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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (90 page)

BOOK: Las benévolas
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También había tenido razón al pedirle opinión: Hohenegg había entendido enseguida aquello de lo que no podía percatarse Weinrowski: que se trataba de un problema político y no técnico. El aspecto técnico iba a servir para justificar una opción política, pero lo que no podía era determinarla. En la charla de aquel día no llegamos a una conclusión; pero me obligó a pensar y, al final, di con la solución. Como Weinrowski me parecía incapaz de secundarme, le pedí, para tenerlo ocupado, que me hiciera otra recensión y me dirigí a Isenbeck para pedirle el apoyo técnico necesario. Había subestimado al muchacho; era muy despierto y estuvo claro en el acto que era capaz de entender por dónde iba yo, e incluso de anticiparse a lo que yo pensaba. En una noche de trabajo, solos en el gran despacho del Ministerio del Interior, bebiendo café, que nos traía un ordenanza adormilado, determinamos juntos las líneas principales del proyecto. Arranqué desde el punto de vista de Rizzi, distinguiendo a los trabajadores cualificados de los obreros no cualificados: se aumentarían todas las raciones, pero sólo un poco las de los obreros no cualificados, mientras que a los obreros cualificados se les podrían dar toda una serie de mejoras nuevas. En el proyecto no se mencionaban las diversas categorías de detenidos, pero permitía, si insistía en ello la RSHA, atribuir a las categorías a las que se quería perjudicar, como a la de los judíos, sólo trabajos no cualificados; en cualquier caso, las opciones seguían abiertas. A partir de aquella distinción nuclear, Isenbeck me ayudó a especificar otras: trabajo pesado, trabajo liviano, hospitalización; al acabar, teníamos una tabla en la que bastaba con colocar las raciones. En vez de andar luchando con raciones fijas que, de todas formas, no iban a respetarse, por el racionamiento y las dificultades de suministro, le pedí a Isenbeck que calculase -aunque, eso sí, a partir de menús tipo- una asignación presupuestaria diaria para cada categoría y que sugiriera luego, en un anexo, variaciones para los menús que correspondieran a esos presupuestos. Isenbeck se empeñaba en que, en esas sugerencias incluyéramos también opciones cualitativas, tales como dar las cebollas crudas, en vez de cocidas, porque tienen más vitaminas; le dejé que lo hiciera a su aire. Bien mirado, aquel proyecto nada tenía de revolucionario: recogía lo que se estaba haciendo ya y lo modificaba levemente con la intención de colar un aumento neto; para justificarlo, fui a ver a Rizzi, le expuse la idea básica y le pedí que me redactase una argumentación económica en términos de rendimiento; aceptó en el acto, tanto más cuanto que yo estaba dispuesto a atribuirle la paternidad de las ideas clave. Yo me reservaba la redacción del proyecto en cuanto tuviera todos los elementos técnicos.

Me daba perfecta cuenta de que lo importante era que la RSHA no formulara demasiadas objeciones; si el proyecto les parecía aceptable, el departamento D IV de la WVHA no podría oponerse. Así que llamé a Eichmann para sondearlo: «¡Ah, es usted, mi querido Sturmbannführer Aue! ¿Vernos? ¡Es que en este momento estoy completamente desbordado de trabajo! Sí, Italia, y algo más. ¿A última hora de la tarde entonces? Para beber algo. Hay un café pequeño que no me queda demasiado lejos del despacho, en la esquina con la Potsdamerstrasse. Sí, al lado de la boca del U-Bahn. Hasta la noche entonces». Cuando llegó, se desplomó en el asiento corrido con un suspiro y tiró la gorra encima de la mesa mientras se daba un masaje en el puente de la nariz. Yo había pedido ya dos schnaps y le ofrecí un cigarrillo que aceptó con gusto, echándose hacia atrás en el asiento con las piernas cruzadas y un brazo por encima del respaldo. Entre dos caladas, se mordisqueaba el labio inferior; se le reflejaban las lámparas del café en la frente despejada y la incipiente calva. «¿Qué pasa con Italia?», le pregunté.. —«El problema no es tanto Italia -bueno, ahí, claro, vamos a encontrarnos con ocho o diez mil- como las zonas que tenían ocupadas y que, por culpa de su política imbécil, se convirtieron en paraísos para los judíos. ¡Los hay por todas partes! El sur de Francia, la costa dálmata, las zonas que tenían en Grecia. He enviado enseguida equipos a todos lados, pero va a ser una tarea tremenda, y, además, con los problemas de transporte que hay, no va a ser cosa de un día. En Niza, con el efecto sorpresa, hemos podido detener a unos cuantos miles, pero la policía francesa cada vez coopera menos y eso complica las cosas. Estamos escasísimos de recursos. Y además Dinamarca nos tiene muy preocupados».. —«¿Dinamarca?». —«Sí. Tenía que haber sido de lo más sencillo y se ha convertido en un auténtico follón. Günther está furioso. ¿Le había dicho que lo mandé allí?». —«Sí. ¿Qué ha pasado?». —«No lo sé muy bien. Según Günther, es el embajador, el doctor Best, el que se trae algo raro entre manos. ¿Usted lo conoce, no?» Eichmann se tomó de un trago el schnaps y pidió otro. «Era mi superior -contesté-. Antes de la guerra».. —«Ya. Pues no sé qué tiene ahora en la cabeza. Se ha pasado meses y meses haciendo todo cuanto podía para frenarnos so pretexto de que son cosas que -hizo repetidamente un ademán, de arriba abajo- chocan con su política de cooperación. Y, luego, en agosto, después de las algaradas, cuando impusimos nosotros el estado de emergencia, dijeron: está bien, adelante. In situ hay un BdS nuevo, el doctor Mildner, pero ya está desbordado, y, además, la Wehrmacht se negó enseguida a cooperar; por eso he mandado a Günther, para que meta un poco de prisa. Y, entonces, lo preparamos todo, un barco para los cuatro mil que hay en Copenhague, trenes para los demás, y va Best y no para de poner pegas. Siempre tiene alguna objeción, que si los daneses, que si la Wehrmacht, y
tutti quanti.
Y además tenía que haber sido un secreto para poder arramblar con todos de una vez, sin que se lo esperasen, pero Günther dice que ya se han enterado. La cosa parece que ha arrancado bastante mal».. —«¿Y en qué punto andan?». —«Está previsto para dentro de unos días. Vamos a hacerlo en una sola tanda; de todas formas son bastante pocos. He llamado a Günther y le he dicho: Günther, mi querido amigo, si así es como están las cosas; dile a Mildner que adelante la fecha; pero Best se negó. Demasiado sensible; tenía todavía que parlamentar con los daneses. Günther opina que lo hace aposta para que todo salga mal». —«Y sin embargo conozco bien al doctor Best. Será de todo menos amigo de los judíos. Le costará a usted encontrar a un nacionalsocialista mejor que él». Eichmann torció el gesto: «Ya, ya... Sabe muy bien que la política cambia a la gente. En fin, ya veremos. Yo tengo las espaldas cubiertas: lo hemos preparado todo, lo hemos previsto todo. Si no sale bien, le aseguro que a mí no me van a poder echar las culpas. ¿Y qué tal su proyecto? ¿Avanza?».

Pedí otra ronda: ya había tenido ocasión de fijarme en que con la bebida Eichmann tenía tendencia a relajarse, a dar rienda suelta a su lado sentimental y amistoso. No intentaba engañarlo, ni mucho menos, pero quería que se fiara de mí y se diera cuenta de que mis ideas no eran incompatibles con su visión de las cosas. Le expliqué las líneas generales del proyecto: como había previsto, apenas si atendió. Sólo le interesaba una cosa: «¿Cómo compagina usted todo eso con el principio del
Vernichtung durch Arbeit?».
. —«Muy sencillo: las mejoras no afectan más que a los trabajadores cualificados. Bastará con asegurarse de que a los judíos y a los asocíales se los destine a tareas pesadas, pero no cualificadas». Eichmann se rascó la mejilla. Yo estaba al tanto, por supuesto, de que, en la práctica, las decisiones respecto al destino de los trabajadores individuales las tomaba la
Arbeitseinsatz
en cada campo; pero si querían seguir teniendo judíos especialistas, eso sería ya problema suyo. De todas formas, Eichmann parecía tener otras preocupaciones. Tras pensárselo un minuto, soltó: «Bueno, de acuerdo», y siguió hablando del sur de Francia. Yo lo escuchaba mientras fumaba y bebía. Al cabo de cierto tiempo y en un momento oportuno, le dije cortésmente: «Volviendo a mi proyecto, Herr Obersturmbannführer, ya lo tengo casi listo y me gustaría enviárselo para que lo estudiara». Eichmann barrió el aire con la mano: «Como guste. Recibo ya tal cantidad de papeles».. —«No pretendo molestarlo. Es sencillamente para estar seguro de que no tiene usted objeciones».. —«Si las cosas son como usted dice.»... —«Mire, si tiene tiempo, échele una ojeada y luego mándeme una cartita. Así podré demostrar que tuve en cuenta su opinión». Eichmann soltó una risita irónica y me amenazó con un dedo: «Ay, usted también es muy listo, Sturmbannführer Aue. Usted también quiere tener las espaldas cubiertas». Seguí con expresión impasible: «El Reichsführer quiere que se tenga en cuenta la opinión de todos los departamentos afectados. El Obergruppenführer Kaltenbrunner me indicó que en lo relacionado con la RSHA tenía que dirigirme a usted. Y me parece normal». A Eichmann se le ensombreció la cara: «Por descontado que no soy yo quien decide: tendré que sometérselo a mi Amtchef. Pero si yo doy una recomendación positiva no hay razón para que se niegue a firmar. En principio, claro». Alcé el vaso: «Pues por el éxito de su Einsatz danesa entonces». Sonrió: cuando sonreía así parecía que se le despegaran todavía más las orejas y parecía un pájaro más que nunca; al tiempo, un tic nervioso le deformaba la sonrisa y la convertía casi en una mueca. «Sí, gracias, por la Einsatz. Y también por su proyecto».

Redacté el texto en dos días: Isenbeck había preparado meticulosamente unos cuadros estupendos y muy detallados para los anexos y yo repetí, sin retocarlos demasiado, los argumentos de Rizzi. No había terminado del todo cuando me convocó Brandt. El Reichsführer iba a Warthegau para pronunciar unos discursos importantes; el 6 de octubre se celebraba allí una conferencia de Reichsleiter y Gauleiter, a la que asistiría el doctor Mandelbrod, y éste había pedido que me invitasen. ¿Cómo llevaba el proyecto? Le aseguré que lo tenía casi terminado. Sólo me quedaba, antes de enviarlo a las oficinas afectadas para que le dieran el visto bueno, exponérselo a mis colegas. Ya lo tenía discutido con Weinrowski, y le había presentado las escalas de Isenbeck como una elaboración técnica de sus ideas, sin más: daba la impresión de que le parecía muy bien. La reunión general transcurrió sin tropiezos; dejé que hablase Rizzi, sobre todo, y me limité a destacar que contábamos con el visto bueno verbal de la RSHA. Gorter parecía contento y lo único que se preguntaba era si no nos habríamos quedado cortos; a Alicke se le veía desbordado por la exposición económica de Rizzi; Jedermann refunfuñó que, de todas formas, iba a salir caro y ¿de dónde saldría el dinero? Pero se tranquilizó cuando le garanticé que si aprobaban el proyecto, se financiaría con nuevos fondos. Les pedí a todos una respuesta escrita de su Amtchef para el día 10, pues pensaba estar de regreso en Berlín para entonces; también le envié una copia a Eichmann. Brandt me dio a entender que seguramente podría exponerle el proyecto al Reichsführer en persona cuando los departamentos le hubieran dado ya el visto bueno.

El día previsto para salir de viaje, a media tarde, fui al Prinz-Albrecht Palais. Brandt me había invitado a un discurso de Speer antes de reunirme con el doctor Mandelbrod en el tren especial en que iban a viajar los peces gordos. En el vestíbulo principal me recibió Ohlendorf, a quien no había vuelto a ver desde que se había ido de Crimea. «¡Doktor Aue! ¡Qué alegría volver a verlo! Por lo visto lleva usted meses en Berlín. ¿Por qué no me ha llamado? Me habría encantado verlo».. —«Debe perdonarme, Herr Brigadeführer. He estado ocupadísimo. Supongo que usted también». Parecía irradiar intensidad, una energía negra y concentrada. «Brandt lo envía para nuestra conferencia, ¿verdad? Si lo he entendido bien, se ocupa usted de las cuestiones de productividad».. —«Sí, pero sólo en lo referido a las presos de los campos de concentración». —«Ya veo. Esta tarde vamos a presentar un nuevo acuerdo de cooperación entre el SD y el Ministerio de Armamento. Pero es algo mucho más amplio; incluye también el trato a los trabajadores extranjeros, entre otras cosas».. —«Ahora está usted en el Ministerio de Economía, Herr Brigadeführer, ¿verdad?». —«Pues sí. Colecciono gorras. Es una lástima que no sea usted economista: estos acuerdos van a abrirle un nuevo terreno al SD, espero. Hale, suba, que está a punto de empezar».

La conferencia se celebraba en una de las amplias salas forradas de paneles de madera del palacio, en donde la decoración nacionalsocialista no pegaba gran cosa con las maderas y los candelabros dorados del siglo XVIII. Más de un centenar de oficiales SD estaban presentes y, entre ellos, muchos de mis antiguos colegas o superiores: Siebert, con quien serví en Crimea; el Regierungsrat Neifend, que trabajaba antes en la Amt II, pero lo habían mandado luego de Gruppenleiter a la Amt III; y otros. Ohlendorf estaba sentado cerca de la tribuna, junto a un hombre con uniforme de SS-Obergruppenführer, de frente amplia y despejada y rasgos firmes y decididos: Karl Hanke, el Gauleiter de Baja Silesia, que representaba al Reichsführer en aquella ceremonia. El Reichsminister Speer llegó con cierto retraso. Le encontré un aspecto extraordinariamente joven, aunque estaba empezando a quedarse calvo; era esbelto y vigoroso y llevaba un traje cruzado muy sencillo sin más insignia que la del Partido, de oro. Lo acompañaban unos cuantos civiles, quienes se sentaron en la fila de sillas que había detrás de Ohlendorf y Hanke mientras el ministro subía a la tribuna y empezaba su discurso. Al principio hablaba con voz casi suave, precisa, correcta, que más bien resaltaba que disimulaba una autoridad que parecía desprenderse en mucho mayor grado del propio Speer que de la posición que ocupaba. Tenía clavados en nosotros los ojos oscuros y vivos que, sólo de vez en cuando, apartaba de nuestras caras, para consultar las notas que llevaba; cuando los bajaba, casi desaparecían bajo las nutridas e hirsutas cejas. Las notas sólo debían de servirle de guión para el discurso, porque apenas si las consultaba y parecía como si todas las cifras que desgranaba le brotasen directamente de la cabeza a medida que las iba necesitando, como si las tuviera siempre presentes y listas para usarlas. Hablaba con una franqueza brutal y, desde mi punto de vista, refrescante: si no recurríamos a todo en el acto para una producción militar total, habíamos perdido la guerra. No eran avisos al estilo Casandra; Speer comparaba nuestra producción actual con las estimaciones de las que disponíamos de la producción soviética y, sobre todo, norteamericana, y nos demostraba que, a ese ritmo, no aguantaríamos ni un año. Ahora bien, nuestros recursos industriales no se explotaban al máximo ni con mucho, y uno de los mayores obstáculos, aparte de la mano de obra, era que había intereses particulares obstruccionistas en el ámbito regional: por eso, sobre todo, era por lo que contaba con que lo apoyara el SD y, ése era uno de los temas principales de los acuerdos a los que iba a llegar con las SS. Acababa de firmar un importante convenio con el ministro de Economía francés, Bichelonne, para desplazar a Francia la mayoría de nuestra producción de bienes de consumo. Cierto es que eso proporcionaría a Francia, después de la guerra, una ventaja comercial considerable, pero no teníamos elección; si aspirábamos a la victoria, teníamos que hacer sacrificios. Aquella medida permitiría dedicar millón y medio más de trabajadores a la fabricación de armamento. Pero había que contar con que muchos Gauleiter se opondrían a esa necesidad de cerrar empresas, y ése era el terreno específico en el que podría intervenir el SD. Tras el discurso, Ohlendorf se puso de pie, le dio las gracias y explicó brevemente el alcance del acuerdo: el SD quedaba autorizado para examinar las condiciones de reclutamiento y el trato de los trabajadores extranjeros; además, el SD investigaría cualquier negativa de los
Gaue
a no respetar las instrucciones del ministro. Hanke, Ohlendorf y Speer firmaron ceremoniosamente el acuerdo encima de una mesa dispuesta a tal efecto; luego todos se hicieron el saludo alemán. Speer les estrechó la mano y se fue a toda prisa. Miré el reloj: disponía de menos de tres cuartos de hora, pero llevaba conmigo la bolsa de viaje. Me escurrí entre el barullo hasta llegar junto a Ohlendorf, que hablaba con Hanke: «Disculpe, Herr Brigadeführer, pero cojo el mismo tren que el Reichsminister. Tengo que salir ya». Ohlendorf, un tanto asombrado, arqueó las cejas: «Llámeme cuando vuelva», me dijo.

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