Entretanto, me había vuelto a convocar el Reichsführer. Me pidió que le explicara cómo habíamos llegado a aquellos resultados; me lancé a una explicación minuciosa, pues había algunos puntos técnicos que no resultaba fácil sintetizar; me dejó hablar, con expresión fría y poco afable. Y, cuando hube acabado, me preguntó, muy seco:
«¿Y
el
Reichsicherheitshauptamt?».
. —«Su experto está de acuerdo en principio, mi Reichsführer. Sigue esperando la confirmación del Gruppenführer Müller».. —«Hay que andar con cuidado, Sturmbannführer, con mucho cuidado», silabeó con su voz más doctoral. Yo sabía que había estallado otra algarada judía en el GG, esta vez en Sobibor; habían vuelto a matar a unos cuantos SS y, aunque habían dado una batida gigantesca, no habían podido detener a parte de los fugados; ahora bien, eran
Geheimnistráger,
testigos de las operaciones de exterminio; si conseguían reunirse con los partisanos del Pripet había muchas posibilidades de que, luego, los captasen los bolcheviques. Comprendía la preocupación del Reichsführer, pero tenía que decidirse. «Creo que ha conocido al Reichsminister Speer», dijo de repente.. —«Sí, mi Reichsführer; me presentó el doctor Mandelbrod».. —«¿Le habló usted de su proyecto?». —«No entré en detalles, mi Reichsführer, pero está enterado de que estamos trabajando para mejorar el estado de salud de los
Haftlinge».«Zu Befehl,
mi Reichsführer.
¿Y
qué quiere que haga con lo de los trabajadores extranjeros?». —«De momento, nada. Estudie la cuestión desde el punto de vista de la alimentación y de la productividad, pero quédese en eso. Ya veremos cómo evolucionan las cosas. Y si Speer o alguno de quienes están asociados con él vuelven a tomar contacto con usted, informe a Brandt y muéstrese propicio».
Seguí al pie de la letra las instrucciones del Reichsführer. No sé, sin embargo, qué hizo Pohl con nuestro proyecto, que tanto había mimado yo: pocos días después, a finales de mes, envió una nueva orden a todos los KL ordenándoles que redujeran en un diez por ciento las enfermedades y la mortalidad, pero sin la mínima instrucción concreta; que yo sepa, las raciones no se aplicaron nunca. No obstante, recibí una carta muy halagadora de Speer, que se alegraba de la aprobación del proyecto,
prueba tangible de nuestra nueva cooperación recientemente inaugurada.
Acababa así:
Espero tener la oportunidad de volver a verlo pronto para hablar de esos problemas. Atentamente, Speer.
Le remití la carta a Brandt. A principios de noviembre, recibí otra: el Gauleiter del Westmark le había escrito a Speer para exigir que se retirara en el acto a los quinientos trabajadores judíos que las SS habían entregado a una fábrica de armamento de Lorena: Yo
me cuidado de que Lorena sea territorio Judenfrei y lo va a seguir siendo,
escribía el Gauleiter. Speer me pedía que transmitiera la carta a la instancia competente para solucionar el problema. Consulté a Brandt; pocos días después me envió una nota interna en la que me pedía que contestara personalmente al Gauleiter en nombre del Reichsführer y en sentido negativo.
Tono: seco,
ponía Brant. ¡Qué más quería yo!
Querido camarada Bürckel:
Su petición es inoportuna y no podemos tenerla en cuenta. En estas horas difíciles para Alemania, el Reichsführer es consciente de la necesidad de utilizar al máximo la fuerza de trabajo de los enemigos de nuestra Nación. Las decisiones para el destino de los trabajadores se toman tras consultar al RMfRuK, única instancia competente hoy en día para tratar este asunto. La prohibición vigente en la actualidad de utilizar trabajadores presos judíos sólo se refiere al Altreich y a Austria y no puedo por menos de tener la impresión de que su petición se debe sobre todo a su deseo de estar seguro de que se le va a consultar en lo referido a la solución global de la cuestión judía. ¡Heil Hitler! Queda de usted, etcétera.
Le envié copia a Speer, que mandó que me dieran las gracias. Poco a poco, esto se fue repitiendo: Speer disponía que me enviaran las peticiones y las reclamaciones irritantes y yo contestaba en nombre del Reichsführer; si el caso era más complicado, me remitía al SD, a través de conocidos mejor que por vía oficial para acelerar las cosas. Así fue como volví a ver a Ohlendorf, que me invitó a cenar y me encasquetó una larga parrafada contra el sistema de autogestión de la industria que había organizado Speer, pues lo consideraba una usurpación sin más de los poderes del Estado por parte de unos capitalistas que no se sentían responsables en absoluto ante la comunidad. Según él, si el Reichsführer lo aprobaba, sería porque no tenía ni idea de economía y porque, además, se hallaba bajo la influencia de Pohl, que era esencialmente un capitalista a quien obsesionaba la expansión de su imperio industrial SS. A decir verdad, yo tampoco entendía mucho de economía, ni acababa de comprender, por lo demás, los feroces razonamientos de Ohlendorf al respecto. Pero siempre era un placer escucharlo: su franqueza y su honradez intelectual resultaban tan refrescantes como un vaso de agua fría y tenía razón cuando recalcaba que la guerra había traído consigo, o había hecho que fueran a más, muchas desviaciones; cuando acabase, habría que reformar a fondo las estructuras del Estado.
Estaba empezando a cogerle gusto a la vida de fuera del trabajo; quizá se debía a los efectos benéficos del deporte y quizá a otra cosa, no lo sé. Un día me di cuenta de que hacía mucho que no soportaba a Frau Gutknecht y, al día siguiente, me puse a buscar otro piso. Fue un tanto complicado, pero por fin Thomas me ayudó a encontrar algo: un pisito de soltero amueblado, en la última planta de un edificio de reciente construcción. Era de un Hauptsturmführer que se acababa de casar y a quien habían destinado a Noruega. Me puse enseguida de acuerdo con él en un alquiler razonable y una tarde, con ayuda de Piontek y bajo el fuego graneado de los chilliditos y los ruegos de Frau Gutknecht, me mudé con mis pocas pertenencias. No era un piso muy grande que digamos: dos habitaciones cuadradas que separaba una puerta de doble hoja, una cocina pequeña y un cuarto de baño; pero tenía un balcón y, como el salón hacía esquina, las ventanas daban a dos fachadas; desde el balcón se veía un parque pequeño y podía mirar cómo jugaban los niños, y, además, era un sitio muy tranquilo, no me molestaría el ruido de los coches; desde las ventanas tenía una hermosa vista a un paisaje de tejados, una combinación de formas reconfortante, que cambiaba continuamente según el tiempo y la luz. Los días en que hacía bueno, el piso tenía sol desde por la mañana hasta por la noche: los domingos lo veía salir desde el dormitorio y lo veía ponerse desde el salón. Para que fuera aún más luminoso, quité, con el permiso del casero, el papel pintado viejo y ajado y pinté las paredes de blanco; en Berlín no era algo corriente, pero había visto pisos así en París y me gustaban; junto con el suelo de tarima, quedaba casi ascético y encajaba bien con mi estado de ánimo: fumaba tranquilamente en el sofá mientras me preguntaba por qué no se me había ocurrido mudarme antes. Por la mañana, madrugaba; en aquella estación del año, aún no había salido el sol; comía unas cuantas rebanadas de pan y me tomaba un café solo de los de verdad; a Thomas se lo mandaba desde Holanda un conocido y me revendía parte. Para ir a trabajar, cogía el tranvía. Me gustaba ver desfilar las calles, mirar la cara de los viajeros que tenía cerca, tristes, cerradas, indiferentes, cansadas; pero también, a veces, sorprendentemente felices. Si sois observadores, ya sabéis que muy pocas veces se ve una cara feliz por la calle o en un tranvía; pero, cuando sucedía, yo también me sentía feliz, me daba cuenta de que me estaba reintegrando en la comunidad de los hombres, de esa gente para la que trabajaba, pero de la que tan distante había estado. Me fijé, en el tranvía, varios días seguidos, en una mujer guapa y rubia que cogía la misma línea que yo. Tenía un rostro apacible y grave, en el que lo primero que me llamó la atención fue la boca, sobre todo el labio superior: dos alas robustas y agresivas. Al notar que la miraba, me miró: bajo unas cejas muy arqueadas y finas, tenía los ojos oscuros, casi negros, asimétricos y asirios (pero es muy posible que esta última comparación se me ocurriera sólo porque las palabras se parecían). Iba de pie, agarrada a la correa, y me clavaba unos ojos tranquilos y serios. Me daba la impresión de haberla visto ya en alguna parte o, al menos, de haber visto aquella mirada, pero no conseguía recordar dónde. Al día siguiente, me dirigió la palabra: «Buenos días. Usted no me recuerda -añadió-, pero ya nos hemos visto antes. En la piscina». Era la joven que se apoyaba en el borde. No la veía a diario; cuando sucedía, la saludaba con amabilidad y ella me sonreía con dulzura. Por la noche, salía más a menudo: iba a cenar con Hohenegg y lo presenté a Thomas; volví a tratarme con ex compañeros de universidad y me dejé invitar a cenas y a fiestecitas en donde bebía y charlaba con gusto, sin espanto, sin angustia. Era la vida normal, la vida cotidiana, y, bien pensado, también una vida así merecía la pena vivirla.
Poco después de la cena con Ohlendorf, recibí una invitación del doctor Mandelbrod para que fuera a pasar el fin de semana a una finca que era de uno de los directores de la IG Farben, al norte de Brandeburgo. En la carta se especificaba que era una cacería y una cena informal. No es que me tentase mucho una matanza de aves, pero nada me obligaba a disparar, podía limitarme a pasear por el bosque. El tiempo estaba lluvioso: Berlín se iba sumiendo en el otoño; habían concluido los días hermosos de octubre y los árboles estaban acabando de quedarse sin hojas; a veces, no obstante, se despejaba el cielo y era posible salir y disfrutar del aire, fresco ya. El 18 de noviembre, a la hora de la cena, las sirenas empezaron a sonar y la Flak a tronar por primera vez desde finales de agosto. Estaba en un restaurante con unos amigos, entre los cuales se hallaba Thomas; acabábamos de salir de una sesión de esgrima y hubo que bajar al sótano antes de haber podido comer nada; la alerta duró dos horas, pero nos sirvieron vino y pasamos el rato entre bromas. La incursión aérea causó daños serios en el centro de la ciudad; los ingleses habían enviado más de cuatrocientos aparatos: se habían decidido a enfrentarse a nuestras tácticas nuevas. Eso sucedió el jueves por la noche; el sábado por la mañana me llevó Piontek al pueblo que me había indicado Mandelbrod, que estaba hacia Prenzlau. La casa se alzaba a pocos kilómetros, al final de un paseo largo flanqueado de robles viejos, aunque faltaban muchos, pues los habían diezmado las enfermedades o las tormentas; era una mansión antigua que el director había comprado, junto a un bosque de vegetación mezclada, con más pinos que hayas o arces, y rodeada de un hermoso parque espacioso y, más allá, de extensos campos desiertos y fangosos. Lloviznó durante el viaje, pero un vientecillo agrio del norte barrió el cielo y el tiempo se despejó. En la grava, frente a la escalinata exterior, estaban aparcados, juntos, varios coches sedán, y un chófer uniformado estaba lavando el barro de los parachoques. Me recibió en la escalinata de la fachada Herr Leland; aquel día tenía un aspecto muy militar aunque vistiera una chaqueta marrón de punto: el dueño de la casa no estaba, me explicó, pero nos la prestaba; Mandelbrod no llegaría hasta la noche, después de la cacería. Por consejo suyo, mandé a Piontek de vuelta a Berlín, los invitados regresarían juntos y seguro que había sitio en alguno de los coches. Una doncella de uniforme negro con delantal de encaje me condujo a mi habitación. En la chimenea, ronroneaba el fuego; fuera, había vuelto a empezar a caer una lluvia mansa. Tal y como se sugería en la invitación, no iba de uniforme sino con ropa para el campo, unos pantalones de lana, botas y una chaqueta austríaca sin cuello y con botones de asta que no se calaba con la lluvia. Para la velada, me había traído un traje de calle que desdoblé, cepillé y colgué en el armario antes de bajar. En el salón, varios invitados estaban tomando té o charlando con Leland; Speer, sentado ante un ventanal, me reconoció en el acto y se puso de pie con una sonrisa amistosa para acudir a estrecharme la mano: «Sturmbannführer, cuánto me alegro de verlo. Ya me había dicho Herr Leland que estaría usted aquí. Venga, voy a presentarle a mi mujer». Margret Speer estaba sentada cerca de la chimenea con otra señora, una tal Frau von Wrede, la mujer de un general que también iba a venir; cuando llegué ante ellas, di un taconazo e hice el saludo alemán que Frau von Wrede me devolvió; Frau Speer se limitó a tenderme una manita enguantada y elegante: «Encantada, Sturmbannführer. He oído hablar de usted; mi marido me cuenta que le es de gran ayuda en las SS».. —«Hago cuanto está en mi mano, meine Dame». Era una mujer delgada y rubia, de una belleza muy nórdica, mandíbula fuerte y cuadrada y ojos de un azul muy claro bajo las cejas rubias, pero parecía cansada y eso le daba un tono un tanto amarillo al cutis. Me sirvieron té y charlé un rato con ella mientras su marido iba a reunirse con Leland. «¿No han traído a los niños?», pregunté cortésmente.. —«Huy, si los hubiera traído no sería un fin de semana de descanso. Se han quedado en Berlín. Bastante me cuesta ya sacar a rastras a Albert del ministerio; para una vez que se deja, no quiero que lo moleste nadie. Tiene mucha necesidad de descansar». La conversación giró en torno a Stalingrado porque Frau Speer sabía que yo había estado allí y había regresado; a Frau von Wrede se le había quedado allí un primo, un Generalmajor que mandaba una división y, seguramente, estaba prisionero de los rusos. «¡Debió de ser terrible!» Sí, aseguré, fue terrible; no añadí, por cortesía, que seguramente había sido menos terrible para un general de división que para un soldado raso como el hermano de Speer, quien, si por milagro vivía aún, no debía de disfrutar del trato de favor que los bolcheviques, muy poco igualitarios en ese aspecto, daban, según sabíamos por algunas informaciones, a los oficiales superiores. «A Albert le afectó mucho la pérdida de su hermano -dijo soñadoramente Margret Speer-. No lo demuestra, pero yo lo sé. Le ha puesto su nombre a nuestro hijo pequeño».
Poco a poco me fueron presentando a otros comensales: industriales, oficiales superiores de la Wehrmacht o de la Luftwaffe, un colega de Speer, otros altos funcionarios. Yo era el único miembro de las SS y también el más subalterno de la reunión; pero nadie parecía tenerlo en cuenta y Herr Leland me presentaba como el «doctor Aue» y, a veces, añadía que desempeñaba «tareas de importancia en el equipo del Reichsführer-SS»; así que todo el mundo me trataba con mucha cordialidad y, aunque al principio estaba muy nervioso, se me fue pasando poco a poco. A eso de las doce de la mañana, nos sirvieron bocadillos,
páté de foie
y cerveza. «Una ligera colación -dijo Leland- para que no se cansen». La cacería empezaba acto seguido; nos dieron café y, luego, nos entregaron a todos un morral, chocolate suizo y una petaca de brandy. Ya no llovía y un leve resplandor parecía querer horadar la neblina; según un general, que decía que entendía mucho de aquello, era un tiempo perfecto. íbamos a cazar urogallos, privilegio que, por lo visto, no era algo habitual en Alemania. «Esta casa volvió a comprarla, después de la guerra, un judío -explicaba Leland a sus huéspedes-. Quería dárselas de gran señor y trajo urogallos de Suecia. El bosque resultó muy indicado para ellos y el dueño actual tiene limitadísima la caza». Yo no entendía nada de aquel asunto y no tenía intención alguna de iniciarme en él por cortesía; no obstante, había decidido unirme a los cazadores en vez de irme solo por mi cuenta. Leland nos reunió en la escalinata de la fachada y unos criados nos repartieron escopetas, municiones y perros. Como el urogallo se caza en solitario o entre dos, nos íbamos a dividir en grupitos; para evitar accidentes, a cada grupo le tocaría una zona del bosque y no debía salirse de ella; además, saldríamos de forma escalonada. El general aficionado se fue primero, solo y con un perro; luego, unos cuantos hombres, por parejas. Margret Speer, para mayor sorpresa mía, se había unido al grupo y había cogido también una escopeta; echó a andar con Hettlage, el colega de su marido. Leland se volvió hacia mí: «Max, ¿y si fueras con el Reichsminister? Vayan por ese lado. Yo iré con Herr Stróhlein». Separé las manos en signo de conformidad: «Como quiera». Speer, ya con la escopeta bajo el brazo, me sonrió: «¡Buena idea! Venga». Tiramos por el parque, hacia el bosque. Speer llevaba una chaqueta bávara de cuero con los filos de las vueltas en redondo y un sombrero. Yo también había cogido prestado algo que ponerme en la cabeza. En la linde del bosque, Speer cargó el arma, una escopeta de doble cañón. Seguí con el mío echado al hombro y descargado. El perro que nos habían dado se estremecía, apostado en la orilla del bosque, con la lengua fuera y en posición de muestra. «¿Ha cazado ya urogallos?», me preguntó Speer.. —«Nunca, Herr Reichsminister. En realidad, no soy cazador. Si no le molesta, me limitaré a ir con usted». Puso cara de asombro: «Como quiera». Señaló el bosque: «Si lo he entendido bien, tenemos que caminar un kilómetro, hasta el arroyo, y cruzarlo. Todo lo del otro lado, hasta el final del bosque, es nuestro. Herr Leland se quedará en el lado de aquí». Echó a andar por el sotobosque. Era bastante tupido y había que rodear algunos matorrales, no se podía andar recto; resbalaban gotas de agua por las hojas y se estrellaban en los sombreros o en las manos; desde el suelo subía, de las hojas muertas empapadas, un intenso olor a tierra y a mantillo, hermosísimo, exuberante y vivificador, pero que me traía recuerdos dolorosos. Me invadió una bocanada de amargura: en esto me han convertido, en un hombre que no puede ver un bosque sin pensar en una fosa común. Una rama seca se quebró bajo mi bota. «Es sorprendente que no le guste cazar», comentó Speer. Absorto en mis pensamientos, contesté sin pensar: «No me gusta matar, Herr Reichsminister». Me lanzó una mirada de curiosidad, y especifiqué: «A veces hay que matar por deber, Herr Reichsminister. Pero matar por gusto es algo que se elige». Sonrió: «Yo, gracias a Dios, nunca he matado más que por gusto. No he estado en la guerra». Caminamos en silencio un rato más, entre los chasquidos de las ramas y los ruidos del agua, suaves y discretos. «¿Qué hacía usted en Rusia, Sturmbannführer? -preguntó Speer-. ¿Servía en las Waffen-SS?». —«No, Herr Reichsminister. Estaba en el SD. En tareas de seguridad».. —«Ya veo». Titubeó. Luego dijo con voz tranquila e indiferente: «Se oyen muchos rumores acerca de la suerte que corren los judíos en el Este. Usted debe de saber algo».. —«Estoy al tanto de esos rumores, Herr Reichsminister. El SD los recopila, y he leído informes. Proceden de todo tipo de fuentes».. —«En la posición en que está usted, tiene que tener por fuerza idea de la verdad». Curiosamente, no aludía en absoluto al discurso de Posen del Reichsführer (estaba convencido por entonces de que había asistido; pero era posible que, efectivamente, se hubiera ido antes). Respondí cortésmente: «Herr Reichsminister, en todo un apartado de mis cometidos, estoy obligado al secreto. Supongo que lo entiende. Si desea realmente detalles, ¿puedo sugerirle que se dirija al Reichsführer o al Standartenführer Brandt? Tengo la seguridad de que estarán encantados de enviarle un informe detallado». Habíamos llegado al arroyo; el perro, feliz, brincaba en el agua poco profunda. «Aquí es», dijo Speer. Señaló una zona algo más alejada: «Mire, ahí, en la hondonada cambia el bosque. Hay árboles resinosos y menos alisos, y arbustos con bayas. Es el mejor sitio para encontrar urogallos. Si no va a disparar, quédese detrás de mí». Cruzamos el arroyo a largas zancadas; al pasar sobre la hondonada, Speer cerró la escopeta, que llevaba abierta bajo el brazo, y se la echó al hombro. Luego siguió andando, al acecho. El perro iba a su lado, con el rabo tieso. Pasados unos minutos, oí un ruido fuerte y vi como huía entre los árboles una gran forma parda; en ese mismo instante, Speer disparó, pero debió de fallar el tiro porque, por entre el eco, seguía oyendo el ruido de alas. El sotobosque se llenó de un humo denso y del olor acre de la cordita. Speer no había bajado la escopeta, pero ahora todo estaba en silencio. Otra vez se oyó aquel ruido fuerte de alas entre las ramas húmedas, pero Speer no disparó; yo tampoco había visto nada. La tercera ave alzó el vuelo en nuestras mismísimas narices; la vi con gran claridad, tenía las alas bastante gruesas, plumas huecas en el cuello y se escurría entre los árboles con agilidad pasmosa para el tamaño que tenía, acelerando mientras cambiaba de dirección. Speer disparó, pero el ave era demasiado rápida, no le dio tiempo a cruzar y el tiro se perdió. Abrió la escopeta, tiró los casquillos, sopló para despejar el humo y se sacó dos cartuchos del bolsillo de la chaqueta. «El urogallo es muy difícil de cazar -comentó-. Por eso es interesante. Hay que escoger bien el arma. Ésta está bien equilibrada, pero es un poco larga para mi gusto». Me miró, sonriente: «En primavera es precioso, durante la estación del amor. Los machos chasquean el pico, se reúnen en los claros para exhibirse y cantar, presumen de sus colores. Las hembras son muy insignificantes, como suele pasar». Acabó de cargar la escopeta y se la echó al hombro antes de seguir andando. En los lugares enmarañados, se abría camino entre las ramas con el cañón de la escopeta, sin agacharse nunca. Cuando hizo salir del escondite a otra ave, disparó en el acto, apuntando un poco más allá. Oí caer al ave y, al mismo tiempo, el perro brincó y desapareció entre la maleza. Volvió a aparecer unos instantes después, con el ave, que llevaba la cabeza colgando, en la boca. La dejó a los pies de Speer y éste se la metió en el morral. Algo más allá, llegamos a un claro del bosque, cubierto de matas de hierba amarillenta y que desembocaba en los campos. Speer sacó la tableta de chocolate: «¿Quiere?».. —«No, gracias. ¿Le molesta si paramos un momento para fumar un cigarrillo?». —«En absoluto. Es un buen sitio para descansar». Abrió la escopeta, la soltó y se sentó al pie de un árbol, mordisqueando el chocolate. Me eché al coleto un trago de brandy, le alargué la petaca y encendí un cigarrillo. La hierba en la que asentaba las nalgas me humedecía los pantalones, pero me daba igual. Con el sombrero en las rodillas, apoyé la cabeza contra la corteza rugosa del pino al que me había adosado y miré la apacible extensión de hierba y el bosque silencioso. «¿Sabe? -dijo Speer-. Entiendo perfectamente los imperativos de la seguridad. Pero cada vez son más incompatibles con las necesidades de la industria de guerra. Hay demasiados trabajadores en potencia que no se envían». Solté una bocanada de humo antes de contestar: «Es posible, Herr Reichsminister. Pero en la situación en que estamos y con las dificultades que tenemos, me parece que los conflictos entre prioridades son inevitables».. —«Pero habrá que resolverlos».. —«Desde luego. Pero, en última instancia, Herr Reichsminister, es el Führer quien debe zanjarlos, ¿no? Lo que hace el Reichsführer es sólo obedecer sus directrices». Speer volvió a morder el chocolate: «¿No le parece que la prioridad para el Führer y para nosotros es ganar la guerra?».. —«Por supuesto, Herr Reichsminister».. —«Entonces, ¿por qué prescindir de recursos tan valiosos? Todas las semanas viene la Wehrmacht a quejárseme de que les quitan trabajadores judíos. Y no los mandan a otro sitio, porque yo lo sabría. ¡Es grotesco! En Alemania, la cuestión judía está resuelta y, en otros sitios ¿qué importancia tiene por el momento? Vamos primero a ganar la guerra y, luego, ya habrá tiempo de solucionar los demás problemas». Escogí las palabras con mucho cuidado: «Es posible, Herr Reichsminister, que haya quien piense que, como estamos tardando tanto en ganar la guerra, hay que solucionar ahora mismo algunos problemas..».. Volvió la cabeza hacia mí y me clavó la aguda mirada: «¿Usted cree?».. —«No lo sé. Es una posibilidad. ¿Puedo preguntarle qué dice el Führer de esto cuando usted se lo menciona?» Se mordisqueó la lengua con expresión pensativa: «El Führer nunca habla de esas cosas. Al menos, conmigo». Se puso de pie y se sacudió el pantalón. «¿Seguimos?» Tiré el cigarrillo, tomé otro traguito de brandy y guardé la petaca: «¿Por dónde?».. —«Ésa es una buena pregunta. Si cruzamos al otro lado, me da miedo toparme con alguno de nuestros amigos». Miró hacia el extremo del claro, a la derecha: «Si vamos por ahí, deberíamos encontrarnos otra vez con el arroyo. Y, luego, podríamos dar media vuelta». Echamos a andar de nuevo, orillando el bosque; el perro nos seguía a unos cuantos codos de distancia, por la hierba mojada del prado. «Por cierto -dijo Speer-, todavía no le he dado las gracias por sus intervenciones. Las valoro en mucho».. —«Es un placer, Herr Reichsminister. Espero que resulten útiles. ¿Está satisfecho de su reciente cooperación con el Reichsführer?» —«A decir verdad, Sturmbannführer, esperaba más de su parte. Le he enviado ya varios informes acerca de algunos Gauleiter que se niegan a cerrar empresas que no valen para nada en provecho de la producción de guerra. Pero, por lo que veo, el Reichsführer se limita a enviar esos informes al Reichsleiter Bormann. Y Bormann, por descontado, da siempre la razón a los Gauleiter. El Reichsführer parece aceptar todas esas cosas con bastante pasividad». Habíamos llegado al final del claro y estábamos entrando en el bosque. Otra vez había empezado a llover, una lluvia fina y liviana que nos empapaba la ropa. Speer se había callado y caminaba con el fusil alzado y la atención concentrada en los matorrales que tenía delante. Anduvimos así durante media hora, hasta llegar al arroyo y luego retrocedimos en diagonal antes de volver hacia el arroyo. De vez en cuando, oía un disparo aislado, a lo lejos, un sonido mate entre la lluvia. Speer disparó en otras cuatro ocasiones y mató un urogallo negro con un precioso collar de plumas de reflejos metálicos. Calados hasta los huesos, volvimos a cruzar el arroyo en dirección a la casa. Un poco antes de llegar al parque, Speer volvió a hablar: «Sturmbannführer, tengo una petición. El Brigadeführer Kammler está construyendo una instalación subterránea en Harz para fabricar cohetes. Querría visitar esas instalaciones y ver cómo andan las obras. ¿Puede usted arreglármelo?». Me pilló desprevenido y contesté: «No lo sé, Herr Reichsminister. No he oído hablar de eso. Pero haré la solicitud». Se rió: «Hace unos meses, el Obergruppenführer Pohl me mandó una carta quejándose de que sólo había visitado un campo de concentración, y me había formado una opinión acerca de la explotación del trabajo de los presos con informaciones demasiado escasas. Ya le enviaré una copia. Si le ponen pegas, bastará con que la enseñe».