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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (91 page)

BOOK: Las benévolas
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El tren especial no salía de ninguna de las estaciones principales, sino de la estación S-Bahn de la Friedrichstrasse. El andén, que rodeaban fuerzas de la policía y de las Waffen-SS, era un hormigueo de altos funcionarios y de Gauleiter, con uniformes SA o SS, que se saludaban ruidosamente. Mientras un Leutnant de la Schupo comprobaba la lista y mis órdenes, yo miraba la muchedumbre: no veía al doctor Mandelbrod, con quien debía encontrarme allí. Le pedí al Leutnant que me dijera en qué compartimento viajaba y miró la lista: «Herr Doktor Mandelbrod... Mandelbrod... Aquí está. Es el vagón especial, que está a la cola del tren». Aquel vagón era de una fabricación particular: en vez de tener una puerta corriente, tenía una puerta doble, como la de un furgón de mercancías, que ocupaba más o menos un tercio del largo, y todas las ventanillas iban cerradas con persianas de acero. Una de las amazonas de Mandelbrod estaba delante de la puerta, vestida con un uniforme SS con galones de Obersturmführer; no llevaba la falda reglamentaria, sino un pantalón de montar masculino y medía, al menos, unos cuantos centímetros más que yo. Me pregunté de dónde sacaría Mandelbrod a todas aquellas ayudantes: debía de tener un arreglo particular con el Reichsführer. La mujer me saludó: «Herr Sturmbannführer, el doctor Mandelbrod lo está esperando». Por lo visto me había reconocido, y eso que yo no la reconocía a ella; también es verdad que todas se parecían un poco. Me cogió la bolsa y me hizo pasar a un recibidor forrado de tela del que salía, a la izquierda, un pasillo. «Su compartimento es el segundo a la derecha -me indicó-. Yo dejaré allí sus cosas. El doctor Mandelbrod está por aquí». Una puerta doble corredera, en la parte opuesta del pasillo, se abrió automáticamente. Entré. Mandelbrod, sumergido en su apestoso olor habitual, estaba acomodado en su enorme sillón plataforma, que podían subir al vagón gracias a la disposición de las puertas; junto a él, en un silloncito rococó, con las piernas cruzadas al desgaire, estaba el ministro Speer. «Ah, Max, ya estás aquí -exclamó Mandelbrod con aquella voz musical suya-. Ven, vén». Un gato se me metió entre las botas cuando quise acercarme y estuve a punto de tropezar; recobré el equilibrio y saludé a Speer y, luego, a Mandelbrod. Éste volvió la cabeza hacia el ministro: «Mi querido Speer, le presento a uno de mis jóvenes protegidos, el doctor Aue». Speer me examinó, mirándome desde debajo de las voluminosas cejas y se desarrebujó al levantarse; para mayor sorpresa mía, se me acercó para darme la mano: «Encantado, Sturmbannführer».. —«El doctor Aue trabaja para el Reichsführer -especificó Mandelbrod-. Intenta que mejore la productividad de nuestros campos de concentración».. —«Ah -dijo Speer-, eso está muy bien. ¿Y va usted a conseguirlo?». —«Sólo llevo en esto unos meses, Herr Reichsminister, y tengo un papel menor. Pero, en conjunto, hemos hecho ya muchos esfuerzos. Creo que habrá podido usted ver los resultados».. —«Sí, desde luego. Es un asunto del que he hablado hace poco con el Reichsführer. Estaba de acuerdo conmigo en que se podría estar mejor aún».. —«No cabe duda, Herr Reichsminister. Trabajamos en ello encarnizadamente». Hubo una pausa: estaba claro que Speer buscaba algo que decir. Se fijó en mis medallas: «¿Estuvo en el frente, Sturmbannführer?».. —«Sí, Herr Reichsminister. En Stalingrado». Se le ensombreció la mirada y bajó la vista; le recorrió la mandíbula un estremecimiento. Luego volvió a mirarme con aquellos ojos precisos escrutadores y, me llamó la atención por primera vez, ojerosos, con densas sombras de cansancio. «Mi hermano Ernst desapareció en Stalingrado», dijo con voz sosegada y levemente tensa. Hice una inclinación de cabeza: «Lo siento mucho, Herr Reichsminister. Lo acompaño en el sentimiento. ¿Sabe en qué circunstancias cayó?».. —«No. Ni siquiera sé si está muerto». La voz parecía distante, como desapegada. «Nuestros padres recibieron algunas cartas; estaba enfermo en uno de los hospitales. Las condiciones eran... espantosas. En la penúltima carta decía que ya no podía soportarlo y que quería volverse con sus compañeros, a su puesto de artillería. Y, sin embargo, estaba casi inválido».. —«El doctor Aue recibió una grave herida en Stalingrado -terció Mandelbrod-. Pero tuvo suerte y pudieron evacuarlo».. —«Sí..»., dijo Speer. Ahora tenía expresión soñadora, casi perdida.. —«Sí... tuvo usted suerte. En el caso de mi hermano, fue la unidad entera la que desapareció durante la ofensiva rusa de enero. Seguramente está muerto. Sin la menor duda. A mis padres les sigue costando mucho reponerse». Volvió a mirarme a los ojos. «Era el hijo preferido de mi padre». Violento, susurré otra fórmula de cortesía. Detrás de Speer, Mandelbrod estaba diciendo: «Nuestra raza sufre, mi querido amigo. Tenemos que garantizarle un porvenir». Speer asintió con la cabeza y miró el reloj. «Estamos a punto de salir. Me voy a mi compartimento». Volvió a tenderme la mano: «Adiós, Sturmbannführer». Di un taconazo y lo saludé, pero ya le estaba estrechando la mano a Mandelbrod, quien tiró de él para acercarlo y le dijo bajito algo que no oí. Speer escuchó atentamente, asintió con la cabeza y salió. Mandelbrod me señaló el sillón del que acababa de levantarse el ministro: «Siéntate, siéntate. ¿Has cenado? ¿Tienes hambre?». Se abrió en silencio otra puerta doble, al fondo del salón, y apareció una joven con uniforme SS que se parecía como dos gotas de agua a la anterior, pero debía de ser otra, a menos que la que me había recibido hubiera dado la vuelta al vagón por fuera. «¿Quiere tomar algo, Herr Sturmbannführer?», preguntó. El tren se había puesto en marcha despacio y estaba saliendo de la estación. Las ventanas estaban tapadas con cortinas, y la luz cálida y dorada de varias arañas pequeñas iluminaba el salón; al coger el tren una curva se ahuecó una de las cortinas; vi, a través del cristal, la persiana metálica y pensé que todo el vagón debía de estar blindado. La joven volvió a aparecer y puso una bandeja con bocadillos y cerveza en una mesa plegable que abrió hábilmente con una sola mano y me colocó al lado. Mientras comía, Mandelbrod me preguntó por mi trabajo; le había gustado mucho mi informe de agosto y esperaba con placer el proyecto que estaba acabando; parecía ya enterado de la mayor parte de los detalles. Herr Leland en particular, añadió, estaba interesado por las cuestiones de rendimiento individual. «¿Herr Leland viaja con nosotros, Herr Doktor?», pregunté.. —«Se reunirá con nosotros en Posen», contestó Mandelbrod. Estaba ya en el Este, en Silesia, en sitios que había visitado yo y en donde tenían ambos intereses considerables. «Está muy bien que hayas conocido al Reichsminister Speer -dijo casi distraídamente-. Es un hombre con quien es importante llevarse bien. Las SS y él deberían aproximarse más». Charlamos otro rato, acabé de comer y me bebí la cerveza; Mandelbrod acariciaba a un gato que se le había colocado en las rodillas. Luego, me permitió retirarme. Volví a pasar por el recibidor y encontré mi compartimento. Era amplio y con una cama confortable, ya preparada, una mesa abatible para trabajar y un lavabo con un espejo encima. Aparté la cortina: también aquí cerraba la ventana un postigo de acero y no parecía que hubiera forma alguna de abrirlo. Renuncié a fumar y me quité la guerrera y la camisa para lavarme. Acababa de enjabonarme la cara con una pastillita muy bonita de jabón perfumado que estaba junto al lavabo -había incluso agua caliente- cuando llamaron a la puerta. «¡Un momento!» Me sequé, volví a ponerme la camisa y la guerrera, sin abrocharla, y abrí. Una de las ayudantes estaba en el pasillo y me miraba con ojos claros y, en los labios, la sombra de una sonrisa, sutil como su perfume, que casi no me llegaba. «Buenas noches, Herr Sturmbannführer -dijo-. ¿El compartimento está a su gusto?». —«Sí, por completo». Me miraba, pestañeando apenas. «Si quiere -añadió-, puedo hacerle compañía esta noche». Este ofrecimiento inesperado, dicho con el mismo tono indiferente con el que me habían preguntado si quería comer algo, tengo que admitir que me cogió un tanto desprevenido. Noté que me ruborizaba y titubeé, buscando una respuesta. «No creo que el doctor Mandelbrod lo aprobara», dije por fin.. —«Al contrario -respondió ella con el mismo tono amable y tranquilo-; el doctor Mandelbrod estaría encantado. Está firmemente convencido de que hay que aprovechar cuantas ocasiones se presenten de perpetuar nuestra raza. Por supuesto que si yo quedara embarazada, nada lo distraería a usted de su trabajo: las SS cuentan con instituciones para casos así».. —«Sí, lo sé», dije. Me preguntaba qué haría si yo aceptase: me daba la impresión de que entraría, se desnudaría sin comentario alguno y esperaría, desnuda encima de la cama, a que yo acabara de asearme. «Es una proposición muy tentadora -dije por fin- y la verdad es que lamento mucho tener que rechazarla. Pero estoy muy cansado y el día de mañana va a ser muy atareado. En otra ocasión, con un poco de suerte». No le cambió en absoluto la expresión; apenas si guiñó un poco los ojos. «Como quiera, Herr Sturmbannführer -contestó-. Si necesita algo no tiene más que llamar. Buenas noches».. —«Buenas noches», dije, esforzándome en sonreír. Volví a cerrar la puerta. Cuando acabé de asearme, apagué y me acosté. El tren corría a través de la invisible oscuridad nocturna, oscilando levemente al ritmo del traqueteo. Tardé mucho en quedarme dormido.

Poco tengo que decir del discurso de hora y media que pronunció el Reichsführer el 6 de octubre a última hora de la tarde ante los Reichsleiter y los Gauleiter reunidos. Es un discurso menos conocido que aquel otro, casi el doble de largo, que leyó el 4 de octubre a sus Obergruppenführer y a sus HSSPF; pero si dejamos aparte unas cuantas diferencias debidas a la naturaleza de los respectivos auditorios y el tono menos informal, menos sardónico, menos entreverado de jerga del segundo discurso, el Reichsführer dijo, en esencia, lo mismo. Debido a los azares de la supervivencia de los archivos y de la justicia de los vencedores, esos discursos se han hecho famosos en ámbitos muy alejados de los círculos cerrados a los que iban destinados; no podréis dar con una obra acerca de las SS, acerca del Reichsführer o acerca del exterminio de los judíos que no los cite; si os interesa el contenido, podéis leerlos con toda facilidad, y en varias lenguas; el discurso del 4 de octubre está completo en el protocolo del extenso proceso de Núremberg, con la sigla 1919-PS (así fue, claro está, como pude estudiarlo por fin en detalle, después de la guerra, aunque, a grandes rasgos, me enterase de lo que decía en la propia Posen); por lo demás, se grabó o en disco o en cinta magnética con capa de óxido rojo, en ese punto no están de acuerdo los historiadores y yo no puedo aportarles nada porque en aquel discurso no estuve presente, pero, en cualquier caso, la grabación sobrevivió y, si os lo pide el cuerpo, podéis oírlo y oír, de paso, personalmente, la voz monótona, pedante, didáctica y precisa del Reichsführer, algo más precipitada si habla con ironía y, a veces, incluso, con arranques de ira, evidentes sobre todo con el paso del tiempo, cuando llega a los temas que debía de notar que se le iban de la mano, la corrupción generalizada, por ejemplo, a la que también se refirió el día 6, ante los dignatarios del régimen, pero en la que insistió, sobre todo, y eso lo supe entonces por Brandt, durante el discurso a los Gruppenführer que pronunció el día 4. Ahora bien, si esos discursos han entrado en la historia no es por tal cosa, por supuesto, sino sobre todo porque con una franqueza sin par en él, que yo sepa, tanto antes como después, con franqueza, digo, y de una forma que podría tildarse de cruda, trazaba en ellos el programa de exterminio de los judíos. Incluso yo, al oír aquello el
6
de octubre, no pude, al principio, dar crédito a lo que oía; la sala estaba atestada, la suntuosa Sala Dorada del palacio de Posen; yo estaba al fondo del todo, detrás de unos cincuenta dirigentes del Partido y de los
Gaue,
por no mencionar a unos cuantos industriales, dos jefes de servicio y tres (o quizá dos) ministros del Reich; y me pareció, teniendo en cuenta las reglas de secreto que nos habían impuesto, un auténtico escándalo, algo casi indecente; y al principio me sentí muy incómodo y doy por hecho que no era el único; veía como algunos Gauleiter suspiraban y se secaban el sudor de la nuca o de la frente, y no era que se estuvieran enterando de nada nuevo, nadie en aquella gran sala de luces tamizadas podía no estar al tanto, incluso aunque algunos, hasta entonces, no hubieran intentado pensar en la cuestión hasta el final, caer en la cuenta de hasta dónde llegaba, pensar, por ejemplo, en las mujeres y en los niños; y fue probablemente por eso por lo que el Reichsführer recalcó ese punto, con mucha mayor insistencia, por lo demás, ante los Reichsleiter y los Gauleiter que ante sus Gruppenführer, quienes, en ningún caso, podían hacerse ilusiones; seguramente por eso recalcó que sí, que efectivamente matábamos a las mujeres, y a los niños también, para que no quedara ambigüedad alguna; y era precisamente aquello lo que resultaba tan incómodo, aquella ausencia total, por una vez, de ambigüedad, y era como si estuviera violando una regla no escrita, más imperativa aún que aquellas reglas suyas, que había dictado a sus subordinados, sus
Sprachregelungen,
tan estrictas no obstante, la regla del tacto, quizá, de aquel tacto que mencionó en su primer discurso, citándolo en el contexto de la ejecución de Rohm y de sus camaradas SA, algo así como
un tacto que es espontáneo en nosotros, a Dios gracias,
dijo,
una consecuencia de ese tacto al que se debe que nunca hayamos hablado de esto entre nosotros,
pero quizá se trataba además de algo que no era ni el tacto ni esas reglas, y entonces fue cuando empecé a entender, creo, la razón profunda de aquellas declaraciones, y también por qué los dignatarios suspiraban y sudaban tanto: porque ellos también, igual que yo, estaban empezando a entender, a entender que no era por casualidad por lo que el Reichsführer hablaba así, claramente y ante ellos, al principio del quinto año de guerra, del exterminio de los judíos, sin eufemismos, sin guiños, con palabras sencillas y brutales, tales como
matar -exterminar,
dijo,
quiero decir matar u ordenar que maten-,
si,
por una vez,
el Reichsführer
les hablaba abiertamente de aquel asunto... para decirles cómo eran las cosas,
no, desde luego que no era por casualidad, y si él se permitía hacerlo, entonces es que el Führer estaba al tanto y, peor aún, el Führer lo había querido así, y de ahí la angustia que sentían; el Reichsführer no podía por menos de estar hablando en nombre del Führer, y estaba diciendo eso, esas palabras que no había que decir, y las grababa, en disco o en cinta, daba igual, y tomaba buena nota de quién estaba presente y quién ausente -de entre los jefes de las SS sólo dejaron de asistir al discurso del 4 de octubre Kaltenbrunner, que estaba con flebitis; Daluege, gravemente enfermo del corazón y que estaba de baja por un año o dos; Wolff, a quien acababan de nombrar HSSPF para Italia y plenipotenciario ante Mussolini; y Globocnik, a quien acababan, y yo aún no lo sabía y no me enteré hasta después del discurso de Posen, de trasladar de su pequeño reino de Lublin a su ciudad natal de Trieste, con el cargo de SSPF de Istria y Dalmacia, a las órdenes de Wolff, precisamente, y en compañía, pero eso lo supe más adelante incluso, de casi todo el personal de la Einsatz Reinhard, incluido el T-4; se acabó todo, a partir de ahora Auschwitz bastaría y la hermosa costa adriática iba a ser un estupendo vertedero para toda aquella gente que estaba ya fuera de uso; hasta Blobel fue a reunirse con ellos algo después; que se largasen a que los mataran los partisanos de Tito, y esa parte de la limpieza que nos ahorrábamos; y en cuanto a los dignatarios del Partido, también se tomó buena nota de los que faltaban, aunque nunca vi la lista-, así que todo aquello el Reichsführer lo hacía de forma deliberada, siguiendo instrucciones, y para eso no podía haber sino una razón, y de ahí la perceptible conmoción del auditorio que captaba esa razón perfectamente: era para que ninguno de ellos pudiera decir más adelante que no lo sabía; para que no pudiera intentar, en caso de derrota, hacer creer a nadie que era inocente de lo peor; para que no pudiera pensar, un buen día, que estaba en su mano irse de rositas; era para que
se mojaran;
y eso lo entendían muy bien, y de ahí su angustioso desvalimiento. Aún no se había celebrado la Conferencia de Moscú, cuyo desenlace fue el juramento de los Aliados de perseguir a los «criminales de guerra» hasta
el lugar más remoto del planeta;
iba a celebrarse pocas semanas después, antes de finales de aquel mes de octubre de 1943; pero ya estaba emitiendo la BBC, sobre todo desde el verano, una propaganda intensiva al respecto y dando nombres, con cierta precisión, por cierto, pues a veces citaba a oficiales de KL concretos, e incluso a suboficiales; estaba muy bien informada; y, dicho sea de paso, la
Staatspolizei
se preguntaba cómo; y es rigurosamente cierto que era algo que ponía un tanto nerviosos a los interesados, tanto más cuanto que las noticias del frente no eran nada buenas; para no perder Italia el frente del Este había tenido que quedarse en cuadro y había pocas probabilidades de que pudiéramos aguantar en el Donets -ya habíamos perdido Briansk, Esmolensco, Poltava y Kremenchug-, y Crimea estaba amenazada; dicho en pocas palabras, cualquiera podía ver que la cosa iba mal y no cabía duda de que muchos debían de estarse haciendo preguntas en cuanto al porvenir, el de Alemania en general y también, por supuesto, el suyo propio en particular, de ahí que la propaganda inglesa fuera eficaz hasta cierto punto, pues no sólo desmoralizaba a unos, a esos a los que nombraba, sino también a los demás, a los que aún no nombraba incitándolos a pensar que el final del Reich no iba a ser automáticamente el final de ellos y tornaba, pues, el espectro de la derrota algo menos inconcebible; y por eso, como es fácil suponer, en lo referido al menos a los dirigentes del partido, de las SS y de la Wehrmacht, era necesario hacerles entender que una eventual derrota tenía que ver con ellos personalmente, por aquello de que volvieran a motivarse un tanto; hacerles entender que, desde el punto de vista de los Aliados, los supuestos crímenes de algunos serían los crímenes de todos, o al menos, de todo el aparato; que todos los barcos, o los puentes, como cada cual prefiera decirlo, estaban en llamas; que no había vuelta atrás posible y que la única salvación era la victoria. Y, efectivamente, la victoria lo habría solucionado todo, pues si hubiéramos ganado, suponedlo por un momento, si Alemania hubiera aplastado a los rojos y hubiera destruido la Unión Soviética, nunca más se habrían vuelto a mencionar los crímenes, o mejor dicho, sí, pero crímenes bolcheviques, debidamente documentados merced a los archivos incautados (los archivos de Esmolensco del NKVT), que trasladamos a Alemania y recuperaron, después de la guerra, los americanos, desempeñaron precisamente ese papel cuando llegó por fin el tiempo en que, casi de la noche a la mañana, hubo que explicar a los honrados votantes democráticos por qué los monstruos infames de la víspera tenían ahora que servir de bastión contra los heroicos aliados de la víspera, que ahora habían resultado ser unos monstruos aún peores), e incluso, quizá, para reanudar, con juicios en toda regla, por qué no, el juicio de los dirigentes bolcheviques, os lo podéis imaginar, para que diera impresión de seriedad, como querían los angloamericanos (a Stalin ya sabemos que le importaban un bledo esos juicios, los tenía por lo que eran, una hipocresía, y encima inútil); y, después, todo el mundo, con los ingleses y los americanos en cabeza, habría transigido con nosotros, los cuerpos diplomáticos se habrían adaptado a las nuevas realidades y, pese al inevitable griterío de los judíos de Nueva York, los de Europa, a quienes, por lo demás, nadie habría echado de menos, se habrían cargado en las pérdidas y ganancias, como todos los demás muertos, por cierto, gitanos, polacos, qué sé yo, la hierba crece muy espesa encima de las tumbas de los vencidos y nadie le pide cuentas al vencedor; no lo digo para intentar justificarnos, no, es la verdad, sencilla y tremenda, y, si no, mirad a Roosevelt, ese hombre de bien, con su querido amigo Unce Joe; ¿y a cuántos millones había matado ya Stalin en 1941, o incluso antes de 1939?, a muchos más que nosotros, desde luego, e incluso, si hiciéramos un balance definitivo, hay muchas probabilidades de que siguiera él en cabeza, entre la colectivización, la deskulakización, las grandes purgas y la deportación de los pueblos en 1943 y en I944» Y eso bien sabido que era por entonces, todo el mundo estaba más o menos enterado, durante los años treinta, de lo que sucedía en Rusia; también lo sabía Roosevelt, ese amigo de los hombres, pero no le impidió nunca elogiar la lealtad y la humanidad de Stalin, y ello pese a los repetidos avisos de Churchill, algo menos ingenuo desde cierto punto de vista, y algo menos realista, desde otro; así que, efectivamente, si nosotros hubiéramos ganado esa guerra, seguro que habría pasado lo mismo: poco a poco, los cabezotas que nos hubieran seguido llamando enemigos del género humano se habrían ido callando, uno a uno, por falta de público, y los diplomáticos habrían limado las asperezas, pues, a fin de cuentas, ¿verdad?,
Krieg ist Krieg und Schnaps ist Schnaps,
y así es como funciona el mundo. Y a lo mejor, incluso, a fin de cuentas, nos hubieran aplaudido los esfuerzos, como lo predijo el Führer con frecuencia; o, a lo mejor, no, pero, en cualquier caso, habrían aplaudido muchos de los que entretanto se callaron porque perdimos, dura realidad. E incluso aunque hubiera persistido cierta tensión al respecto durante diez o quince años, antes o después habría desaparecido, cuando, por ejemplo, nuestros diplomáticos hubieran condenado firmemente, aunque, en cualquier caso, sin cerrarle la puerta a la posibilidad de hacer gala de cierta comprensión, esas duras medidas, que posiblemente vulneraban los derechos humanos, y que aplicaron en algún momento Gran Bretaña o Francia para restablecer el orden en sus colonias rebeldes, o, en el caso de los Estados Unidos, para garantizar la estabilidad del comercio mundial y combatir los focos de insurrección comunista, como acabaron todos por hacer, por cierto, con los resultados que ya sabemos. Pues sería un error, grave desde mi punto de vista, pensar que el sentido ético de las potencias occidentales difiere tan de raíz del nuestro: bien pensado, una potencia es una potencia y no se hace potencia, ni tampoco lo sigue siendo, por casualidad. Los monegascos, o los luxemburgueses, pueden permitirse el lujo de cierta rectitud política; pero la cosa varía un poco con los ingleses. ¿No era acaso un administrador británico, educado en Oxford o en Cambridge, quien, ya en 1922, preconizaba
matanzas administrativas
para garantizar la seguridad de las colonias y lamentaba amargamente que la situación política
in the Home Islands
no autorizara tan saludables medidas? O bien, si se desea, como lo desean algunos, imputar todas nuestras faltas únicamente al antisemitismo -un error grotesco, desde mi punto de vista, pero que les resulta atractivo a muchos-, ¿no sería acaso necesario admitir que Francia, en vísperas de la Gran Guerra, hacía muchos más méritos en ese aspecto que nosotros? (Por no mencionar la Rusia de los pogromos.) Por lo demás, espero que no os sorprenda demasiado que le quite importancia así al antisemitismo como causa fundamental de las matanzas de judíos: sería olvidarse de que nuestras políticas de exterminio picaban mucho más alto. Cuando nos derrotaron -y, lejos de querer volver a escribir la historia, seré el primero en admitirlo-, además de los judíos ya habíamos rematado el exterminio de todos los inválidos físicos y mentales incurables alemanes, de la mayor parte de los gitanos y de millones de rusos y de polacos. Y sabido es que teníamos proyectos aún más ambiciosos: en el caso de los rusos, la

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