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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (96 page)

BOOK: Las benévolas
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Estaba cansado, pero con ese cansancio prolongado y dichoso que viene tras el ejercicio. Habíamos andado bastante. A la entrada de la mansión, devolví la escopeta y el morral, me raspé el barro de las botas y subí a mi cuarto. Alguien había añadido troncos al fuego y hacía una temperatura muy agradable; me quité la ropa mojada y fui a inspeccionar el cuarto de baño contiguo; no sólo había agua corriente, sino que había agua caliente también; me pareció un milagro, en Berlín el agua caliente era una rareza; el dueño de la casa debía de haber mandado instalar una caldera. Me preparé un baño con el agua casi hirviendo y me metí en la bañera: tuve que apretar los dientes, pero cuando me acostumbré, allí tendido cuan largo era, me pareció dulce y bueno como el líquido amniótico. Me quedé en la bañera todo el rato que pude; al salir, abrí las ventanas de par en par y me puse delante desnudo, como se hace en Rusia, hasta que se me jaspeó la piel de rojo y de blanco; luego bebí un vaso de agua fría y me tendí bocabajo en la cama.

Al principio de la velada, me puse el traje, sin corbata, y bajé. Había poca gente en el salón, pero el doctor Mandelbrod estaba, en su enorme sillón, junto a la chimenea, de costado, como si quisiera calentarse de un lado y no del otro. Tenía los ojos cerrados y no lo molesté. Una de sus ayudantes, ataviada con un severo atuendo campestre, se acercó a darme la mano: «Buenas noches, Doktor Aue. Es un placer volver a verlo». La miré atentamente, pero no había nada que hacer; definitivamente, se parecían todas. «Perdone, ¿es usted Hilde o Hedwig?» Soltó una risita cristalina: «¡Ni la una ni la otra! De verdad que es usted un pésimo fisonomista. Me llamo Heide. Nos vimos en la oficina del doctor Mandelbrod». Sonreí, hice una pequeña reverencia y me disculpé. «¿No estuvo en la cacería?». —«No, hemos llegado hace un rato».. —«Qué lástima. Me la imagino perfectamente con una escopeta bajo el brazo. Una Artemisa alemana». Me miró de arriba abajo con una sonrisita: «Espero que no lleve usted la comparación demasiado lejos, Doktor Aue». Noté que me ruborizaba: estaba visto que Mandelbrod contrataba a unas ayudantes muy peculiares. Seguro que ésta también iba a pedirme que la preñara. Menos mal que llegaron Speer y su mujer. «Ah, Sturmbannführer -exclamó Speer alegremente-. Somos unos cazadores desastrosos. Margret ha vuelto con cinco piezas y Hettlage, con tres». Frau Speer rió brevemente: «Debías de estar ocupado hablando de trabajo». Speer se acercó a un calentador grande y repujado parecido a un samovar ruso para ponerse un té; yo me tomé una copa de coñac. El doctor Mandelbrod abrió los ojos y llamó a Speer, que fue a saludarlo. Entró Leland y fue a reunirse con ellos. Yo seguí charlando con Heide: tenía una buena formación en filosofía y me habló casi con claridad de las teorías de Heidegger, que yo conocía aún muy poco. Los demás invitados iban llegando uno a uno. Algo después, Leland nos invitó a todos a pasar a otra sala en donde estaban expuestas las piezas en una mesa larga y en grupos, como un bodegón flamenco. Frau Speer había batido todos los récords y el general aficionado sólo había cazado un urogallo y se quejaba, de mala fe, del sector de bosque que le había correspondido. Yo pensaba que, al menos, nos íbamos a comer las víctimas de aquella hecatombe, pero no: había que dejar que la carne se pasara y Leland se comprometió a mandarle a cada cual las suyas cuando estuvieran a punto. La cena fue, no obstante, variada y suculenta: caza mayor con salsas de bayas, patatas asadas en grasa de oca, espárragos y calabacines, y todo ello regado con vino de Borgoña de excelente cosecha. Estaba sentado enfrente de Speer y al lado de Leland; Mandelbrod presidía, en la cabecera. Por primera vez, desde que lo conocía, veía a Herr Leland muy locuaz: mientras apuraba una copa tras otra, hablaba de su pasado de administrador colonial en el sudeste de África. Había conocido a Rhodes, por quien sentía una admiración sin límites, pero se mostraba muy inconcreto en cuanto a su paso por las colonias alemanas: «Rhodes dijo en una ocasión:
El colonizador no puede hacer nada mal, cuanto hace se vuelve justo. Su deber es hacer lo que quiera.
Y fue ese principio, aplicado de forma estricta, lo que le dio a Europa sus colonias y el dominio sobre los pueblos inferiores. La decadencia no empezó hasta que las democracias corruptas quisieron mezclar en esto, para tranquilizar la conciencia, unos principios éticos hipócritas. Ya lo verán: sea cual sea el desenlace de la guerra, Francia y Gran Bretaña se quedarán sin colonias. Han aflojado los dedos y ya no sabrán volver a cerrar el puño. La antorcha la ha recogido ahora Alemania. En 1907 trabajé con el general Von Trotha. Se habían sublevado los hereros y los ñamas, pero Von Trotha era un hombre que había entendido a fondo las ideas de Rhodes. Lo decía con toda sinceridad:
Aplasto a las tribus rebeldes bajo ríos de sangre y bajo ríos de dinero. Sólo cuando esté rematada esa limpieza podrá salir a flote algo nuevo.
Pero en aquellos años ya se estaba debilitando Alemania y mandaron regresar a Von Trotha. Siempre pensé que fue una señal precursora de 1918. Menos mal que el curso de los acontecimientos ha dado la vuelta. En la actualidad, Alemania le saca al mundo una cabeza. Nuestra juventud no le teme a nada. Nuestra expansión es un proceso irresistible».. —«Y, no obstante -intervino el general Von Wrede, que había llegado poco antes que Mandelbrod-, los rusos..». Leland dio unos golpecitos con el dedo encima de la mesa: «Eso es, los rusos. Son, hoy en día, el único pueblo que está a nuestra altura. Por eso es tan tremenda y tan despiadada nuestra guerra con ellos. Sólo sobrevivirá uno de los dos. Los demás no cuentan. ¿Pueden imaginarse a los yanquis, con su carne de lata y su chicle, aguantando el diez por ciento de las bajas rusas? ¿O el uno por ciento? Harían las maletas y se volverían a su casa y a Europa que le dieran por el culo. No, lo que hace falta es dejarle claro a Occidente que una victoria bolchevique no le interesa; que Stalin se quedaría, como botín, con la mitad de Europa, por no decir con Europa entera. Si los anglosajones nos ayudasen a liquidar a los rusos, podríamos dejarles unas migajas o, cuando recobrásemos las fuerzas, liquidarlos también a ellos tranquilamente. ¡Fíjense en lo que nuestro
Parteigenosse
Speer ha conseguido en menos de dos años! Y es sólo un principio. Imagínense qué pasaría si tuviéramos las manos libres y todos los recursos del Este a nuestra disposición. Entonces podríamos volver a hacer el mundo y dejarlo como es debido».

Después de cenar, jugué una partida de ajedrez con Hettlage, el colaborador de Speer. Heide nos miraba jugar en silencio. A Hettlage no le costó nada ganarme. Me tomé el último coñac y charlé un rato con Heide. Los invitados subían a acostarse. Se puso de pie, por fin, y me dijo sin más rodeos, como sus colegas: «Ahora tengo que ir a ayudar al doctor Mandelbrod. Si no le apetece estar solo, mi cuarto es la segunda puerta a la izquierda del suyo. Puede venir dentro de un rato a tomar algo». —«Gracias -respondí-. Ya veré». Subí a mi cuarto, pensativo, me desnudé y me acosté. El fuego se convertía en brasas en la chimenea. Tendido en la oscuridad me decía: ¿Por qué no, bien pensado? Era una mujer hermosa, tenía un cuerpo espléndido. ¿Qué me impedía disfrutar de él? No se trataba de una relación estable, era una propuesta sencilla y clara. Y aunque sólo tenía una experiencia limitada del cuerpo de las mujeres, no me disgustaba; también debía de ser agradable, suave y mullido; debía de ser posible ceder y dejarlo todo de lado, como en una almohada. Pero estaba aquella promesa y, aunque no fuera nada más, era un hombre que cumplía las promesas. Aún no estaba todo zanjado.

El domingo fue un día tranquilo. Dormí hasta tarde, hasta alrededor de las nueve -solía levantarme a las cinco y media- y bajé a desayunar. Me senté junto a uno de los ventanales y hojeé una edición francesa antigua de Pascal que había encontrado en la biblioteca. A última hora de la mañana, fui a dar una vuelta por el parque con Frau Speer y con Frau Von Wrede, cuyo marido estaba jugando a las cartas con un industrial famoso por haber construido su imperio mediante una hábil arianización, y con el general cazador y Hettlage. La hierba, húmeda aún, relucía y los charcos salpicaban a intervalos regulares los paseos de grava y de tierra apisonada; el aire húmedo era fresco y vivificante y nuestros alientos formaban nubéculas ante las caras. El cielo seguía uniformemente gris. A las doce, tomé un café con Speer, que acababa de aparecer. Me habló detalladamente de la cuestión de los trabajadores extranjeros y de los problemas que tenía con el Gauleiter Sauckel; luego, la conversación derivó hacia el caso Ohlendorf, a quien Speer tenía, al parecer, por un romántico. Había demasiadas lagunas en mis nociones de economía para que yo pudiera abogar por las tesis de Ohlendorf; en cuanto a Speer, defendía vehementemente su principio de autorresponsabilidad de la industria: «En última instancia, no hay sino un argumento a favor: que funciona. Después de la guerra, el doctor Ohlendorf podrá reformar cuanto le venga en gana, si es que encuentra quien le haga caso; pero, entretanto, tal y como le dije ayer, ganemos la guerra».

Leland o Mandelbrod, cuando caía por donde andaban ellos, charlaban conmigo de diversas cuestiones, pero ninguno de los dos parecía tener nada de particular que decirme. Empezaba a preguntarme para qué me habían hecho venir: no sería, desde luego, para que disfrutase de los encantos de Fräulein Heide. Pero cuando volví a pensar en ello a media tarde, en el coche de los Von Wrede que me llevaba a Berlín, la respuesta me pareció evidente: era para que intimase con Speer. Y, por lo visto, así había sido: Speer, llegado el momento de la marcha, se despidió muy cordialmente y me prometió que nos seguiríamos viendo. Pero había algo que me inquietaba: ¿para qué iba a servir esa relación? ¿En interés de quién me
empujaban hacia arriba
Herr Leland y el doctor Mandelbrod? Pues no cabía duda de que se trataba de un ascenso programado: normalmente, los ministros no suelen pasar el rato charlando con simples comandantes. Me preocupaba porque no contaba con elementos para poder calibrar las relaciones exactas entre Speer, el Reichsführer y mis dos protectores; estaba claro que éstos andaban maniobrando, pero ¿en qué dirección y en provecho de quién? Yo estaba dispuesto a entrar en el juego; pero ¿en qué juego? Si no era el de las SS, sería muy peligroso. Tenía que ser discreto y tener mucho cuidado; seguramente yo era parte de un plan, y, si el plan fracasaba, necesitarían un fusible.

Conocía lo suficientemente bien a Thomas para saber, sin preguntárselo, qué me habría aconsejado: Guárdate las espaldas. El lunes por la mañana, le pedí una entrevista a Brandt; me la concedió para ese mismo día. Le conté el fin de semana y le di cuenta de mis conversaciones con Speer, de lo esencial de las cuales me había hecho ya un guión, que le entregué. Aparentemente, a Brandt no le parecía mal: «¿Así que le ha pedido que le consiga una visita a Dora?». Dora era el código de las instalaciones a las que se había referido Speer, y cuyo nombre oficial era
Mittelbau,
«construcciones centrales». «Su ministerio ha enviado una petición. Aún no hemos respondido».. —«¿Y a usted qué le parece, Herr Standartenführer?». —«No lo sé. Quien tiene que decidir es el Reichsführer. Dicho lo cual, ha hecho usted bien en informarme». Hablamos también un poco de mi trabajo y le hice una exposición de las primeras síntesis que se desprendían de los documentos que llevaba estudiados. Cuando me levanté para irme, me dijo: «Creo que el Reichsführer está satisfecho de cómo van las cosas. Siga así».

Después de esa entrevista, me fui a trabajar a mi oficina. Llovía a cántaros; apenas si divisaba los árboles del Tiergarten a través de las trombas de agua que azotaban las ramas desnudas. A eso de las cinco, dejé marcharse a Fräulein Praxa; Walser y el Obersturmführer Elias, otro especialista que había enviado Brandt, se fueron alrededor de las seis con Isenbeck. Una hora después, fui a buscar a Asbach, que seguía trabajando: «¿Viene, Untersturmführer? Le invito a tomar algo». Miró el reloj: «¿Cree que van a volver? Dentro de nada va a ser su hora». Miré por la ventana: estaba oscuro y aún llovía un poco. «Ni hablar. ¿Con este tiempo?» Pero en el vestíbulo principal, nos detuvo el conserje:
«Luftgefahr
15, meine Herrén», previsión de una incursión aérea de envergadura. Debían de haber localizado a los aviones de camino. Me volví hacia Asbach y le dije con buen humor: «Pues tenía usted razón, a fin de cuentas. ¿Qué hacemos? ¿Nos arriesgamos a salir o esperamos aquí?». Asbach parecía un poco preocupado: «Es que tengo a mi mujer..»... —«Yo creo que no le da tiempo a llegar a casa. Le diría a Piontek que lo llevara, pero ya se ha ido». Me quedé pensando. «Haríamos mejor en esperar aquí a que todo termine y se va a casa luego. Su mujer bajará al refugio, todo irá bien». Titubeó: «Mire, Herr Sturmbannführer, voy a llamarla por teléfono. Está embarazada; me da miedo que se preocupe».. —«Muy bien, lo espero». Salí a la escalinata y encendí un cigarrillo. Las sirenas empezaron a ulular y los peatones que pasaban por la Kónigsplatz apretaron el paso, buscando apresuradamente un refugio. Yo no estaba preocupado: aquella dependencia del ministerio tenía un bunker excelente. Estaba acabando el cigarrillo cuando empezó la Flak y me volví al vestíbulo. Asbach bajaba corriendo por las escaleras: «Ya está arreglado; se va a casa de su madre. Vive al lado».. —«¿Ha dejado las ventanas abiertas?», le pregunté. Bajamos al refugio, un sólido bloque de hormigón con buena iluminación, sillas, camas plegables y toneles grandes llenos de agua. No había mucha gente: la mayoría de los funcionarios se marchaba temprano, porque había que hacer cola en las tiendas y por las incursiones aéreas. Ya llegaban truenos lejanos. Luego, oí detonaciones espaciadas, muy fuertes; se iban acercando, una a una, como monumentales pasos de gigante. Con cada una aumentaba la presión del aire, que oprimía dolorosamente los oídos. Hubo un estrépito tremendo, muy cerca, notaba como se estremecían las paredes del bunker. Las luces guiñaron y, luego, se apagaron de golpe y el refugio se sumió en la oscuridad. Un chica soltó un chillido de terror. Alguien encendió una linterna, y otros, cerillas. «¿No hay un generador de emergencia?», empezó a decir otra voz. Pero la interrumpió una detonación ensordecedora, caían cascotes del techo, varias personas gritaban. Notaba el humo, el olor de la pólvora se me clavaba en la nariz: debía de haber caído una bomba en el edificio. Las explosiones se alejaban; a través del retumbo de los oídos, oía, muy flojo, el zumbido de las escuadrillas. Una mujer lloraba, una voz de hombre mascullaba insultos; encendí el mechero y me acerqué a la puerta blindada. El conserje y yo intentamos abrirla; estaba bloqueada, debía de haber escombros que taponaban la escalera. Entre tres, empezamos a darle golpes a la puerta con el hombro hasta que conseguimos apartarlos lo bastante para salir por una rendija. Se amontonaban los ladrillos en la escalera; trepé por ellos hasta la planta baja; un funcionario subió detrás de mí; la gran puerta de entrada estaba arrancada de los goznes y caída en el vestíbulo; las llamas lamían los paneles de madera de las paredes y la garita del conserje. Subí corriendo y me metí por un pasillo atestado de puertas arrancadas y de marcos de ventana; subí luego otro piso, camino de mi oficina; quería intentar recuperar las carpetas más importantes. La barandilla de hierro estaba doblada; se me enganchó un bolsillo de la guerrera en un trozo de metal retorcido y me hice un siete. Arriba, la oficina estaba ardiendo y tuve que dar marcha atrás. En el pasillo había un funcionario con un montón de carpetas; llegó otro, con la cara pálida bajo los churretones negros de humo y de polvo: «¡Dejen eso! El ala oeste está ardiendo. Ha entrado una bomba por el tejado». Yo creía que había terminado el ataque, pero otra vez rugían las escuadrillas en el cielo; una serie de detonaciones se acercaba a velocidad de vértigo; nos fuimos corriendo hacia el sótano; una explosión tremenda me alzó en vilo y me lanzó por la escalera. Debí de quedarme sonado un momento; volví en mí cegado por una luz blanca y cruda que, de hecho, era la de una linterna pequeña; oía a Asbach gritar: «¡Sturmbannführer! ¡Sturmbannführer!». —«Estoy bien», mascullé incorporándome. A la luz del incendio de la entrada, me miré la guerrera: el pico metálico había hecho un corte en el paño; estaba para tirarla. «El ministerio está ardiendo -dijo otra voz-. Hay que salir». Con más hombres, despejé a trancas y barrancas la entrada del bunker para que todo el mundo pudiera subir. Las sirenas se quejaban aún, pero la Flak ya había callado y los últimos aviones se alejaban. Eran las ocho y media, la incursión había durado una hora. Alguien nos dijo dónde había cubos e hicimos una cadena para luchar contra el incendio; era una tarea irrisoria; en veinte minutos gastamos toda el agua almacenada en el sótano. Los grifos no funcionaban; las bombas debían de haber reventado las cañerías; el conserje intentó llamar a los bomberos, pero no había línea. Fui a por el gabán al refugio y salí a la plaza para ver los daños. El ala este parecía intacta, si dejamos aparte las ventanas sin cristales, pero parte del ala oeste se había hundido y las ventanas contiguas vomitaban un humo denso y negro. Nuestra oficina debía de estar ardiendo también. Asbach se reunió conmigo, con la cara llena de sangre. «¿Qué le ha pasado?», pregunté.. —«No ha sido nada. Un ladrillo». Yo estaba aún ensordecido y tenía en los oídos un zumbido atronador y doloroso. Miré hacia el Tiergarten: los árboles, que alumbraban varios focos de incendio, estaban destrozados, quebrados, caídos; parecía un bosque de Flandes de aquellos libros que leía yo de niño, después de un asalto. «Me voy a casa», dijo Asbach. La angustia le deformaba la cara ensangrentada. «Quiero ver a mi mujer».. —«Vaya vaya. Tenga cuidado con las paredes que puedan desplomarse». Llegaban dos camiones de bomberos, y se colocaron en el lugar adecuado, pero por lo visto había un problema con el agua. Los empleados del ministerio iban saliendo; muchos llevaban expedientes que iban a poner a buen recaudo en las aceras; estuve media hora ayudándolos a transportar clasificadores y papeles, de todas formas, a mi propia oficina no podía ir. Se había levantado un viento fuerte y al norte, al este, y, más allá, al sur, el cielo nocturno estaba teñido de rojo. Vino un oficial a decirnos que los incendios iban a más, pero me daba la impresión de que al ministerio y a los edificios colindantes los protegía la curva del Spree por un lado y el Tiergarten y la Kónigsplatz por otro. Al Reichstag, oscuro y cerrado, no se le veían daños.

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