habladurías de esa índole, sobre todo cuando tienen que ver con un oficial con una formación política como la suya, pero no consentiré que un escándalo mancille la reputación de mi grupo. Le aconsejo que tenga cuidado a partir de ahora para que su comportamiento no pueda dar pie a ese tipo de chismorreos. Puede retirarse». Nos despedimos con el saludo alemán y me retiré. Ya en el pasillo, pasé por delante del despacho de Prill: tenía la puerta abierta y vi que me miraba con una leve sonrisa. Me detuve en el umbral y me quedé, a mi vez, mirándolo fijamente, mientras una sonrisa radiante, una sonrisa de niño, me iba creciendo en la cara. Poco a poco se le fue apagando la sonrisa y me miró con expresión cetrina y perpleja. No dije nada y seguí sonriendo, sin soltar la orden de misión que llevaba en la mano. Al fin, me fui.

Seguía haciendo el mismo frío, pero la pelliza era abrigada y di unos cuantos pasos. La nieve, recogida de mala manera, estaba helada y resbaladiza. En la esquina de la calle, cerca del hotel Kavkaz presencié un peculiar espectáculo: unos soldados alemanes salían de un edificio cargados con unos maniquíes que llevaban uniformes napoleónicos. Había húsares con shakos y dolmanes de color punzó, pistacho o junquillo, dragones de verde con pestañas rojo amaranto en las costuras,
grognards
de la guardia imperial con gabanes azules de botones dorados, hannoverianos de rojo cangrejo, un lancero croata todo de blanco con corbata roja. Los soldados metían esos maniquíes, de pie, en camiones con toldo, y otros los sujetaban con cuerdas. Me acerqué al Feldwebel que supervisaba la operación: «¿Qué pasa?». Me saludó y contestó: «Es el museo regional, Herr Hauptsturmführer. Estamos evacuando la colección a Alemania. Orden del OKHG». Me quedé un rato mirándolos y luego me volví al coche; seguía con la hoja de ruta en la mano.
Finita la commedia.

COURANTE

Entonces cogí el tren en Minvody y me encaminé trabajosamente hacia el norte. Los trenes circulaban con mucha irregularidad y tuve que hacer varios transbordos. En las salas de espera mugrientas cientos de soldados esperaban de pie o desplomados encima del petate a que les dieran una sopa o algún sucedáneo de té o de café antes de facturarlos hacia lo desconocido. Me hacían sitio en la punta de un banco y allí me quedaba, en estado vegetativo, hasta que un jefe de estación derrengado venía a avisarme. En Salsk, por fin, me metieron en un tren que venía desde Rostov con hombres y material para el ejército Hoth. Aquellas unidades heteróclitas se habían constituido deprisa y corriendo, manga por hombro, con soldados de permiso interceptados por todo el Reich hasta Lublin, e incluso hasta Posen, que enviaban acto seguido a Rusia, con quintas anticipadas entrenadas a toda prisa o en plazos más breves de lo habitual, con convalecientes sacados de los
lazaretts,
soldados del 6° Ejército que se habían quedado aislados y habían aparecido fuera del
Kessel
después del desastre. Pocos parecían tener idea de la gravedad de la situación, lo cual no era nada de extrañar: los partes militares seguían obstinadamente mudos al respecto y, como mucho, mencionaban
actividad en el sector de Stalingrado.
No hablé con esos hombres, coloqué el petate y me acurruqué en la esquina de un compartimento, ensimismado y examinando con ojos distraídos las grandes formas vegetales, ramificadas y meticulosas, que la escarcha ponía en los cristales. No quería pensar, pero me venían pensamientos, amargos, rebosantes de compasión por mí mismo. Más habría valido, rabiaba dentro de mí una vocecita íntima, que Bierkamp me hubiera mandado de oficio ante un pelotón, habría sido más humanitario, en vez de echarme sermones hipócritas acerca del valor educativo de un embobamiento en pleno invierno ruso. Gracias a Dios, gimoteaba otra voz, que al menos tengo la pelliza y las botas. La verdad es que me costaba mucho concebir qué valor educativo podían tener unos trozos de metal abrasador que me atravesasen las carnes. Fusilar a un judío o a un bolchevique no tenía valor educativo alguno; los matabas y ya está, aunque también para eso tuviéramos montones de eufemismos preciosos. Los soviéticos, cuando querían castigar a alguien, lo enviaban a un
Shtrafbat
en donde la esperanza de vida era pocas veces superior a unas cuantas semanas: sistema brutal, pero sincero, como suele ser, en general, cuanto hacen. Por lo demás, me parecía que ésa era una de las cosas en que nos aventajaban con mucho (por no mencionar sus divisiones y sus carros de combate, incontables en apariencia): con ellos, al menos, se sabía a qué son había que bailar.

Las vías estaban ocupadas, nos pasábamos horas esperando en las vías de servicio, según unas indescifrables pautas de prioridad que fijaban organismos misteriosos y remotos. A veces, me forzaba a salir a respirar el aire mordiente y a estirar las piernas: más allá del tren no había nada, una dilatada extensión blanca, vacía, que barría el viento, limpia desde siempre. La nieve, dura y seca, crujía bajo los pasos como una corteza; el viento, cuando me ponía de cara a él, me cortaba las mejillas; entonces, le daba la espalda y miraba la estepa, el tren con las ventanillas blancas de escarcha, a los demás hombres, muy pocos, a quienes, como a mí, sacaba del tren el aburrimiento o la diarrea. Me entraban deseos insensatos: tirarme en la nieve, ovillado dentro de la pelliza, y quedarme ahí cuando el tren arrancase, oculto ya bajo una fina capa blanca, un capullo de crisálida, que me imaginaba suave, tibio y tierno, como aquel vientre de donde me expulsaron un día de forma tan cruel. Aquellos ataques de hipocondría me asustaban: cuando conseguía recobrarme, me preguntaba de dónde demonios saldrían. No era algo que casara bien con mis hábitos. El miedo, quizá, me decía por fin. Pero en tal caso, ¿el miedo a qué? Creía tener domesticada a la muerte, y no sólo desde las hecatombes de Ucrania, sino desde mucho antes. ¿Era quizá una ilusión, un velo que corría el subconsciente para cubrir el grosero instinto animal, que andaba ahí agazapado? Era posible, desde luego. Pero quizá era también la idea de encierro: meterse vivo en esa inmensa cárcel a cielo abierto, como en un destierro sin retorno. Había tenido voluntad de servicio, había hecho por mi Nación y mi pueblo, y en nombre de esa voluntad, cosas arduas, espantosas, contrarias a mí mismo; y resulta que me desterraban de mí mismo y de la vida común para mandarme a que me reuniera con los que ya estaban muertos, con los abandonados. ¿La ofensiva de Hoth? Stalingrado no era Demiansk y, ya antes del 19 de noviembre, estábamos sin resuello y con las fuerzas agotadas, habíamos llegado a los límites más extremos, nosotros, tan fuertes, que creíamos que sólo estábamos empezando. Stalin, aquel osetio ruso, había recurrido, con nosotros, a las tácticas de sus antepasados escitas: la retirada interminable, siempre más allá, tierra adentro,
el jueguecito,
como lo llamaba Heródoto,
la persecución infernal,
jugando con el vacío, utilizándolo:
Cuando dieron los persas los primeros síntomas de agotamiento y abatimiento, los escitas imaginaron un medio para infundirles algo de coraje y hacerles, de esta forma, apurar la copa hasta las heces. Prescindían voluntariamente de unos cuantos rebaños, a los que dejaban vagar por lugares visibles y sobre los que se abalanzaban los persas con avidez. Recobraban así un tanto los buenos ánimos. Cayó Darío varias veces en esa trampa, pero a la postre se vio abocado a la hambruna.
Fue entonces (cuenta Heródoto) cuando los escitas enviaron a Darío su misterioso mensaje con forma de ofrenda: un ave, una rata, una rana y cinco flechas. Ahora bien, para nosotros no hay ofrenda ni mensaje sino muerte, destrucción y el final de la esperanza. ¿Será posible que pensara por aquel entonces todo eso? ¿No se me ocurrieron acaso mucho más adelante esas ideas, cuando se acercaba el fin o cuando todo había terminado? Es posible, pero también es posible que lo pensase ya entre Salsk y Kotelnikovo, pues ahí estaban las pruebas, bastaba con abrir los ojos para verlas, y es posible que mi tristeza hubiera empezado a abrirme los ojos. Es difícil saberlo, como pasa por la mañana con un sueño que sólo ha dejado olas imprecisas y agrias, igual que esos dibujos crípticos que, lo mismo que un niño, trazaba con la uña en la escarcha de las ventanillas del tren.

En Kotelnikovo, área de salida de la ofensiva de Hoth, estaban descargando un tren que nos precedía y hubo que esperar varias horas para bajar. Era una estacioncita rural de ladrillos raídos, con unos cuantos andenes de hormigón de mala calidad entre vía y vía; a ambos lados, los vagones, marcados con el emblema alemán, llevaban además marcas checas, francesas, belgas, danesas, noruegas: para reunir material y hombres estaban rebañando ahora los confines de Europa. Me apoyé en la puerta abierta de mi vagón, fumando y contemplando el barullo confuso de la estación. Había allí militares alemanes de todas las armas, Polizei rusos o ucranianos que llevaban brazaletes con cruces gamadas y fusiles viejos, hiwis con la cara chupada, campesinas encarnadas de frío que venían a vender o a cambiar por algo unas cuantas tristes verduras en salmuera o una gallina tísica. Los alemanes llevaban abrigos o pellizas; los rusos, chaquetas acolchadas, casi siempre rotas a jirones por donde salían puñados de paja u hojas de periódico; y aquella muchedumbre abigarrada charlaba, alborotaba, se empujaba a la altura de mis botas, como grandes torbellinos que se movían a trompicones. Precisamente a mis pies había dos soldados altos y tristes cogidos del brazo; algo más allá, un ruso demacrado, sucio, que tiritaba, vestido sólo con una delgada chaqueta de tela, avanzaba por el andén con un acordeón en la mano; se acercaba a los grupos de soldados o de Polizei, que lo mandaban a paseo con una palabra brutal o un papirotazo o, en el mejor de los casos, le daban la espalda. Cuando llegó a mi altura, me saqué un billete pequeño del bolsillo y se lo di. Pensaba que seguiría su camino, pero se quedó donde estaba y me preguntó: «¿Qué quieres? ¿Una popular, una tradicional o una cosaca?». Yo no entendía de qué hablaba y me encogí de hombros: «Lo que tú quieras». Se quedó un momento pensativo y empezó a cantar una canción cosaca que yo conocía por haberla oído con frecuencia en Ucrania, esa cuyo refrán dice de forma tan jubilosa:
Oí ty Galia, Gaita molodaia...
y narra la atroz historia de una joven a la que raptan los cosacos, atan por las largas trenzas rubias a un pino y queman viva. Y fue espléndido. El hombre cantaba, alzando el rostro hacia mí: le brillaban con dulzura los ojos, de un azul evanescente, a través del alcohol y la mugre; le temblequeaban las mejillas, que una barba rojiza se comía, y la voz de bajo, ronca de tabaco malo y de bebida, se alzaba, clara y pura y firme, y cantaba estrofa tras estrofa, como si no fuera a pararse jamás. Las teclas del acordeón le chascaban bajo los dedos. En el andén había cesado el barullo; la gente lo miraba, y lo escuchaba, un tanto atónita, incluso quienes, pocos momentos antes, lo habían tratado con dureza, sobrecogidos por la belleza sencilla e incongruente de la canción. Llegaban de frente y en fila tres koljosianas gruesas, como tres ocas rollizas por un sendero de pueblo, con un gran triángulo grueso tapándoles la cara, una toquilla de punto. Y aunque el acordeonista les cerraba el paso, se escurrieron por un lado, rodeándolo como el vaivén de las olas rodea una roca, mientras él giraba ligeramente en sentido contrario sin dejar de cantar; luego, las mujeres siguieron caminando a lo largo del tren mientras la muchedumbre hacía cambiar de sitio al músico y lo escuchaba; detrás de mí, en la plataforma, varios soldados habían salido de los compartimentos para oírlo. Era como si no se fuera a acabar nunca; al concluir cada estrofa, empezaba otra, y nadie quería que acabase aquello. Por fin terminó y, sin esperar siquiera que alguien le diera más dinero, siguió su camino hacia el vagón siguiente y, a la altura de mis botas, la gente se dispersó o volvió a sus actividades o a su espera.

Por fin nos llegó el turno de bajar. En el andén, unos Feldgendarmes miraban la documentación y encarrilaban a los hombres hacia los puntos de agrupamiento. Me enviaron a una oficina de la estación, en donde un empleado exhausto me miró con expresión apagada: «¿Stalingrado? No tengo ni idea. Esto es para el ejército Hoth».. —«Me han dicho que viniera aquí y que me trasladarían a uno de los aeródromos».. —«Los aeródromos están del otro lado del Don. Vaya a ver al cuartel general». Otro Feldgendarme me hizo subir a un camión militar que iba al AOK. Allí encontré por fin a un oficial de operaciones que estaba enterado de algo: «Los vuelos para Stalingrado salen de Tatsinskaia. Pero normalmente los oficiales que tienen que incorporarse al 6° Ejército van desde Novocherkassk, en donde está el cuartel general del grupo de ejércitos Don. Nosotros tenemos un enlace con Tatsinskaia cada tres días más o menos. No entiendo por qué lo han mandado aquí. En fin, vamos a intentar conseguirle algo». Me acomodó en un dormitorio colectivo con varias camas dobles. Volvió a presentarse unas horas después. «Bueno, pues Tatsinskaia le manda un avión». Un chófer me llevó fuera de la ciudad hasta una pista improvisada en la nieve. Esperé un rato más en una cabana que caldeaba una estufa, bebiendo sucedáneo de café con unos suboficiales de la Luftwaffe. Les deprimía mucho pensar en el puente aéreo a Stalingrado: «Perdemos entre cinco y diez aparatos diarios, y en Stalingrado, por lo visto, se están muriendo de hambre. Si el general Hoth no consigue romper las líneas, están acabados».. —«Si yo estuviera en su lugar -me dijo otro oficial amistosamente-, no tendría mucha prisa en ir a reunirme con ellos».. —«¿No podría usted perderse un poco?», insistió el primero. Luego aterrizó, cabeceando, el pequeño Fieseler Storch. El piloto ni se molestó en parar el motor, dio media vuelta al llegar al final de la pista y volvió para ponerse en posición de despegue. Uno de los hombres de la Luftwaffe me ayudó a llevar el petate. «Por lo menos va usted abrigado», me gritó por encima del zumbido de la hélice. Subí a bordo y me acomodé detrás del piloto: «¡Gracias por venir!», le grité.. —«No hay de qué -contestó a voz en cuello para que lo oyera-. Ya estamos acostumbrados a hacer de taxis». Despegó antes incluso de que hubiera conseguido ponerme el cinturón y torció hacia el norte. Caía la tarde, pero el cielo estaba despejado y, por vez primera, estaba viendo la tierra desde el aire. Una superficie plana, blanca, uniforme, se extendía hasta el horizonte; de tarde en tarde, una pista, trazada a cordel, rayaba patéticamente la llanura. Los
balki
se veían como largos agujeros de sombras acurrucados, cobijados por la luz rasante de poniente que corría a ras de la estepa. En las encrucijadas de las pistas aparecían rastros de pueblos, ya medio derruidos, con las casas sin tejado llenas de nieve. Luego apareció el Don, una serpiente blanca enorme acurrucada en la blancura de la estepa; podía verse por las orillas azuladas y la sombra de las colinas que lo dominaban en la orilla derecha. El sol, al fondo, se posaba en el horizonte como una bola roja e hinchada, pero aquel color rojo no teñía nada, la nieve seguía siendo blanca y azul. Desde que habíamos despegado, el Storch volaba recto, bastante bajo, con calma, un abejorro tranquilo; de repente, se inclinó hacia la izquierda y bajó en picado; y debajo de mí había, a ambos lados, hileras de aviones de carga grandes y el Storch daba botes en la nieve endurecida e iba rodando a colocarse al fondo del aeródromo. El piloto paró el motor y me señaló un edificio alargado y bajo: «Allí es. Le están esperando». Le di las gracias y apreté el paso, cargado con el petate, hacia una puerta que iluminaba una bombilla colgada. En la pista, un Junker acababa de posarse pesadamente. Al caer la tarde, la temperatura bajaba a toda velocidad, el frío me golpeaba la cara como una bofetada y me quemaba los pulmones. Una vez dentro, un suboficial me dijo que dejase el petate y me llevó a una sala de operaciones rumorosa como una colmena. Un Oberleutnant de la Luftwaffe me saludó y comprobó mi documentación. «Desafortunadamente -dijo por fin-, los vuelos de esta noche están ya muy cargados. Lo puedo meter en un vuelo de mañana por la mañana. Hay otro pasajero esperando además de usted».. —«¿Vuelan ustedes de noche?» Me miró sorprendido: «Sí, claro. ¿Por qué?». Negué con la cabeza. Mandó que me llevasen, junto con mis cosas, a un dormitorio que había en otro edificio: «Intente dormir», me dijo al despedirse. El dormitorio estaba vacío, pero en una cama había un petate: «Es del oficial que viaja con usted -me indicó el Spiess que me acompañaba-. Debe de estar en el comedor de oficiales. ¿Quiere cenar, Herr Hauptsturmführer?». Fui tras él a otra sala en que había unas cuantas mesas y bancos bajo la luz de una bombilla amarillenta en donde comían, hablando en voz baja, pilotos y personal de tierra. Hohenegg estaba sentado solo a la esquina de una mesa; soltó una carcajada al verme: «¡Mi querido Hauptsturmführer! ¿Qué nueva tontería habrá hecho usted ahora?». La alegría me hizo subir la sangre a la cara; fui a buscar un plato de sopa espesa con guisantes y pan y una taza de sucedáneo de té antes de sentarme frente a él. «Espero que no sea por su fallido duelo a lo que debo el placer de su compañía -siguió preguntando con aquella voz suya animada y agradable-. No me lo perdonaría».. —«¿Por qué dice eso?» Se le puso una expresión a un tiempo apurada y divertida: «Tengo que confesarle que fui yo quien denunció sus proyectos».. —«¡Usted!» No sabía si tenía que dar rienda suelta a la ira o la risa. Hohenegg parecía un chiquillo pillado en falta. «Sí. Antes de nada, deje que le diga que era de verdad una idea muy tonta, romanticismo alemán fuera de lugar. Y además recuerde que querían tendernos una emboscada. No tenía intención alguna de ir con usted a que nos asesinasen».. —«Doctor, es usted un hombre de poca fe. Juntos habríamos sorteado la trampa». Le expliqué brevemente mis altercados con Bierkamp, Prill y Turek. «No debería quejarse -fue la conclusión de Hohenegg-. Estoy seguro de que va a ser una experiencia muy interesante».. —«Eso es lo que alegaba mi Oberführer. Pero no estoy nada convencido».. —«Eso es entonces que no es todavía lo bastante filósofo. Creía que era usted de otra forma».. —«A lo mejor he cambiado. ¿Y usted, doctor? ¿Qué lo trae por aquí?». —«Un burócrata de los servicios médicos de Alemania ha decidido que había que aprovechar la ocasión para estudiar los efectos de la desnutrición en nuestros soldados. El AOK opinaba que no merecía la pena, pero el OKH se ha empeñado. Así que me han pedido que me haga cargo de ese fascinante estudio. Admito que, pese a las circunstancias, me estimula la curiosidad». Le apunté al vientre orondo con la cuchara: «Esperemos que se convierta usted en tema de su propio estudio».. —«Hauptsturmführer, se está usted poniendo grosero. Espere a tener mi edad para burlarse. Por cierto ¿qué tal le va a nuestro joven amigo lingüista?» Lo miré sin alterarme: «Ha muerto». Se le ensombreció el rostro: «Ah, cuánto lo siento».. —«Yo también». Me acabé la sopa y bebí el té. Era infecto y amargo, pero quitaba la sed. Encendí un cigarrillo. «Echo de menos aquel riesling suyo, doctor», dije sonriendo.. —«Todavía me queda una botella de coñac -me contestó-, Pero vamos a reservarla. Nos la beberemos juntos en el
Kessel».

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