A finales de la mañana, tras una sopa y unas pocas galletas, me dije: Vamos, ya va siendo hora de ponerse a trabajar. Pero ¿por dónde empiezo? ¿Por el estado de ánimo de las tropas? ¿Por qué no? Por el estado de ánimo de las tropas. Me daba perfecta cuenta de que no debía de ser bueno, pero mi cometido era comprobar mis opiniones. Estudiar el estado de ánimo de los soldados de la Wehrmacht equivalía a salir; no creía que Móritz deseara un informe acerca del estado de ánimo de nuestros askaris ucranianos, que eran los únicos soldados que tenía yo a mano. La idea de apartarme de la seguridad, muy provisional, del bunker me angustiaba, pero no quedaba más remedio. Y además, pese a todo, sería cosa de ver la ciudad. Podía suceder también que me acostumbrase y que me sintiera mejor. En el momento de vestirme, titubeé; me decidí por el lado gris, pero al ver que Ivan torcía el gesto me di cuenta de que me había equivocado. «Hoy está nevando. Ponte el blanco». No me di por enterado de aquel tuteo fuera de lugar y fui a cambiarme. Me puse también casco, porque Thomas había insistido: «Ya verás, resulta muy útil..».. Ivan me tendió una pistola ametralladora; miré dudoso el artefacto, poco seguro de saber usarlo, pero de todas formas me lo eché al hombro. Fuera, seguía soplando un fortísimo viento que acarreaba gruesas volutas de copos: desde la entrada de los almacenes Univermag, no se veía ni siquiera la fuente de los niños. Tras la tibieza húmeda y asfixiante del bunker, el aire frío y cortante me devolvía el vigor.
« Koudaf» ,
preguntó Ivan. No tenía ni la menor idea. «Adonde estén los croatas», dije al azar, pues Thomas, por la mañana, me había mencionado a los croatas. «¿Está muy lejos?» Ivan dio un gruñido y tiró hacia la derecha por una calle larga que parecía ir, cuesta arriba, hacia la estación. La ciudad estaba aparentemente tranquila; de vez en cuando, retumbaba a través de la nieve una detonación sorda e incluso eso me ponía nervioso; no dudé en imitar a Ivan, quien caminaba junto a los edificios; me pegué a las paredes. Me notaba espantosamente desnudo, vulnerable como un cangrejo sin caparazón; me daba cuenta de forma muy intensa de que, en los dieciocho meses que llevaba en Rusia, era la primera vez que de verdad había
entrado en fuego
y una dolorosa angustia me entorpecía los miembros y me embotaba las ideas. Antes hablé de miedo: lo que sentía ahora no lo llamaré miedo, o, en cualquier caso, no era un miedo franco y consciente, sino un malestar casi físico, como una picazón que no te puedes rascar, centrada en las partes ciegas del cuerpo, la nuca, la espalda, las nalgas. Para intentar distraerme, miraba los edificios del otro lado de la calle. Varias fachadas se habían desplomado y dejaban ver el interior de las viviendas, una sucesión de dioramas de la vida normal, espolvoreados de nieve y, a veces, insólitos: en el tercer piso, una bicicleta colgada de la pared; en el cuarto, un papel pintado de florecitas, un espejo intacto y una reproducción enmarcada de la altanera
Desconocida
de azul de Kramskoi; en el quinto, un sofá verde con un cadáver tendido en él, cuya mano femenina colgaba en el vacío. Un proyectil de obús, al caer en el tejado de un edificio, quebró esa ilusión de apacibilidad: me encogí, y entendí por qué Thomas había insistido en lo del casco: me cayó encima una lluvia de cascotes, de trozos de teja y de ladrillos. Cuando alcé la cabeza, vi que Ivan ni siquiera se había agachado, sólo se había tapado los ojos con la mano. «Ven, dijo; no es nada». Calculé en qué dirección estaban el río y el frente y me di cuenta de que los edificios que íbamos bordeando nos protegían en parte: para caer en aquella calle, los proyectiles de obús tenían que pasar por encima de los tejados y había pocas probabilidades de que estallasen en el suelo. Pero esa idea no me tranquilizaba gran cosa. La calle iba a dar a unos depósitos y a unas instalaciones ferroviarias ruinosas; Ivan, que me precedía, cruzó al trote la ancha plaza y entró en uno de los depósitos por una puerta de hierro enroscada como la tapa de una lata de sardinas. Vacilé y, luego, lo seguí. Dentro, me deslicé entre montañas de cajones, saqueados hacía mucho, rodeé parte del tejado, que se había hundido, y volví a salir al aire libre por el agujero abierto en una pared de ladrillo, de donde partía un rastro de muchas huellas de pasos en la nieve. El camino iba siguiendo las paredes de los depósitos; en el talud, a un nivel más alto, estaba la extensión de convoyes de vagones de mercancías que había visto la víspera desde el puente, con los costados acribillados de impactos de bala y proyectiles de obús y cubiertos de grafitis en ruso y en alemán que iban de lo humorístico a lo obsceno. Había una excelente caricatura a todo color de Stalin y Hitler follando mientras Roosevelt y Churchill se la pelaban allí al lado: pero no conseguí descubrir quién la había pintado, alguien de los nuestros o alguien de los suyos, por lo que me resultaba de escasa utilidad para mi informe. Algo más allá, venía una patrulla en dirección contraria y se cruzó con nosotros sin una palabra, sin un saludo. Los hombres tenían la cara demacrada y amarilla, comida de barba; llevaban los puños metidos en los bolsillos y arrastraban los pies calzados con unas botas envueltas en andrajos o embutidas en gigantescos chanclos de paja trenzada, que resultaban muy engorrosos. Se esfumaron entre la nieve, a nuestra espalda. Acá y acullá, en algún vagón o en la vía, llamaba la atención un cadáver congelado de nacionalidad indistinta. Ya no se oían explosiones y todo parecía tranquilo. Luego, delante de nosotros, todo se reanudó: detonaciones, tiros o ráfagas de ametralladora. Ya habíamos dejado atrás los últimos depósitos y cruzado por otra zona de casas: el paisaje se desplegaba en un terreno nevado que dominaba, a la izquierda, un cerro enorme y redondo como un volcán pequeño, cuya cima escupía a intervalos el humo negro de las explosiones. «Mamaev Kurgan», indicó Ivan antes de tirar a la izquierda y meterse en un edificio.
Había unos pocos soldados sentados en unas habitaciones vacías, con la espalda contra la pared y las rodillas dobladas y pegadas al pecho. Nos miraban con ojos vacíos. Ivan me hizo cruzar por varios edificios, pasando por patios interiores o por callejones; después, cuando seguramente nos habíamos apartado un poco del frente, siguió por una calle. Aquí los edificios eran bajos, dos pisos como mucho, dormitorios obreros quizá; luego había casas, destripadas, derrumbadas, destrozadas, pero, no obstante, más identificables que las que había visto a la entrada de la ciudad. De vez en cuando, un movimiento, un ruido, indicaba que algunas de esas ruinas estaban habitadas aún. El viento seguía silbando; oía ahora el estruendo de las detonaciones en lo alto del
kurgan
que se perfilaba a la derecha, detrás de las casas. Ivan me iba llevando por jardincillos, que podía identificar, bajo la nieve, por los restos de empalizadas o de cercados. El lugar parecía desierto, pero el camino por el que íbamos estaba muy transitado, los pasos de los hombres lo habían limpiado de nieve. Se hundía, luego, en una
balka
e iba ladera abajo. Perdí de vista el
kurgan;
al llegar abajo del todo, el viento soplaba con menos fuerza, la nieve caía despacio y, de pronto, el paisaje cobró vida, dos Feldgendarmes nos impidieron el paso y, detrás de ellos, había soldados que iban y venían. Enseñé la documentación a los Feldgendarmes, quienes me saludaron y se apartaron para dejarnos pasar; vi entonces que la ladera de la
balka
que teníamos delante, pegada al
kurgan,
estaba acribillada de búnkers, unos pasadizos negros afianzados con vigas o con tablones de los que asomaban unas chimeneas humeantes hechas con latas de conserva empalmadas. Los hombres entraban y salían de rodillas de esa ciudad troglodita, muchas veces de espaldas. En lo hondo del barranco, dos soldados estaban despiezando a hachazos un caballo congelado en un tajo de madera; iban echando los trozos, cortados al buen tuntún, en un caldero en que se estaba calentando el agua. Tras caminar unos veinte minutos, el camino se metía en otra
balka
que albergaba otros búnkers como los anteriores; trincheras rudimentarias ascendían, a intervalos, hacia el
kurgan
que estábamos circunvalando; de tanto en tanto, un carro de combate enterrado hasta la torreta hacía las veces de pieza de artillería fija. Proyectiles de obús rusos caían a veces alrededor de estas barranqueras, levantando gigantescos surtidores de nieve, los oía silbar; un sonido estridente que me ponía un nudo en las tripas; con todos y cada uno de ellos tenía que reprimir el impulso de tirarme al suelo y me esforzaba en tomar ejemplo de Ivan, que no les hacía ni caso. Al cabo de cierto tiempo, conseguí recuperar la confianza: dejé que se adueñara de mí el sentimiento de que todo esto no era sino un gran juego de niños, un tremendo terreno de aventuras como los que se sueñan a los ocho años, con sonorización, efectos especiales y pasadizos misteriosos, y casi me reía de gusto, de tan absorto como estaba en aquella idea que me devolvía a mis juegos más antiguos, cuando Ivan se me echó encima sin avisar y me tiró de bruces al suelo. Una detonación ensordecedora desgarró el mundo, de tan cerca que noté cómo el aire me restallaba en los tímpanos, y una lluvia de nieve y tierra mezcladas cayó sobre nosotros. Intenté hacerme un ovillo, pero ya me estaba tirando Ivan del hombro y poniéndome de pie: a unos treinta metros, subía perezosamente desde el suelo de la
balka
un humo negro, la polvareda que se había alzado se iba posando despacio en la nieve; un acre olor a cordita llenaba el aire. Me latía rabiosamente el corazón, me pesaban tanto los muslos que me dolían, quería volver a sentarme, como una masa inerte. Pero Ivan no parecía tomarse nada de aquello en serio, se estaba sacudiendo, muy diligente, el uniforme con la mano. Luego me hizo ponerme de espaldas y me sacudió vigorosamente la guerrera por ese lado mientras yo me frotaba las mangas. Y otra vez estábamos en marcha. Aquella expedición empezaba a parecerme una imbecilidad. ¿Qué pintaba yo aquí, bien pensado? Era como si me costara trabajo hacerme a la idea de que ya no estaba en Piatigorsk. El camino que seguíamos iba saliendo de las
balki:
empezaba allí una meseta larga, vacía, salvaje, que dominaba la parte trasera del
kurgan.
Me fascinaba la frecuencia de las detonaciones en la cumbre, que sabía yo que ocupaban nuestras tropas: ¿cómo era posible que se quedasen allí unos hombres, soportando aquella lluvia de plomo y de metal? Yo estaba a uno o dos kilómetros de distancia y tenía miedo. El camino por el que íbamos serpenteaba entre montículos de nieve que el viento, acá y acullá, había desmenuzado para mostrar un cañón apuntando al cielo, la puerta retorcida de un camión, las ruedas de un coche volcado. Siguiendo de frente, se llegaba de nuevo a las vías del ferrocarril, vacías en esta ocasión, y que se perdían de vista a lo lejos, en la estepa. Las vías venían de detrás del
kurgan
y se apoderó de mí el miedo irracional a que llegara una columna de T-34. Luego, otro barranco desfondaba la meseta y bajé deprisa por su ladera, detrás de Ivan, como si me sumergiera en la tibia seguridad de una casa de la infancia. También allí había búnkers, soldados ateridos y asustados. Habría podido pararme en cualquier parte, hablar con los hombres y, después, dar media vuelta, pero iba dócilmente en pos de Ivan, como si él supiera lo que yo tenía que hacer. Al fin salimos de aquella larga
balka:
otra extensión de viviendas, pero las casas estaban arrasadas, quemadas hasta el suelo, incluso las chimeneas se habían desplomado. El material destruido impedía el paso por las callejuelas, carros de combate, vehículos de asalto, piezas de artillería soviética, y también nuestra. Esqueletos de caballos yacían en posturas absurdas, enredados a veces en los atalajes de carretas volatilizadas como briznas de paja; bajo la nieve, aún se notaban los cadáveres, sorprendidos también con frecuencia en curiosas contorsiones y que el frío inmovilizaba hasta el siguiente deshielo. De vez en cuando, se cruzaba con nosotros una patrulla; también había controles en donde unos Feldgendarmes algo mejor aprovisionados que los soldados, nos miraban atentamente la documentación antes de dejarnos pasar al sector siguiente. Ivan se metió por una calle más ancha; venía hacia nosotros una mujer, embutida en dos abrigos y una bufanda, con un saquito medio vacío al hombro. Le miré la cara, era imposible decir si tenía veinte años o cincuenta. Más allá, un puente derruido estaba desperdigado por el lecho de un hondo barranco; por el este, en dirección al río, otro puente, muy alto y pasmosamente intacto, se alzaba sobre la embocadura de aquel mismo barranco. Había que bajar, agarrándose a los escombros y, luego, dando la vuelta o trepando por encima de los lienzos de hormigón despedazado, subir por el otro lado. Había un puesto de Feldgendarmes en un refugio habilitado en una esquina del tablero, caído, del puente.
«Jorbati?
-preguntó Ivan-. ¿Los croatas?» El Feldgendarme nos informó de que ya andábamos cerca. Estábamos entrando en otro barrio residencial; se veían por todas partes antiguos emplazamientos de tiro, había carteles rojos: ACHTUNG! MINEN, restos de alambradas y, entre los edificios, trincheras que la nieve rellenaba a medias; en determinado momento había estado allí un sector del frente. Ivan me llevó por unas cuantas callejuelas, pegándose a las paredes otra vez; en una esquina, me hizo una seña con la mano: «¿Tú a quién quieres ver?». Me costaba acostumbrarme al tuteo: «Pues no sé. A un oficial».. —«Espera». Se metió, algo más allá, en una edificación, de la que salió con un soldado, quien le señaló algo en la calle. Me hizo otra seña y me reuní con él. Ivan alzó el brazo en dirección al río, de donde venía el ruido esporádico de los morteros y las ametralladoras: «Allí,
krasnyi oktiabr, russky».
Habíamos andado muchísimo; estábamos cerca de una de las últimas fábricas que aún se hallaban en parte en poder de los soviéticos, más allá del
kurgan y
de la «raqueta de tenis». Los edificios habían sido seguramente viviendas colectivas de obreros. Al llegar a uno de esos barracones, Ivan subió los tres peldaños de la escalera interior y cruzó unas cuantas palabras con el soldado de guardia. Éste me saludó y entré en el pasillo. En cada habitación, oscura y con las ventanas tapiadas de mala manera con tablones, ladrillos apilados sin argamasa y mantas, se albergaba un grupo de soldados. La mayoría estaban durmiendo, acurrucados unos contra otros y a veces varios bajo una única manta. El aliento se les condensaba en nubéculas. Reinaba allí un olor espantoso, una hediondez compuesta de todas las secreciones de los cuerpos humanos, en la que prevalecían la orina y el olor dulzón de la diarrea. En una habitación larga, que había sido seguramente el refectorio, varios hombres se apiñaban en torno a una estufa. Ivan me señaló a un oficial sentado en un banquito; llevaba, como los demás, en el brazo de la guerrera feldgrau alemana, un damero rojo y blanco. Varios de aquellos hombres conocían a Ivan: se pusieron a charlar en algo así como una jerga mezcla de ucraniano y croata, salpicada de groserías
(pichka, pizda, pizdets,
son palabras que se usan en todas las lenguas eslavas y se aprenden enseguida). Me dirigí hacia el oficial, que se puso de pie para saludarme. «¿Habla alemán?», le pregunté tras dar un taconazo y alzar el brazo.. —«Sí, sí». Me miraba con curiosidad; cierto es que no llevaba ningún distintivo en el uniforme nuevo. Me presenté. Detrás de él, en la pared, habían clavado unos humildes adornos navideños: guirnaldas de papel de periódico alrededor de un árbol pintado con carbón en la propia pared, estrellas recortadas en hojalata, y otros productos del ingenio de los soldados. Había también un dibujo grande y precioso del Portal de Belén, pero, en vez de un establo, habían situado la escena en una casa destruida, entre ruinas calcinadas. Me senté con el oficial. Era un Oberleutnant joven, estaba al mando de una de las compañías de aquella unidad croata, el 369º Regimiento de infantería: parte de sus hombres estaban de guardia en un sector del frente, ante la fábrica Octubre Rojo; los demás estaban descansando en esta casa. Los rusos llevaban unos cuantos días relativamente tranquilos; de vez en cuando disparaban morteros, pero los croatas notaban que era para chincharlos. También habían instalado altavoces frente a las trincheras y se pasaban el día poniendo música triste, o alegre, que alternaban con propaganda que animaba a los soldados a desertar o a rendirse. «Los hombres no le hacen mucho caso a la propaganda, porque la grabación la hizo un serbio, pero la música los deprime mucho». Le pregunté cómo andaban los intentos de deserción. Me respondió con bastante vaguedad: «Son cosas que pasan a veces... pero hacemos todo lo posible para impedirlo». Fue mucho más prolijo en lo referido a la fiesta navideña que estaban preparando; el comandante de la división, un austríaco, les había prometido una ración extra, y él había conseguido conservar una botella de
lozavitsa
que había destilado su padre y contaba con compartir con sus hombres. Pero, por encima de todo, quería noticias de Von Manstein. «¿Por fin llega o no llega?» El fracaso de la ofensiva de Hoth, por supuesto, no se había comunicado a las tropas, y ahora me tocaba a mí ser inconcreto: «Estén preparados», fue mi lamentable respuesta. Aquel oficial joven debía de haber sido un hombre simpático y elegante; ahora resultaba tan patético como un perro apaleado. Hablaba despacio, escogiendo cuidadosamente las palabras, como si pensase a cámara lenta. Charlamos algo más de los problemas de abastecimiento, y luego me levanté para irme. Volví a preguntarme qué carajo hacía yo allí: ¿de qué iba a enterarme hablando con aquel oficial aislado de todo que no hubiera podido leer en cualquier informe? Es cierto que así veía personalmente la miseria de los hombres, su cansancio, su desvalimiento, pero eso también lo sabía de antemano. Había pensado más o menos, según venía, en un debate acerca del compromiso político de los soldados croatas que combatían con Alemania, acerca de la ideología ustachi; ahora me daba cuenta de que aquello no tenía ni pies ni cabeza; no era fútil, sino algo aún peor. Y aquel Oberleutnant no habría sabido seguramente qué contestar; no le quedaba ya sitio en la cabeza más que para la comida, su casa, su familia, el cautiverio o la muerte cercana. Yo estaba de repente cansado y asqueado, me sentía hipócrita e imbécil; «Feliz Navidad», me dijo el oficial, dándome un apretón de manos con una sonrisa. Algunos de sus hombres me miraban sin la menor chispa de curiosidad. «Que pasen feliz Navidad», contesté haciendo un esfuerzo. Recogí a Ivan al pasar y salí, respirando con avidez el aire frío. «¿Y ahora?», preguntó Ivan. Lo pensé. Ya que había venido hasta aquí, me dije, al menos debería ver uno de los puestos avanzados. «¿Podemos ir hasta el frente?» Ivan se encogió de hombros: «Como quieras, jefe, pero hay que pedirle permiso al oficial». Volví a la sala grande: el oficial no se había movido, seguía mirando la estufa con expresión ausente. «¿Oberleutnant? ¿Podría ir a inspeccionar alguno de sus puestos avanzados?». —«Como quiera». Llamó a uno de sus hombres y le dio una orden en croata. Luego me dijo: «Es el Hauptfeldwebel Nisic. Le hará de guía». De pronto se me ocurrió ofrecerle un cigarrillo: se le iluminó la cara y tendió la mano despacio para coger uno. Sacudí la cajetilla: «Coja varios».. —«Gracias, gracias. Feliz Navidad otra vez». Le di también un cigarrillo al Hauptfeldwebel, que me dijo:
«Hvala»
y lo guardó con mucho cuidado en un estuche. Volví a mirar al joven oficial: seguía con los tres cigarrillos en la mano y tenía la cara radiante como un niño. ¿Dentro de cuánto tiempo, me pregunté, seré como él? Y al pensar eso me entraban ganas de llorar. Salí otra vez con el Hauptfeldwebel, que nos llevó primero por la calle y luego por patios, cruzando por dentro de un depósito. Debíamos de estar en los terrenos de la fábrica; no había visto ninguna pared, pero todo estaba tan destripado y tan patas arriba que a veces no se reconocía nada. Una trinchera recorría el suelo del depósito y el Hauptfeldwebel nos hizo bajar a ella. La pared de enfrente estaba constelada de agujeros por los que entraban a chorros en aquel dilatado espacio vacío la nieve y la luz, con una lúgubre claridad verdosa; unas trincheras auxiliares más pequeñas salían de la trinchera principal e iban hacia las esquinas del depósito; como no eran rectas, no vi a nadie. Pasamos en fila por debajo de la pared del depósito; la trinchera cruzaba por un patio y se metía en las ruinas de un edificio de oficinas de ladrillo rojo. Nisic e Ivan caminaban agachados para no asomar de la trinchera, y me cuidé muy bien de hacer lo mismo. Enfrente de nosotros todo estaba extrañamente silencioso. Más allá, a la derecha, se oían ráfagas breves de disparos. Dentro del edificio de oficinas apestaba aún más que en la casa en la que dormían los soldados. «Esto es», dijo tranquilamente Nisic. Estábamos en un sótano; la única luz venía de unos respiraderos pequeños o de unos agujeros en los ladrillos. Un hombre salió de la oscuridad y le habló a Nisic en croata. «Han tenido una agarrada. Unos rusos querían colarse. Han matado a unos cuantos», tradujo Nisic en un alemán bastante tosco. Me explicó con detenimiento el dispositivo: dónde estaba el mortero, dónde estaba la Spandau, dónde estaban las ametralladoras pequeñas, qué campo de tiro cubrían, dónde estaban los ángulos muertos. No me interesaba, pero lo dejé hablar; de todas formas no sabía qué era lo que me interesaba de verdad. «¿Y su propaganda?», pregunté. Nisic habló con un soldado: «La quitaron después del combate». Nos quedamos un rato callados. «¿Puedo ver sus líneas?», pregunté por fin, seguramente para darme a mí mismo la impresión de que había venido para algo.. —«Sígame». Crucé el sótano y subí por una escalera cubierta de yeso y de trozos de ladrillo. Ivan, con la pistola ametralladora bajo el brazo, cerraba la marcha. En el primer piso, un corredor nos condujo a una habitación, al fondo. Todas las ventanas estaban tapadas con ladrillos y con tablones, pero la luz se colaba por millones de agujeros. En la última habitación, dos soldados estaban, con la espalda pegada a la pared, junto a una Spandau. Nisic me señaló un agujero rodeado de sacos de arena, que sujetaban unos tablones. «Puede mirar por ahí. Pero poco rato. Tienen unos francotiradores muy buenos. Por lo visto son mujeres». Me arrodillé junto al agujero y saqué despacio la cabeza; la raja era estrecha y sólo veía un paisaje de ruinas informes, casi abstracto. Entonces fue cuando oí el grito, a la izquierda: un alarido prolongado, ronco, que se interrumpió de repente. Luego el grito volvió a empezar. No había ningún otro ruido y lo oí con toda claridad. Lo lanzaba un hombre joven: eran gritos prolongados y penetrantes, que sonaban espantosamente a hueco; debía de estar herido en el vientre, me dije. Me asomé más y miré de costado: le veía la cabeza y parte del torso. Gritaba hasta quedarse sin aliento, se paraba para tomar aire y volvía a gritar. Incluso sin saber ruso entendía lo que gritaba: