A eso de las tres de la tarde, poco después de que hubiéramos regresado a Schloss, se presentó el Reichsführer, rodeado de una nube silenciosa de oficiales y acompañado de Rudolf Brandt. Brandt me vio y me hizo un leve saludo con la cabeza; llevaba ya los nuevos galones, pero no me dio oportunidad de felicitarlo cuando me acerqué a él. «Después del discurso del Reichsführer, salimos para Cracovia. Viene usted con nosotros».. —«Bien, Herr Standartenführer». Himmler se sentó en primera fila, al lado de Bormann. Primero nos sirvieron un discurso de Dónitz, quien justificó la suspensión temporal de la guerra submarina, al tiempo que formulaba la esperanza de reanudarla pronto; otro de Milch, quien tenía la esperanza de que las nuevas tácticas de la Luftwaffe acabasen a no mucho tardar con las incursiones aéreas terroristas sobre nuestras ciudades; y de Schepmann, el nuevo jefe de estado mayor de la SA que no tenía ninguna esperanza que yo recuerde. A eso de las cinco y media, subió a la tribuna el Reichsführer. Banderas rojo sangre y los cascos negros de la guardia de honor enmarcaban, en aquella elevada tarima, la silueta menuda; los altos soportes de los micrófonos casi le tapaban la cara; la luz de la sala jugaba en los cristales de las gafas. Los altavoces le ponían a la voz un tono reciamente metálico. De las reacciones de la asistencia ya he hablado; como estaba al fondo de la sala, lamentaba tener que ver las nucas en vez de las caras. Pese al temor y la sorpresa que sentía, podría añadir que algunas de las cosas que dijo me afectaron personalmente, sobre todo las que se referían a los efectos de aquella decisión en las personas a cuyo cargo corría la ejecución, del peligro que corrían sus mentes
de volverse crueles e indiferentes y dejar de respetar la vida humana, o de volverse laxas y sucumbir a la debilidad y a las depresiones nerviosas;
sí, yo conocía bien aquel
camino atrozmente estrecho entre Escila y Caribdis y
esas palabras podrían haber sido para mí y, hasta cierto punto y con toda modestia, lo eran, para mí y para aquellos quienes, como yo, padecían aquella espantosa responsabilidad; nos las dirigía nuestro Reichsführer, que se daba perfecta cuenta de lo que estábamos pasando. Y no es que cediera a sentimentalismo alguno; como dijo, de forma tan brutal, al final del discurso:
Muchos llorarán, pero da lo mismo; hay ya muchas lágrimas,
palabras que sonaron en mis oídos con aliento shakespeariano; aunque quizá las dijo en el otro discurso, en el que leí más adelante, no estoy seguro, qué más da. Tras el discurso, debían de ser las siete de la tarde, el Reichsleiter Bormann nos invitó a un bufé en un sala contigua. Los dignatarios, sobre todo los Gauleiter de más edad, tomaron el bar por asalto; como iba a viajar con el Reichsführer, me abstuve de beber. Lo vi en una esquina, de pie delante de Mandelbrod, con Bormann, Goebbels y Leland; estaba de espaldas a la sala y no hacía el menor caso del efecto que habían causado sus palabras. Los Gauleiter bebían copa tras copa y hablaban en voz baja; de vez en cuando, uno de ellos soltaba una trivialidad, como si ladrara; sus colegas asentían con la cabeza solemnemente y seguían bebiendo. Debo admitir que, por mi parte, pese al efecto que me había causado el discurso, me tenía más preocupado la breve escena de la hora de comer; notaba perfectamente que Mandelbrod estaba intentando colocarme, pero cómo y en relación con quién era algo que aún no tenía claro; sabía demasiado poco de sus relaciones con el Reichsführer, o con Speer por lo demás, para poder calibrarlo y era algo que me inquietaba; notaba que aquellas jugadas me superaban. Me preguntaba si Hilde o Hedwig habrían podido despejarme alguna incógnita; y, al tiempo, sabía muy bien que ni siquiera en la cama me dirían nada que Mandelbrod no quisiera que supiese yo. ¿Y Speer? Durante mucho tiempo creí recordar, aunque sin pararme a pensarlo, que también él estaba charlando con el Reichsführer durante aquella colación. Y, luego, un día, hace algún tiempo, en un libro, me enteré de que lleva años negando enérgicamente que estuviera presente y asegura que se fue a la hora del almuerzo con Rohland y no asistió al discurso del Reichsführer. Todo cuanto puedo decir es que entra dentro de lo posible: por mi parte, después de las palabras que cruzamos durante la recepción del mediodía, no me fijé ya en él de forma especial, estaba más pendiente del doctor Mandelbrod y del Reichsführer, y, además, lo cierto era que había mucha gente; no obstante, me parecía haberlo visto a última hora de la tarde; y él ha descrito la orgía desenfrenada de los Gauleiter, al acabar la cual, según su propio libro, a muchos de ellos hubo que llevarlos al tren especial; en aquel momento yo ya me había ido con el Reichsführer, de modo que no lo presencié, pero él lo describe como si hubiera estado, así que resulta difícil decir una cosa u otra y, por lo demás, es una argucia un tanto vana: oyera o no aquel día las palabras del Reichsführer, el Reichsminister Speer estaba al tanto de todo, como todo el mundo; o, al menos, en aquella época,
sabía lo suficiente para saber que valía más no saber más,
por citar la frase de un historiador; y puedo asegurar que, algo más adelante, cuando lo conocí mejor, lo sabía todo, incluido lo de las mujeres y los niños, que a fin de cuentas nadie habría podido tener almacenados en algún sitio sin que él lo supiera; incluso si nunca lo mencionaba, es cierto, incluso aunque no estuviera enterado de todos los detalles técnicos que, bien pensado, no tenían que ver con su ámbito de competencias específicas. Lo que no voy a negar es que seguramente habría preferido no saberlo; el Gauleiter Von Schirach, a quien vi aquella noche desplomado en una silla, con la corbata desanudada y el cuello abierto, bebiendo coñac tras coñac, también habría preferido desde luego no saberlo, y a otros muchos les pasaba lo mismo que a él, bien porque carecieran de coraje en sus convicciones, bien porque temieran ya las represalias de los Aliados; pero hay que añadir que aquellos hombres, los Gauleiter, poco contribuyeron al esfuerzo en tiempo de guerra e incluso lo estorbaron en cierto casos, mientra que Speer, y todos los especialistas lo afirman hoy en día, le dio al menos dos años más de vida a la Alemania nacionalsocialista, contribuyó más que nadie a prolongarlo todo, y más lo habría prolongado si hubiera podido; y no cabe duda de que quería la victoria, luchó como gato panza arriba por la victoria, la victoria de aquella Alemania nacionalsocialista que exterminaba a los judíos, incluidos las mujeres y los niños, y a los gitanos también y a otros muchos, por lo demás; y por eso es por lo que me permito que me parezca un tanto indecente, pese al inmenso respeto que me inspira cuanto hizo como ministro, ese arrepentimiento tan públicamente proclamado después de la guerra, un arrepentimiento que le salvó el pellejo, desde luego, siendo así que no se merecía seguir vivo ni más ni menos que otros, que Sauckel, por ejemplo, o que Jodl, un arrepentimiento que le impuso luego la obligación, para mantener esa postura, de contorsionarse de forma cada vez más barroca, cuando habría sido tan sencillo, sobre todo después de haber purgado la pena, decir: Sí, lo sabía. ¡Y qué? Como lo dijo tan bien dicho mi colega Eichmann en Jerusalén, con toda la directa sencillez de los hombres sencillos: «Arrepentirse es cosa de niños».
Me fui de la recepción a eso de las ocho, por orden de Brandt, sin haber podido despedirme del doctor Mandelbrod, absorto en sus conversaciones. Me llevaron al hotel Posen, con otros cuantos oficiales, para que recogiera mis cosas, y, luego, a la estación, en donde nos estaba esperando el tren especial del Reichsführer. También aquí me dieron un compartimento individual, aunque de dimensiones mucho más modestas que el del vagón del doctor Mandelbrod y con una cama muy estrecha. Aquel tren, llamado
Heinrich,
estaba estupendamente pensado: delante, además de los vagones blindados personales del Reichsführer, había otros acondicionados para oficinas y centro móvil de comunicación, todo ello protegido por plataformas equipadas con piezas de artillería antiaéreas; toda la Reichsführung-SS podía, si era preciso, trabajar durante los desplazamientos. No vi al Reichsführer subirse al tren, que arrancó poco rato después de que llegáramos; esta vez tenía ventanilla en el compartimento y podía apagar la luz y sentarme en la oscuridad a contemplar la noche, una noche hermosa y clara de otoño, que alumbraban las estrellas y la media luna que dejaba caer una delgada luz metálica sobre el mísero paisaje polaco. Desde Posen a Cracovia hay alrededor de cuatrocientos kilómetros; con todas las paradas a que obligaron las alertas o los atascos, llegamos mucho después de amanecer; ya despierto y sentado en la cama, miraba cómo se teñían despacio de rosa las llanuras grises y los patatales. En la estación de Cracovia nos estaba esperando una guardia de honor, con el gobernador general en cabeza, alfombra roja y fanfarria; vi, de lejos, cómo Frank, rodeado de jóvenes polacas con el traje nacional que llevaban cestas de flores de invernadero, le hacía al Reichsführer un saludo alemán que por poco no le saltó las costuras del uniforme y cruzaba luego con él unas cuantas palabras muy animadas antes de meterse en una berlina enorme. Nos alojaron en un hotel al pie del Wawel; me bañé, me apuré bien el afeitado y di a lavar uno de los uniformes. Luego, me fui, paseando por las viejas y hermosas calles bañadas de sol de Cracovia, hacia las oficinas del HSSPF, desde donde envié un télex a Berlín para saber en qué punto andaba mi proyecto. A mediodía, participé en el almuerzo oficial como miembro de la delegación del Reichsführer; estaba en una mesa con varios oficiales de las SS y de la Wehrmacht, así como con funcionarios de segunda fila del General-Gouvernement; en la mesa presidencial, Bierkamp se sentaba con el Reichsführer y con el gobernador general, pero no tuve ocasión de ir a saludarlo. Hablamos sobre todo de Lublin; los hombres de Frank nos confirmaron el rumor que corría por el GG de que habían echado a Globocnik por sus homéricas malversaciones; según una de las versiones, al Reichsführer le habría gustado incluso mandar que lo detuvieran y lo juzgaran, para hacer un escarmiento, pero Globocnik había ido guardando, prudentemente, muchos documentos comprometedores y los había usado para negociar un retiro casi dorado en las costas que lo habían visto nacer. Tras el ágape, había discursos, pero no me quedé y me volví a la ciudad para redactar el informe que tenía que darle a Brandt, que estaba alojado en la casa del HSSPF. No había mucho que decir: dejando de lado el D III, que había aceptado en el acto, seguíamos esperando la opinión de los demás departamentos y de la RSHA. Brandt me encargó que les metiera prisa en cuanto volviera: el Reichsführer quería que el proyecto estuviera listo para mediados de mes.
Frank no había escatimado medios para la recepción de la noche. Una guardia de honor, con las espadas desenvainadas y uniformes que chorreaban galones dorados, cubría la carrera, en diagonal, en el patio principal del Wawel; por la escalera, en un escalón de cada tres, otros soldados presentaban armas; en la entrada del salón de baile, el mismísimo Frank, con uniforme SA y con su mujer al lado, una matrona de carnes blancas que no cabían en un monstruoso traje de terciopelo verde, recibía a los invitados. El Wawel lanzaba mil resplandores: desde la ciudad, se le veía relumbrar, en lo alto; guirnaldas de bombillas adornaban las elevadas columnas que rodeaban el patio; unos soldados, apostados tras la fila de la guardia de honor, llevaban en la mano antorchas y, a quien saliera del salón de baile para pasearse por los balcones, le parecía que unos anillos refulgentes cercaban el patio y que era un pozo de luz en cuyo fondo vibraba el ronquido ahogado de las hileras paralelas de antorchas; en la otra fachada del palacio, desde la gigantesca balconada pegada al muro, se extendía la ciudad, muda y silenciosa, a los pies de los invitados. En una tarima, al fondo del salón principal, una orquesta tocaba valses vieneses, los hombres con cargos en el GG habían venido con sus mujeres, unas cuantas parejas bailaban, las demás bebían, reían, se servían copiosamente los entrantes que colmaban las mesas o, como yo, examinaban al gentío. Dejando aparte a unos cuantos colegas de la delegación del Reichsführer, no conocía a casi nadie. Miré atentamente el artesonado del techo, de maderas preciosas de todos los colores, con una cabeza esculpida y pintada en cada artesón: soldados barbudos, burgueses con sombrero, cortesanos tocados de plumas, mujeres coquetas. Y todas esas cabezas nos contemplaban desde arriba, impasibles, como a extraños invasores. Pasada la escalera principal, Frank había mandado abrir otras salas, en todas las cuales había bufes, sillones y sofás para quienes quisieran descansar o estar tranquilos. Alfombras grandes y hermosas interrumpían la armoniosa perspectiva de los rombos blancos y negros del enlosado, ensordeciendo los pasos que, en otros lugares, retumbaban en el mármol. A ambos lados de cada puerta, en el paso de un salón a otro, había dos guardias con casco y con la espada desenvainada y enhiesta ante la cara, como si fueran
horse-guards
ingleses. Con una copa de vino en la mano, deambulé por esas estancias, admirando los frisos, los techos, los cuadros; por desgracia, los polacos se habían llevado, cuando empezó la guerra, los famosos tapices flamencos de Segismundo Augusto: se decía que estaban en Inglaterra, e incluso en el Canadá, y Frank había denunciado con frecuencia lo que consideraba un expolio del patrimonio cultural polaco. Cuando me cansé, fui a reunirme con un grupo de oficiales SS que comentaban la caída de Napóles y las hazañas de Skorzeny. Los escuché distraído, porque estaba pendiente de un ruido curioso, algo así como un roce rítmico. Se iba acercando, miré a mi alrededor; noté un golpe en la bota y bajé la vista; acababa de tropezar conmigo un coche de pedales multicolor que conducía un niño rubio muy guapo. El niño me miraba con expresión severa y sin decir nada, con las manitas regordetas aferradas al volante; debía de andar por los cuatro o los cinco años y llevaba un traje de pata de gallo muy bonito. Le sonreí, pero seguía sin decir nada. Entonces caí en la cuenta y me aparté con una reverencia; sin abrir la boca, siguió pedaleando briosamente hacia otra estancia contigua y se esfumó entre los guardias-cariátides. Pocos minutos después, lo oí regresar; iba deprisa y en línea recta, sin fijarse en la gente, que tenía que apartarse para dejarlo pasar. Cuando llegó a la altura del bufé, salió del vehículo para ir a coger un trozo de tarta, pero no tenía el bracito lo bastante largo y, por más que se ponía de puntillas, no alcanzaba. Me acerqué y le pregunté: «¿Cuál quieres?». Seguía callado, pero apuntó con el dedo a una
Sacber Torte.
«¿Hablas alemán?», le pregunté. Puso cara de indignación: «¡Pues claro que hablo alemán!».. —«Entonces te habrán enseñado a decir
bitte».
Negó con la cabeza: «¡Yo no necesito decir
bittel».
. —«¿Y eso por qué?. —«¡Porque mi papá es el rey de Polonia y aquí todo el mundo tiene que obedecerle!» Yo también negué con la cabeza: «Eso está muy bien. Pero tienes que aprender qué quiere decir cada uniforme. En mí no manda tu padre, sino el Reichsführer-SS. Así que si quieres tarta, tienes que decirme
bitte».
El niño vacilaba, con los labios apretados; no debía de estar acostumbrado a que nadie le opusiera resistencia. Por fin cedió: «¿Puede darme tarta,
bitte?».
Cogí un trozo de
Torte y
se la di. Mientras se la comía, llenándose la parte inferior de la cara de churretes de chocolate, miraba atentamente mi uniforme. Luego señaló con el dedo la Cruz de Hierro: «¿Es usted un héroe?».. —«Hasta cierto punto, sí».. —«¿Ha estado en la guerra?». —«Sí».. —«Mi papá manda, pero no va a la guerra».. —«Ya lo sé. ¿Vives aquí siempre?» Asintió. «¿Y te gusta vivir en este castillo?» Se encogió de hombros: «No está mal. Pero no hay más niños».. —«Pero tendrás hermanos».. —«Sí, pero no juego con ellos». —«¿Por qué?». —«No sé. Porque no». Quería preguntarle cómo se llamaba, pero hubo un gran revuelo a la entrada del salón: se nos acercaba un grupo numeroso de gente, con Frank y el Reichsführer a la cabeza. «¡Ah, estás aquí! -exclamó Frank, dirigiéndose al niño-. Ven con nosotros. Y usted también, Sturmbannführer». Frank cogió a su hijo en brazos y me señaló el coche: «¿Le importaría llevarlo?». Alcé el coche en vilo y los seguí. El gentío cruzó por todos los salones y se apiñó ante una puerta que Frank mandó abrir. Luego le cedió el paso a Himmler: «Pase, se lo ruego, mi querido Reichsführer. Adelante, adelante». Soltó a su hijo, lo hizo pasar delante, titubeó, me buscó con la vista y, luego, me cuchicheó: «Deje eso en un rincón. Ya lo cogeremos después». Entré detrás de ellos en el salón y fui a dejar el coche. En el centro de la estancia había una mesa grande con algo encima, tapado con un paño negro. Frank, con el Reichsführer a su lado, esperaba a los demás invitados y los iba colocando alrededor de la mesa, que medía al menos tres metros por cuatro. El niño estaba, una vez más, pegado a la mesa y de puntillas, pero apenas si llegaba a la altura del tablero. Frank miró en torno, me vio algo retirado y me llamó: «Disculpe, Sturmbannführer, como veo que ya se han hecho amigos, ¿le importaría coger al niño en brazos para que pueda ver?». Me agaché y cogí al niño; Frank me hizo sitio a su lado y, mientras entraban los últimos comensales, se peinaba con los dedos afilados y sobaba una de las medallas que llevaba: parecía como si apenas pudiera contener la impaciencia. Cuando todo el mundo hubo llegado ya, Frank se volvió hacia Himmler y dijo con voz solemne: «Mi querido Reichsführer, lo que va a ver ahora es una idea a la que llevo ya cierto tiempo dedicando los ratos de ocio. Es un proyecto que tengo la esperanza de que sea, después de la guerra, ornato de la ciudad de Cracovia, capital del General-Gouvernement de Polonia, y la convierta en una atracción para Alemania entera. Tengo intención, cuando esté acabado, de dedicárselo al Führer para su cumpleaños. Pero, puesto que nos ha concedido usted el placer de visitarnos, no quiero conservarlo en secreto por más tiempo». Le relucía de gusto el rostro abotargado, de rasgos febles y sensuales; el Reichsführer, con las manos cruzadas a la espalda, lo miraba a través de los lentes de pinza con expresión entre sarcástica y aburrida. Yo lo que esperaba más que nada era que se diera prisa; el niño empezaba a pesarme. Frank hizo una seña a unos cuantos soldados que retiraron el paño y dejaron a la vista la maqueta de gran tamaño de un conjunto arquitectónico, algo así como un parque con árboles y paseos en curva que corrían entre casas de diferentes estilos rodeadas de cercas. Mientras Frank se pavoneaba, Himmler miraba detalladamente la maqueta: «¿Qué es? -preguntó por fin-. Parece un zoo».. —«Casi, mi querido Reichsführer -dijo Frank con una risita y metiendo los pulgares en los bolsillos de la guerrera-. Es, por hablar como los vieneses, un
Menschengarten,
un jardín antropológico que quiero hacer aquí, en Cracovia». Trazó con la mano un amplio ademán por encima de la maqueta. «¿Se acuerda, mi querido Reichsführer, de aquellas
Volkerschauen
de Hagenbeck, en nuestros tiempos de juventud? Con familias de nativos de Samoa, de Laponia, del Sudán. Una vez pasó una por Munich y mi padre me llevó; usted también debió de verla. Y además las había en Hamburgo, en Francfort, en Basilea, y tenían mucho éxito». El Reichsführer se frotaba la barbilla: «Sí, sí. Lo recuerdo. Eran exposiciones ambulantes, ¿verdad?».. —«Sí, pero ésta será permanente, como un zoo. Y no será algo para entretener al público, mi querido Reichsführer, sino una herramienta pedagógica y científica. Juntaremos ejemplares de todos los pueblos extinguidos o en vías de extinción en Europa, para que quede de esa forma un rastro vivo. ¡Los escolares alemanes vendrán aquí en autocar, a aprender! Mire, mire». Señaló una de las casas: estaba abierta por la mitad en un corte vertical, y dentro se veían unos muñequitos sentados alrededor de una mesa en donde había un candelabro de siete brazos. «Para los judíos, por ejemplo, he elegido a los de Galitzia, por parecerme los más representativos de los
Ostjuden.
La casa es característica de su habitat mugriento; claro que habrá que desinfectarlo todo regularmente y hacer que los ejemplares pasen un control sanitario para que no contaminen a los visitantes. Estos judíos los quiero devotos, muy devotos; les daremos un Talmud y los visitantes podrán mirar cómo mascullan sus oraciones, o cómo prepara la mujer las comidas con alimentos kosher. Estos de aquí son campesinos polacos de Mazuria, y, allí, los miembros de un koljós bolchevique; más allá, unos rutenos, y, por allí, unos ucranianos; fíjese en las camisas bordadas. En aquel edificio grande pondremos un instituto de investigación antropológica; pienso dotar personalmente una cátedra; podrán venir científicos de todo el mundo para estudiar in situ a esos pueblos, tan numerosos antaño. Será para ellos una ocasión única».— «Fascinante -susurró el Reichsführer-. ¿Y los visitantes normales?» —«Podrán pasear libremente por fuera de las cercas y mirar cómo trabajan los ejemplares en los jardines, y cómo sacuden las alfombras y tienden la ropa. Y además habrá visitas guiadas y comentadas de las casas, y así podrán ver dónde viven y qué costumbres tienen».. —«¿Y cómo va usted a conseguir que esa institución perdure andando el tiempo? Porque esos ejemplares suyos envejecerán, y algunos se morirán».. —«Ahí es precisamente, mi querido Reichsführer, donde necesitaría su apoyo. En realidad, para cada pueblo necesitaríamos unas cuantas decenas de ejemplares. Se casarán entre sí y se reproducirán. Sólo expondremos una familia a la vez; a los demás los usaremos para sustituir a los que enfermen, para procrear, para enseñarles a los niños las costumbres, las oraciones y todo lo demás. Había pensado que podríamos tenerlos cerca, en alguno de los campos, y que los vigilaran las SS».. —«Si el Führer lo autorizara, sería posible. Pero tendremos que hablar de ello. No está seguro de que sea deseable evitar la extinción de ciertas razas, ni siquiera de esta forma. Podría ser peligroso».. —«Se tomarían todo tipo de precauciones, por supuesto. Desde mi punto de vista, una institución así sería valiosísima e insustituible para la ciencia. ¿Cómo quiere que las generaciones futuras entiendan el alcance de nuestra obra si no pueden hacerse una idea de las condiciones que imperaban anteriormente?» —«Está usted seguramente en lo cierto, mi querido Frank. Es una idea espléndida. ¿Y cómo piensa financiar esta...
Vólkerschauplatz?»¿y
qué le trae al
Frank-Reich?
». —«Vengo con el Reichsführer. ¿Y usted?» En la cara ovalada y bonachona apareció una expresión maliciosa y atareada: «¡Secreto de Estado!». Arrugó los ojos y sonrió: «Pero a usted se lo puedo decir: vengo con una misión del OKH. Estoy preparando programas de demolición de los puentes de los distritos de Lublin y de Galitzia». Lo miré, desconcertado: «¿Y por qué demonios está preparando algo así?».. —«Pues por si hubiera un avance soviético, claro».. —«¡Pero si los bolcheviques están en el Dniéper!» Se frotó la nariz chata; me fijé en que estaba mucho más calvo. «Lo han cruzado hoy -dijo por fin-. También han tomado Nevel».. —«Pero de todas formas eso pilla aún muy lejos. Los pararemos mucho antes. ¿No le parece que esos preparativos suyos tienen un toque derrotista?». —«En absoluto: es previsión. Y le haré notar que es una virtud que los militares aún aprecian mucho. Yo, de todas formas, hago lo que me mandan. Hice lo mismo en Esmolensco en primavera y en Bielorrusia en verano».. —«¿Y en qué consiste un programa de demolición de puentes, si es que me lo puede explicar?» Se le entristeció la cara: «¡Ah, pues no tiene nada de complicado! Los ingenieros locales hacen un estudio para cada puente que hay que demoler; yo los reviso, les doy el visto bueno y, luego, calculamos el volumen de explosivos que se necesitan para el distrito en conjunto, la cantidad de detonadores, etcétera, y después decidimos dónde y cómo almacenarlos in situ; por fin, determinamos las etapas que permitirán más adelante al mando local saber con exactitud cuándo tienen que poner las cargas, cuándo tienen que colocar los detonadores y en qué condiciones tienen que apretar el botón. O sea, eso que se llama un plan. Así nos evitamos, si pasa algo imprevisto, tener que dejarle enteros los puentes al enemigo porque no haya de qué echar mano para volarlos». —«¿Y sigue usted sin construir ningún puente?». —«Pues sí, por desgracia. Mi misión en Ucrania fue mi pérdida: el informe que hice acerca de las demoliciones soviéticas le gustó tanto al ingeniero jefe del OKHG Sur que lo mandó al OKH. Me hicieron ir a Berlín y me ascendieron a responsable del Departamento de Demoliciones, sólo de las de los puentes, porque hay otras secciones que se ocupan de las minas, de los ferrocarriles y de las carreteras; de los aeródromos se encarga la Luftwaffe, pero, de vez en cuando, conferenciamos todos juntos. En resumen, desde entonces no he hecho otra cosa. Todos los puentes del Manych y del curso bajo del Don han sido cosa mía. En el Donets, el Desna y el Oka, también. Ya he volado cientos. Es para echarse a llorar. Mi mujer está contenta porque me van ascendiendo -se dio unas palmaditas en los galones de los hombros y, efectivamente, desde los tiempos de Kiev lo habían ascendido varias veces-, pero a mí es algo que me parte el corazón. Siempre me parece que estoy asesinando a un niño».. —«No debería tomárselo así, Herr Oberst. Bien pensado, siguen siendo puentes soviéticos».. —«Sí, pero como sigamos así el día menos pensado van a ser puentes alemanes». Sonreí: «Eso sí que es derrotismo».. —«Disculpe. Es que a veces me invade el desánimo. Incluso cuando era pequeño, me gustaba construir, y eso que todos mis compañeros de clase lo que querían era romper». —«No hay justicia en el mundo. Venga, vamos a llenar las copas». En el salón principal, la orquesta interpretaba Liszt y algunas parejas seguían bailando. Frank estaba en un extremo de la mesa con Himmler y con Bühler, su Staatsekretár; charlaban animadamente mientras tomaban café y coñac; incluso el Reichsführer, que estaba fumando un puro de buen tamaño, tenía, en contra de lo que solía, una copa llena delante. Frank presumía, con mirada húmeda que el alcohol empañaba ya; Himmler fruncía el ceño con cara de desagrado: no debía de parecerle bien la música. Volví a brindar con Osnabrugge mientras acababa la pieza. Cuando paró la música, Frank, con la copa de coñac en la mano, se puso de pie. Mirando a Himmler dijo con voz fuerte, pero demasiado chillona: «Mi querido Reichsführer, seguramente conoce usted esta antigua cuarteta popular: