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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (52 page)

BOOK: Las benévolas
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Por fin puse manos a la obra de forma más organizada y rigurosa. La mañana de Navidad, una violenta tempestad de nieve acabó con las esperanzas de un abastecimiento extra; al tiempo, los rusos lanzaron un ataque en el sector nordeste y también hacia las fábricas, recuperaron varios kilómetros de terreno y mataron a más de mil doscientos de los nuestros. Dejé constancia en un informe de que los croatas habían sufrido graves pérdidas y el Hauptfeldwebel Nisic figuraba en la lista de bajas.
¡Carpe diem!
Albergaba la esperanza de que al menos le hubiera dado tiempo de fumarse el cigarrillo. Yo asimilaba informes y redactaba otros. La Navidad no parecía hacer demasiada mella en el estado de ánimo de los hombres: la mayoría, según los informes o las cartas que abría la censura, seguían manteniendo intacta su fe en el Führer y en la victoria; no obstante, ejecutábamos a diario a desertores o a hombres culpables de haberse automutilado. Algunas divisiones fusilaban a sus propios condenados; otras nos los entregaban; los fusilamientos eran en un patio, detrás de la Gestapostelle. También nos entregaban a los civiles que pillaba la Feldgendarmerie saqueando o que se sospechaba que pasaban información a los rusos. Pocos días después de Navidad, me crucé por un pasillo con dos chiquillos sucios y mocosos que los ucranianos llevaban a fusilar después de haberlos interrogado: hacían de limpiabotas de los oficiales de los diversos puestos de mando y tomaban nota in mente de los detalles; por la noche, se escabullían por una alcantarilla para ir a informar a los soviéticos. A uno le habían encontrado una medalla rusa que llevaba escondida: aseguraba que lo habían condecorado, pero a lo mejor la había robado, sencillamente, o se la había quitado a un muerto. Debían de tener doce o trece años, pero aparentaban menos de diez y, mientras Zumpe, que iba a mandar el pelotón, me explicaba el caso, los dos me miraban con ojos como platos como si yo los fuera a salvar. Fue algo que me puso rabioso. Tenía ganas de decirles a gritos: ¿Qué queréis de mí? Vais a morir. ¿Qué pasa? Yo también moriré aquí seguramente, todo el mundo va a morir aquí. Entra dentro de la cuota sindical. Tardé unos minutos en recobrar la calma; después, Zumpe me contó que habían llorado, pero que, pese a todo, habían gritado también: «¡Viva Stalin!» y
«Urra pobiéda!»
antes de que les disparasen. «¿Y se supone que es una historia edificante?», le espeté; se fue un tanto contrito.

Estaba empezando a conocer a unos cuantos de mis supuestos informadores, que me traían Ivan u otro ucraniano, o que acudían solos. Aquellas mujeres y aquellos hombres estaban en un estado lamentable, apestaban, iban mugrientos y llenos de piojos; yo ya tenía piojos tambien, pero el olor de aquella gente me daba arcadas. Me parecían mucho más mendigos que agentes: las informaciones que solían proporcionarme no valían, invariablemente, para nada o no se podían comprobar; a cambio, tenía que darles una cebolla, o una patata congelada, que, a tal efecto, tenía guardadas en una caja fuerte, una auténtica
caja secreta
de divisas locales. No tenía ni la menor idea de cómo utilizar los rumores contradictorios que me venían a contar; si se los hubiera transmitido al Abwehr se habrían reído de mí; acabé por crear un formato que se llamaba
Informaciones diversas sin confirmación
que enviaba cada dos días a Móritz.

Me interesaban especialmente las informaciones relacionadas con los problemas de abastecimiento, que influían en el estado de ánimo. Todo el mundo sabía, aunque nadie hablaba de ello, que los prisioneros soviéticos de nuestro Stalag, a quienes llevábamos ya cierto tiempo sin dar nada de comer como quien dice, habían caído en el canibalismo. «Es su auténtica forma de ser que sale a flote», me espetó Thomas cuando intenté hablarlo con él. Se daba por supuesto que, en cambio, el Landser alemán en situación desesperada sabía comportarse. En consecuencia, fue mucho mayor la impresión que causó en las altas esferas un informe acerca de un caso de canibalismo en una compañía apostada en la linde oeste del
Kessel.
Las circunstancias hacían que el caso fuera particularmente atroz. Cuando la hambruna los forzó a ese recurso, los soldados de la compañía, celosos aún de la
Weltanschauung,
debatieron el siguiente punto: ¿había que comerse a un ruso o a un alemán? El problema ideológico que se planteaba era saber si era legítimo comerse a un eslavo, un
Untermensch
bolchevique. ¿No habría riesgo de que aquella carne corrompiera unos estómagos alemanes? Pero comerse a un compañero muerto era deshonroso; incluso aunque fuera imposible enterrarlos, se les seguía debiendo respeto a quienes habían caído por la
Heimat.
Así que se pusieron de acuerdo para comerse a uno de sus hiwis, sensata solución intermedia, bien pensado, en vista de los términos en que se planteaba la polémica. Lo mataron y un Obergefreite, ex carnicero en Mannheim, procedió al despiece. A los hiwis que quedaban les entró el pánico; a tres de ellos los mataron cuando intentaban desertar, pero otro consiguió llegar al puesto de mando del regimiento, en donde denunció el caso a un oficial. Nadie lo creyó; tras llevar a cabo una investigación, no quedó más remedio que rendirse a la evidencia, pues la compañía no había conseguido desprenderse de las sobras de la víctima y encontraron toda la caja torácica y parte de los despojos, que no habían parecido aptos para el consumo. Detuvieron a los soldados, que lo confesaron todo: la carne, según ellos, recordaba a la de cerdo y era mucho mejor que la de caballo. Fusilaron discretamente al carnicero y a cuatro cabecillas, y luego se echó tierra al asunto, pero en los estados mayores hubo barullo. Móritz me pidió que hiciera un informe global acerca de la situación alimentaria de las tropas desde que quedaron encerradas en el
Kessel;
tenía las cifras del AOK 6 , pero sospechaba que eran, en gran parte, teóricas. Se me ocurrió ir a ver a Hohenegg.

Esta vez preparé un poco mejor el desplazamiento. Había salido ya con Thomas para ir a ver a los Ic/AO de división; tras la escapada croata, Móritz me había ordenado que, si quería salir, rellenase antes una hoja de desplazamiento. Llamé por teléfono a Pitomnik, al despacho del Generalstabsarzt doctor Renoldi, el médico en jefe del AOK 6, en donde me informaron de que Hohenegg tenía la base en el hospital de campaña central, en Gumrak; allí me informaron de que se movía por el
Kessel
para realizar observaciones. Por fin lo localicé en Rakotino, una
stanitsa
al sur del embolsamiento, en el sector de la 376ª División. Hubo que telefonear luego a los diversos puestos de mando para organizar los enlaces. El desplazamiento iba a durar medio día y seguramente tendría que hacer noche bien en la propia Rakotino, bien en Gumrak; pero Móritz dio el visto bueno a la expedición. Faltaban aún unos días para Año Nuevo, desde el día de Navidad había alrededor de veinticinco grados bajo cero y decidí volver a ponerme la pelliza, pese al riesgo de que anidasen en ella los piojos. Sea como fuere, yo ya estaba lleno; las minuciosas cazas que llevaba a cabo por las noches en las costuras no valían para nada: tenía el vientre, las axilas y la parte interior de las piernas rojos de picaduras, que no podía evitar rascarme hasta sangrar. Además padecía diarrea, sin duda por la mala calidad del agua y por lo irregular de la alimentación, una mezcla, según los días, de jamón de lata o de paté francés y de
Wassersuppe
de caballo. En el puesto de mando, podía uno apañarse más o menos, las letrinas eran infames, aunque pese a todo se podían usar: pero durante un desplazamiento, la cosa podía ponerse enseguida problemática.

Me fui sin Ivan; no lo necesitaba en el
Kessel
y, en cualquier caso, las plazas en los vehículos de enlace tenían estrictas limitaciones. Un primer coche me llevó a Gumrak, otro a Pitomnik; allí tuve que esperar varias horas un enlace para Rakotino. No nevaba, pero el cielo estaba de un gris lechoso, hosco, y los aviones, que ahora despegaban de Salsk, llegaban de forma irregular. En la pista reinaba un caos aún peor que la semana anterior; cada vez que llegaba un avión, era una rebatiña; algunos heridos se caían y los demás los pisoteaban; los Feldgendarmes tenían que disparar ráfagas al aire para que la horda de desesperados retrocediera. Crucé unas palabras con un piloto de un Heinkel 111 que se había alejado del aparato para fumar; estaba lívido, miraba la escena con expresión aturullada y murmuraba: «No puede ser, no puede ser... ¿Sabe? -me dijo por fin antes de alejarse-, todas las noches, cuando llego vivo a Salsk, lloro como un niño». Aquella frase sencilla me dio vértigo; le di la espalda al piloto y a la jauría encarnizada y rompí en sollozos: me corrían las lágrimas por la cara, lloraba por mi infancia, por aquel tiempo en que la nieve era un placer sin fin, en que una ciudad era un espacio maravilloso para vivir y un bosque no era aún un sitio cómodo para matar a la gente. Detrás de mí, los heridos vociferaban como posesos, como perros presos de insania y casi tapaban con los gritos el rugido de los motores. El Heinkel, al menos, despegó sin tropiezos; no le sucedió otro tanto al Junker siguiente. Otra vez caían proyectiles de obús, tuvo que repostar keroseno deprisa y corriendo, o quizá el frío había averiado uno de los motores: pocos segundos después de que las ruedas hubieran dejado el suelo, se caló el motor de la izquierda; el aparato, que no había tomado aún velocidad suficiente, dio un tumbo lateral; el piloto intentó enderezarlo, pero el avión tenía un desequilibrio excesivo y, de repente, el ala basculó y fue a estrellarse a unos cientos de metros, pasada la pista, formando una gigantesca bola de fuego que iluminó la estepa por un momento. Yo me había refugiado en un bunker por el bombardeo, pero lo vi todo desde la entrada y otra vez se me llenaron los ojos de lágrimas, aunque conseguí controlarme. Al fin vinieron a buscarme para el enlace, pero no antes de que un proyectil de obús cayera en una de las tiendas de heridos que estaban cerca de la pista, lanzando miembros y jirones de carne por todo el área de descarga. Como estaba cerca, tuve que echar una mano para apartar los escombros sanguinolentos y buscar a los supervivientes, y, al darme cuenta de que estaba examinando las entrañas de un soldado joven con el vientre destrozado, que andaban desparramadas por la nieve, para hallar en ellas rastros de mi pasado o indicios de mi porvenir, me dije que estaba visto que todo aquello iba tomando la apariencia de una farsa difícilmente soportable. Me trastornó bastante; fumaba un cigarrillo tras otro, pese a tener una reserva limitada, y cada cuarto de hora tenía que ir corriendo a las letrinas para soltar un chorrito de mierda líquida: diez minutos después de arrancar el coche, tuve que pedir que parase para abalanzarme detrás de un banco de nieve; me estorbaba la pelliza, y me la manché. Intenté limpiarla con nieve y sólo conseguí congelarme los dedos; tras regresar al coche, me acurruqué pegado a la portezuela y cerré los ojos para intentar olvidarme de todo. Rebusqué en las imágenes del pasado como en una baraja sobada, intentando sacar una carta que pudiera cobrar vida ante mí por unos instantes: pero se escabullían, se deshacían o seguían estando muertas. Incluso la imagen de mi hermana, mi último recurso, parecía una imagen de madera. Lo único que me impidió volver a llorar fue la presencia de otros oficiales.

Antes de llegar al final del viaje, volvió a nevar y los copos danzaban en el aire gris, gozosos y livianos; un poco más y habría podido pensarse que la inmensa estepa vacía y blanca era en verdad un país de hadas cristalinas, gozosas y livianas como los copos, cuya risa brotaba suavemente en el ruido del viento; pero saber que los hombres y sus desdichas y su angustia sórdida la mancillaban desbarataba la ilusión. En Rakotino encontré por fin a Hohenegg en una isba pequeña y mísera enterrada a medias en la nieve, tecleando en una máquina de escribir portátil a la luz de una vela hundida en un casquillo de PAK. Alzó la cabeza, pero no dio muestras de sorpresa alguna: «¡Hombre! El Hauptsturmführer. ¿Qué lo trae por aquí?».. —«Usted». Se pasó la mano por la calva: «No sabía yo que fuera tan deseable. Pero le advierto que si está usted enfermo ha hecho el viaje en balde. Sólo me ocupo de aquellos para quienes es ya demasiado tarde». Hice un esfuerzo para sobreponerme y dar con alguna salida ingeniosa: «Doctor, sólo padezco una enfermedad, de transmisión sexual y fatal sin remisión: la vida». Torció el gesto: «No sólo lo noto un poco paliducho, sino que además cae usted en los peores tópicos. Lo he visto otras veces en mejor forma que ahora. El estado de sitio le sienta fatal». Me quité la pelliza, la colgué de un clavo y luego, sin que nadie me lo pidiera, me senté en un banco muy basto, dándole la espalda al tabique. La habitación estaba apenas caldeada, sólo lo imprescindible para atajar un poco el frío; Hohenegg tenía los dedos azules. «¿Qué tal su trabajo, doctor?» Se encogió de hombros: «Tirando. El general Renoldi no me recibió con mucha amabilidad que digamos; por lo visto esta misión le parecía completamente inútil. No me lo tomé a mal, pero habría preferido que manifestara esa opinión cuando yo estaba aún en Novocherkassk. Dicho lo cual, está en un error: todavía no he terminado, pero los resultados preliminares a los que he llegado son ya extraordinarios». —«De eso es de lo que he venido a hablar precisamente».. —«¿Al SD le interesa ahora la nutrición?». —«Al SD le interesa todo, doctor». —«Entonces déjeme que acabe este informe. Luego iré a buscar una supuesta sopa al supuesto comedor de oficiales y hablaremos mientras hacemos que comemos». Se dio una palmada en el orondo vientre: «Por el momento, todo esto me sirve de cura salutífera; pero no me gustaría que durase demasiado».. —«Por lo menos, tiene reservas».. —«Eso no quiere decir nada. Los flacos nerviosos, como usted, aguantan mucho más, por lo visto, que los gordos y los robustos. Déjeme trabajar. ¿Tiene usted mucha prisa?» Alcé las manos: «¿Sabe, doctor? Lo que hago no es de importancia crítica para el porvenir de Alemania ni del ejército..».. —«Sí, eso suponía. En tal caso, pase la noche aquí y mañana por la mañana volveremos juntos a Gumrak».

El pueblo de Rakotino estaba curiosamente silencioso. Nos hallábamos a menos de un kilómetro del frente, pero desde que había llegado no había oído sino unos pocos tiros. El tableteo de la máquina de escribir retumbaba en aquel silencio y lo hacía aún más angustioso. Por lo menos se me habían ido los retortijones. Por fin, Hohenegg metió las cuartillas en una cartera, se levantó y se caló una chapka andrajosa en la calva redonda. «Déme su cartilla -dijo-; voy por la sopa. Al lado de la estufa encontrará un poco de leña: vuelva a encenderla, pero gaste lo menos que pueda. Tenemos que aguantar con lo que hay hasta mañana». Salió y fui a ocuparme de la estufa. Las provisiones de leña eran, desde luego, muy escasas: unos pocos palos de una cerca, húmedos y con restos de alambrada. Pon fin conseguí que ardiera un trozo, después de haberlo cortado. Volvió Hohenegg con una escudilla de sopa y una gruesa rebanada de
Kommissbrot.
«Lo siento mucho -me dijo-, pero se niegan a darle una ración sin una orden escrita del cuartel general del cuerpo blindado. Nos repartiremos esto».. —«No se preocupe -contesté-, que lo tenía previsto». Fui a la pelliza y saqué de los bolsillos un trozo de pan, unas galletas y carne en conserva. «¡Espléndido! -exclamó. Deje la carne para esta noche, tengo una cebolla. Será un festín. Para el almuerzo tengo esto». Sacó del macuto un trozo de tocino envuelto en una hoja de un periódico soviético. Con una navaja, cortó el pan en varias rebanadas y cortó también el tocino en dos rebanadas gruesas; lo puso todo directamente encima de la estufa, junto con la escudilla de sopa. «Me disculpará, pero no tengo cazuela». Mientras chisporroteaba el tocino, guardó la máquina de escribir portátil y puso el papel de periódico encima de la mesa. Nos comimos el tocino con las rebanadas de pan negro calientes: la grasa, un tanto derretida, empapaba la miga del pan, era delicioso. Hohenegg me ofreció su sopa; la rechacé, señalándome el vientre. «¿La
correncia?»
Asentí con la cabeza. «Tenga cuidado con la disentería. En circunstancias normales, se cura, pero aquí se lleva a los hombres en pocos días. Se vacían y se mueren». Me explicó las precauciones higiénicas que había que respetar. «Aquí pueden resultar un tanto complicadas», comenté.. —«Sí, es cierto», admitió melancólicamente. Mientras nos acabábamos las rebanadas de pan con tocino, me habló de los piojos y del tifus. «Se han dado ya casos, que aislamos lo mejor que podemos -me explicó-. Pero se va a declarar una epidemia, es inevitable. Y en estas condiciones será una catástrofe. Los hombres van a caer como moscas».. —«A mí me parece que ya se están muriendo bastante deprisa».. —«¿Sabe qué hacen ahora nuestros
tovarishchi
en el frente de la división? Ponen una grabación con el tictac de un reloj, muy alto, y luego una voz sepulcral anuncia, en alemán: "¡Cada siete segundos muere en Rusia un alemán!". Y luego sigue el tictac. Lo ponen durante horas. Es sobrecogedor». Me daba cuenta de que para los hombres, que se pudrían de frío y de hambre, comidos de piojos, enterrados en lo hondo de los búnkers de nieve o de tierra congelada, tenía que resultar aterrador, incluso aunque esas cuentas, como ha podido verse por las mías del principio, fueran un poco exageradas. Luego me tocó a mí contarle a Hohenegg la historia de los caníbales salomónicos. El único comentario que hizo fue: «Si me guío por los hiwi a quienes he examinado, no debieron de comer hasta hartarse». Y eso nos llevó a mi misión. «No he acabado de recorrer todas las divisiones -me explicó-, y existen diferencias para las que aún no he hallado explicación. Pero llevo ya alrededor de treinta autopsias y los resultados son irrefutables: más de la mitad tienen síntomas de desnutrición aguda. Dicho así por encima: no hay ya casi tejido adiposo bajo la piel y en torno a los órganos internos; fluido gelatinoso en el mesenterio; hígado congestionado; órganos pálidos y exangües; una substancia vidriosa en vez de la médula ósea roja y amarilla; músculo cardíaco atrofiado, pero con dilatación del ventrículo y de la aurícula derechos. Hablando en plata: cuando un cuerpo no tiene ya con qué sustentar las funciones vitales, se devora a sí mismo para hallar las calorías necesarias; y cuando ya no queda nada, llega un parón general, como cuando un coche se queda sin gasolina. Es un fenómeno conocido: pero aquí lo curioso es que, pese a la disminución dramática de las raciones, todavía es demasiado pronto para que se den tantos casos. Todos los oficiales me aseguran que el abastecimiento lo centraliza el AOK y que los soldados reciben, efectivamente, la ración oficial. Y, por el momento, esa ración está muy poco por debajo de las mil kilocalorías diarias. Es demasiado poco, pero al menos es algo; los hombres deberían estar débiles, más vulnerables a las enfermedades y las infecciones oportunistas, pero no deberían aún estar muriéndose de hambre. Por eso andan buscando mis colegas otra explicación: hablan de
agotamiento,
de
estrés,
de
shock psíquico.
Pero todo eso sigue siendo muy inconcreto y muy poco convincente. En cambio, mis autopsias no mienten».. —«¿Y qué opina usted entonces?». —«No lo sé. Debe de haber una combinación de razones que, en circunstancias así, es difícil discriminar. Sospecho que la capacidad de algunos organismos para descomponer como es debido los alimentos, para digerirlos, si prefiere, la alteran otros factores tales como la tensión o la falta de sueño. Por supuesto, hay casos muy evidentes: hombres con diarreas tan serias que lo poco que toman no les dura casi nada en el estómago y vuelve a salir casi como entró; es lo que les sucede en particular a los que no comen casi nada aparte de la
Wassersuppe.
Algunos de los alimentos que se da a las tropas son nocivos incluso; por ejemplo, la carne en conserva, como esa suya, es muy grasa y, a veces, mata a los hombres que llevan semanas comiendo nada más que pan y sopa: su organismo no soporta el choque, el corazón bombea demasiado deprisa y falla de golpe. También está esa mantequilla que aún llega; viene en bloques congelados y, en la estepa, los Landser no tienen nada para encender fuego y la parten a hachazos y chupan los trozos. Y les dan diarreas espantosas que acaban con ellos muy deprisa. Si quiere que le diga toda la verdad, gran parte de los cadáveres que me mandan tienen los pantalones aún repletos de mierda, congelada menos mal: al final están demasiado débiles para ir al retrete. Y fíjese en que son cuerpos recogidos en el frente, no en los hospitales. En resumen, para volver a mi teoría, va a ser difícil demostrarla, pero a mí me resulta plausible. El frío y el cansancio deterioran el metabolismo en sí, que ya no funciona como es debido».. —« ;Y el miedo?». —«El miedo también -claro-. Quedó muy claro en la Gran Guerra: durante algunos bombardeos especialmente intensos, el corazón falla; aparecen muertos y sin herida alguna hombres jóvenes, bien alimentados y con buena salud. Pero, aquí, diré más bien que es un factor añadido, no la causa primera. Repito que tengo que seguir con mis investigaciones. Seguramente no le serán de gran utilidad al 6º Ejército, pero quiero pensar que sí le servirán a la ciencia, y eso es lo que me ayuda a levantarme por las mañanas; eso y el inevitable
saliut
de nuestros amigos de ahí enfrente. Este
Kessel
es en realidad un laboratorio gigantesco. Un auténtico paraíso para un investigador. Tengo a mi disposición tantos cuerpos como pueda desear, perfectamente conservados; e incluso a veces resulta bastante difícil descongelarlos. No me queda más remedio que obligar a mis pobres ayudantes a que pasen la noche con ellos junto a la estufa para irles dando la vuelta con regularidad. El otro día, en Baburkin, uno de ellos se quedó dormido; a la mañana siguiente me encontré a mi individuo congelado por un costado y asado por el otro. Y ahora venga, que ya es casi la hora».. —«¿La hora? ¿La hora de qué?». —«Ya verá». Hohenegg estaba cogiendo la cartera y la máquina de escribir y poniéndose el abrigo; antes de salir, apagó la vela de un soplo. Fuera era de noche. Lo seguí hasta una
balka,
detrás del pueblo, en donde se deslizó, con los pies por delante, dentro de un bunker que resultaba casi invisible bajo la nieve. Había tres oficiales sentados en unos taburetes bajos alrededor de una vela. «Meine Herrén, buenas noches -dijo Hohenegg-. Les presento al Hauptsturmführer doctor Aue, que ha tenido la amabilidad de venir a vernos». Les di la mano a los oficiales y, como no había más taburetes, me senté en el suelo helado, encima de la pelliza. Notaba el frío pese al forro de piel. «El comandante soviético de enfrente es un hombre de notable puntualidad -me explicó Hohenegg-. Desde mediados de mes, le echa una rociada a diario a este sector tres veces al día, a las cinco y media, a las once y a las cuatro y media de la tarde en punto. Y, entre medias, nada, aparte de unos cuantos disparos de mortero. Resulta muy práctico para trabajar». Efectivamente, tres minutos después oí el silbido estridente, luego una serie muy seguida de fortísimas deflagraciones, de una salva de «órganos de Stalin». El bunker entero se estremeció, la nieve tapó a medias la entrada, unos terrones llovían desde el techo. La frágil luz de la vela titubeó, proyectando sombras monstruosas en los rostros exhaustos y sin afeitar de los oficiales. Siguieron otras salvas, que subrayaban las detonaciones más secas de los obuses de los carros o de la artillería. El ruido se había convertido en algo enloquecido, insensato, que vivía su propia vida, que llenaba el aire y se agolpaba contra la entrada, en parte taponada, del bunker. Me acometió el terror al pensar que podría quedarme enterrado vivo, y poco me faltó para salir huyendo, pero me controlé. Al cabo de diez minutos, cesó de golpe el bombardeo intensivo. Pero el ruido, su presencia, su presión, tardaron más en retirarse y en disiparse. El olor acre de la cordita picaba en la nariz y en los ojos. Uno de los oficiales despejó con la mano la entrada del bunker y salimos, arrastrándonos. Más arriba de la
balka,
parecía que al pueblo lo había aplastado y barrido una tempestad; algunas isbas estaban ardiendo, pero no tardé en darme cuenta de que sólo habían recibido impactos algunas casas: la mayoría de los proyectiles de obús debían de ir apuntados a las posiciones. «El único problema -comentó Hohenegg cepillándome la nieve y la tierra de la pelliza es que nunca apuntan exactamente al mismo sitio. Porque entonces resultaría aún más práctico. Vamos a ver si nuestro humilde refugio ha sobrevivido». La cabana seguía en pie, e incluso la estufa calentaba aún un poco. «¿No quieren venir a tomar un té?», propuso uno de los oficiales, que nos había acompañado. Fuimos con él hasta otra isba, que dividía en dos un tabique; la primera habitación, en la que estaban ya sentados los otros dos, contaba también con una estufa. «Aquí, en el pueblo, es soportable -comentó el oficial-. Encontramos leña después de cada bombardeo. Pero los hombres, en las líneas, no tienen nada. En cuanto tienen una herida mínima, se mueren del shock y de los sabañones que les salen con la pérdida de sangre. Pocas veces da tiempo a evacuarlos a un hospital». Otro estaba preparando el sucedáneo de té Schlüter. Los tres eran Leutnant u Oberleutnant muy jóvenes; se movían y hablaban despacio, casi con apatía. El que estaba haciendo el té llevaba la Cruz de Hierro. Les ofrecí cigarrillos: pusieron la misma cara que el oficial croata. Uno de ellos sacó una baraja grasienta: «¿Juegan?». Negué con el ademán, pero Hohenegg aceptó y dio las cartas para una partida de
skat.
«Cartas, cigarrillos, té -rió con sarcasmo el tercero, que aún no había dicho nada-. Ni que estuviéramos en casa».. —«Antes -me explicó el primero-, jugábamos al ajedrez. Pero ya no nos quedan fuerzas». El oficial de la Cruz de Hierro servía el té en vasos metálicos abollados. «Lo siento mucho, no hay leche. Ni azúcar tampoco». Lo bebimos y se pusieron a jugar. Entró un suboficial y empezó a hablar en voz baja con el oficial de la Cruz de Hierro. «En el pueblo -nos anunció éste con acento rabioso-, cuatro muertos y trece heridos. La 2ª y la 3ª Compañía también se han llevado lo suyo». Se volvió hacia mí con expresión a la vez iracunda y desvalida: «Usted que se ocupa de las informaciones, Herr Hauptsturmführer, ¿puede explicarme algo? ¿De dónde sacan tantas armas, tantos cañones y tantos obuses? Llevamos año y medio acosándolos y persiguiéndolos. Los echamos del Bug y del Volga; destruimos sus ciudades, arrasamos sus fábricas... Así que ¿de dónde sacan tanto puto tanque y tanto puto cañón?». Estaba a punto de echarse a llorar. «No me ocupo de ese tipo de informaciones -expliqué con calma-. El potencial militar enemigo compete al Abwehr y al
Fremde Heere Ost.
En mi opinión, se subestimó desde el principio. Y, además, consiguieron evacuar muchas fábricas. En los Urales tienen una capacidad de producción que parece considerable». Daba la impresión de que el oficial quería seguir con la conversación, pero estaba claro que se sentía demasiado cansado. Siguió jugando a las cartas en silencio. Algo después, les pregunté qué pasaba con la propaganda derrotista rusa. El que nos había invitado, se levantó, fue al otro lado del tabique y me trajo dos cuartillas. «Nos mandan esto». En una había un sencillo poema escrito en alemán, que se llamaba
¡Piensa en tu hijo!
y firmaba un tal Erich Weinert; el otro acababa con una cita:
Si hay soldados u oficiales alemanes que se rindan, el Ejército Rojo debe hacerlos prisioneros y respetar sus vidas (orden 55 del comisario del pueblo para la defensa J. Stalin).
Era un trabajo bastante cuidado; la lengua y la tipografía eran excelentes. «¿Y funciona?», pregunté. Los oficiales se miraron. «Por desgracia, sí», dijo al fin el tercero.. —«Es imposible impedir que los hombres los lean», dijo el de la Cruz de Hierro.. —«Hace poco -siguió diciendo el tercero-, durante un ataque una sección entera se rindió sin disparar un tiro. Menos mal que pudo intervenir otra sección y parar el asalto. Finalmente, pudimos rechazar a los rojos, que no se llevaron prisioneros. Algunos habían muerto durante el combate; a los demás los fusilamos». El Leutnant de la Cruz de Hierro le lanzó una mirada furiosa y no dijo nada. «¿Puedo quedarme con esto?», pregunté, señalando las cuartillas.. —«Si quiere... Nosotros las guardamos para cierto uso». Las doblé y me las metí en el bolsillo de la guerrera. Hohenegg estaba acabando la partida y se levantó: «¿Vamos?». Dimos las gracias a los tres oficiales y volvimos a la isba de Hohenegg, en donde preparé una frugal cena con mi carne en conserva y unos cascos de cebolla tostados. «Lo siento mucho, Hauptsturmführer, pero me dejé el coñac en Gumrak».. —«Bueno, queda para otra vez». Hablamos de los oficiales. Hohenegg me mencionó las extrañas obsesiones que se apoderaban de algunos: aquel Oberstleutnant de la 44ª División que mandó derribar una isba entera, en la que se alojaban una decena de sus hombres, para calentarse agua para un baño y que, luego, tras haberse quedado a remojo un buen rato y haberse afeitado, volvió a ponerse el uniforme y se disparó un tiro en la boca. «Pero doctor -le hice notar-, seguramente sabe que en latín "bloquear" se dice

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