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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (48 page)

BOOK: Las benévolas
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Un suboficial me sacó de un sueño agitado a eso de las seis. El comedor de oficiales estaba frío y casi vacío; no me agradó lo amargo que estaba el té, pero me concentré para imbuirme de todo su calor, con las dos manos alrededor de la taza de hierro esmaltado. Luego nos llevaron, junto con nuestras cosas, hasta un hangar gélido en donde nos tuvieron mucho rato esperando, dando paseos entre máquinas grasientas y cajones de piezas de recambio. El aliento, en suspensión en el aire húmedo, formaba un vaho denso ante la cara. Por fin vino a presentarse el piloto: «En cuanto acaben de llenar el depósito vamos allá -explicó-. Por desgracia, no tengo paracaídas para darles».. —«¿Valen para algo?», pregunté. Se rió: «Teóricamente, si lo derriba a uno un caza soviético podría dar tiempo a saltar. En la práctica no sucede nunca». Nos llevó hasta un camioncito que nos dejó junto a un Junker-52 colocado al final de la pista. El cielo se había nublado durante la noche; por el este, la masa algodonosa era menos densa. Unos cuantos hombres estaban acabando de cargar en el aparato unos cajones pequeños; el piloto nos mandó subir y nos enseñó cómo ponernos los cinturones sentados en una banqueta muy estrecha. Un mecánico achaparrado vino a sentarse enfrente de nosotros; nos soltó una sonrisa irónica y luego no nos hizo ni caso. Ráfagas de ruidos parásitos y de voces salían de la radio. El piloto volvió a meterse en la carlinga para ir a comprobar algo al fondo del todo, trepando por encima del montón de cajones y de sacos que iban atados con una sólida red. «Hacen ustedes bien en marcharse hoy -nos dijo cuando volvió a pasar-. Los rojos están ya casi en Skassirskaia, aquí mismo, al norte. No tardaremos en echar el cierre».. —«¿Van a evacuar el aeródromo?», pregunté. Hizo una mueca y volvió a su puesto. «Ya conoce nuestras tradiciones, Hauptsturmführer -comentó Hohenegg-. Sólo evacuamos cuando ya no queda nadie vivo». Uno tras otro, los motores iban tosiendo y arrancando. Un zumbido agudo llenó la carlinga; todo vibraba, la banqueta debajo de mí y el mamparo entero, a mi espalda; una llave inglesa, olvidada en el suelo, trepidaba. El avión empezó a rodar despacio hacia la pista, giró, tomó velocidad; la cola se alzó; luego la mole entera se desgajó del suelo. Nuestros macutos, que no iban atados, resbalaron hacia atrás; Hohenegg se me cayó encima. Miré por el ojo de buey: estábamos perdidos entre la niebla y las nubes, apenas si veía el motor. Las vibraciones se me metían en el cuerpo de forma desagradable. Luego, el avión salió de la capa de nubes y el cielo era de un azul metálico y el sol naciente desparramaba su luz fría sobre el gigantesco paisaje de nubes, que surcaban los valles de los balki, como si fuera la estepa. El aire era mordiente y el mamparo de la carlinga estaba helado; me arrebujé en la pelliza y me hice un ovillo. Hohenegg parecía dormido, con las manos en los bolsillos y la cabeza vencida hacia delante; las vibraciones y las trepidaciones del avión me molestaban y no podía seguir su ejemplo. Por fin el avión empezó a bajar; resbaló por la cima de las nubes, se sumergió en ellas y otra vez todo fue gris y oscuro. A través del zumbido monótono de las hélices, me pareció oír una detonación sorda, pero no podía tener la seguridad. Pocos minutos después, el piloto voceó desde la cabina: «¡Pitomnik!». Zarandeé a Hohenegg, que se despertó sin sorpresa y limpié el vaho del ojo de buey. Acabábamos de salir de las nubes y la estepa blanca, casi informe, se extendía bajo el ala. Delante, todo estaba manga por hombro: cráteres pardos maculaban la nieve con enormes manchas oscuras; amasijos de chatarra estaban tirados, enredados, espolvoreados de blanco. El avión bajaba deprisa, pero yo seguía sin ver pista alguna. Luego, tocó tierra bruscamente, saltó y se posó. El mecánico ya se estaba quitando el cinturón: «¡Rápido! ¡Rápido!», gritaba. Oí una explosión y un surtidor de nieve pegó contra el ojo de buey y el mamparo de la carlinga. Me desaté febrilmente. El avión se había parado, un tanto atravesado, y el mecánico estaba abriendo la puerta y bajando la escalera. El piloto no había parado los motores. El mecánico agarró nuestros macutos, los tiró sin miramientos por el hueco y nos hizo vehementes señas para que nos bajásemos. Un viento silbante, cargado de una nieve fina y dura, me dio en la cara. Unos hombres muy abrigados andaban atareadísimos en torno al avión, ponían cuñas, abrían la bodega. Me dejé resbalar por la escalera y recuperé mi petate. Un Feldgendarme armado con una pistola ametralladora me saludó y me hizo una seña para que lo siguiera; le grité: «¡Espere! ¡Espere!». Hohenegg estaba bajando. Un proyectil de obús estalló en la nieve a pocas decenas de metros, pero nadie parecía fijarse. Al borde de la pista se alzaba un talud hecho con la nieve recogida; allí estaba esperando un grupo de hombres, al que custodiaban varios Feldgendarmes armados; las siniestras placas metálicas les colgaban por fuera de los abrigos. Hohenegg y yo nos acercamos, detrás de nuestro escolta. Desde más cerca, vi que la mayoría de los hombres iban vendados o llevaban muletas improvisadas; dos de ellos estaban tendidos en angarillas, todos tenían prendido de forma visible en los capotes el tarjetón de los heridos. Cuando les hicieron una señal, se abalanzaron hacia el avión. Detrás, había un tremendo barullo: unos Feldgendarmes tenían bloqueada la abertura de una alambrada y, tras ella, se empujaba una masa de hombres desencajados que vociferaban, suplicaban, sacudían miembros vendados, se apretaban contra los Feldgendarmes, quienes también vociferaban y los apuntaban con las pistolas ametralladoras. Otra detonación, más cercana, desencadenó una lluvia de nieve; algunos heridos se habían tirado al suelo, pero los Feldgendarmes seguían impávidos; detrás de nosotros, gritaban; al parecer, el impacto había alcanzado a algunos de los hombres que descargaban el avión; yacían en el suelo y otros los apartaban a un lado; los heridos admitidos se empujaban para subir por la escalera; otros hombres estaban acabando de descargar el avión arrojando sacos y cajones al suelo. El Feldgendarme que nos acompañaba disparó una breve ráfaga al aire y luego se sumergió entre la muchedumbre histérica e implorante, avanzando a codazos; lo seguí como pude, tirando de Hohenegg, que venía detrás. Más allá, había hileras de tiendas cubiertas de escarcha, y estaban las aberturas pardas de los búnkers; y, más lejos aún, camiones radio, aparcados en un grupo prieto, en medio de un bosque de mástiles, de antenas, de hilos; al final de la pista empezaba un extenso cementerio de carcasas, aviones despanzurrados o cortados en pedazos, camiones quemados, carros de combate, maquinarias destrozadas y apiladas, que la nieve tapaba a medias. Se nos acercaron varios oficiales: nos saludamos. Dos médicos militares recibieron a Hohenegg: a mí, me recibió un Leutnant joven del Abwehr, que se presentó y me dio la bienvenida: «Está usted a mi cargo y tengo que encontrarle un vehículo que lo lleve a la ciudad». Hohenegg se iba para otro lado: «¡Doctor!». Le estreché la mano. «Seguro que nos volveremos a ver -me dijo afectuosamente-. El Kessel no es tan grande. Cuando esté triste, venga a verme y nos beberemos el coñac». Hice un ademán amplio con la mano: «Creo, doctor, que su coñac no va a durar mucho». Me fui detrás del Leutnant. Cerca de las tiendas, me llamaron la atención una serie de montones altos espolvoreados de nieve. De vez en cuando, retumbaba por el área del aeródromo una detonación sorda. El Junker que nos había traído rodaba despacio hacia el extremo de la pista. Me detuve para verlo despegar y el Leutnant miró también. Soplaba un viento bastante fuerte y teníamos que guiñar los ojos para que no nos cegara la nieve fina que se alzaba del suelo. Al llegar al punto preciso, el avión giró y, sin hacer la mínima pausa, aceleró. Dio un tumbo y luego otro, peligrosamente cerca del talud de nieve; luego las ruedas se alzaron del suelo y se elevó, entre quejidos, oscilando a sacudidas, antes de perderse de vista en la masa opaca de las nubes. Volví a mirar el montón nevado que había junto a mí y vi que lo formaban cadáveres, apilados como hileras de leña, con los pinchos de las barbas cerradas en los rostros congelados de color bronce algo verde y con cristales de nieve en las comisuras de los labios, en las ventanas de la nariz y en las órbitas. Debía de haber cientos. Le pregunté al Leutnant: «¿No los entierran?». Dio una patada en el suelo: «¿Cómo quiere que los enterremos? El suelo está más duro que el hierro. Y no estamos para desperdiciar explosivos. No podemos ni cavar trincheras». Seguimos andando; en donde el tráfico había abierto caminos, el suelo estaba muy liso y resbaladizo, valía más pisar por los bancos de nieve vecinos. El Leutnant me llevaba hacia una línea larga y baja cubierta de nieve. Pensé que se trataba de unos búnkers, pero, cuando estuvimos más cerca, me di cuenta de que en realidad eran vagones medio enterrados, con los costados y el techo cubiertos con sacos de arena, y peldaños excavados en el propio suelo que conducían a las portezuelas. El Leutnant me llevó dentro; unos oficiales andaban atareados por el pasillo; habían convertido los compartimentos en despachos; unas bombillas flojas lanzaban una luz sucia y amarillenta y, en alguna parte, debía de haber una estufa encendida, porque no hacía demasiado frío. El Leutnant me indicó que me sentase en un compartimento, tras haber quitado de la banqueta los papeles que tenía encima. Me llamaron la atención unos adornos de Navidad, toscamente recortados en papel coloreado, que colgaban de la ventanilla tras la que se amontonaban la tierra y la nieve y los sacos congelados de arena. «¿Quiere un té? -preguntó el Leutnant-. No puedo ofrecerle otra cosa». Acepté y volvió a salir. Me quité la chapka, me desabroché la pelliza y me dejé caer en la banqueta. El Leutnant volvió con dos tazas de sucedáneo de té; me alargó una y se bebió la suya de pie, junto a la puerta del compartimento. «¡Qué mala suerte -dijo con timidez-, que lo manden aquí con la Navidad tan cerca!» Me encogí de hombros y soplé el té que estaba quemando: «La Navidad me da bastante igual ¿sabe?».. —«Para nosotros, aquí, tiene mucha importancia». Indicó con la mano los adornos. «Los hombres tienen mucho empeño en ponerlos. Espero que los rojos nos dejen en paz. Pero no hay que contar mucho con eso». Me parecía curioso: Hoth, en principio, avanzaba para realizar el enlace y me parecía que los oficiales deberían haber estado preparando la retirada y no la Navidad. El Leutnant miró el reloj: «Los desplazamientos tienen una limitación muy estricta y no podemos llevarlo a la ciudad ahora mismo. Esta tarde habrá una conexión».. —«Muy bien. ¿Sabe adonde tengo que ir?» Pareció sorprendido: «A la Kommandantur de la ciudad, supongo. Todos los oficiales de la SP están allí».. —«Tengo que presentarme al Feldpolizeikommissar Móritz».. —«Sí, eso es». Titubeó: «Descanse. Ya vendré a buscarlo». Me dejó solo. Poco después entró otro oficial, me saludó distraídamente y empezó a escribir a máquina vigorosamente. Salí al pasillo, pero pasaba demasiada gente. Empezaba a tener hambre, no me habían ofrecido nada de comer y no quería pedirlo. Salí a fumar un cigarrillo; fuera, se oía el ronquido de los aviones y las detonaciones más o menos espaciadas; volví, luego, a entrar y seguí esperando con el fondo del monótono tecleo de la máquina de escribir.

A media tarde se presentó el Leutnant. Yo estaba muerto de hambre. Me señaló el petate y me dijo: «Va a salir la conexión». Lo seguí hasta un Opel con cadenas que un oficial conducía de forma muy peculiar. «Buena suerte», dijo el Leutnant, haciendo un saludo.. —«Feliz Navidad», contesté. Tuvimos que amontonarnos cinco en el coche; con los abrigos puestos, no había casi sitio y me entró una sensación de asfixia. Apoyé la cabeza contra el cristal frío y eché el aliento para limpiarlo de vaho. El coche arrancó y emprendió al camino dando tumbos. La pista, que balizaban letreros tácticos clavados en postes, tablones e incluso patas de caballo congeladas, hincadas en el suelo con la pezuña hacia arriba, estaba resbaladiza y, a pesar de las cadenas, el Opel derrapaba en muchas curvas: el oficial conseguía enderezar el coche con habilidad casi siempre, pero a veces se hundía en los bancos de nieve y entonces había que bajarse y empujar para sacarlo de allí. Yo sabía que Pitomnik estaba más o menos en el centro del
Kessel,
pero la conexión no iba directamente a Stalingrado, seguía un trayecto caprichoso, deteniéndose en varios puestos de mando, y en todas las paradas había oficiales que se apeaban del coche y otros que ocupaban su lugar; había vuelto a levantarse viento y se estaba convirtiendo en una tempestad de nieve: íbamos despacio y como a tientas. Por fin aparecieron las primeras ruinas, chimeneas de ladrillo, muñones de paredes que se erguían a lo largo de la carretera. Entre dos ráfagas borrascosas, divisé un cartel: STALINGRADO PROHIBIDA LA ENTRADA PELIGRO DE MUERTE. Me volví hacia mi vecino: «¿Es una guasa?». Me miró con expresión apagada: «No, ¿por qué?». La carretera iba cuesta abajo, serpenteando, por algo así como un despeñadero; abajo empezaban las ruinas de la ciudad: edificios altos destripados e incendiados, con las ventanas abiertas y ciegas. La calzada estaba salpicada de despojos, apartados a veces de forma apresurada para que pudieran colarse los coches. Los amortiguadores soportaban unos golpetazos tremendos por los hoyos de los proyectiles de obús, que la nieve ocultaba. A ambos lados desfilaba un caos de carcasas de coches, de camiones, de carros de combate alemanes y rusos mezclados y, a veces, incluso, empotrados unos en otros. Acá y acullá nos cruzábamos con alguna patrulla o, para mayor sorpresa mía, con civiles andrajosos, sobre todo mujeres que llevaban cubos o sacos. El Opel, con un tintineo de cadenas, pasaba por encima de una vía férrea cruzando un puente largo, restaurado con elementos prefabricados del cuerpo de ingenieros: debajo había una extensión de cientos de vagones quietos, cubiertos de nieve, intactos o que habían destrozado las explosiones. Tras el silencio de la estepa, que sólo quebraban el ruido del motor, el de las cadenas y el del viento, aquí reinaba un estruendo constante, detonaciones más o menos sofocadas, el ladrido seco de los PAK, el crepitar de las ametralladoras. Pasado el puente, el coche giró a la izquierda, siguiendo la vía férrea y los trenes de mercancías abandonados. A la derecha, se perfilaba un extenso parque pelado, sin un árbol; luego, más edificios en ruinas, negros, mudos, con las fachadas desplomadas en la calle o erguidas contra el cielo, como un decorado. La carretera rodeaba la estación, una edificación grande de la época zarista, que antaño había sido, sin duda, amarilla y blanca; en la plaza que había delante se amontonaba una confusión de vehículos quemados, que los impactos directos habían dejado deshechos, formas retorcidas que la nieve apenas si suavizaba. El coche se metió por una larga avenida diagonal; se intensificaba el ruido del tiroteo; de frente, divisaba ráfagas de humo negro, pero no tenía ni la menor idea de en dónde podía estar la línea de fuego. La avenida iba a dar a una inmensa plaza vacía, atestada de escombros, que tenía en el centro algo así como un parque cuyos límites marcaban unos faroles. El oficial aparcó el coche delante de un gran edificio que tenía, en la esquina, un peristilo semicircular, cuyas columnas habían hecho añicos los disparos, lo remataban amplios ventanales cuadrados, vacíos y oscuros y, en lo más alto, una bandera con la cruz gamada, que colgaba con flojedad de un mástil. «Ya ha llegado», me dijo, encendiendo un cigarrillo. Salí penosamente del vehículo, abrí el maletero y saqué el macuto. Unos cuantos soldados, armados con pistolas ametralladoras, estaban en el peristilo, pero no se movieron. En cuanto cerré el maletero, el Opel arrancó, dio media vuelta a toda velocidad y subió por la avenida, hacia la estación, con un ruidoso tintinear de cadenas. Miré la desolada plaza: en el centro, un corro de niños de piedra o de escayola, los restos de una fuente sin duda, parecía burlarse provocativamente de las ruinas de alrededor. Cuando me dirigí al peristilo, los soldados me saludaron, pero me impidieron el paso; vi, asombrado, que llevaban todos el brazalete blanco de los hiwis. Uno de ellos me pidió en mal alemán la documentación y le di mi libreta de paga. La examinó, me la devolvió con un saludo y dio una orden breve en ucraniano a uno de sus compañeros. Éste me hizo una seña para que lo siguiera. Subí los peldaños, entre las columnas; los cristales y el estuco, rotos, me chirriaban bajo las botas; penetré en el edificio oscuro por una amplia brecha sin puertas. Al entrar, había una hilera de maniquíes de plástico rosa vestidos con la ropa más variopinta: vestidos de mujer, monos de trabajo, trajes cruzados; las figuras, algunas con la cabeza destrozada, sonreían aún con expresión bobalicona, con las manos alzadas o tendidas en gestos juveniles y desordenados. Detrás, en la oscuridad, se alzaban estanterías repletas aún de objetos de la vida cotidiana, vitrinas hechas añicos o volcadas, mostradores cubiertos de yeso y de cascotes, expositores de vestidos de lunares o de sostenes. Fui siguiendo al joven ucraniano por las avenidas de aquellos almacenes fantasma hasta una escalera que custodiaban otros dos hiwis; a una orden del que me escoltaba, se apartaron para dejarme pasar. Me guió hasta un sótano que iluminaba el resplandor amarillo y difuso de unas bombillas mortecinas: pasillos y habitaciones rebosantes de oficiales y de soldados de la Wehrmacht, ataviados con los uniformes más heterogéneos, abrigos reglamentarios, chaquetas grises acolchadas, capotes rusos con insignias alemanas. Cuanto más avanzábamos, más cálido, húmedo y denso se volvía el aire; yo sudaba a chorros con la pelliza puesta. Seguimos bajando, cruzamos luego por una sala de operaciones alta de techo y amplia, que iluminaba una araña sobrecargada de colgantes de vidrio, donde había muebles Luis XVI y vasos de cristal desperdigados entre los mapas y dosieres; un aria de Mozart salía, entre chisporroteos, de un gramófono de manivela colocado encima de dos cajas de vino francés. Los oficiales trabajaban con pantalones deportivos, en zapatillas e incluso con pantalones cortos; nadie se fijó en mí. Pasada la sala, se abría otro pasillo y vi por fin un uniforme SS: el ucraniano me dejó allí y un Untersturmführer me llevó hasta Móritz.

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